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A la primera y rápida ojeada, necesariamente sumaria, de la biografía y obra hay que añadir aún algunas observaciones sobre determinados hechos que, cronológicamente considerados, ya no pueden ser llamados «biográficos», pero que, no obstante, pertenecen a la historia del hombre, Tomás de Aquino.
El primer hecho a mencionar es la canonización. Entre hombres cultos se pueden encontrar las ideas más aventuradas sobre la significación de este acto. Así, por ejemplo, la opinión grotesca de que se trata de una especie de «ascenso» póstumo, cuando naturalmente por la canonización nada se cambia ni nada nuevo le ocurre al homenajeado de esta manera; mediante este acto no ocurre nada, ¡por supuesto que no! Se trata más bien de una constatación, ciertamente de una constatación solemne fundamentada en averiguaciones procesales exactas y detalladas, es decir, de la constatación de que nos hallamos ante una «rectitud» de vida no usual, heroica, ante una paradigmática irradiación de fuerza sobrehumana, divina, y ante el definitivo retorno a ese origen divino. Ya se sabe que esto no son más que palabras sin significado para el intelectual secularizado. Pero tal vez habría que pedirle que comprendiese lo que con ello se «quiere decir». Esto es, que Tomás de Aquino, apenas cincuenta años después de su muerte, es canonizado el 18 de julio de 1323. A esto hay que añadir, como dice Grabmann[1], que parece ser la primera vez que en la persona de Tomás se canoniza a un hombre, en tanto en cuanto era teólogo y maestro. Los 42 testigos del proceso de canonización tienen poco que informar sobre penitencias extraordinarias, sobre hechos y mortificaciones extraordinarias; precisamente parecen estar confusos de que en forma unánime sólo pueden repetir continuamente que Tomás había sido un hombre leal, humilde, sencillo, amante de la paz, entregado a la contemplación, mesurado, amante de la pobreza. Y él mismo siempre había dicho que la perfección de la vida se encontraba antes en la rectitud interior que en actos externos de ascesis[2]. Uno de los testigos en el proceso de canonización, Guillermo de Tocco, que cuando joven fue discípulo de Santo Tomás y es autor de una detallada biografía suya, dice[3] que las oraciones de Santo Tomás sólo habían pedido una cosa: sabiduría. Señalemos de paso que esto no es del todo exacto, pues hay una oración que ha llegado hasta nosotros en la que Tomás pide que le sea concedido «ser alegre sin frivolidad y maduro sin presunción»[4]. Pero como no tenemos tanto que tratar del hombre Tomás de Aquino como del pensador, teólogo y sobre todo filósofo, del maestro y autor, sigue siendo este punto digno de notas: que ya la canonización parece haber tenido en cuenta al pensador y maestro. Non solum virtutes, sed doctrinam etiam...[5]
Con esto se pone en marcha algo que luego se confirmará y ampliará en el hecho de que Tomás, en 1567, sea proclamado «Doctor de la Iglesia» y en que, por así decir, llegue a convertirse en una «institución» cuando en 1918, en uno de los grandes códigos de la Historia, en el Codex Iuris Canonici, se incluyó[6] la prescripción de que los sacerdotes de la Iglesia Católica deben recibir su formación teológica y filosófica según el método, la doctrina y los principios de Tomás de Aquino. El título específico que, análogamente a casi todos los otros maestros significativos de la Edad Media, acompaña a Tomás poco después de su muerte, ese título de «Doctor communis», ha vuelto a recogerse últimamente[7] con énfasis: se llama a Tomás, cuya doctrina ha hecho propia la Iglesia, el Doctor communis seu universalis, el doctor común, universal.
