Читать книгу Secretos, fantasías y realidades - Juan Carlos Andreu Ballester - Страница 2
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© Juan Carlos Andreu Ballester
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ISBN: 978-84-18362-71-2
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I
La joven mujer, hambrienta de vida, no sabe que va a morir en las próximas horas. Un simple vistazo me ha sido suficiente para percibirlo. Dos enfermeras, un residente y el intensivista trabajan con ella. Acaba de ser trasladada desde otro hospital por falta de camas. Ingresó a las cinco de la tarde en aquel, ahora son las cinco de la madrugada en este.
—¿Qué tenemos? —pregunto al residente que me ha llamado como Jefe de Guardia de Urgencias.
—Mujer de veintisiete años, sin antecedentes de interés. Hace dieciocho horas comienza con fiebre alta y cefalea. Acude al hospital general, donde su evolución ha ido empeorando. Tiene once de sistólica y ciento diez de frecuencia. Trae una analítica urgente con leucocitosis y desviación izquierda, el resto es normal. La radiología de tórax y el resultado de la punción lumbar también son normales. Lleva dos dosis de cefalosporina de tercera generación y se le han extraído hemocultivos.
—¿Qué opinas? —me pregunta el intensivista, alejándose de la cabecera de la enferma para no ser oído.
«¡Que se muere!» pienso.
—¡Que el asunto está mal!—respondo.
No es la primera vez que siento esa absoluta convicción sobre el pronóstico favorable o desfavorable de un paciente nada más ver su aspecto, y sobre todo su mirada, incluso sin que sus parámetros clínicos así lo indiquen. Es como una revelación que inexorablemente se cumple.
La mujer me mira fijamente, como si viera reflejado en mis ojos su destino. Me está reclamando sin decirme nada. Me acerco.
—¡Hola, soy el doctor Reyes! ¿Cómo se encuentra?
—Me duele todo el cuerpo y la cabeza. Por lo demás no me encuentro muy mal. ¿Qué me pasa?
—Tienes una infección, aunque aún no sabemos dónde. Pero te estamos tratando.
Pasan los minutos y su situación clínica empeora por momentos. Su respiración se está acelerando. En su palidez van apareciendo unas manchas pequeñas redondeadas de color rojo intenso que en cuestión de minutos se hacen grandes y confluentes.
Por primera vez veo en su cara que presiente su final. Su mano izquierda me aprisiona la bata acercándome a ella.
—No dejes que me muera. ¡Por favor! Tengo ahí fuera dos hijos pequeños que me necesitan. ¡Te lo ruego, no consientas que muera!
No sé qué decirle, y decide mi instinto.
—Tranquila, cuando vaya entrando la medicación que llevas en el gotero mejorarás —le miento.
Su vida está llegando a su fin, antes de lo previsto y de forma injusta. No quiero que sus últimos instantes sean un tormento para ella.
Ahora el diagnóstico ha dado la cara y el pronóstico infausto también. La púrpura fulminante indica una sepsis generalizada que la está matando. Su organismo es incapaz, a pesar del tratamiento que estamos aplicando, de combatir la infección. Sus dos aliadas fundamentales, las cápsulas suprarrenales, le están fallando.
Las manchas rojas, confluentes y extendidas por todo el cuerpo, comienzan a inundar ya sus conjuntivas y escleróticas. Su pecho parece una olla hirviendo debido al edema agudo de pulmón. Su mano aferra con fuerza la mía. Sus ojos, sin dejar de suplicarme un soplo de vida, se van entornando. Está perdiendo la batalla, y la guerra. Intentamos en vano las maniobras de reanimación.
Son las siete cuarenta y cinco de este nuevo día. Ha muerto.
El momento que ningún médico desea me agobia. Un hombre joven, alto y ansioso pasea a su hijo lactante en los brazos, otra criatura de apenas dos años se aferra a su pierna mirándome con recelo. Una mujer adulta, la madre de la fallecida, lloriquea presintiendo la tragedia en mi mirada.
—¡Lo siento! Ha fallecido.
El hombre se derrumba sobre el suelo estallando en un llanto inconsolable, sus hijos se contagian, y la abuela se aferra al bebé que su yerno está a punto de soltar de sus brazos. Una sensación de absoluta impotencia me abruma. Una familia está destrozada y no hemos podido evitarlo.
—¡Doctor Reyes, acuda al servicio de anatomía patológica!
Una voz femenina me llama por todos los altavoces del hospital. Repite mi nombre en tres ocasiones, insistente, sin saber que ya me dirijo hacia allí. La autopsia de la mujer fallecida debe de haber concluido.
El pasillo del primer sótano donde se ubica la sala de necropsias está casi a oscuras. Un electricista de mantenimiento, subido al último peldaño de una escalera, trabaja con un montón de cables en el techo mientras mira de reojo mi paso. Traspaso la primera puerta y dos cadáveres me reciben tapados hasta la cabeza, asomando sus pies desnudos. A uno de ellos le faltan dos dedos, el otro es el cuerpo de una mujer joven. Sus uñas están pintadas de un color morado intenso, y una pequeña pulsera dorada abraza su tobillo. Alguien ha olvidado quitársela. Una pequeña luz entra desde la sala de trabajo dando un aspecto tenebroso a la estancia. Oigo el sonido del agua de la ducha al fondo.
Ramón González, el patólogo que ha realizado la necropsia, está recién duchado. Mientras se seca el pelo me saluda.
—¡Hola, Ricardo! Ya está el resultado. Lo que habías diagnosticado es cierto. Ha sido un Waterhouse-Friederischen, las suprarrenales estaban totalmente necrosadas. Hacía tiempo que no veía un caso tan brutal. ¡Buen diagnóstico!
—¡Ya! Para lo que ha servido.
—¿Qué te pasa? Tienes mala cara.
—La guardia… —respondo sin entrar en detalles—. Ha sido especialmente dura.
—Tú sabes que no se podía hacer nada —me dice, tratando de darme ánimos.
—Sí, lo sé.
La muerte de la chica me ha desbordado. Ha sido la gota que ha colmado el vaso. Mis problemas vienen desde hace tiempo y aún no encuentro una salida. Debo tomar una determinación, y debe ser cuanto antes.
—¡Gracias, Ramón! ¿Firmas tú el certificado, o lo hago yo?
—Tranquilo, ya me encargo yo. ¡Cuídate!
Apenas he dormido cuatro horas después de treinta y seis en activo. Todos mis fantasmas han aparecido de nuevo. La duda y la ansiedad se están dando un festín con mi espíritu maltrecho, y la soledad de la casa se me cae encima. Necesito un paseo por la playa pero en esta ciudad es imposible ese privilegio.
Alguien golpea la puerta tres veces con un ritmo inconfundible. Es mi hermana Ana.
—Hola, hermanito. ¿Cómo te va? —dice, besándome en la mejilla.
—No muy bien.
Se sienta en el sofá sobre una de sus piernas flexionada mientras me observa con detenimiento. Enciende un cigarrillo, inhala con profundidad y después de exhalar prolongadamente, se acerca a mí y habla acariciándome el pelo.
—¿La guardia o tus fantasmas?
—¡Ana! Tengo que salir de este infierno y no sé cómo hacerlo.
—Sí que lo sabes —afirma con seguridad—. La salida está en nuestros recuerdos.
—¿Qué recuerdos? —pregunto, anhelante de una respuesta a mis males.
—Nuestros recuerdos de juventud, Ricardo. Los años maravillosos que vivimos felices en nuestra tierra, donde quedaron nuestros seres queridos.
