Читать книгу Amigos de Dios (bolsillo, rústica, color) - Josemaria Escriva de Balaguer - Страница 6
ОглавлениеPRESENTACIÓN[*]
Dios sabe más. Los hombres entendemos poco de su modo paternal y delicado de conducirnos hacia Él. Yo no podía prever, al escribir en 1973 la presentación de Es Cristo que pasa, que se iría tan pronto a la casa del Cielo ese sacerdote santo, a quien millares de hombres y mujeres de todo el mundo —hijos de su oración, de su sacrificio y de su generoso abandono a la Voluntad de Dios— aplicamos con inmenso agradecimiento la misma conmovedora alabanza que San Agustín cantó de nuestro Padre y Señor San José: «Mejor cumplió él la paternidad del corazón que otro cualquiera la de la carne»[1]. Se fue el jueves 26 de junio de 1975, al mediodía, en esta Roma a la que amaba porque es la sede de Pedro, centro de la cristiandad, cabeza de la caridad universal de la Iglesia santa. Y mientras nosotros oíamos aún el eco de las campanas del Ángelus, el Fundador del Opus Dei escuchaba con una fuerza ya siempre viva: amice, ascende superius [2], amigo, ven a gozar del Cielo.
En un día corriente de su trabajo sacerdotal, dejó esta tierra, metido en un trato pleno con El que es la Vida y, por eso, no ha muerto: está a Su lado. Mientras atendía su tarea de almas, le llegó ese dulce sobresalto —así se expresa en la homilía Hacia la santidad [3]— de encontrarse cara a cara con Cristo, de contemplar finalmente el Rostro hermoso por el que tanto suspiraba: Vultum tuum, Domine, requiram! [4].
Desde el mismo instante de su nacimiento a la patria del Cielo, empezaron a llegarme testimonios de un número incalculable de personas, que conocían su vida de santidad. Han sido y son palabras que pueden ya desbordarse: antes, callaban por respeto a la humildad del que se consideraba un pecador que ama con locura a Jesucristo. Tuve el consuelo de escuchar directamente de labios del Santo Padre uno de sus muchos encendidos elogios al Fundador del Opus Dei. En periódicos y revistas de todo el mundo se pueden leer innumerables artículos de reconocimiento, surgidos del pueblo cristiano y de personas que todavía no confiesan a Cristo, pero que comenzaron a descubrirle a través de la palabra y de las obras de Mons. Escrivá de Balaguer.
«Mientras me quede aliento, no cesaré de predicar la necesidad primordial de ser alma de oración ¡siempre!, en cualquier ocasión y en las circunstancias más dispares, porque Dios no nos abandona nunca»[5]. Ese fue su único oficio: rezar y animar a rezar. Por eso suscitó en medio del mundo una prodigiosa movilización de personas —como le gustaba decir— dispuestas a tomarse en serio la vida cristiana, mediante un trato filial con el Señor. Somos muchos los que hemos aprendido de este sacerdote cien por cien «el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios»[6].
En este segundo volumen de homilías recogemos algunos textos que se editaron mientras Mons. Escrivá de Balaguer se encontraba aún a nuestro lado, aquí en la tierra, y otros de los muchos que dejó para publicar más adelante, porque trabajaba sin prisa y sin pausa. No pretendió jamás ser un autor, a pesar de que figura entre los maestros de la espiritualidad cristiana. Su doctrina, amable y esforzada, es para vivirla en medio del trabajo, en el hogar, en las relaciones humanas, en todas partes. Tenía el arte, también humano, de dar liebre por gato. ¡Qué bien se le lee! Lo directo de las expresiones, la viveza de las imágenes, llegan a todos, por encima de las diferencias de mentalidad y cultura. Aprendió en la escuela del Evangelio: de ahí su claridad, ese herir en lo hondo del alma; el talante para no pasar de moda, por no estar en la moda.
Estas dieciocho homilías trazan un panorama de las virtudes humanas y cristianas básicas, para el que quiera seguir de cerca los pasos del Maestro. No son ni un tratado teórico, ni un prontuario de buenas maneras del espíritu. Contienen doctrina vivida, donde la hondura del teólogo va unida a la transparencia evangélica del buen pastor de almas. Con Mons. Escrivá de Balaguer, la palabra se hace coloquio con Dios —oración—, sin dejar de ser una entrañable conversación en sintonía con las inquietudes y esperanzas de quienes le escuchan. Son, pues, estas homilías una catequesis de doctrina y de vida cristiana donde, a la vez que se habla de Dios, se habla con Dios: quizá sea este el secreto de su gran fuerza comunicativa, porque siempre se refiere al Amor, «en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio»[7].