Era de esperar que tales disposiciones de autoridad no tuviesen solamente consecuencias agradables. Acecha la tentación de que opiniones doctrinales dudosas intenten pasar por buenas invocando al oficialmente reconocido Tomás de Aquino. Era de esperar lo mismo que ocurrió en el terreno en el que Karl Marx ha sido proclamado Doctor communis, que cada cual busque legitimar su opinión mediante una cita de Marx, aun cuando ello esté o no esté objetivamente justificado. Naturalmente eso no quiere decir que la canonización de Marx o Lenin pueda ser puesta al mismo nivel que la de Santo Tomás. No quisiéramos ser mal interpretados en esto: la elevación especial y fuera de lo común de Tomás de Aquino por la autoridad eclesiástica en modo alguno la consideramos como el resultado meramente fortuito de un tipo de tendencias anquilosadas y conservadoras, ni tampoco como un acto primariamente disciplinar que lleve a cabo o preserve la «unidad ideológica». Una formulación como la del teólogo vienés Albert Mitterer de que el «tomismo» está «eclesiásticamente ordenado»[8] la consideramos poco afortunada e incluso equívoca (como si se tratase de una especie de regulación policíaca que por meros motivos de oportunidad hubiese sido decretada de igual forma que podría ser derogada o cambiada). Antes bien estamos convencidos de que esta primacía de Santo Tomás, que de nuevo puede parecer asombrosa, tiene sentido y es necesaria en sí misma. Y por supuesto que con esto no se aconseja cualquier tipo de estéril repetición —la Encíclica de Pío XI sobre Santo Tomás previene expresamente contra ello— y naturalmente que con ello no hay por qué mantener lo transitorio y temporal de Tomás. Mitterer da a entender la existencia de un contrasentido, ya que Tomás, comparado con los resultados de la moderna investigación de la Naturaleza, mantiene una imagen del mundo totalmente distinta y, naturalmente, falsa, pobre y primitiva. Hay que decir que nunca se me ha ocurrido referir la autoridad de Santo Tomás a sus doctrinas biológicas. Además es opinión bastante general[9] que la Filosofía de la Naturaleza es el punto más débil en el pensamiento de Santo Tomás. He has no heart for the task, dice Gilson[10]; no tenía «corazón» para esta tarea y guarda su energía intelectual para otros asuntos. No obstante, ese especial ensalzamiento de Tomás —¿por qué no Agustín, Alberto Magno o Buenaventura?— no puede querer decir otra cosa que en su obra el conjunto de la verdad ha llegado a una enunciación única en su género, paradigmática.
Pero precisamente esto encubre muchas cosas que son menos satisfactorias. Por ejemplo, agudiza la tentación de ocuparse de Tomás puramente como un epígono; fomenta la tendencia a apoyar determinadas tesis en Tomás para dotarlas de ese modo de una exigencia de validez. La «miseria de la interpretación de Santo Tomás» tiene aquí sus raíces (la expresión no es nuestra sino del teólogo benedictino Anselm Stolz[11]). No en el sentido de que en este trabajo interpretativo polifacético estén en juego necesariamente intereses no objetivos, sino más bien de que, naturalmente y de un modo totalmente inevitable, una vez que Tomás ha llegado a convertirse en una «institución», surge la interesante y apremiante cuestión de en qué consiste exactamente su ejemplaridad, lo paradigmático y único de su figura y, sobre todo, su obligatoriedad. ¿Qué es, por tanto, lo grandioso de Tomás que le ha constituido en Doctor communis de la Cristiandad? Probablemente no es la «originalidad» de su pensamiento; Agustín es mucho más original. Perfección y originalidad parecen, en cierto sentido, excluirse mutuamente; lo clásico no es propiamente original. Bernard Shaw, en sus ingeniosas críticas musicales, ha dicho algo sobre Mozart que también puede ser válido para Tomás. Mozart no es, dice[12], como Praxíteles, Rafael, Moliere y Shakespeare, «ni la cabeza de una nueva dirección ni el fundador de una escuela», Shaw tranquilamente podría haber dicho: ni como Tomás de Aquino. Hay que recordar el hecho asombroso de que Tomás, aun cuando fue un gran «maestro», no tuvo en sentido estricto, ningún «discípulo»; estuvo sólo a lo largo de su vida. Shaw continúa diciendo respecto a Mozart que no podría decirse: «Este es un estilo de música completamente nuevo en la que nadie, antes de Mozart, podría haber siquiera soñado»... «Comenzar, puede hacerlo casi todo