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Ádeiocracia

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olibio fue un historiador griego que intentó comprender y explicar la hegemonía del imperio romano y los procesos de auge, descenso y degeneración de la democracia. Para ello construyó la teoría de la anaciclosis según la cual el ejercicio del poder responde a un ciclo de seis fases. La monarquía deviene en tiranía y el grupo más beneficiado dentro del circuito inmediato del monarca se autodefine como noble para conformar una aristocracia que concentra la fortuna y la decisión hasta la decrepitud. Es en esa etapa cuando el grupo de aristócratas se tornará en una oligarquía que agota todas las reservas morales y lleva a sectores sociales a rebelarse, clamando por la participación y el relevo dando lugar al establecimiento de la democracia que conoce períodos de esplendor hasta producir un alejamiento político, económico y moral de sus principios rectores por vía de lo que modernamente conocemos como lumpenización de variadas capas sociales, lo cual da lugar a una de las formas primitivas del populismo llamada en aquel entonces oclocracia, el gobierno de las muchedumbres.

La ciencia política, las ciencias sociales en general y la economía, se han ocupado de asignar nombres y crear categorías que acotan los conceptos y precisan las diferentes formas de distorsión de la democracia. La concentración de la economía y los agudos problemas de distribución de la renta y de la propiedad en América Latina han popularizado la categoría plutocracia, también de origen griego, para hablar del gobierno del poder económico, de los ricos, poseedores del capital y de su capacidad manipuladora. A la alteración a profundidad de la percepción, expresión y participación de la ciudadanía en virtud de la incidencia y el control de la formación de opinión a través de los medios de comunicación y, más recientemente, de las estadísticas de predicción y de los algoritmos de alta complejidad propios del big data se le denomina democracia mediática.

Otra categoría en boga, la cual encontraría variopintos ejemplos en Latinoamérica, sería la llamada kakistocracia, un vocablo acuñado por el profesor de la Universidad de Turín, Michelangelo Bovero, autor de “Una Gramática para la Democracia” quien le dio como significado el de gobierno de los peores, recientemente redefinido como el gobierno de los incompetentes.


La política latinoamericana ha conocido de otras manifestaciones sobre las cuales las ciencias políticas y la sociología se han pronunciado para aclarar el alcance de las denominaciones Polarización y Fragmentación. Básicamente refieren a la manera como las fuerzas políticas se comportan de cara a las elecciones. En la polarización aparecen dos bloques que aglutinan las fuerzas políticas. En la fragmentación el voto se reparte entre diversas tendencias o grupos partidarios y se altera la correlación de fuerzas. Aunque la polarización ha ido variando con los cambios en los métodos políticos, el caso prototípico es el de los radicalismos izquierda-derecha de los cuales no ha escapado nuestro terruño, honrando tristemente la frase que define a Colombia como un país “a la penúltima moda”. Como en los tiempos de la Alemania pre hitleriana el nazismo y la izquierda radical crecieron a expensas del centro, dentro de lo que algunos señalan como el momento previo al colapso de la democracia. En el caso de las elecciones presidenciales la aglutinación de fuerzas en torno a Duque y Petro, redujo la opción para Fajardo y cuando el electorado reaccionó era tarde, la suerte estaba echada. En el caso de las últimas elecciones territoriales en Bogotá, la división entre el centro galanista y el centro derecha, y la fractura de la izquierda, despejó el camino para un centro progresista encarnado por Claudia López, haciendo evidente la fragmentación que ha caracterizado el comportamiento electoral en las elecciones locales de la última década.

Pese a la laboriosidad de sociólogos y politólogos dedicados a encontrar caracterizaciones que identifiquen el comportamiento político y la manera de ejercer el poder por los gobernantes, dentro de las categorías que hemos reseñado, no encontramos una que identifique los casos de mandatarios y gobiernos que han tenido dificultad en la aceptación y comunicación de la tarea de los mandatarios, estimulando el hartazgo que se plasma en un rechazo popular a la acción gubernamental, con mucho énfasis en el anti y mucha menor capacidad en el pro. Y ahí estamos, en plena encalladura, permitiendo que el lumpen se empodere, destruya nuestra descaecida infraestructura y muestre al mundo el escenario de un resentimiento fermentado en variadas expresiones de una cruel desigualdad. En el caso de Colombia, vándalos y resentidos chocaron con el escuadrón anti motines una y otra vez, mientras los estudiantes, trabajadores y las clases medias realizaron a lo largo del año 2020, jornadas de protesta legítimas, llenas de imaginación, que nos dejan advertir posibilidades de reencuentro y sanación colectivas.

