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LA DEMOCRACIA VACÍA

EN LA ÉPOCA DEL ADIÓS a los grandes relatos, el crepúsculo del deber, la generalización del conformismo, la propagación del pesimismo cultural y la difusión de la versátil ética mínima, indolora y acomodada, se anuncia un oscurecimiento del valor. La luz del bien, se dice, ha perdido su antiguo resplandor. Brilla débilmente sobre una desamparada paramera, y la inmensa llanura de la verdad, otrora fértil e inagotable, es ahora un pedregal sequeroso. ¿Qué hay de verdad en esta semblanza sombría? ¿Se ciernen sobre el valor inquietantes amenazas? ¿Puede remontarse a sus fundamentos el pensamiento atenuado hoy en boga?

Si dirigiéramos la atención a los valores estéticos, dominados por un vacío formalismo, nos sentiríamos inclinados a confirmar el negro vaticinio. El arte ha abrazado un zafio ideal estético que consiste en programar sensaciones. Para ese fin vale todo. El Weihnachtsoratorium de Bach, la música de Anna Lockwood, las albas figuras de Zurbarán, la pintura de Pollock, el western o la pornografía. La igualación estética ha arrasado con los valores artísticos. El prodigioso Dostoïevski fue de los primeros en vislumbrar el eclipse de la belleza. «La idea fundamental, dice sobre su novela El idiota, es la representación de un hombre verdaderamente perfecto y bello. Todos los poetas, no solo de Rusia sino también de fuera de Rusia, que han intentado la representación de la belleza positiva no lograron su empeño, pues era infinitamente difícil. Lo bello es el ideal; pero el ideal, tanto aquí como en el resto de la Europa civilizada, ya no existe. Solo hay en el mundo una figura positivamente bella: Cristo»[1]. Dostoïevski conserva su vista aguda cuando Europa la ha perdido. Con ojos de lince capta de una tacada el valor y su fundamento.

No muy diferentes son las cosas en el ámbito de la moral. Evocar los valores solo sirve, al parecer, para romper el consenso social. Hablar de ellos significa enredarse en insustanciales juegos de palabras. Quien los invoca deja traslucir su oculto carácter dogmático. El único lenguaje legítimo es el hipotético y quien no está dispuesto a ver los valores como hipótesis revisables se comporta como un fanático intransigente. «La moral, dice solemnemente Niklas Luhmann, es el paradigma perdido». A esta tópica embestida contra los valores morales se añade en nuestros días otra aún más airada. La formularé con unas palabras que tomo prestadas de esta obra de J. Ratzinger: «El concepto moderno de democracia parece estar indisolublemente unido con el relativismo, que se presenta como la verdadera garantía de la libertad»[2]. He dado en un hueso duro. Acabo de tropezar con la principal dificultad. Quien no quiera embarrancar en el bajío, ni encallar como endeble barcaza en el cenagal, deberá abrazar el nihilismo moral. El nihilismo moral es el fundamento de la democracia, que no puede admitir valor alguno sin introducir furtivamente un dogmatismo extraño a su naturaleza. La democracia necesita hombres sin convicciones, seres ágiles, ligeros, liberados del fardo del valor, sin escrúpulos morales que les impidan brincar de una constelación de sentido a otra. Mann ohne Eigenschaften, ser sin cualidades: he ahí el modelo de hombre democrático.

Ilustraré el concepto de democracia vacía glosando algunas ideas de dos célebres defensores suyos: Hans Kelsen y Richard Rorty. El jurista austríaco, padre del positivismo político y paladín de la posición relativista, expone su opinión al comentar un texto evangélico: el pasaje del Evangelio de san Juan en que Pilato pregunta a Jesús: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18, 38). La interrogación de Pilato es una pregunta solo en apariencia. En realidad es una respuesta rotunda que se podría formular así: la verdad es inalcanzable. La prueba de ello está en que no espera contestación, sino que se dirige a la multitud para que decida con su voto un difícil problema. Pilato expresa con esa maniobra el necesario escepticismo del político, que ha de ser desconfiado, incrédulo, indiferente, desinteresado y frío. Su credo es no creer en nada: ni en la verdad ni en el bien ni en la justicia. Al proceder como lo hace. Pilato se comporta como perfecto demócrata. El perfecto demócrata debe encogerse de hombros —o lavarse las manos— ante los dilemas morales y trasladárselos a la mayoría, que es fuente, origen, principio y raíz del valor. Figura ejemplar de la democracia relativista y vacía: eso es Pilato. Como tal desdeña apoyarse en la verdad o en el bien. Su único sostén son los procedimientos. A Kelsen no parece inquietarle que el demócrata Pilato, que obra con pulcra exquisitez democrática, sin remilgos morales, atento solo a las formas, se lleve por delante la vida de un inocente. Como no existe más verdad ni más bien que los de la mayoría, carece de sentido preguntarse si son justos o legítimos. Para enviar a un justo a la muerte tan solo hace falta contar con el beneplácito mayoritario, es decir, tener apoyos suficientes. Kelsen llegó al extremo de defender la necesidad de imponer, con sangre y lágrimas si hiciera falta, la certeza relativista. Es preciso creer firmemente en la necesidad de no creer en nada. He ahí el superficial imperativo democrático[3].