el mundo; la dificultad estriba... en hacer lo que no puede ser superado. Siempre ocurre lo mismo» —así concluye el artículo de Mozart con una agudeza altamente agresiva— «siempre ocurre lo mismo: Praxíteles, Rafael y Cía. han tenido grandes hombres como precursores y sólo imbéciles como seguidores». No puede decirse con menos respeto, pero parece ser cierto lo dicho. Lo grandioso en los grandes parece consistir precisamente en aquello que les hace inadecuados para ser representantes de una dirección. Y esto también es válido para Tomás. Su grandeza y también su actualidad consiste precisamente en que no se le puede añadir un «ismo», es decir, que no puede haber un «tomismo» («propiamente» no puede haberlo, en tanto en cuanto se entienda por «tomismo» una especial dirección doctrinal caracterizada por aseveraciones y determinaciones polémicas, un sistema escolarmente transmisible de principios doctrinales[13]). Y no puede haberlo porque la grandiosa afirmación que presenta la obra de Santo Tomás es demasiado rica para ello; su originalidad estriba precisamente en que no quiere ser nada «original»; Tomás se resiste a elegir algo; emprende el terrible intento de «elegir todo»; «quiere ser fiel tanto a la profunda visión de San Agustín como a la de Aristóteles, a la profunda intención de la razón humana como a la de la fe divina»[14]. El dominico francés Geiger, que en su muy discutido libro sobre el concepto de «participación» en Santo Tomás de Aquino ha intentado poner de manifiesto lo que hay de platónico en el pensamiento del supuestamente aristotélico Tomás, ha consignado lo mismo: que Tomás tenía que haber elegido; «or il n’a pas choisi, pero él no ha elegido»[15]. Tomás no es ni platónico ni aristotélico, o es ambas cosas.
El que esta propiedad pertenezca a la constitución fundamental de Santo Tomás, y no sólo en el terreno intelectual, sino también en el existencial, se echa de ver ya claramente en sus primeras decisiones. Y también esto pone de manifiesto qué poco tiene que ver esta resistencia a «elegir» con cualquier tipo de neutralidad o indecisión.
Ya hemos mencionado que Tomás, aproximadamente a la edad de quince años, tiene que abandonar el refugio de la abadía benedictina de Montecasino y que esta huida le lleva a Nápoles, es decir, a una ciudad y a una Universidad; y que aquí se encuentra con dos fenómenos que no sólo son nuevos para él, sino que antes bien son algo nuevo en general para el siglo XIII.
Tomás se encuentra en primer lugar con el «movimiento de pobreza», con las Órdenes mendicantes; y en segundo lugar se encuentra, en la Universidad, con Aristóteles. Joven reposado y por completo abierto, recibe con una tremenda disposición de alma y mente ambas fuerzas que van a determinar no sólo su propio tiempo, sino precisamente el futuro de todo el Occidente. Y Tomás abraza ambas con la asombrosa vehemencia de su ser, aun cuando el impulso que está detrás de ambos fenómenos parezca que mutuamente los excluya. Queríamos hacer notar que ya aquí, en el principio, aparece lo paradigmático, lo ejemplar del más tarde Doctor communis: la energía conquistadora que no excluye ni deja nada y que consiste en que todo lo que existe «le pertenece», por ejemplo, tanto la Biblia como la Metafísica de Aristóteles. De ello hay que hablar ahora más despacio.
En lugar de «movimiento de pobreza» hemos dicho «Biblia», pues ésta es la nota decisiva de este movimiento: lo bíblico, lo «evangélico». Chenu emplea para ello el término «évangelisme»[16]. Sociológicamente considerado se trata de una especie de movimiento juvenil, precisamente de un movimiento urbano que sólo crece en el terreno de la ciudad (¡en Montecasino, Tomás no lo hubiese encontrado nunca!), de un «anti-movimiento» dirigido contra la compacta mundaneidad de un cristianismo establecido económica y políticamente en el mundo. Pero lo propio de este movimiento no se puede comprender sociológicamente. Las dos órdenes mendicantes entonces fundadas (los Dominicos son confirmados formalmente como Orden en 1216 y los Franciscanos en 1223; la muerte de Santo Domingo tiene lugar en el año 1221, la de San Francisco de Asís en 1226), ambas fundaciones no se pueden en absoluto comprender sin su prehistoria herética. En esta prehistoria se unen, dicho grosso modo y simplificando, dos elementos: en primer lugar, lo cátaro; en segundo lugar, lo valdense.