Dentro de la evolución de Colombia en materia política y en el proceso del posacuerdo que avanza pese a los tropiezos en la consolidación de la paz, estos fenómenos muestran notables particularidades. El Presidente Duque es un mandatario con legitimidad, de eso no hay duda. Cuesta mucho calificar a Colombia como una tiranía después de la Constitución de 1991. Nuestra democracia tiene graves imperfecciones en sus poderes públicos, muestra en ocasiones un sesgo oligárquico en la conformación de las decisiones y padece niveles de corrupción que descalifican al estado en su conjunto y han dejado sin credibilidad a las instituciones. Aún así Colombia se esfuerza por superar el ciclo de conflicto y configura logros de mejoramiento en la calidad de vida, en la instrucción general, las telecomunicaciones, y en variados aspectos del orden social como la producción artística, el deporte, el avance de la mujer en el proceso hacia la equidad o la mejora en la expectativa de vida al nacer. Al parecer la intención del Presidente y su equipo de obrar modificaciones al Acuerdo de Paz firmado y protocolizado legalmente, al estrellarse con una extensa oposición ciudadana, parlamentaria y de la corte Constitucional, restó credibilidad al mandatario. Otro tanto ocurrió con el proyecto de reforma tributaria presentado como una ley de financiamiento que en su versión original incluía la extensión del IVA a los productos de la canasta familiar mientras aliviaba la carga tributaria al sector empresarial, debiendo ser ajustada en dos rondas parlamentarias. Produjo una sensación de poco compromiso con los más vulnerables que impactó negativamente el respaldo ciudadano a la labor del Gobierno.

Seguramente, todos los actores sociales y políticos en Colombia tenemos una cuota de responsabilidad. Problemas de décadas se manifiestan ahora con vehemencia. El gobierno inicialmente quedó conformado de manera mayoritaria con gente educada, sin experiencia política ni actitud autocrítica. Del ABC en el entendimiento de lo que significa gobernar es saber que la retroalimentación al interior del gobierno es distorsiva y minada por el autoelogio. El ejecutivo ha confundido la consistencia que es virtud, con la porfía que es defecto. Rectificar no es debilidad, por el contrario, es un atributo de los estadistas. El legislativo no ha podido fraguar una relación colaborativa con mediadores de desarrollo regional y pactos que no dependa totalmente de la participación burocrática o contractual. La capacidad propositiva de la oposición deja mucho que desear y el momento del país no brinda un escenario para mezquindades o juegos de negociación. La ruta del diálogo está planteada y debemos todos utilizarla a fondo aguzando la inteligencia colectiva en la generación de proposiciones estratégicas.

Adaptando las tesis gandhianas podemos afirmar que no hay una ruta para el diálogo, el diálogo es la ruta. El Papa Francisco nos habla al oído, como lo hizo recientemente desde Abu Dabi al proclamar su “Documento sobre la fraternidad humana” en el cual invita a todos los hombres sin distingo de ideologías o creencias a “asumir la cultura del diálogo como camino, la colaboración común como conducta; el conocimiento recíproco como método y criterio”. Tal es la forma de superar el fenómeno de la ÁDEIOCRACIA, la categoría que he acuñado para llamar a la ciudadanía y a los gobiernos a dejarla atrás. Del griego ádeio, vacío y kratos, poder, la incomunicación entre gobierno y ciudadanía, la perplejidad, el desconcierto, la percepción de una institucionalidad sin enjundia, la no aparición de alternativas, han venido proyectando una sensación de vacío que se extiende a toda la sociedad. Tanto el poder como el cuerpo social odian el vacío, por momentos parecemos un tiesto sin contenido y maltrecho. Para superar la ádeiocracia, hay que desafiar responsablemente la imaginación.