Muy parecida es la actitud de Rorty. Es tan relativista como la de Kelsen y aún más huera. Al valor le resulta imposible levantar cabeza, ahogado ahora en un mar de frivolidad, futilidad, ligereza, insubstancialidad e intrascendencia. Tras el ocaso de la utopía comienza a propagarse un frívolo nihilismo de funestas consecuencias. Spaemann cree que Rorty es el principal defensor de la utopía banal y el más encendido propagador de un tipo de sociedad liberal en la que no tienen cabida los valores absolutos, las convicciones firmes y los principios incondicionados. El único valor incuestionable es el bienestar. La invitación paulina «aspirad a los bienes de arriba», es sustituida por la nietzscheana «permaneced fieles a la tierra».

El punto esencial de la democracia es, según Rorty, la libertad. No parece haber razones de peso para rechazar una proposición tan pacífica. El problema está en el tributo que se pide a cambio. Nada menos que el bien, y con él los demás valores, deberán desaparecer del horizonte democrático. El valor representa un peligro para la libertad, pues señala una frontera infranqueable que recorta sus alas. De ahí la necesidad imperiosa de tomárselos a broma y unir la democracia y el relativismo. El único criterio de la moral y el derecho de que dispone la democracia es la convicción mayoritariamente compartida. Es difícil no estremecerse y sentir una sacudida interior, un como renitente repeluzno, ante una doctrina que convierte el principio mayoritario en fuente de la verdad y el bien. Su legitimidad para determinar la titularidad del poder está fuera de toda duda. Pero transformarlo en fuente de moralidad significa concederle prerrogativas que no tiene y dejar expedito el camino a la arbitrariedad y el atropello. A Rorty no se le escapa esta dificultad. No puede evitar la insatisfacción que le produce su propia doctrina. De ahí su confesión sorprendente de que la razón que se orienta por el juicio de la mayoría incluye siempre ciertas ideas intuitivas, por ejemplo, el rechazo de la esclavitud. «En eso se engaña, dice J. Ratzinger. Durante siglos, e incluso durante milenios, el sentimiento mayoritario no ha incluido esa intuición y nadie sabe durante cuánto tiempo la seguirá manteniendo»[4]. Y en otro lugar añade: «La evolución de este siglo nos ha enseñado que no hay una evidencia así como fundamento firme y seguro de la libertad»[5].

Kelsen y Rorty propugnan una democracia y una libertad vacías. La primera no tiene otro cometido que asegurar la división y transmisión del poder, y la segunda persigue crear un ámbito social sin obstáculos que permita al individuo moverse en todas las direcciones posibles. Aquella renuncia a llenarse de contenido comprometiéndose con la dignidad del hombre y los derechos humanos. Esta repudia su entraña ética, se abastarda y envilece, se convierte en una actitud de permanente indecisión —cree que si se usa se gasta— y desiste de convertirse en estilo de vida. Se entiende la inquietud de Hölderlin cuando pregunta «¿quién comprende esta palabra?».

Los promotores de la democracia vacía entienden la ética de una manera peculiar. Está muy difundida la idea de que la ética es una dama severa de rostro torvo y desagradable, vestida de negro, que vive alejada de la luz en una lóbrega cueva dedicada a reprender al hombre y leerle la cartilla. «Tenemos el runrún de que la moral solo puede medrar en aires clausurados de catacumba o celda, como los mohos. Moral entona mejor con el color morado, de medio luto, que con este azul ensoberbecido y alegre»[6]. Mientras medito estas ideas y busco palabras para expresarlas, veo cómo reverbera la luz sobre la mar zafírea, que se envanece al recibir su radiante estallido.

