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PRÓLOGO

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Entre las obras conservadas en el museo de Bellas Artes de Valencia, destaca, tanto por la intensidad de colorido como por su elaborada composición, una bella pintura de Felipe Paolo de San Leocadio (siglo XVI –reproducida en la portada de este trabajo. El espectador, atraído por la efectiva plasticidad del conjunto, se siente inmediatamente interpelado por el lienzo, que centra de inmediato toda su atención. En el primer plano, el de la tierra sobre la que están arrodillados, dos religiosos, un franciscano y un dominico de cabezas aureoladas, oran con las manos juntas y la mirada dirigida al cielo, o segundo plano, que se eleva sobre un fondo nimbado, por encima del lienzo de muralla de una ciudad que se divisa en el horizonte.

Al otro extremo de los dos santos, y separadas por un espacio abierto que marca una clara brecha o división entre los dos grupos y permite extender la mirada en perspectiva hacia una distante puerta almenada, hay dos damas sentadas, totalmente ajenas a la acción de los dos hombres. Una de ellas, la más atractiva, es rubia; lleva un provocador vestido rojo que descubre y resalta la delicadeza de su seno. Con una mano sostiene un espejo, reflejo de su belleza, mientras que con la otra peina, con un peine dorado, el cabello, señuelo y símbolo de su seductora disponibilidad. La segunda mujer, de ropas menos llamativas, que hacen resaltar el rojo detonante del bolsón de dinero que mantiene a la altura del pecho, acaricia o cuenta las monedas desparramadas en su regazo. Detrás de ella asoma la cabeza, tocada a la morisca, de una tercera mujer, más vieja, de pelo hirsuto, con una mejilla llena de verrugas.

No hay duda del carácter religioso de la pintura, ya de antemano confirmado por lo representado en el plano celestial, donde destaca, en el centro, dentro de una bola encendida de fuego, la figura amenazadora de Cristo, empuñando tres dardos en la mano derecha, dirigidos contra la ciudad, en la que tiene fija su mirada. Su cuerpo, desnudo hasta la cintura para evocar los sufrimientos de su humanidad, pasión y muerte redentora, lleva los hombros cubiertos por una capa roja también flameante, que recuerda el poder y la gloria de su triunfante resurrección. Las cabezas aladas de tres querubes marcan la frontera del espacio etéreo, por encima de unas nubes que parecen de algodón en rama. Complementan esta visión tripartita, en el ángulo derecho la figura de María, con las manos juntas y en posición de suplicar a su hijo, acompañada de un séquito de ángeles y, en el ángulo opuesto, más figuras angélicas, en la misma postura orante.

Como suele pasar muy a menudo, la clave o sentido de esta pintura ahora quizá enigmática para el hombre del siglo XXI, nos la brinda la leyenda. La leyenda, que es en el fondo la vía por la que el pueblo sencillo ha trascendido y trasciende, siempre de manera intuitiva, los hechos más complejos para asimilar lo medular de la historia, dejó plasmada en esta supuesta visión una valoración positiva del decisivo papel de las órdenes mendicantes de franciscanos y dominicos en la reforma de una Iglesia medieval, corrupta y en descomposición, abocada al desastre de una degradación moral, conminadora de un inminente juicio divino.