Quizá Ana tiene razón. La verdad está allí y aunque me dé miedo volver, debo hacerlo.
II
Un soplo de aire frío me estremece todo el cuerpo encogiéndolo dentro de mi abrigo. Hace ya semanas que el invierno, perezoso en presentarse, se regocija en hacerme sentir con inusual dureza que es uno de los más intensos e inclementes de los últimos tiempos.
Mi paso, pausado y algo cansino, no tiene prisa en llegar, quizás por miedo al encuentro, a los recuerdos, a la nostalgia. Chisporrotea esa lluvia fina que parece caer sin llegar a hacerlo, pinchándote la cara como agujas heladas.
La pared de la estación, a mi derecha, se me pega al hombro. A mi izquierda la plaza de toros, el coso que sirvió de prisión a los vencidos en nuestra guerra civil. Allí pasó largos meses uno de mis tíos, cuyo único crimen, además de perder la guerra, fue el de ser oficial del ejército republicano debido a su condición de practicante en el arte de cuidar enfermos. Algunas mujeres llevaban, entre ellas mi madre, parte de la escasísima comida de que disponían en aquellos famélicos días inmediatos al final de la contienda, a aquellos desesperados seres. La pasaban a hurtadillas entre las rejas donde se amontonaban los presos con desnutridos cuerpos y aún más desfallecidas almas, sin saber qué suerte les depararía el caprichoso destino disfrazado de chivato encapuchado, quién, con su dedo acusador, dictaría una sentencia de muerte que algunos veían como una salvación ante tan mísera existencia. Mi tío, sin embargo, logró escapar a aquel tormento.
La acera es estrecha como antaño. A poco que me cruzo con otro viandante se crea un conflicto. No se sabe quién desviará antes su rumbo para dejar libre el camino poniendo en peligro su vida bajando al ruedo de la calzada. Allí los coches vienen de espaldas, acelerados y a traición. Yo procuro alternar la vez: ahora me bajo, ahora no.
Por un momento necesito refugiarme en algún café, y calmar, con alguna bebida caliente, este frío húmedo que se me cala hasta los huesos. Quizá lo logre con un sabroso y espeso chocolate negro, pero no, no es el momento. Es más fuerte mi impaciencia. Quiero encontrar, aún con la luz del atardecer, lo que he venido a ver.
Me acerco cada vez más. Estoy a punto de entrar en mi antiguo barrio. Encarrilo la calle con curiosidad, y no conozco a nadie. Me cruzo con extraños, gente inmigrante, la mayoría. Al fin piso mi trozo de calle, o lo que queda de ella, en la que nací y donde crecí, y aunque no parece la mía, la percibo con un íntimo estremecimiento.
Mi viejo barrio, con fincas robustas de principios de siglo, ya no es el mismo. Algunas de sus fachadas han sido restauradas con poco gusto, otras conservan su antiguo y evocado esplendor. Las barandillas de algunos balcones, de ornamentada piedra, bella en otro tiempo, han sido sustituidas por otras de hierro sin ningún tipo de artesanía. Un grupo de moros se aglutina en una esquina, encogido de frío, hablando el árabe con ese impulso en el acento como si dieran golpes a la voz, como si estuvieran enfadados.
En el balcón de un primer piso, un sudamericano con cara de ido no deja de observarme. Al poco de llegar a su altura me increpa, levantando uno de sus brazos extendido con la palma hacia abajo:
—¡Eh! ¡España es la mejor, no hay racismo! ¡Viva España!
No deja de repetir las mismas palabras, no sé si con ironía o con fanático convencimiento, esperando mi respuesta. Se la doy, de lo contrario no callará:
—¡Viva! —le digo casi sin mirar, y se calla.
Un par de compatriotas suyos, por lo menos oriundos de allende los mares, me siguen a pocos pasos, y para ellos, sin embargo, no hay arenga.
Quiero reconocer algún lugar que no haya cambiado, alguna cara de mis años infantiles, pero no encuentro lo que busco. Falta la lechería de la señora Luisa justo enfrente de mi casa. El bar de Paco, en la esquina, ha dejado lugar a una sucursal de banco. La tienda de ropa de doña Elvira se ha convertido en un videoclub, con una fachada bastante chillona, de un color rojo Burdeos, salpicada de grafitis que alteran de forma lastimosa su entorno.
Siguen apareciendo extranjeros. Ahora le toca a los chinos y ya he dejado atrás a los africanos más morenos enfrente de la estación. Los amarillos son dueños y señores de mi manzana y de la que enfrenta: «Chin Lu, fabricado en China», «El paraíso oriental», «Todo Chino», y así hasta una decena de tiendas en apenas cincuenta metros.
La mayoría de los inmigrantes frecuentan las esquinas en pequeños grupos, como si así dominasen no una calle, sino dos. Eso sí, no se entrecruzan las razas, cada cual con la suya; y todos tienen algo en común: miran mi paso con desconfianza, como si yo fuera el extranjero, y quizás tengan razón.
Por fin alcanzo el portal de mi casa, sellado por una puerta de gruesas rejas, totalmente reformado con paredes de mármol claro. Me asomo, y allí sigue el antiguo cuarto de la portera al lado de la escalera, ahora cerrado y deshabitado. Ya no se estilan los porteros, cuestan mucho de mantener. Un pequeño cuartucho de apenas cinco metros cuadrados donde, sin saber cómo, lograban entrar el matrimonio y los cuatro hijos.
Miro los nombres al lado de los timbres, ninguno me es conocido, y dudo en pulsar el número cuatro, el de mi casa. Puedo ver, en mi mente, el hogar donde nací y donde viví mis primeros años. En él están mis primeros recuerdos, mis primeros juegos, mis primeras navidades y reyes magos, y también mis primeros fantasmas. Parece increíble que tan poco tiempo haya dejado tanto en mi memoria, y tan nítido.
Un joven alto y desgarbado, caucásico, me hace salir de mi pequeño trance.
—¿Sale o entra? —dice altivo.
Me aparto, mientras aquel pollo pasa mirándome con insolencia como si fuera un intruso. Me voy como si lo fuera, y es que casi lo soy. Alargo mi paseo sin saber muy bien adónde ir hasta que, de pronto, me topo con la iglesia. ¡Y es una visión celestial!
La vieja parroquia no ha cambiado. Sigue casi igual que entonces, con sus dos columnas flanqueando la entrada, algo envejecidas, desgastadas por el aire, la lluvia, los años y las manos. Al portalón, lleno de grietas, lo han forrado de un metal que ya está abollonado. Sus dos picaportes en forma de ángeles, roídos por el paso del tiempo, usados y oscuros, están tristes y cabizbajos. El friso de piedra, rotas sus imágenes, no deja ver con claridad su representación. Una de las dos hojas del portón, entreabierta, me incita a entrar, así que decido hacerlo y ver.
La antigua iglesia, para mi satisfacción, apenas se ha trasformado. Tan solo algunos bancos, que no habrían soportado el paso del tiempo, han sido sustituidos por otros de diferente condición dañando de forma lamentable la uniformidad de sus filas. Allí, en un lateral, sigue el pequeño altar de San Nicolás con sus velas encendidas y temblorosas, una por cada asustado examinando que, inseguro de sus recursos, utilizaba como tabla de salvación el día antes de una prueba. Su imagen sigue mirándome como antaño, haciéndome sentir culpable por no haber estudiado lo debido; pero hoy no vengo a pedirle ayuda para un examen. De todos modos le enciendo una vela, esta vez sin nada a cambio.