Ya en el primer texto se recuerda lo que ha sido pauta constante de la predicación de Mons. Escrivá de Balaguer: que Dios llama a todos los hombres a la santidad. Haciéndose eco de las palabras del Apóstol —esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación[8]— advierte: «Hemos de ser santos —os lo diré con una frase castiza de mi tierra— sin que nos falte un pelo: cristianos de veras, auténticos, canonizables; y si no, habremos fracasado como discípulos del único Maestro»[9]. Y más adelante precisa: «La santidad que Nuestro Señor te exige se alcanza cumpliendo con amor de Dios el trabajo, las obligaciones de cada día, que casi siempre se componen de realidades menudas»[10].
¿Dónde se apoya, con qué títulos cuenta el cristiano para fomentar en su vida tan asombrosas aspiraciones? La respuesta es como un estribillo, que vuelve una y otra vez, a lo largo de estas homilías: la humilde audacia «del que, sabiéndose pobre y débil, se sabe también hijo de Dios»[11].
Para Mons. Escrivá de Balaguer es patente la gran alternativa que caracteriza a la humana existencia: «Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia»[12]. Ayudado por el ejemplo santo de la entrega fiel y heroica del Fundador del Opus Dei, lo he considerado aún con más insistencia en mi oración, desde que el Señor se llevó a su lado a quien yo más quería: sin la humildad y la sencillez del niño no podemos dar un paso por el camino del servicio a Dios. «Humildad es mirarnos como somos, sin paliativos, con la verdad. Y al comprender que apenas valemos algo, nos abrimos a la grandeza de Dios: esta es nuestra grandeza»[13].
Preciso es que Él crezca y que yo mengüe[14], fue la enseñanza del Bautista, del Precursor. Y Cristo dice: aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón[15]. Humildad no es apocamiento humano; la humildad que late en la predicación del Fundador del Opus Dei es algo vivo y profundamente sentido, porque «significa reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo»[16]. Mons. Escrivá de Balaguer da con una expresión que quizá no tiene precedentes: vibración de humildad [17]; porque la pequeñez del niño, asistido por la protección omnipotente de su Padre Dios, vibra en obras de fe, de esperanza y de amor, y de todas las demás virtudes que el Espíritu Santo infunde en su alma.
En ningún momento se aparta del ámbito de la primera homilía: la vida corriente, lo habitual, lo de cada día. Mons. Escrivá de Balaguer trata de todas las virtudes con referencias continuas a la vida del cristiano que está en medio del mundo porque ese es su sitio, el lugar donde Dios ha querido colocarlo. Ahí se despliegan las virtudes humanas: la prudencia, la veracidad, la serenidad, la justicia, la magnanimidad, la laboriosidad, la templanza, la sinceridad, la fortaleza, etc. Virtudes humanas y cristianas, porque la templanza se perfecciona con el espíritu de penitencia y de mortificación; el austero cumplimiento del propio deber se engrandece con el toque divino de la caridad, «que es como un generoso desorbitarse de la justicia»[18]. Se vive en medio de las cosas que usamos, pero desprendidos, con corazón limpio.
Como para los que andan en negocios de almas, el tiempo es más que oro, es ¡gloria! [19], el cristiano ha de aprender a emplearlo con diligencia, para manifestar su amor a Dios y su amor a los demás hombres, santificando el trabajo, santificándose en el trabajo, santificando a los demás con el trabajo: con un solícito cuidado por las cosas pequeñas, es decir, sin ensueños estériles, con el heroísmo callado, natural y sobrenatural, del que vive con Cristo la realidad cotidiana. «En ningún sitio está escrito que el cristiano debe ser un personaje extraño al mundo. Nuestro Señor Jesucristo, con obras y palabras, ha hecho el elogio de otra virtud humana que me es particularmente querida: la naturalidad, la sencillez (...). Sucede, sin embargo, que los hombres suelen acostumbrarse a lo que es llano y ordinario, e inconscientemente buscan lo aparatoso, lo artificial. Lo habréis comprobado, como yo: se encomia, por ejemplo, el primor de unas rosas frescas, recién cortadas, de pétalos finos y olorosos. Y el comentario es: ¡parecen de trapo!»[20].