En las inverosímiles pero entrañables viñetas, dignas de ser reescritas en quaderna vía, que nos legó el dominico Jacobo de Vorágine en la Leyenda Dorada, obra en la que sintetizó el espíritu de toda la Edad Media, narra el buen fraile la supuesta visión de un franciscano, que contempló en Roma cómo María, gracias a la actuación taumatúrgica y pastoral compartida de los duo viri –o santos varones y compañeros: Domingo y Francisco–, salvaba el mundo de la terrible destrucción provocada por los dardos del hambre, la peste y la guerra, activados por el enojo divino ante los vicios de la humanidad corrompida, en especial la lujuria, la avaricia y la soberbia, tan bien representados en las tres mujeres alegóricas del cuadro. Poeta del hermano sol, la hermana agua y la hermana muerte corporal, el santo de Asís, idealista enamorado de la naturaleza y predicador de la fraternidad universal, revolucionó, con su alegre banda de hippies avant la lettre, seguidores de la pobreza voluntaria, el sistema de valores de la burguesía medieval. Por otra parte, Domingo de Osma, castellano de pura cepa, supo crear una disciplinada y eficacísima hueste de hombres sabios, dedicados por antonomasia a combatir la herejía y la ignorancia religiosa, con las armas del estudio y de la predicación. Abocadas a un curioso proceso osmótico-mimético de competición mutua y de adaptación al medio ambiente, ambas órdenes perdieron pronto su original pulso renovador, para acabar siendo asimiladas por el marasmo general de la sociedad de su tiempo.

La pintura hagiográfica de Felipe Paolo, seguramente hecha por encargo, no esconde o disimula la triste realidad de una historia destinada a repetirse en sus inevitables «corsi e ricorsi», de manera que aquella amenazadora situación límite, tan plásticamente descrita, y felizmente superada, en vez de resultar anacrónica en pleno siglo XIV, no dejaba de mantener su cíclica relevancia. La tuvo, todavía más, si cabe, en la compleja encrucijada histórica que va del siglo XIV al XV.

Entre las personalidades que contribuyeron a forjar, de palabra y de obra, la estructura mental y social de Valencia durante esta etapa crucial, destaca la figura de dos frailes mendicantes: Francesc Eiximenis y Vicent Ferrer. Franciscano el primero, y perteneciente a la orden de santo Domingo el segundo, la tradición popular presenta como contrapuestas estas dos figuras eminentes, en el fondo también complementarias en su denodado esfuerzo por conseguir un retorno a las esencias del Evangelio y la regeneración de una sociedad desintegrada por problemas como la peste negra, el cisma y la profunda relajación de costumbres que éstos conllevaron. Entre otras muchas cosas, ambos religiosos compartían una fijación: la de la inminencia del fin del mundo.

Como prueba, una famosa carta dirigida por Vicent Ferrer al papa Benedicto XIII, donde, en cierta manera, recicla y hace suya la famosa visión descrita por el de Vorágine. Esa idea, en el fondo siempre latente a lo largo de los siglos, e invocada de manera constante por conventículos proféticos espiritualistas de signo diverso, fue asumida con absoluta convicción, de manera personal y directa, a partir de 1412, y predicada con un extraordinario y eficaz dinamismo por Vicent Ferrer.

Por paradójico, pues, que pueda parecer, el mismo año en que en el famoso Compromiso de Caspe, la implacable y sesuda Realpolitik de fray Vicent, le convertía de hecho en hacedor de reyes y árbitro decisivo de la política castellano-aragonesa, como le convertiría poco más tarde en factor determinante de la deposición de su amigo y protector el papa Luna, Ferrer abrigaba la respetable pero absurda certeza de que su predicación, como «legado del costado de Cristo», representaba una última y definitiva prolongación de la ya famosa prórroga otorgada por Cristo a Francisco y Domingo, por intercesión de María. Esta incansable dedicación exclusiva, para la que no hay duda que estaba plenamente dotado, le convirtió en el predicador europeo más famoso de su tiempo. Sus sermones cobraban el carácter de postrera oportunidad, o última tabla de salvación, otorgada in extremis por Cristo, mientras durase la vida, ya achacosa, del religioso.

La regla franciscana establecía que la predicación de los seguidores de Francisco de Asís debía centrarse en Vitia et virtutes, es decir: en los vicios y las virtudes. Domingo había especificado también que la orden de Predicadores había sido creada especialmente para la predicación y salvación de las almas, y su preocupación básica debía ir ardientemente encaminada a un fin: aprender para enseñar. Esta intencionalidad básica y las circunstancias específicas de la vida de Vicent Ferrer y del momento histórico que le tocó vivir, determinan que los sermones vicentinos, que confrontan los principios morales de la utopía cristiana, con una realidad social plagada de vicios, aparte de su valor literario y retórico intrínsecos, sean un verdadero documento socio-histórico.