A partir del paro nacional del 21 de noviembre de 2019, la movilización vinculó grupos intermedios e incluyó métodos con fuerza creativa en el plano cultural, el país venía preparándose para una fase de diálogo dentro de un fuerte debate sobre los alcances del proceso. El gobierno suscitó una “Conversación Nacional” entendida como una gran retro alimentación de los sectores sociales para que el ejecutivo obtuviera un conocimiento más cercano de los problemas sectoriales y/o regionales que le permitiría actuar en consecuencia. La oposición planteó un diálogo con negociación para lo cual formuló un pliego de más de 100 puntos desde elementos coyunturales o locales, hasta grandes reformas estructurales de los órdenes político y económico, verdaderamente fuera de toda proporción, lo cual hacía temer por un 2020 con un nuevo ciclo de protestas sociales que el gobierno enfrentaría realizando cambios en la coalición parlamentaria, gracias a la entrada de un grupo parlamentario de significativa representación en el Congreso y a la llegada de cuadros con mayor correlación con la política partidista. El año comenzó. Múltiples voces pedían la convergencia nacional hacia un diálogo significante que produjera resultados. Con temeridad inteligente y orientación hacia los logros colectivos. Al final, lo sabemos, los acuerdos son la pauta para la interpretación de la diversidad moral, para la necesaria elección entre pluralismo y fanatismo, desafiando todas las expresiones de imperialismo ético, tanto de quienes hacen uso de la fuerza para imponer su propia moral a otros, como de quienes hacen uso del terror para resistirla.

El diálogo que demandan la situación global y la de Latinoamérica en particular, está más allá de los lugares comunes de los encuentros internacionales de líderes o de las declaraciones de los organismos multilaterales. Implica construir nuevos puentes, crear narrativas conectoras, trabar relaciones con sujetos sociales ignorados o excluidos, y practicar la comunicación no violenta hasta llegar a abrazar las paradojas de las transiciones.

En esas circunstancias estábamos al inicio del corriente año cuando llegó el coronavirus. A la caída en los precios del petróleo, la crisis del sector externo, la devaluación del peso y el bajo crecimiento, a la eliminación de líderes sociales, a las disidencias narco financiadas de las FARC y al desesperado deambular terrorista del ELN vino a sumarse la pandemia cuando Colombia estaba tratando de sortear la migración de casi dos millones de venezolanos de los cuales, poco menos del 80% viene de padecer hambre y abandono, mientras el restante 20% ha perdido los trabajos profesionales, las empresas y negocios menores e incluso muchos de ellos ha sufrido la persecución delincuencial de la nueva forma del paramilitarismo latino, los colectivos terroristas de estado del neopopulismo criminalizado.

Puede ocurrir - la historia a menudo se escribe desde lo improbable – que la pandemia haya servido de acicate al Presidente Duque y que un nuevo grupo de mandatarios territoriales elegidos en los comicios de octubre haya llegado con aires renovadores. Lo que se observa, fuera del retardo en el cierre aeroportuario que produjo una cuota de contagio evitable por llegada de extranjeros portadores o enfermos, y del ascendiente tecnocrático en el diseño de medidas amortiguadoras de la crisis en la Mipyme que puede malograr la protección del empleo y de los grupos intermedios, es un mejor desempeño presidencial, al frente de la emergencia, aglutinante y esforzado. La nación ha respaldado las medidas y la ciudadanía ha hecho del dolor una fuente de convergencia y solidaridad activa. Los trabajadores de la salud y la sociedad civil han realizado un gran aporte. La profundidad del daño económico es tal y la desintegración histórica del tejido social tan honda, que no sabemos si logremos mantener esta articulación reintegradora del alma nacional y de la fuerza productiva de este país probado en las dificultades. El liderazgo presidencial se pone a prueba y la resiliencia de Colombia también. Si queremos llenar de frutos frescos el camino de salida de la ádeiocracia, necesitamos lo mejor de nuestra inteligencia, requerimos de lo que Michael Foucault llama “un brote epistémico”, esto es, en palabras de Iván Illich, “una desviación de imágenes repentina en la conciencia colectiva, en la cual lo inconcebible se vuelve concebible”.

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