Estas palabras del Fundador del Opus Dei nos llegan así: con el frescor de rosas nuevas, fruto de una vida entera de trato con Dios y de un apostolado inmenso, como un mar sin orillas. Junto a la sencillez, resalta en estos escritos un constante contrapunto de amor apasionado, desbordante. Es una «fuerte sacudida en el corazón»[21], un «tened prisa en amar»[22], porque «todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad»[23].
Así pasamos a otro de los grandes temas que trataba en sus meditaciones: «El entramado divino de las tres virtudes teologales, que componen el armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana»[24]. Las referencias son continuas: «A vivir de fe; a perseverar con esperanza; a permanecer pegados a Jesucristo; a amarle de verdad, de verdad, de verdad»[25]; «la seguridad de sentirme —de saberme— hijo de Dios me llena de verdadera esperanza»[26]; «ha llegado la hora, en medio de tus ocupaciones ordinarias, de ejercitar la fe, de despertar la esperanza, de avivar el amor»[27].
Después de las tres homilías sobre la fe, la esperanza y la caridad, viene una sobre oración; pero la necesidad de la vida de trato con Dios está ya presente desde la primera página. «La oración debe prender poco a poco en el alma»[28], con naturalidad, sencilla y confiadamente, porque «los hijos de Dios no necesitan un método, cuadriculado y artificial, para dirigirse a su Padre»[29]. La oración es el hilo de ese cañamazo de las tres virtudes teologales. Todo se hace una sola cosa: la vida adquiere un sonido divino y «esa unión con Nuestro Señor no nos aparta del mundo, no nos transforma en seres extraños, ajenos al discurrir de los tiempos»[30].
En medio de los comentarios ajustados y precisos a la Escritura Santa y del recurso asiduo al tesoro de la Tradición cristiana, irrumpen esos arranques de amor, como un río impetuoso: «¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre! Frente a estas realidades de sus locuras divinas por los hijos, querría tener mil bocas, mil corazones, más, que me permitieran vivir en una continua alabanza a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo»[31].
¿Por qué un amor tan fuerte? Porque Dios lo infundió en su corazón y, a la vez, porque supo secundarlo con su libre voluntad y contagiarlo a millares y millares de almas. Quería en los dos sentidos de la palabra: amaba y quería querer, corresponder a esa gracia que el Señor había puesto en su alma. La libertad en el amor se hizo pasión: «Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios. Y me comprometo a servir, a convertir mi existencia en una entrega a los demás, por amor a mi Señor Jesús. Esta libertad me anima a clamar que nada, en la tierra, me separará de la caridad de Cristo»[32].
El camino hacia la santidad que nos propone Mons. Escrivá de Balaguer está tendido con un profundo respeto a la libertad. Se deleita el Fundador del Opus Dei con las palabras de San Agustín, con las que afirma el Obispo de Hipona que Dios «juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían»[33]. Esa ascensión al Cielo es, además, sendero apropiado para el que está en medio de la sociedad, en el trabajo profesional, en circunstancias a veces indiferentes o decididamente contrarias a la ley de Cristo. No habla el Fundador del Opus Dei a gente de invernadero; se dirige a personas que luchan al aire libre, en las más diversas situaciones de la vida. Es ahí donde, con la libertad, se da esa decisión de servir a Dios, de amarle por encima de todo. La libertad resulta imprescindible y, en libertad, el amor se enrecia, echa raíces: «El santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana»[34].
Se fomentan, por tanto, para nuestro trato con el Señor, dos pasiones: la del amor y la de la libertad. Sus fuerzas se unen cuando la libertad se decide por el Amor de Dios. Y esas torrenteras de gracias y de correspondencia pueden ya contra todas las dificultades: contra el terrorismo psicológico[35] que se alza contra los que desean ser fieles al Señor; contra las miserias personales que no desaparecen nunca, pero que se convierten en ocasiones para afirmar de nuevo, con la libertad del arrepentimiento, el amor; contra los obstáculos del ambiente que hemos de superar con una siembra de paz y de alegría[36].