Dos ancianas vestidas de negro rezan en los primeros bancos cerca del confesionario, sin duda esperando la hora de descargar su conciencia y sentir la naturaleza benefactora del perdón divino. Lo hacen en voz alta, no solo para ellas y el Altísimo, sino para el resto de su público, queriendo demostrar que son muy piadosas. Un sacristán de mediana edad se arrodilla persignándose delante del Señor al atravesar el pasillo, va encendiendo los velones a un lado y otro del altar mayor con un ritual repetitivo y aburrido pero que domina a la perfección. Miro el reloj: «las siete cuarenta y cinco de la tarde, seguramente la misa de ocho va a comenzar». Me siento en la esquina del último banco y decido quedarme un rato, estoy algo cansado y allí, aunque hace algo de frío, se está mejor que en la calle.
¿Qué habrá sido de Justo, el joven párroco que tanto dio que hablar en aquellos finales de los sesenta? Emigrado desde el bajo Aragón, Teruel, irrumpió en nuestras vidas como las rompidas de bombos y tambores de su Semana Santa, haciéndose notar con un estruendo y algarabía que no dejaron impasible a nadie del barrio. Por el clima que lo vio nacer y crecer, continental y extremado, con largos y fríos inviernos, y veranos calurosos, se amoldaba a cualquier circunstancia. Por la misma razón, podía pasar de la aparente indolencia a la más acalorada defensa de sus ideales; y es que, como solía decir con demasiado orgullo a sus tertulianos: «Mi tierra imprime carácter».
Sus ideas liberales no fueron muy bien recibidas por las facciones más reaccionarias de nuestra comunidad: «el cura rojo», le llamaban algunos, «el cura bueno», lo hacían otros, muchos solo «Don Justo». Aunque, vista desde la perspectiva de nuestros días, no sería la primera su mejor definición. Lo que antes era una herejía se convierte hoy en práctica habitual de la moralidad al uso. Como se suele decir, el tiempo pone a cada uno en su justo lugar.
Han pasado ya más de treinta años y muy posiblemente estará a punto de la jubilación. Tal vez haya desaparecido para recluirse en una recóndita selva de algún país africano y formalizarse con sus inquietudes vocacionales expresadas en aquellas largas tertulias en el bar de Paco. Quizá acabó dando clases de teología en la universidad, su gran vocación, o de religión en un pequeño colegio de algún barrio marginal guiando almas descarriadas al buen camino. A lo peor habrá muerto ya.
La campanilla repica y sobresalta anunciando la entrada del sacerdote, y los pocos feligreses que le esperan se ponen en pie. Un viejo cura, alto pero encorvado, con andar patizambo, tambaleándose de un lado a otro, avanza con lentitud hacia el altar mayor. La casulla y la estola ennegrecidas le dan un aspecto descuidado y pobre, posiblemente no tiene a nadie que cuide de él: ninguna «sobrina fiel y devota». Le escolta un jovencito monaguillo, muy bajito, delgado y desaliñado, que sigue su paso fijándose en los pies del anciano para no adelantársele. Al chico le viene grande la sotana, la pisa constantemente hasta el punto de que casi le hace caer. La mirada de reojo del cura le obliga a enderezarse con rapidez para guardar la compostura.
Es de agradecer, para regocijo de mi nostalgia, que, aunque inusual en nuestros tiempos, aquel cura siga conservando las viejas costumbres de hacer misa, con aquellos rituales tediosamente largos para mi inquieta niñez. El monaguillo que, evidentemente, no tiene aún claros los tiempos del ritual, se equivoca una y otra vez a la hora de repicar la campanilla, obligando a los escasos feligreses a levantarse cuando no toca. El sacerdote sale entonces de su pequeño trance para observarlo con el rabillo del ojo, indicándole con un gesto que aún no es el momento. Después mira hacia arriba como implorando al Divino: ¡ya no hay monaguillos como antes!
Otra vez repica la campanilla, y a deshora. Una anciana de la primera fila, sabedora por larga experiencia de los tiempos ceremoniales, exclama con lamento y teatralidad:
—¡Ay, Señor, otra vez!
Siempre me habían resultado bastante aburridas las misas en mi infancia, nunca parecían acabar, pero la media hora de esta ha pasado en un abrir y cerrar de ojos.
Me quedo solo con mis recuerdos durante un largo rato cuando alguien, de pie delante de mí, como en una aparición, me sobresalta.
—Señor, la iglesia se va a cerrar —me dice el anciano cura, ya cambiado del ropaje litúrgico. Miro el reloj de forma refleja: «¡Las nueve y cuarto!»
—Perdone, ya me voy.
Me levanto para salir cuando le observo con atención. «¿Cómo no me he dado cuenta antes?».
—¡Don Justo! ¿Es usted? Soy Ricardo Reyes, el hijo de Enrique, Enrique Reyes. ¿No me recuerda?
Se queda observándome un instante, con sus ojos arrugados, y de pronto me reconoce. Nos damos la mano mientras nos observamos, ninguno de los dos puede creerlo, sonreímos a la vez y nos abrazamos. Por fin, alguien del pasado sigue aquí.
—¡Qué sorpresa, Ricardo! ¿Cuándo has venido? ¿Dónde te alojas? —Me acosa a preguntas.
—Hoy mismo, y estoy en el Hotel Central.
—Ven, acompáñame, cuéntame.
No deja de preguntarme mientras cierra el portón principal de la iglesia y se abriga convenientemente en la sacristía para salir juntos, por una puerta trasera, al frío de la noche cerrada.
III
Nos refugiamos en un bar cercano, con olor a fritanga y humanidad, que yo desconozco como tantos otros lugares de mi barrio. Pedimos unas tapas y, por lo avanzado de la hora, decidimos repetir y terminar de cenar. La conversación transcurre con gran cordialidad y añoranza de tiempos pasados. Me pone al día de algunos de los muchos cambios que han sucedido en los años de mi ausencia: Paco, el del bar, se fue a Alemania tras ser detenido y puesto en libertad, por rojo, color siempre agradable a mis ojos, pero de sonido inquietante en aquellos días. Luisa había transformado su lechería en una tienda de ropa que ahora era regentada por sus hijas sin gran éxito. Y Elvira, tras ser abandonada por su marido, había caído en el vacío de una profunda depresión que la arrastró al suicidio. Hace una pausa, cambia el semblante y me mira a los ojos.
—Aún recuerdo cuando murieron tus padres —me dice—. ¡Qué tragedia! Te fuiste con tu hermana Ana a casa de una tía, hermana de tu padre, ¿no?
—Sí, mi tía Clara —le recuerdo.
—Tenías… ¿diecisiete o dieciocho años?
—Dieciocho —respondo.
—¿Y tu hermana?
—Dos menos que yo.
—¿Cómo está?
—Aún no lo ha superado, pero nos ayudamos mutuamente.
—Debisteis de pasarlo muy mal —afirma. Yo asiento con la cabeza.
Me hace recordar aquel momento tan señalado y trágico de nuestras vidas. Mis padres se fueron de este mundo, de forma súbita, sin avisar, sin despedirse, en un día de otoño, en aquella odiosa carretera por la que jamás he vuelto a pasar. Cada año, cuando las hojas comienzan a caer y llenan las calles, cuando camino oyendo su crepitar a mi paso, cuando los días acortan su luz, una congoja oprime mi pecho. Aún no puedo dejar de sentir aquella sensación de perplejidad y tristeza, aunque el tiempo, con su lento caminar, suavizó algo el intenso y brusco dolor, transformándolo, poco a poco y a traición, en agria melancolía.