Los cátaros, que así se llaman a sí mismos, los Katharoi, los «puros» (¡algo inquietante es que la palabra alemana «hereje» —Ketzer— originariamente designa a los «puros», a los que quieren ser «puros»!), los cátaros medievales son los herederos del antiguo y nunca totalmente superable maniqueísmo que considera como malo la materia y todo lo material, el cuerpo, el matrimonio, el Estado, las instituciones religiosas visibles, los sacramentos. El asceta es la representación de la perfección; y la ascesis llega hasta el extremo de la muerte voluntaria por hambre. La mundanización de la Cristiandad y de la jerarquía da a este movimiento —que es capaz de unir un poderoso grado de energía a una entrega equivocada—, una apariencia de justicia, una razón de ser.
El movimiento valdense es al principio totalmente ortodoxo, pero cae en la herejía, también por su recusación de la Iglesia oficial. El nombre deriva de un comerciante lionés, Pedro Valdo, que en un año de hambre, 1176, regala su fortuna e intenta vivir según el mandamiento de Cristo literalmente entendido, según el Evangelio, por tanto, y reúne a su alrededor una comunidad de simpatizantes. Sus características son pobreza, lectura de la Biblia, predicación ambulante.
Estas dos corrientes se mezclan mutuamente de formas diversas, sobre todo en el sur de Francia, donde surge de ello un potente movimiento popular que es llamado el movimiento albigense, por la ciudad de Albi. Los intentos de misión por parte de la Iglesia fracasan por completo. Inocencio III envía al Sur de Francia, al abad de Citeaux con algunos de sus compañeros, donde tienen que «luchar contra la herejía según el estilo de San Bernardo, por la fuerza de la predicación»[17]. Por entonces, hacia 1200, el gran reformador Bernardo de Claraval hace escasamente unos cincuenta años que había muerto; pero ya ha sucedido lo que el cisterciense renano Caesarius von Heisterbach habría de formular pocos años más tarde como una ley trágica: la templanza engendra riqueza y la riqueza destruye la templanza[18]. Los legados del Papa, en vez de como misioneros, se presentan como jueces; destierran, proscriben y condenan. Y no sólo esto. De entrada pierden todo crédito pues aparecen con toda la pompa mundana. El ya citado prior dominico de Lovaina, Tomás de Chantimpré[19], escribe hacia la mitad del siglo XIII: «Me encontré en la calle a un abad con tantos caballos y un séquito tan numeroso, que si no le hubiese conocido, antes bien le podría haber tomado por un duque o conde... Sólo faltaba que... hubiese llevado una corona en la cabeza».
Más tarde, un nuevo Papa, Honorio III, dirige un escrito a la Universidad de París exhortando a que los profesores y estudiantes fueran a misionar a las ciudades heréticas del Sur de Francia[20]. No es probable que se llevase a cabo algo semejante. También era ya demasiado tarde, pues ya hace tiempo que se había llegado al empleo de la fuerza. La guerra albigense de los 20 años ha empezado ya y rápidamente, como dice Joseph Bernhart, en su Historia de los Papas[21], se convierte de una cruzada «en una vulgar guerra de conquista de los barones franceses, a pesar de la seriedad religiosa de muchos caballeros».