No encuentro ni rastro de la moral sombría en este espectáculo de luz complaciente. ¿Es, de verdad, la ética un recetario de prohibiciones? ¿Es moralina paralizante con derecho de veto? ¿Es un ave de mal agüero que adivina calamidades y catástrofes y hecatombes? Rorty cree que sí. La ética tradicional consistiría en tomarse las cosas por la tremenda. Ha llegado el momento de tomárselo todo a broma, empezando por la moral, a la que no hay que prestar demasiada atención, dar importancia o dedicar interés[7]. Es hora de desprenderse de los valores y las convicciones y arrojarlos por la borda como fardos inútiles. La sociedad liberal exige la astenia ética. Mientras no se generalice la moral anoréxica, una moral debilitada y sin fuerzas que rehúya invocar los valores, la democracia estará amenazada e insegura. La más alta garantía democrática es la frivolidad. Hay que renunciar a los principios, vivir superficialmente, perseguir lo baladí, ser ligero de cascos. Tomarse algo en serio significa creer en ello, y la creencia es intolerancia potencial, es decir, inquina antidemocrática. La democracia, que se debe poner «delante de la filosofía», obliga a renunciar a los valores.

La artificiosa enemistad entre moral y democracia descansa en un profundo desconocimiento de la esencia de la ética, que es la forma genuinamente humana de habérselas con el tiempo. El hombre es ético por ser constitutivamente temporal. Contemplada como singularidad impar de la existencia temporal, la ética es el modo humano de ganar tiempo. Vivir éticamente significa sentirse calurosamente invitado a no retrasar innecesariamente la tarea de llegar a ser lo que somos, a no dejarlo pasar lerdamente —actitud que suele ir acompañada del deseo banal de recuperarlo—, a no gastarlo en cosas inútiles para realizar la gran faena de la existencia. La ética es el modo humano de vencer el tiempo y contrarrestar la erosión causada por su curso imperturbable, la forma de usar el tiempo para desarrollarse completamente y desplegar todas las dimensiones humanas. El crecimiento orgánico acaba. Buena parte ocurre ya durante la embriogénesis, en el periodo que va desde la formación del cigoto hasta el nacimiento. En el seno de la madre el niño se dedica a ganar tiempo haciéndose a sí mismo. Después de nacer, el crecimiento continúa durante muchos años. Se adiestra el cuerpo, se robustecen los músculos, se agilizan los miembros y se adquieren reflejos para gobernarlo con maestría. Se cultiva el lenguaje, se fortalece la imaginación, se aprehende la belleza y se descubre el amor. Más tarde o más temprano el crecimiento biológico se acaba. La formación de circuitos neuronales termina y el desarrollo muscular también. Pero el perfeccionamiento del hombre como hombre es infinito. La tarea de llegar a ser el que somos es interminable. Cuando no se renuncia a cumplirla, no se arroja la toalla ni se declara el fin de las ilusiones, la vida humana progresa, se avalora, evoluciona, madura, se agranda, se despliega y crece. Es, pues, constitutivamente ética. La eticidad humana convierte al hombre en un ser abierto a un amplísimo futuro cargado de posibilidades, activo y audaz para encauzar originalmente su vida por sendas inéditas, alejadas de lo trillado y consabido, y singular para rebelarse contra cualquier caprichosa regla obligatoria.

Lo bueno, el valor en general, es un horizonte de incondicionalidad. Su carácter absoluto se trasluce en la imposibilidad de reemplazarlo por cualquier otra cosa. Al enfrentarse con el problema de la bondad de las acciones. Platón se limitó a decir que son buenas por la bondad, es decir, incurrió en tautología inevitable. Por su parte, el filósofo inglés Moore, que se ocupó esmeradamente de traducir «bueno» por otro contenido equivalente, acusó a los intentos en tal sentido de cometer falacia naturalista por su impotencia para sustituir adecuadamente «bueno» por cualquier otra propiedad. La razón de la incompatibilidad está en que el punto de vista moral no es una perspectiva nueva que se añada a las demás, sino la que establece la correcta ordenación de todas ellas. El punto de vista moral abre un horizonte de incondicionalidad que marca la frontera de los pactos posibles. Condenar al inocente, torturar al prisionero, utilizar en beneficio propio las posibilidades inmensas del poder, quitar la vida a un hombre o privarlo de sus derechos inalienables —aquellos que le pertenecen por su condición de ser personal— son acciones reprobables de suyo. Ninguna situación histórica, particularidad cultural o razón política pueden eliminar su ignominia.