Nos dejaron, y su lugar lo ocupó un gran vacío en nuestras vidas. Mi hermana, mi querida hermana Ana, sufrió con especial tormento aquella pérdida, en concreto la de mi padre, por el que sentía verdadera y dependiente devoción, necesitando incluso ayuda psicológica. Aún hoy en día sé que no lo ha superado. Esa melancolía no ha sustituido aún al dolor en su corazón. En cierto modo, desde entonces, nuestra relación fue más intensa. Lo único que la mantiene con ánimos es sentir en mí a su padre. Me da todo el amor que dio y quiso seguir dándole a él. A veces me inquieta y abruma ese traspaso forzoso del testigo, aunque, en el fondo, no procuro con demasiada convicción que desaparezca esa peculiar unión, por algo de egoísmo y, también, por el profundo amor que le profeso. Es, además de mi hermana, la mejor amiga que tengo y mi confidente, con la única persona que puedo hablar sin tapujos, la única que, gracias o a pesar de ser la voz de mi conciencia, me entiende realmente.
Justo ha convertido la conversación en un monólogo, en el que yo tan solo intervengo, mientras abandono mis pensamientos, para asentir o desmentir con la cabeza o con pequeños monosílabos. Siempre le gustó hablar mucho y en eso no ha cambiado. Sus sermones desde el púlpito eran memorables e interminables. Los feligreses esperaban con expectación el momento en que, lento y pensativo, subía las escaleras del estrado para arengarnos más que sermonearnos con un doble lenguaje en el que criticaba entre líneas al viejo régimen. En ocasiones lo hacía con tal sutileza que muchos se miraban entre sí como preguntando lo que había querido decir. Solo unos pocos, y entre ellos don Carlos, nuestro joven médico de cabecera, parecían saber, a tenor de sus encubiertas sonrisas, a qué se refería.
Escucho con atención sus historias, de hecho he venido a saber, aunque no solo a eso, también a encontrar. Por fin se da cuenta de su interminable discurso, y desvía la plática para que yo tome el relevo.
—¡Bueno, sigo igual! ¿Verdad? —dice sonriendo—. ¿Y qué es de tu vida? ¿Qué te trae por aquí?
No sé qué decir, e improviso una respuesta.
—He venido a concretar la venta de mi antigua casa.
Miento, y me disgusta hacerlo. No es momento ni estoy en disposición de decir la verdad. Quizá más tarde, otro día.
—No lo sabía, de hecho tengo relación con Luis y no me ha dicho nada.
Luis Alcántara es el inquilino que ha ocupado mi casa desde que mi hermana y yo tuvimos que marcharnos. Buen hombre y mejor trabajador, nunca ha dejado de pagar el alquiler en estos años. Ingresa religiosamente todos los meses el dinero en una cuenta a mi nombre y el de mi hermana, un capital exiguo que no tocamos desde entonces, de común acuerdo, por una complicidad nostálgica.
—No te ha dicho nada porque aún no lo sabe. Vengo a proponerle que compre la casa.
Es una opción para salir del paso. Quiero cambiar de tercio, así que le pregunto:
—Bien, y… ¿Cómo ha discurrido su vida, Justo..?
—Tutéame, por favor. Puedes y debes hacerlo —me interrumpe, y continúo.
—¿Qué fue de aquel revolucionario que se oponía al régimen?
Su cara cambia, y parece que recupera, por unos instantes, aquella imagen que le recordaba.
—Ya no queda mucho de aquel hombre, Ricardo. El tiempo te hace cambiar, nos aburguesamos conforme se nos echan encima los años. Será un acto de supervivencia, o tal vez de hormonas, no lo sé. Las fuerzas y los impulsos ya no son tan intensos. Además, la sociedad ya no es la misma. Ya no hay dictadura, aunque me gustaría decir que existe democracia, por lo menos la democracia que todos soñábamos. Antes teníamos un ideal, un referente en que apoyarnos; sabíamos quién era el enemigo político, si me perdonas la expresión, y cómo había que combatirlo; pero hoy todo está disfrazado, ya no sabes en quién confiar; cualquiera, de derechas o de izquierdas, te puede salir rana; parece que todos hagan la misma política, como si se hubieran puesto de acuerdo, y nos mantuvieran premeditadamente engañados, con mascaradas y falsas disputas, para que creamos que realmente somos libres.
Detiene la conversación para comer un gran bocado de un montadito de tomate con atún y abundante aceite que se le escurre por la comisura de los labios, arrastrándose por los dedos hasta mancharle la manga. Bebe un buen sorbo de vino tinto, y lleva ya varios. Su verborrea continúa.
—¡Me metieron en «chirona»! ¿No lo sabías?
Su cara se congratula de poder contar otra nueva historia que yo desconozco.
—Solo fueron un par de días, pero lo pasé mal. En aquellos días sabías cuándo entrabas pero no cuándo salías, ni cómo. Tuve que soportar la agresividad de uno de aquellos policías, un verdadero cafre que se ensañó conmigo a conciencia; lo hacía con mucho oficio, no me dejó casi ninguna marca, pero mi cuerpo y, lo que es peor, mi orgullo, quedaron muy maltrechos. A las cuarenta y ocho horas, aunque me parecieron muchas más, me soltaron, después de comprobar lo poco peligroso que era para el régimen. Era el método más utilizado entonces, primero golpeaban, después investigaban. Aún sueño, de vez en cuando, con aquella paliza y me despierto empapado en sudor. Todo fue por culpa de don Simón, el joyero, ¿lo recuerdas?
Yo sigo escuchando y asintiendo.
—Dijo a la social que hacía apología comunista en mis sermones, y no sé cuántos chismes más, y que… ¡Bueno! Entre golpe y golpe trataba de hacer comprender a aquellos energúmenos que yo no era culpable de que parte de las enseñanzas de Jesucristo tuvieran algún parecido con el comunismo… ¿O no?
Se echa a reír forzadamente haciendo volverse a los camareros. Por cierto, ya no queda ningún cliente en el bar. Es evidente que, a pesar de su referida pérdida de motivación política, sigue vivo su estímulo ante los temas candentes del momento. Durante más de media hora no para de repasar toda la situación sociopolítica del país. Yo le escucho con bastante pasotismo interior aunque mi cara trate de expresar lo contrario.
Justo habla sin descanso, situación que me produce ansiedad, y yo quiero terminar ya la reunión sin que se note. Pero lo hago muy mal, he mirado de reojo, por segunda vez y de forma imperdonable, el reloj, y él, claro está, lo ha notado.
—Te estoy aburriendo. Estás cansado —afirma.
—Sí a lo último, no a lo primero —contesto.
Ya es más de medianoche. El dueño del bar, un hombre llamado Lorenzo, de facies roja y pletórica y una enorme barriga, está terminando de recoger los últimos vasos, platos y cubiertos mirándonos con cierto desagrado, sin duda, por lo avanzado de la hora. Nos levantamos y siento la carga del alcohol en mi cabeza; he bebido más de la cuenta y no estoy acostumbrado, pero el frío de fuera, mucho más intenso, me va despejando. Dejo a Justo, que también va cargado, en la iglesia, y decido andar hasta el hotel a pesar de que hay un buen trecho. Paso otra vez por delante de mi patio y miro hacia arriba. Allí, en el segundo piso, en mi ventana, una luz tenue se vislumbra a través de la cortina. Pienso en mi padre, sentado en su sillón, leyendo o pensando, apurando un último cigarrillo mientras la casa dormía. Decía que era: «el mejor momento del día, solo para mí». Tengo deseos de llamar pero no son horas. Mañana, o mejor dicho, hoy, será, es otro día.