El problema radica en la volatilidad de ese documento. Porque la palabra vuela; lo escrito perdura. Mientras que, por ejemplo, múltiples códices conservan el legado de la predicación escrita o tratados morales de fray Francesc Eiximenis, los sermones de fray Vicent son una especie de entelequia, difícil de definir y todavía más difícil de fijar. Cada sermón es, por definición, una performance o acto de habla único, porque únicas y mutantes fueron las circunstancias en que se pronunció: tiempo, lugar o escenario, público, estado de ánimo, tono de voz, etc. En caso de que se escriba, la unicidad específica del texto genera en cada contexto una riquísima variedad de modulaciones de temas, motivos y formulaciones, repetidos y circunstancialmente cambiantes.

De nuevo topamos con la paradoja. Circulan numerosísimas ediciones de sermones vicentinos en latín y no faltan algunas muy interesantes de sermones en castellano y valenciano-catalán, como los de la cuaresma predicada en Valencia, pero ninguna de ellas, puede brindarnos de manera definitiva la palabra viva del santo. Sólo puede proporcionarnos el eco de su resonancia, que recogieron, cada cual a su manera, los miembros de su famosa compañía.

Las implicaciones, desde el punto de vista filológico son obvias: mientras que, por laborioso que resulte, cabe colacionar veinte o más manuscritos que reproducen con ligeras variantes textuales una obra de Eiximenis, recuperando así de manera harto aproximada el testimonio prístino del original, resulta prácticamente imposible aplicar el mismo método a la polifacética gama de voces, a menudo conceptualmente acordes, pero muy diversas en las formas de expresión, que pretenden transmitir la voz auténtica de Vicent Ferrer, diseminada y esparcida en numerosos resúmenes casi taquigráficos, necesariamente incompletos o muy fragmentarios.

De ahí la complejidad y enorme dificultad de la tarea del editor de la presente selección, en su loable empeño de ofrecer una buena versión castellana, representativa de algunas de las mejores reportaciones conservadas en la lengua nativa del santo predicador, que ayude a asimilar los conceptos, al tiempo que nos aproxime al complejo sistema de la predicación medieval, y nos introduzca con discernimiento en el contorno histórico personal del santo y de su época.

Conozco pocas personas más autorizadas que el Dr. Josep-Antoni Ysern para desarrollar esta difícil tarea. Su magnífica edición crítica de la versión catalana del Alphabetum Narrationum, uno de los manuales de exempla más conocidos y apreciados de la predicación medieval, da testimonio de su extraordinaria competencia, fruto de muchos años de una intensa y sentida dedicación personal. Y las abundantes notas, índices y prolegómenos con que ha enriquecido el texto de la presente traducción, elaborada desde una meditada comprensión de la difícil misión del traductor, dan prueba de que su interés por acercarse al lector moderno proviene de una profunda vocación de experto y reconocido medievalista, que da a la filología un enfoque culturalista, atento no sólo al sentido de las palabras, sino al hecho religioso y al devenir histórico.

La leyenda popular ha transformado al valenciano san Vicent Ferrer, que, dedo en alto, nos recuerda el temor de Dios y la inminencia de su juicio, en una especie de Deus ex machina, apenas superado por la Virgen María como fautor de portentos, a cuál más inverosímil. O sea: en un verdadero mito. El presente volumen, preparado con las máximas garantías técnicas, ofrece tanto al estudioso como al lector curioso, la oportunidad de tratar de saber cómo era en realidad este famoso personaje. De penetrar en la profunda entraña de su inteligente humanidad, y, de paso, en la del mundo al que pretendió redimir de los terribles rayos de la justicia divina, con el convencido testimonio de su vida y de su palabra.

ALBERT G. HAUF VALLS

Universitat de València, IEC, AVL

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