Aquí comienza entonces la obra de Santo Domingo. Este visigodo nacido en Castilla en 1170, sacerdote, vicario del capítulo catedralicio de Osma, acompaña a su obispo Diego en un viaje a Roma que naturalmente tiene que cruzar el Sur de Francia, este territorio sísmico, por así decir. De este viaje jamás regresará a su patria. Cuando en 1206 encuentra en Montpellier a los legados pontificios, se encuentra al mismo tiempo con su tarea vital que emprende con toda pasión. Domingo tiene ya treinta y cinco años y morirá a los cincuenta. Pero estos quince años sólo se podrían contar adecuadamente en el estilo de las sagas de Islandia. Los dos españoles se dan cuenta de que les aguarda una enorme tarea y de que los intentos hasta entonces llevados a cabo para desempeñarla han sido desde el principio falsos. Ellos mismos empiezan a misionar, tomándose por primera vez en serio la pobreza evangélica y considerando a los herejes ante todo como congéneres humanos. En el mismo año de 1206 tiene lugar en Montpellier la primera disputación auténtica en la que los albigenses ya no se encuentran como reos ante el juez. Antes bien, como participantes en la discusión, con los mismos derechos, se esfuerzan en la búsqueda de la verdad según reglas del juego previamente establecidas a las que pertenece también ésta: quien no pueda probar su tesis en la Biblia debe darse por vencido[22]. Esta disputación constituye el núcleo de la Orden dominicana, que desde un principio encuentra la mayor desconfianza en la Iglesia: los legados pontificios consideran este método misional un disparate[23]. Ciertamente hay figuras excepcionales como el obispo Fulco de Tolosa, excepcional en muchos aspectos. Este Fulco había sido uno de los más famosos trovadores y más tarde ingresará un día, junto con su mujer y dos hijos, en la Orden cisterciense, llegará a abad y, un año antes de la disputación de Montreal, a obispo de Toulouse. Él va a ser quien obtenga el reconocimiento de la Orden de Predicadores por Inocencio III. Domingo y su obispo se quedan en Francia, fundan la primera comunidad, ¡totalmente según el modo de los albigenses! «El movimiento de reforma de Santo Domingo» —un año después de las Disputaciones de Montreal, al morir el obispo Diego, va a ser el único motor de esta dinámica tan repentinamente desatada— «el movimiento de reforma de Santo Domingo surgió del valdense»[24]. «Para Santo Domingo es un hecho el que el movimiento valdense sólo puede ser superado cuando sean reconocidas sus justas exigencias y se lleven a cabo dentro de la Iglesia católica»[25]; «al igual que los valdenses, Domingo se remonta a la Iglesia primitiva»[26]. En esta decisión se empeñará Domingo acuciado por el espectáculo que se perpetúa hasta el final de su vida: la increíble crueldad de la guerra albigense. Estará en Lavaur en 1211 cuando, tras la conquista de la ciudad, los herejes son lapidados, quemados y crucificados en masa. Pero mientras se desencadena esta locura surge la Orden dominicana, aun cuando el Concilio de Letrán acaba de decidir precisamente que no debe ser reconocida ninguna nueva Orden. Nace una Orden que se diferencia de las antiguas Órdenes en algo muy revolucionario: ninguna stabilitas loci; vivir no en el retiro, sino en medio de la ciudad; pobreza en sentido literal: pobreza mendicante (el mendigar está hasta entones expresamente prohibido al clérigo[27]); además, estudio de la Biblia y ciencia; las Constituciones determinan incluso que, a causa del estudio, puede dejarse el rezo del coro: una dispensa inconcebible en la Orden Benedictina[28]. Pero también la Comunidad de Santo Domingo, luego llamada «Orden de Predicadores», se distingue en forma considerable de la fundación casi coetánea de San Francisco de Asís, la Orden franciscana, aun cuando ambas fundaciones son respuestas a la misma exigencia. La Orden de Santo Domingo es, primeramente, una Orden de sacerdotes desde el principio (San Francisco nunca llegó a ser sacerdote); en segundo lugar, es desde el origen nada romántica, es racional, sobria; en tercer lugar, no rechaza, por principio, la cultura y la ciencia (como Francisco de Asís), sino antes bien supone una dedicación expresa a las primeras Universidades de Occidente. Y son especialmente estudiantes de Universidad y también profesores los que acuden en masa a la nueva fundación, lo que constituye algo muy notable y conmovedor. Con una dureza quizás sólo posible al español, envía Domingo a sus hermanos, que precisamente empiezan a sentirse bien en comunidad, sin medios, sin un centavo de dinero y además con la prohibición de utilizar cabalgadura alguna, a través de media Europa, a las Universidades de Bolonia y París. La comunidad se aloja tan miserablemente en Bolonia que pronto empieza a disolverse; algunos hermanos quieren salirse y llegan a obtener el permiso eclesiástico para entrar en la Orden cisterciense. Pero entonces pasaron en estos primeros años heroicos cosas del todo incomprensibles (cuya historicidad es por completo indudable). Cuando, por ejemplo, los hermanos se encontraban reunidos en Bolonia para despedirse de aquellos que se querían marchar, entra en la sala uno de los más famosos profesores de Filosofía de la Universidad de Bolonia, Rolando de Cremona[29], extremadamente agitado, para pedir el ingreso en la Comunidad. Será el primer dominico que tendrá una cátedra en la Universidad de París. Por cierto que la segunda cátedra parisiense de los dominicos surge de una manera igualmente desacostumbrada: el profesor Juan de St. Gilles, sacerdote secular, da un sermón en el convento dominico de St. Jacques sobre la pobreza evangélica; y durante este sermón se interrumpe y solicita el hábito de la Orden. Es sencillamente inconcebible que tales sucesos no afectasen a la vida de la Universidad. En las cartas del segundo General de la Orden de los dominicos, Jordán de Sajonia, en una carta fechada en París en 1226, se dice: «Durante las cuatro primeras semanas de mi estancia han ingresado 21 hermanos; seis de ellos son doctores de la Facultad de Artes»[30]. En el semestre de invierno 1235/36 fueron recibidos en la Orden, en su presencia, 72 escolares. Es como un incendio. Cuando Domingo muere en 1221, agotado por este terrible esfuerzo de 15 años, se ha establecido la Orden en España, Francia, Italia, Alemania, Hungría, Inglaterra, Suecia, Dinamarca, con un total de más de 30 conventos.