IV
El teléfono suena extraño. No es el mío. Me cuesta unos largos segundos darme cuenta en dónde me hallo: la habitación del hotel. La voz de la recepcionista me indica, con irritante automatismo, la hora de despertarme. Un ardor intenso sube por mi precordio, el alcohol de la noche anterior me pasa factura. Consigo un antiácido de mi maleta y lo tomo junto con mis pastillas. Mi malestar se calma por momentos mientras me ducho. Alguien golpea la puerta con los nudillos. Salgo de la ducha empapado y alcanzo una toalla para taparme.
—¿Quién es?
—Soy tu hermanita. ¡Abre! ¿O es que no estás solo?
Su tono jocoso me agrada. Es síntoma de su buen estado de ánimo.
—¡Ana! ¿Qué haces aquí?
—Sabía que te habías decidido a venir y me he armado de valor para estar a tu lado. —Su voz se hace más grave.
Le cuento lo sucedido el día anterior, y mi intención de volver hoy a nuestra antigua casa, pero se niega a acompañarme. Dice no estar aún preparada para enfrentarse tan de cerca a sus recuerdos. La expresión de su semblante se transmuta en la viva imagen de la pena. Ya sé lo que está recordando: ahí, dentro de su cabeza siguen encerrados el dolor y la desesperanza, prisioneros en una condena que se hace demasiado larga y que merece ya un indulto que los libere de tan injusta sentencia, pero no quieren o no pueden emerger y evaporarse, para devolver a mi hermana su feliz inocencia, su paz.
El día que fallecieron nuestros padres, volvía del colegio con dos amigas, corriendo y riendo, llena de energía, ilusionada con el proyecto del viaje por el final del curso. Entró en casa como siempre, revolucionándolo todo con su alegría. Allí estábamos abatidos mis tíos, un par de vecinos y yo. Una voz fría y sin sentimiento nos acababa de dar por teléfono la terrible noticia. El silencio y nuestro rictus la alertaron de que algo no iba bien, que alguna tragedia se había cebado con la familia. Ella no quería preguntar, como si no quisiera saber lo que de hecho ya intuía. Gritaba llamando a nuestra madre para contarle las últimas noticias del futuro viaje, le hablaba como si estuviera en la cocina preparando la comida, ignorando a propósito nuestra presencia. Mi tío Manuel tuvo casi que gritarle para detener su agitación: «Ana, tengo que decirte algo». Pero ella no paraba de moverse y de hablar. «Por fin nos vamos a Paris. Papá tendrá que rascarse el bolsillo, la venta de lotería no me llega ni para la mitad… Dicen que llueve casi todos los días». Al fin, la cogí del brazo con fuerza: «Ana, los papas…». Me apartó bruscamente el brazo: «Déjame, me haces daño. No quiero saber nada. No me lo digas». Se iba poniendo agresiva por momentos, su jolgorio se transformaba en preludio de la histeria. «Ana, los papas han tenido un accidente». Ella seguía hablando atropelladamente sin dejar espacio a nuestra intervención. Tuve que ser brusco en mi frase y en mi acción: «Ana, los papas han faltado». Lo dije, casi gritando y acogiéndola por los brazos para tratar de cobijarla en los míos. Se tapó los oídos cerrando con fuerza los ojos, silabeando incoherencias como cuando, siendo niños, discutíamos, y ella, profiriendo el último insulto, no quería oír mi siguiente injuria. Del intento de abrazo pasé al zarandeo elevando aún más la voz: «Los papas han muerto», dije casi sollozando. Paró en un instante su infantil comedia. Su mirada me atravesó como si quisiera fulminarme y el histerismo se apoderó de ella. Exhaló un grito, y un par de bofetadas, casi puñetazos, con las manos medio cerradas, me sacudieron en ambas mejillas, primero la derecha y luego la izquierda, y entre medio su bramido: «¿Por qué? ¿Por qué me lo has dicho?». La explosión del llanto no tardó en asomar, continuó y cedió poco a poco ciñéndose inconsolable a mi cuerpo. El duelo la envolvió, se hizo su amigo y permaneció con ella más de lo necesario, aunque a día de hoy la deje tranquila de cuando en cuando para volver a acercársele con su nociva compañía. Después vinieron los psiquiatras, los psicólogos, las pastillas; pero como ella siempre me dice: «Mi mejor terapia eres tú, y tu regazo».
Ana siempre había sido una chica feliz, nació para serlo. No había querido crecer ni madurar. Veía el mundo de color de rosa, y se negaba a reconocerlo de otro color. Su existencia empezaba y terminaba en un cuento de hadas para retomar otro cuando aquel ya no la mantenía ilusionada. Sin embargo, ese era su gran atractivo: te contagiaba su fantasía y felicidad, incluso, a veces, llegabas a creer, por un radiante y maravilloso instante, que su mundo era real.
Era incapaz de aceptar el mundo existente, aunque no le afectara directamente. Si alguna noticia triste del lugar más recóndito del mundo se contaba por radio, o era narrada por algún fatalista vecino, la sorprendíamos tapando con disimulo sus oídos para no escuchar. No quería que nada la apartara de su mundo, que no sufriera su luminosa sensibilidad. Cuando alguna vez ocurría un hecho luctuoso, lo ignoraba con una actitud irreal y fuera de toda lógica.
El día que falleció mi abuela materna, todos quedamos muy tristes, más aún al ver el desconsuelo de mi madre, a la que nunca habíamos visto llorar así, con aquel pesar inconsolable. Pero ella, evitando deliberadamente el duelo, se comportaba como si nada hubiese pasado. Hablaba de los planes para las próximas fiestas, de los trapitos que se iba a poner, de las amigas con quienes iba a salir. Se llevó la recriminación de algún familiar ante su conducta pero ella hacía oídos sordos a sus reproches.
Pero la realidad la alcanzó de golpe, demasiado bruscamente, aquel día de otoño en que golpeó al mensajero del mundo real, a mí, a su hermano, a la persona que más quería después de su padre, como un violento cambio de temperatura, como si pasara del trópico al polo en un segundo.
Ana sale de su prisión por un momento:
—¿Y tú, cómo estás, hermanito?
—No preguntes.
—Entonces me quedaré aquí esperándote. No pienso dejarte solo con tus tormentos. He cogido una habitación en la misma planta. No notarás mi presencia salvo cuando la necesites. ¡Bueno, quizá vaya de compras!
—Bien, como quieras. Y tú, ¿cómo andas? —le pregunto, mirándola a los ojos.
—A ratos bien, a ratos mal. Me refugio en mis libros que me devuelven las fantasías y me levantan el ánimo. Mientras leo soy una de las protagonistas de alguna historia de príncipes y princesas, como cuando éramos niños, ¿te acuerdas? —Hace una pausa—. ¡Cómo me acuerdo de aquel castillo, Ricardo! ¡Cuánto daría por volver a aquellos años! Me regalabas todos los años, por mi cumpleaños, una hermosa rosa blanca del rosal de la señora Fernández, la viuda. Yo soñaba que algún día, cuando dejaras de hacerlo, sería porque mi príncipe azul me la diera con una sonrisa de amor relevándote de ese trabajo que ya has descuidado hace años.