Despojar a la bondad de su intrínseco valor absoluto significa destruir la posibilidad del discurso práctico. La justicia, la solidaridad o la democracia, pongamos por caso, se toman volubles ideas sin fundamento cuando se hace depender el juicio moral de la veleidad o el capricho. Sobre tan inestable suelo no es posible levantar el sólido edificio moral. La tarea humana de saborear la existencia y comunicar lo mejor de ella a los demás deja de ser un mandato terminante y se convierte en fantástica quimera. El desagrado que «una nación debe sentir cuando otra cualquiera es insultada y ofendida», el «odio que despierta el violador de los derechos de los demás que insulta arrogantemente las costumbres y opiniones ajenas», por decirlo con palabras de Herder, pierde su condición de repulsa y se convierte en censura tímida, dispuesta siempre a cambiar la reprobación en complacencia cuando las circunstancias lo aconsejen. La instauración de la armonía entre los hombres, la creación de un mundo humano mejor, tan ardientemente anhelado por Novalis, se desprestigian como grandiosas utopías. La completa reconciliación humana, sublimada literariamente por Thomas Mann en su Joseph Tétralogie, es desdeñada como un mito iluso engendrado por la mente febril del artista. La unidad e igualdad entre los hombres, cuya proclamación resulta especialmente necesaria en épocas de creciente fragmentación, imparable orgullo nacionalista y enemistad ideológicamente prescrita entre pueblos, razas y creencias, es considerada como una amenaza para la heterogeneidad deformas de vida y sistemas normativos. La sustitución del odio y el desprecio por la reconciliación y la paz es tildada de ilusa esperanza amenazadora del disenso. Cualquier programa de entendimiento ecuménico resulta irrealizable cuando se ignora la perspectiva incondicional de lo bueno.

El paradigma ético de la democracia vacía sanciona la fluctuación como base de la vida, e invita a sustituir las afirmaciones tajantes por prudentes circunloquios del tipo «sí... pero». Esa actitud desconoce el significado genuino de la perspectiva ética, sin la que el discurso moral se convierte en retórica insustancial. ¿No es sin ella mera monserga trivial la apología de Lyotard en favor de la justicia como «hacer justicia a la pluralidad»? ¿No haría falta percibir horizontes de incondicionalidad para fundamentar el respeto categórico a la propia especifidad? ¿No es preciso reconocer que el bien es frontera de los pactos posibles para condenar las injusticias a la pluralidad? ¿Cabe establecer, sin abrirse al horizonte incondicional de lo bueno, que la democracia es la única forma de organización social a la altura de la conciencia emancipada del hombre de finales de siglo? ¿Es posible entender la exigencia de validez universal de los derechos humanos al margen de la perspectiva ética? ¿No supone el otro —un ser moral personal del que no se puede disponer— un límite del derecho a la diferencia?

Nada muestra mejor la incondicionalidad del bien que su intrínseca referencia al Absoluto, sin el que la moral corre el peligro de convertirse en ideología oportunista al servicio del medro y la ganancia. Cuando se cree exclusivamente en un «dios menor», como el éxito, el dinero, la fama, el poder o el goce, los principios morales tienden a separarse del principio que los fundamenta. Dejan de ser valores absolutos y se convierten en estrategias de acción acomodadas a las circunstancias. La animosidad contra el deber y la crítica mordaz de virtudes como el dominio de sí, la templanza, la decencia, el pudor, el orden o la disciplina, reprobadas irritadamente por Nietzsche como «virtudes burguesas», son consecuencia del vano empeño en fundamentar la moral al margen de la religión. Cuando el incondicional horizonte de la moralidad degenera en rigorismo rutinario asentado en el imperativo categórico, las palabras «bueno» y «malo» pierden significación filosófica, se trivializan y convierten en instrumentos de propaganda social. La mejor expresión literaria de una concepción insustancial de la moral, que tiene lugar cuando es privada del carácter incontrovertible que le presta el Absoluto, es seguramente Buddenbrooks, una obra juvenil de Thomas Mann, cuyo principal objetivo es poner de manifiesto cómo el olvido del Dios trascendente impide asentar sólidamente valores absolutos.

José Luis DEL BARCO

[1] F. Dostoïevski, Obras completas, Aguilar, Madrid, 1982, p. 1648.

[2] P. 84.

[3] Cfr. ibid., pp. 87-89.

[4] Ibid, p. 93.

[5] Ibid., p. 36.

[6] J. A. Marina, Ética para náufragos. Anagrama, Barcelona 1995, p. 9.

[7] Cfr. R. Rorty, The Priority of democracy to Philosophy, en M. Peterson y R. Vaughan (eds.) The Virginia Statute of Religious Freedom, Cambridge, 1987.

Verdad, valores, poder

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