Hay que recordar los sucesos y la atmósfera de estos dos años fundacionales para comprender en qué circunstancias se encuentra Tomás, apenas dos décadas después de la muerte de Santo Domingo, en Nápoles con los dominicos de allí y lo que tuvo que haber significado su propio ingreso en esta Orden. El impulso es, por una parte, la pasión de anunciar la verdad (Tomás en su primera Suma, en la Suma contra los Gentiles, la llama el propositum nostrae intentionis; el propósito de nuestra intención)[31], un anuncio de la verdad de tal tipo que precisamente se muestra la verdad al contrario por sí sola. El otro impulso es el evangélico. Está por completo en juego la misma radicalidad que había sido propia de Pedro Valdo y de Domingo, la radicalidad de volver a la Biblia y al ideal de pobreza predicado en ella. Éste es también un elemento de la doctrina de Santo Tomás que a menudo se oculta por completo. No podemos ocuparnos de ello expresa y detalladamente. Pero hay que saber que la existencia interior del filósofo Tomás estará determinada también por ese elemento. «Perfección evangélica», éste es un concepto que aparece muchas veces en Tomás[32]. «La perfección evangélica consiste en la imitación de Cristo; pero Cristo no fue sólo pobre en su intención, sino también realmente (realiter)»; éste es un pasaje de uno de sus escritos polémicos sobre «movimiento de pobreza»[33].
Pero el elemento bíblico supone bastante más en la obra de Santo Tomás (no en la Escolástica en general, sino más bien en la obra de Santo Tomás). El que, por ejemplo, haya en la Summa Theologica tres amplios tratados de Teología bíblica[34]constituye ya entonces una innovación frente a la Teología mucho «más sistemática» de los Comentarios a las Sentencias. Ello hay que agradecerlo al impulso especial del «movimiento de pobreza». Tomás aduce lo bíblico precisamente como argumento para que les sea permitido a las Órdenes mendicantes la predicación y la cura de almas. «Se encuentran (en el clero parroquial)», dice él, «solo poquísimos, paucissimi, que conozcan la Sagrada Escritura, aunque el predicador de la palabra de Dios tiene que ser versado en la Sagrada Escritura»[35]. En el convento dominico de St. Jacques, de París, se lleva a cabo la gran obra de la primera corrección de la Biblia y de su primera concordancia, en los mismos años en que, en el mismo convento, se comenta la Física de Aristóteles. Con lo que de nuevo se menciona el otro extremo opuesto de este arco que Tomás intenta tensar. Ambos extremos le pertenecen. Si se quisiera considerar sólo uno, el intento de realizar la recta imagen evangélica, entonces sólo se vería en Tomás el fraile mendicante, una figura puramente eclesiástica. Hay que tener en cuenta el hecho, muy terreno y realista, de la dedicación a Aristóteles. Pero sobre todo, y este peligro es más próximo, se interpreta necesariamente mal la intención de este «aristotelismo» (entre comillas) si no se le ve entretejido y empapado por algo aparentemente extraño e incluso contrapuesto como es un cristianismo decididamente evangélico. En este sentido habrá que hablar del encuentro de Santo Tomás con Aristóteles.