—Tienes que recordarlos con cariño, sí, pero debes asumir la realidad. —¡Valiente consejo viniendo de mí!—. Y te prometo que el próximo cumpleaños tendrás la rosa blanca más hermosa que jamás hayas visto. —Me da un beso.
—Voy a deshacer las maletas y dormir un poco. Ya nos veremos. —Se va. Me agrada tenerla cerca en estos momentos, no solo por mi bien sino por el de ella.
V
Otra vez estoy ante mi portal. Un joven oriental, a la puerta de su tienda, me mira con curiosidad e insistencia. Parece estar aburrido, y es natural; su tienda, con grandes cantidades de ropa barata amontonada, está vacía. Un par de chinitas miran hacia la calle, sonrientes y sentadas en unos pequeños taburetes, esperando que algún cliente entre en el local, algo que parece muy improbable por lo deslucido del mismo.
Llamo al timbre de mi antigua casa y una voz disfónica y familiar de hombre me contesta.
—¿Quién es?
—Hola, buenas tardes, soy Ricardo Reyes. ¿Luis Alcántara?
—Sí. ¿Ricardo? —pregunta, extrañado. Tarda algo en contestar—. ¡Sube, sube!
Subo uno a uno los peldaños de aquella escalera que tantas veces subía de dos en dos en mi infancia. Luis Alcántara me espera en el descansillo con la puerta entreabierta. Aquella puerta, que encerraba tantas vivencias tras de sí y que de otras tantas nos escondía, sigue teniendo su tragaluz en la parte superior.
Una de esas experiencias se hallaba escrita en aquella raja vertical que la atravesaba hasta su cintura, pero que no había logrado doblegar su robustez. Fractura infligida por el golpe de un vecino beodo tratando de traspasarla para agredir a su mujer. Abnegada y desesperada mujer, como tantas otras de su época, que esposada no solo por su matrimonio sino también por los prejuicios y costumbres de la época, aguantaba con resignación cualquier ultraje, sin otra oposición que la puramente encaminada a evitar su aniquilación física, pues la psíquica ya había sido exterminada hacia años. Rosario, que así se llamaba, huía, como otras veces, de una de las tantas palizas que le propinaba su marido, pero aquella vez asestada con especial saña. Llamaba a todas las puertas implorando auxilio entre gritos y sollozos que le ponían a uno los pelos de punta, y más ante el silencio de fondo que reflejaba las morbosas y cobardes escuchas de todos los vecinos tras de las puertas cerradas a cal y canto. Pero la ayuda era denegada una vez tras otra, hasta que mi madre, en un acto de valentía que me sorprendió y conmovió sobremanera, se la ofreció abriendo nuestra casa, cogiendo a doña Rosario y cerrando en un abrir y cerrar de ojos cuando la pobre mujer casi era alcanzada.
Mi madre salió al balcón para alertar de la situación a nuestra vecina de arriba, Maruja. Aquella llamó a su marido para que fuera a tratar de resolver el problema. Era como enviar a un cordero al matadero. El hombre de Maruja, de poca personalidad y más bien enclenque, se armó de valor y con artimañas dialécticas nunca conocidas por nosotros, y ante nuestro asombro, convenció al borracho para que desistiera de su empeño, llevándoselo escaleras abajo. Aquel pobre ser no consiguió su objetivo aquella vez, más mi puerta, a pesar de los innumerables golpes que recibió y aguantó sin dejarse vencer, pagó el precio de tan noble servicio con una cicatriz para siempre. ¡Bendita cicatriz!
Mi padre escuchó esa noche la explicación detallada de los hechos de boca de mi madre con un aparente desinterés que nos desconcertó a todos. Tan solo dijo, sin apartar la mirada del televisor: «No pasa nada, mañana lo solucionaré». Por la mañana vi, desde la ventana, cómo mi padre esperaba en el portal del individuo en cuestión. Este, al verlo, quedó paralizado esperando alguna agresión. Mi padre lo cogió del brazo y lo introdujo en el porche, pero no lo suficiente, pues aún podía verles. No oí, lógicamente, lo que mi padre le dijo, pero bastaron un par de minutos para que aquel suceso no volviera a suceder, y su mujer jamás fuera agredida de nuevo, o por lo menos no nos enteramos de ello. Mi padre no comentó nunca aquel encuentro.
—¡Ricardo! —exclama Luis al verme.
Los años se han cebado en su cuerpo, que ha desmejorado mucho después de la última vez que le vi. Hombre alto y enjuto pero siempre erguido, ya no mantiene su postura, se encorva como los árboles ancianos que van buscando la horizontalidad del suelo como queriendo volver al lugar de donde nacieron. En sus ojos, aunque con párpados arrugados, sigue permaneciendo esa expresiva serenidad que le caracterizaba. Sus afilados dedos están ahora recorridos por nódulos deformes en sus articulaciones, signo inequívoco de una artritis. Me estrecha la mano casi sin fuerza con expresión de extrañeza mientras me hace entrar. Nos detenemos en la entrada: recibidor, pasillo, distribuidor, todo en uno.
Esa entrada, en mis noches de infancia, había sido una herramienta para intentar superar mis miedos. Le tenía pánico a la hora de dormir si no lo hacía antes que los demás, pues las tinieblas se apoderaban de toda la casa, y los fantasmas aparecían en mi imaginación. Tan solo el tragaluz, en la parte superior de la puerta, me devolvía algo de paz cuando algún vecino rezagado entraba, ya entrada la noche, en la escalera, y activaba el interruptor para poder iluminarse. Así, noche tras noche, aquello se convirtió en una angustia que no estaba dispuesto a soportar más, y decidí combatirla enfrentándome a la oscuridad y sus misterios con toda mi valentía infantil.
Una madrugada, en la que todos dormían ya, decidí que sería mi última pesadilla. Armándome de valor, descalzo y con un escalofrío estremecedor, me levanté de la cama y me coloqué de pie en medio del pasillo, a oscuras, con los ojos abiertos. No duré ni un minuto, pero fue el minuto más largo que recuerdo. Salté sobre la cama y me tapé hasta la cabeza. Decidí que aquellas no eran maneras de convertirme en un hombre, por lo menos en aquel momento.
La cara de Alcántara sigue confusa cuando salgo de mi memoria. Me hace pasar a la salita de estar, a la izquierda, donde siempre había estado. El temor a que hubiera cambiado desaparece al ver la vieja bouaserie que oculta toda la pared izquierda, el resto ha sido vuelto a decorar salvo el mismo sillón orejero donde se sentaba mi padre, y donde yo lo hacía imitándole a hurtadillas.
—¡Qué gran sorpresa, Ricardo! ¡Hace tanto tiempo que no nos vemos! Parece que estoy viendo a tu padre. ¡Te pareces tanto!
Mi padre fue un gran amigo de Alcántara. Sufrieron y sobrevivieron juntos a la guerra. Trabajaron después en la misma empresa, y su fiel amistad estaba fuera de toda duda. Aunque varios años menor que mi padre, su unión fue siempre excelente, en buena medida porque siempre seguía la estela de mi progenitor, que era el que llevaba la voz cantante. Pasaron juntos muchas experiencias en la guerra, de la que hablaban poco. Solían decirnos, ante nuestra insistencia en que contaran aventuras de la contienda: «Que no tengáis que pasar nunca una guerra». Queríamos mucho a don Luis e incluso le llamábamos cariñosamente «tío».