Hay momentos en los que, en las anotaciones sobre ese gran juego divino y humano de la libertad y del amor, se vislumbra un poco del sufrimiento —del dolor de amor, por la falta de correspondencia de la humanidad a la misericordia divina— que acompañó siempre la vida de Mons. Escrivá de Balaguer. Era difícil darse cuenta, viéndole. Pocas personas pasarán por este mundo con tanta alegría, con tan buen humor, con tal sentido de la juventud y de vivir al día. No era nostálgico de nada, salvo del Amor de Dios. Pero sufrió. Muchos de sus hijos que le han conocido de cerca, me han comentado luego: ¿cómo era posible que nuestro Padre padeciese tanto? Lo hemos visto siempre alegre, atento a los más pequeños detalles, entregado a todos nosotros.
La respuesta, indirecta, está en algunas de estas homilías: «No olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios»[37].
Por ese saber abrazarse apasionadamente a la Cruz del Señor, Mons. Escrivá de Balaguer podía decir que «la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre, para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a todos, a base del amor suyo y de la humillación mía»[38]. Siempre secundó dócilmente las mociones del Espíritu Santo, de modo que su conducta fuese un reflejo de la imagen hermosa de Cristo. Creía al pie de la letra en las palabras del Maestro, y con frecuencia fue atacado por los que no parecen soportar que se pueda vivir de fe, con esperanza y con amor. «Quizá alguno piense que soy un ingenuo. No me importa. Aunque me califiquen de ese modo, porque todavía creo en la caridad, os aseguro que ¡creeré siempre! Y, mientras Él me conceda vida, continuaré ocupándome —como sacerdote de Cristo— de que haya unidad y paz entre los que, por ser hijos del mismo Padre Dios, son hermanos; de que la humanidad se comprenda; de que todos compartan el mismo ideal: ¡el de la Fe!»[39].
La pasión del amor y de la libertad, la conciencia de que hemos de movernos en el ámbito divino de la fe y de la esperanza, se hacen apostolado. Una homilía —Para que todos se salven— está íntegramente dedicada a este tema. «Jesús está junto al lago de Genesaret y las gentes se agolpan a su alrededor, ansiosas de escuchar la palabra de Dios (Lc V, 1). ¡Como hoy! ¿No lo veis? Están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen. Quizá algunos han olvidado la doctrina de Cristo: otros —sin culpa de su parte— no la aprendieron nunca, y piensan en la religión como en algo extraño. Pero, convenceos de una realidad siempre actual: llega siempre un momento en el que el alma no puede más, no le bastan las explicaciones habituales, no le satisfacen las mentiras de los falsos profetas. Y, aunque no lo admitan entonces, esas personas sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor»[40].
El nervio del apostolado, esa apasionada comunicación del amor impaciente de Dios por los hombres, atraviesa las fibras de todas las páginas de este volumen. Se trata de «pacificar las almas con auténtica paz» y de «transformar la tierra»[41]. Mons. Escrivá de Balaguer vuelve con continuidad su mirada al Maestro, que enseñó a los hombres a hablar de la felicidad eterna con el paso terrestre de sus pisadas divinas. No me resisto a transcribir una página de Hacia la santidad, en la que el Fundador del Opus Dei comenta una escena evangélica que le enamoraba: el apostolado de Jesús con los dos discípulos de Emaús, que habían quizá perdido la esperanza.
«Su paso era normal, como el de tantos otros que transitaban por aquel paraje. Y allí, con naturalidad, se les aparece Jesús, y anda con ellos, con una conversación que disminuye la fatiga. Me imagino la escena, ya bien entrada la tarde. Sopla una brisa suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los olivos viejos, con las ramas plateadas por la luz tibia»[42].
Es Cristo que pasa. Aquellos dos hombres, cuando ven que Jesús hace ademán de continuar el camino, le dicen: continúa con nosotros, porque es tarde y va ya el día de caída [43]. «Así somos: siempre poco atrevidos, quizá por insinceridad, o quizá por pudor. En el fondo, pensamos: quédate con nosotros, porque nos rodean en el alma las tinieblas, y solo Tú eres luz, solo Tú puedes calmar esta ansia que nos consume»[44].