[1] MARTIN GRABMANN, Die Kanonisation des heiligen Thomas. «Divus Thomas», año I (1923), p. 241 s.
[2] Contra impugn. 1, 1; n.º 11.
[3] Vita S. Thomae 6, 31. Ed. D. Prümmer (St.-Maximin 1924).
[4] Oratio ad vitam sapienter instituendam, Opuscula Theologica. Ed. R. M. Spiazzi (Turín-Roma, 1954). Vol. II, p. 285.
[5] Así la Encíclica de Pío XI sobre Santo Tomás Studiorum ducem (Freiburg i. Br. 1923), p. 16.
[6] Cf. Codex Iuris Canonici, can. 589 y can. 1366.
[7] Igualmente en la Encíclica sobre Santo Tomás Studiorum ducem, p. 18. Sobre el lugar de Santo Tomás dentro de la Filosofía cristiana cf. Fidel G. Martínez, The place of St. Thomas in Catholic philosophy, «Cross Currents» (New York), vol. 8 (1958), p. 43 ss.
[8] ALBERT MITTERER, Die Entwicklungslehere Augustins im Vergleich mit dem Weltbild des Hl. Thomas von Aquin und dem der Gegenwart (Viena-Freiburg i. Br. 1956), p. 15. Similarmente se dice en la p. 327: «La Iglesia... ha prescrito el tomismo».
[9] Cf. ETIENNE GILSON, The Christian Philosophy of St. Thomas Aquinas (Londres, 1957), p. 174; VAN STEENBERGHEN, Le XIIIe siècle, p. 261.
[10] Christian Philosophy, p. 174.
[11] ANSELM STOLZ, Das Elend der Thomasinterpretation, «Benediktinische Monatschrift», año 13, 1931. En el mismo año de la misma revista: STEPHAN SCHMUTZ, Nac. der Lehre des hl. Thomas (Sobre la interpretación de Santo Tomás).
[12] Cf. G. B. SHAW, Musik in London (Bibliothek Suhrkamp, Frankfurt, 1957), p. 63 s.
[13] Cf. para esto JOSEF PIEPER, Die Aktualität des Thomismus. En: Philosophia Negativa. Zwei Versuche über Thomas von Aquin (München, 1953).
[14] ANDRÉ HAYEN, Thomas gestern und heute (Frankfurt, 1954), p. 62.
[15] L. B. GEIGER, La participation dans la philosophie de St. Thomas d’Aquin (París, 1942), p. 31.
[16] CHENU, Introduction, p. 38 ss.
[17] H. CHR. SCHEEBEN, Der heilige Dominikus (Freiburg i. Br. 1927), p. 31.
[18] Citado en JOSEPH BERNHART, Sinn der Geschichte (Freiburg i. Br. 1931), p. 53.
[19] Cf. SCHNÜRER, Kirche und Kultur im Mittelalter, II, p. 442.
[20] SCHEEBEN, Dominikus, p. 229.
[21] JOSEPH BERNHART, Der Vatikan als Weltmacht (Leipzig, 1930), p. 177.
[22] SCHEEBEN, Dominikus, p. 43.
[23] Ibídem, p. 57.
[24] Ibídem, p. 143.
[25] Ibídem, p. 135.
[26] Ibídem, p. 377.
[27] Ibídem, p. 164.
[28] Cf. FRANZ XAVER SEPPELT, Der Kampf der Bettelorden an der Universität Paris in der Mitte des 13. Jahrhunderts. Dos Partes. En: «Kirchengeschichtliche Abhandlungen». T. 3 (Breslau 1905) y T. 6 (Breslau 1908).
[29] SCHEEBEN, Dominikus, p. 279.
[30] Cf. SCHNÜRER, Kirche und Kultur im Mittelalter, II, p. 365.
[31] C.G. 1, 2.
[32] Por ejemplo: Contra impugn. 2,5; N.º 203, 204, 205, 206.
[33] Contra impugn. 2, 5; N.º 205.
[34] I, 65-74 (Noticia de la Creación); I, II, 98-105 (Libros de la Ley del Antiguo Testamento); III, 27-59 (Vida de Jesús).
[35] Contra impugn. 3; Nº 121.