Era un ser algo introvertido y serio, pero nos quería. Éramos toda su familia, pues la suya falleció al completo en un bombardeo mientras se encontraba en el frente de Extremadura. No se casó jamás y su cónyuge era la empresa, a la que dedicaba todo su tiempo y energía. Se le conoció alguna futura esposa, pero siempre la despachaba cuando el compromiso era inminente. Así pues, permaneció soltero, con sus libros de la guerra civil que coleccionaba con afición.
Cuando mis padres murieron, fuimos a vivir con mi tía Clara, la hermana menor de mi padre. La casa permaneció cerrada durante algún tiempo, aunque nos refugiáramos en ella cuando la nostalgia nos invadía. Ana y yo íbamos juntos. Ella se acurrucaba en la cama de mis padres, decía que podía aún oler las sábanas impregnadas con su perfume. Yo, en el despacho, me sentaba en el mismo sillón orejero que me acoge ahora.
Mi tía, años más tarde, le propuso a Luis el alquiler de la casa familiar, algo que aceptó de sumo agrado ya que no disponía de casa propia. Además, el cambio de residencia le supuso una mejoría en coste y calidad.
—¿Cómo estás, Ricardo? ¿Y tu mujer?
—Mi mujer bien. Nos separamos hace cinco años.
—Lo siento. ¿Tenéis hijos?
—Dos. Un chico y una chica. Ya están en la universidad.
—¿Sigues en el hospital central?
—Sí, allí me jubilaré casi seguro.
—Me acuerdo mucho de vosotros, aunque apenas nos veamos, y sobre todo de tu padre. —Su rostro se ensombrece con un gesto de seriedad.
—Lo sé —contesto.
—Perdí un gran amigo, quizás el único verdadero que he tenido.
Hablamos de algunos recuerdos de antaño, muchos de ellos más de él que míos. Le pregunto por algunos de nuestros vecinos, en especial por ella, mi vecina de arriba, mi compañera de juegos infantiles, Susana.
—Ya no vive aquí, no sé de ella desde hace diez años. Sé que Maruja, su madre, murió; me lo dijo su hermano, coincidí con él en un supermercado y charlamos un rato. También sé que se casó, pero…
Susana forma parte de los recuerdos más hermosos de mi niñez y adolescencia. Solíamos jugar juntos en mi casa o en la suya desde muy pequeños, casi desde que tengo uso de razón. Éramos como uña y carne, y también como aceite y agua. En un instante no podíamos pasar el uno sin el otro y al siguiente nos estábamos maldiciendo para no volver a vernos más. Aún la puedo ver en Navidad, con sus rizos de oro, hurtándome, con un disimulo ingenuo e infantil, alguna pieza de mi belén, y después enseñármela, colocada en el suyo, como si nunca me hubiera pertenecido. Nos hicimos adolescentes juntos y cuando llegó el momento, y nuestras hormonas subieron de nivel, sucedió lo inevitable. En una tarde de primavera, en las ruinas de un viejo caserón de una huerta cercana, destruido en la guerra por una bomba destinada a la estación de trenes, conocimos juntos y por primera vez las delicias y pasiones del primer amor, algo que jamás revelamos.
Alcántara me devuelve al presente.
—¡Bueno, bueno! ¿Y qué te trae por aquí?
Bebo un sorbo de ese whisky barato, que no me he atrevido a rechazar, y que me está sentando fatal. Dejo el vaso algo alejado y Luis se percata de mi desagrado. Hace ademán de levantarse para traerme otra bebida, pero le indico que no. Voy al grano.
—No sé por dónde empezar, y quizás le parecerá extraño pero… Quisiera algo mío que está en esta casa. —Luis frunce el ceño mientras se deja caer en el sillón enfrente de mí.
—¿Qué puede haber tuyo en esta casa después de tantos años, además de la casa en sí, claro?
—Algo que está, o debe de estar, en esta biblioteca y que tiene un gran significado para mí. Una de las tablas de madera de esa librería, detrás de aquellos libros, en la esquina, esconde una pequeña caja tras de sí.
Se retuerce en el sillón mirando hacia el rincón, cambiando el cruce de sus piernas, con una forzada sonrisa que más bien parece un rictus. Se hace una pausa en nuestra conversación. Ninguno de los dos sabe cómo continuarla. Su incomodidad me incomoda a mí, aún más de lo que ya estoy. Tras una larga conversación, en la que vuelvo a mentir sobre la verdadera razón del significado de aquel objeto, logro convencerle de que me deje levantar aquella tabla. «¿Seguirá allí?». Retiro los libros, con sumo cuidado, bajo su atenta mirada, y presiono el panel. Al tercer intento cede; y sí, la vieja caja sigue allí. Luis queda absolutamente mudo y confuso.
—Parece imposible que en todos estos años no haya reparado en eso —dice Luis, mientras se sirve otra copa. Y la verdad es que, de pequeño, era un verdadero lince escondiendo cosas, y aquella pequeña caja estaba muy bien encubierta.
—Don Luis, me gustaría que esto quedara entre nosotros. No me apetece mucho que se sepa, ni que la gente pueda empezar a chismorrear. —Me estoy acordando de la mentira dicha a Justo el día anterior.
—No te preocupes, tu secreto seguirá bien guardado, como hasta ahora. ¿Ya no me llamas tío? —me contesta, con aire de complicidad. Leo en su cara las ganas de preguntarme sobre el contenido de la caja, pero la prudencia supera a su curiosidad. No me quedo muy tranquilo, pero ya tengo todo lo que he venido a buscar. ¡Bueno, casi todo!
VI
Corro impetuoso por el camino hacia el viejo caserón de detrás de mi casa, bordeando la acequia, aplastando sus matorrales, mojando mis zapatillas y llenándolas de barro, en aquella primorosa primavera con aromas a jazmín y azahar, con sonido de pájaros enamorados, con sabor a deliciosas esperanzas. El viejo castillo de juegos infantiles, santuario de épicas hazañas, solitario en medio de la huerta, me llama a su encuentro. El corazón late impetuoso en mi pecho hasta notarlo con toda su fuerza en la garganta. Mi respiración agitada, mi impaciencia, me impiden coger aire con suficiencia. La tarde está escondiendo el sol detrás de los sauces, apareciendo y desapareciendo al ritmo caprichoso de sus hojas acurrucando mis ojos a su compás; y es que mi premura se debe a mi ansia por verla y a mi tardanza a nuestra cita.
Allí está ella, esperándome de pie, junto a la ventana de lo que queda del primer piso, con sus cabellos rubios, largos y ondulados moviéndose con delicadeza al son de la brisa. Su inmensa mirada azul, llena de amor y de pasión, me ilumina; su voz, diciéndome: «¡Hola!», me eriza el vello. Me desea, lo sé. Acaricio uno de sus rizos, retorciéndolo con dedos temblorosos, rozando su mejilla sonrojada, sintiendo su cálido aliento en mi mano. Entreabre sus labios mientras su mirada busca los míos. Su sabor es dulce, cálido, húmedo, trémulo, amoroso, sensual, sincero. Es mi primer beso, es nuestro primer beso. La tomo por la cintura, la acerco despacio, temblamos juntos al sentirnos pegados y aspiro la exhalación de su gemido en mi boca. Sus ojos se humedecen, no de tristeza, no de duda, sino de amor, de la enorme felicidad que la abruma. Allí acompañamos la puesta de sol y recibimos juntos a la noche entre un sinfín de sentimientos nuevos, de emociones, de efluvios bullendo por nuestros cuerpos.