Este deseo de Dios, que todos llevamos dentro, ofrece el terreno diario para el apostolado del cristiano. Los hombres estamos clamando por Él, y lo buscamos aun en medio de las conciencias dudosas o con los ojos pegados al suelo. «Y Jesús se queda. Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha —anochece—, para hablar a los demás de Él, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo»[45].
Yo vuelvo con la memoria —que es presente: no lo olvido nunca— a aquel 26 de junio de 1975. Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer nació definitivamente al Amor, porque su corazón necesitaba ya un Emaús interminable, quedarse para siempre junto a Cristo. En Hacia la santidad había escrito: «Nace una sed de Dios, un ansia de comprender sus lágrimas; de ver su sonrisa, su rostro (...). Y el alma avanza metida en Dios, endiosada: se ha hecho el cristiano viajero sediento, que abre su boca a las aguas de la fuente»[46]. Y más adelante: «Me gusta hablar de camino, porque somos viadores, nos dirigimos a la casa del Cielo, a nuestra Patria»[47].
Allí habita, con la Trinidad Beatísima; con María, la Santa Madre de Dios y Madre nuestra; con San José, a quien tanto amaba. Muchos, en todas partes, le confiamos nuestras oraciones, seguros de que Dios Nuestro Señor se complace en quien quiso ser —y lo fue durante su vida en esta tierra— un siervo bueno y fiel [48].
Los escritos del Fundador del Opus Dei publicados hasta ahora —y especialmente Camino, Santo Rosario, Es Cristo que pasa, Conversaciones— han superado los cinco millones de ejemplares y están traducidos a más de treinta idiomas. Sale a la luz este segundo volumen de homilías, con el mismo fin: servir de instrumento para acercar almas a Dios. La Iglesia atraviesa momentos difíciles, y el Santo Padre no se cansa de exhortar a sus hijos a la oración, a la visión sobrenatural, a la fidelidad al sagrado depósito de la Fe, a la comprensión fraterna, a la paz. En estas circunstancias no podemos sentirnos desanimados: es la hora de poner en práctica, hasta el heroísmo, las virtudes que definen y trazan la imagen del cristiano, del hijo de Dios que procura «que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra»[49], mientras camina por la ciudad temporal.
La vida del cristiano que se decide a comportarse de acuerdo con la grandeza de su vocación, viene a ser como un prolongado eco de aquellas palabras del Señor: ya no os llamaré siervos, pues el siervo no es sabedor de lo que hace su amo. Mas a vosotros os he llamado amigos, porque os he dado a conocer cuantas cosas oí de mi Padre [50]. Prestarse dócilmente a secundar la Voluntad divina, despliega insospechados horizontes. Mons. Escrivá de Balaguer se goza al subrayar esa hermosa paradoja: «Nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos»[51].
Hijos de Dios, Amigos de Dios: esa es la verdad que Mons. Escrivá de Balaguer quiso grabar a fuego en los que le trataban. Su predicación es un constante mover a las almas para que no piensen «en la amistad divina exclusivamente como en un recurso extremo»[52]. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero Hombre: nuestro Hermano, nuestro Amigo; si procuramos tratarle con intimidad, «participaremos en la dicha de la divina amistad»[53]; si hacemos lo posible por acompañarle desde Belén hasta el Calvario, compartiendo sus gozos y sufrimientos, nos haremos dignos de su conversación amistosa: calicem Domini biberunt —canta la Liturgia de las Horas— et amici Dei facti sunt, bebieron el cáliz del Señor y llegaron a ser amigos de Dios[54].
Filiación y amistad son dos realidades inseparables para los que aman a Dios. A Él acudimos como hijos, en un confiado diálogo que ha de llenar toda nuestra vida; y como amigos, porque «los cristianos estamos enamorados del Amor»[55]. Del mismo modo, la filiación divina empuja a que la abundancia de vida interior se traduzca en hechos de apostolado, como la amistad con Dios lleva a ponerse «al servicio de todos: utilizar esos dones de Dios como instrumentos para ayudar a descubrir a Cristo»[56].
Se engañan los que ven un foso entre la vida corriente, entre las cosas del tiempo, entre el transcurrir de la historia, y el Amor de Dios. El Señor es eterno; el mundo es obra suya y aquí nos ha puesto para que lo recorramos haciendo el bien, hasta arribar a la definitiva Patria. Todo tiene importancia en la vida del cristiano, porque todo puede ser ocasión de encuentro con el Señor y, por eso mismo, alcanzar un valor imperecedero. «Mienten los hombres, cuando dicen para siempre en cosas temporales. Solo es verdad, con una verdad total, el para siempre cara a Dios; y así has de vivir tú, con una fe que te ayude a sentir sabores de miel, dulzuras de cielo, al pensar en la eternidad que de verdad es para siempre»[57].
Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer conoce ahora directamente esos sabores y dulzuras de Dios. Ha entrado en la eternidad. Por eso sus palabras, también las de estas homilías que presento, han adquirido —si cabe— más fuerza, penetran más hondamente en los corazones, arrastran. Termino con un texto que puede servir para contagiarnos de otra de sus pasiones dominantes:
«Amad a la Iglesia, servidla con la alegría consciente de quien ha sabido decidirse a ese servicio por Amor. Y si viésemos que algunos andan sin esperanza, como los dos de Emaús, acerquémonos con fe —no en nombre propio, sino en nombre de Cristo—, para asegurarles que la promesa de Jesús no puede fallar, que Él vela por su Esposa siempre: que no la abandona. Que pasarán las tinieblas, porque somos hijos de la luz (cfr. Eph V, 8) y estamos llamados a una vida perdurable»[58].
ÁLVARO DEL PORTILLO
[*] Texto escrito por Álvaro del Portillo para la primera edición de Amigos de Dios, en diciembre de 1977 (N. del E.).
[1] San Agustín, Sermo 51, 26 (PL 38, 348).
[2] Lc XIV, 10.
[3] Hacia la santidad, n. 296.
[4] Ps XXVI, 8.
[5] Vida de oración, n. 247.
[6] El trato con Dios, n. 145.
[7] Hacia la santidad, n. 296.
[8] 1 Thes IV, 3.
[9] La grandeza de la vida corriente, n. 5.
[10] Ibidem, n. 7.
[11] Humildad, n. 108.
[12] La libertad, don de Dios, n. 38.
[13] Humildad, n. 96.
[14] Ioh III, 30.
[15] Mt XI, 29.
[16] Humildad, n. 108.
[17] Vida de fe, n. 202.
[18] Vivir cara a Dios y cara a los hombres, n. 173.
[19] Cfr. Camino, n. 355.
[20] Virtudes humanas, n. 89.
[21] Hacia la santidad, n. 294.
[22] Tras los pasos del Señor, n. 140.
[23] El tesoro del tiempo, n. 43.
[24] La esperanza del cristiano, n. 205.
[25] La grandeza de la vida corriente, n. 22.
[26] La esperanza del cristiano, n. 208.
[27] Trabajo de Dios, n. 71.
[28] Hacia la santidad, n. 295.
[29] Vida de oración, n. 255.
[30] Ibidem, n. 251.
[31] La libertad, don de Dios, n. 33.
[32] Ibidem, n. 35.
[33] San Agustín, De vera religione, 14, 27 (PL 34, 134).
[34] La grandeza de la vida corriente, n. 7.
[35] Hacia la santidad, n. 298.
[36] Humildad, n. 105.
[37] Hacia la santidad, n. 301.
[38] El trato con Dios, n. 143.
[39] Vivir cara a Dios y cara a los hombres, n. 174.
[40] Para que todos se salven, n. 260.
[41] Hacia la santidad, n. 294.
[42] Ibidem, n. 313.
[43] Lc XXIV, 29.
[44] Hacia la santidad, n. 314.
[45] Ibidem, n. 314.
[46] Ibidem, n. 310.
[47] Ibidem, n. 313.
[48] Mt XXV, 21.
[49] Virtudes humanas, n. 75.
[50] Ioh XV, 15.
[51] La libertad, don de Dios, n. 35.
[52] Vida de oración, n. 247.
[53] Hacia la santidad, n. 300.
[54] Responsorio de la segunda lectura, del oficio en la Dedicación de las Basílicas de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo.
[55] Porque verán a Dios, n. 183.
[56] Para que todos se salven, n. 258.
[57] Vida de fe, n. 200.
[58] Hacia la santidad, n. 316.