El timbre de la puerta me despierta devolviéndome al presente. Otra vez la habitación del hotel, y la camarera, con el desayuno a mi puerta, ha desbaratado el delicioso sueño que me conducía, como en mis amaneceres de pubertad, a un momento de húmedo éxtasis.
—¡Pase! ¡Hola, buenos días!
Mi voz cambia al ver el monumento de mujer que, con amplia sonrisa e insinuantes andares, se dispone a dejar la bandeja en la mesa. Quedo aturdido al oír su: «¿Desea algo más el señor?» mientras sonríe malévolamente. Por un momento sí que deseo algo más, pero no me atrevo a pedirlo, estoy aún semiinconsciente; además, sería como ensuciar el momento vivido hace unos instantes, traicionar el inmaculado sentimiento. Sigue parada delante de mí, sabedora de su belleza y del impacto que me ha provocado. ¡Está muy buena y lo sabe! Tras regocijarse en mi admiración, y mirarme entre las piernas sin ningún disimulo, se da la vuelta y desaparece por la puerta balanceando aún más sus caderas. Sonrojado por la enorme erección, ya arrastrada desde mi sueño, y que, sin duda, ha sido percibida en todo momento por la camarera, decido aplicarme una ducha fría que sosiegue mi estado.
Tengo delante mi pequeña caja que, aún polvorienta, abro como si de un tesoro se tratara. Unas fotos viejas en blanco y negro, unos pocos cromos de futbolistas de la época, un par de canicas, un soldado de plomo medio despintado, mi favorito, al que le falta el sable y que me mira bisojo y melancólico como reprochándome su largo cautiverio; y un par de diarios, el de mi hermanita y el mío, sellados con sendos candados debilitados, que se abren con facilidad. En esos objetos perduran los sentimientos y vivencias del niño que comenzaba a ser consciente de su existencia, que miraba al mundo con una inocencia ignorante y noble, libre de toda fatua virtud, y por ello frágil y susceptible a toda influencia. En esas líneas escritas con letra inexperta, con gramática pueril, pueden estar las claves de lo que voy buscando: la explicación.
Suenan unos nudillos en la puerta y, por la forma de tocar, juraría que es mi hermana. Y lo es. Su ánimo está nuevamente afectado. Entra, mirando el suelo, como una sonámbula. Va en pijama, solo con la parte superior abotonada a los ojales cambiados de orden, y con aspecto de haberse despertado hace poco: despeinada y descalza, con ojos enrojecidos. Se sienta en un sillón al lado de la ventana, abstraída, fija la vista en el vacío del cielo sin pronunciar palabra, sube las piernas encogiéndolas sobre el vientre como necesitando protegerse de algo o de alguien. Enciende un cigarrillo de forma automática, sin mirar, sorbiendo con profundidad la primera calada hasta inundar sus pulmones, apoya su muñeca sobre su rodilla dejando caer su mano manteniendo el cigarrillo entre sus dedos con un estilo y elegancia que solo ella sabe mostrar. Me quedo sentado en la cama, sin querer turbar su silencio, fascinado por aquella escena: la luz del amanecer atravesando su silueta, envuelta en la nebulosidad del humo que brota de unas cenizas crecientes que se mantienen unidas al cigarro desde el primer sorbo, y que en esa postura conforman una instantánea para enmarcar en la enciclopedia de la melancolía. Me siento ante ella, en el borde de la cama, rozando con dulzura los dedos de esa mano humeante.
—¿Qué pasa, pequeña? ¿Otra vez tus fantasmas?
Una lágrima escapa perezosa, abandonando a sus hermanas, que brillantes e indecisas por brotar inundan sus ojos.
—¡Ana, cariño, dime algo! —Parece salir de su trance y me mira con ojos de angustia. Su mano está sudorosa, y la retira de la mía como si no quisiera delatarme su pesar; enjuaga sus ojos en sus nudillos y aspira hondo, tratando de cambiar su actitud. Por fin habla:
—¡No pasa nada! —Sonríe fingidamente encogiendo los hombros.
—¿Y tú, cómo estás? ¡Has encontrado el diario! —exclama con forzada alegría, al verlo sobre la cama. Se levanta como un rayo hacia él, abrazándolo como a un viejo y entrañable amigo al que no hubiera visto en años, en el que dejó, también, parte de su inocencia.
—¡Mira! Aquí escribimos lo de tus orejas… Y aquí la pérdida del reloj de mamá en el colegio; ¡bueno! La sisada que te hizo aquel chiquillo gordito y bajito… ¿Cómo se llamaba? ¿Qué habrá sido de él? —continúa acariciando el diario.
—¡Sancho! —le contesto.
VII
Aquello me transporta al antiguo colegio de «cagones», como solíamos llamarlo después, donde comencé mi andadura escolar. Ese primer día, a mis cuatro años, en que mi madre me apartó de su lado por primera vez sigue vivo en mi recuerdo como algo trágico. No podía entender que mi progenitora me abandonara a mi suerte con aquellos extraños a los que no conocía y a los que temía. ¿Qué había hecho mal? ¿Cuál había sido mi pecado? Es difícil entender un acto tan cruel de la persona que hasta ese momento sientes como tu máxima protectora. Por un momento crees que todo es un escarmiento y que tu madre va a volver enseguida para abrazarte, besarte y reírse mordiendo tu barbilla. Pero no, es el principio de la noción del mundo real.
Aquel pequeño centro de enseñanza, a la antigua usanza, lo dirigía don Enrique: hombre alto, enjuto y señorial, con grandes y curvados mostachos acabados en punta hacia arriba, gafas de lente oscura, dedos ennegrecidos por el tabaco que inhalaba a todas horas, incluso dentro de clase, y una voz ronca que salía de una cara de muy pocos amigos. Solía pedir al bar más cercano un «cortado», siempre con leche condensada, que alargaba con pequeños tragos mientras fumaba cigarrillo tras cigarrillo, impartiendo sus lecciones con una autoridad terrorífica. Una vez por semana, y algunas veces dos, según el caso, y para no tenernos prevenidos, nos levantaba de nuestros asientos y de espaldas a la pared formábamos un gran círculo. Era el momento del interrogatorio para investigar, más que para saber, cuántos conocimientos habíamos adquirido, y si habíamos aprovechado el tiempo; porque, en aquella época, si no aprendías la culpa siempre era tuya, no por incompetencia del profesor. Temblábamos como hojas cuando llegaba nuestro momento, nunca previsible debido a la falta de sistemática en el turno de preguntas. Lo mismo podía empezar por el último de la fila como por el primero o por uno del medio, o que no te tocara si se recreaba o enrabietaba con la ignorancia de algún desdichado que no había asimilado bien la ciencia. Te hacía sentir que eras lo más indocto y rastrero de este mundo, delante de todos, para escarmiento y prevención de futuras ignorancias: «Mirad al inútil, no dice nada, no servirá ni para barrendero», o «¿Se te ha comido la lengua el gato?» «¿Te lo tengo que preguntar en chino?». Otras veces utilizaba una tortura más sutil, dejaba pasar el tiempo entre su pregunta y tu silencio, hasta que este se podía cortar con un cuchillo. Sudabas, temblabas, solo oías el latir de nuestros corazones sin saber cuándo rompería el mutismo, y cómo lo haría.
A uno, al menos aplicado de ese día, le concedía la gracia de una ración especial de su método pedagógico infalible: «La letra, con sangre entra». Ver a aquel gigantón acercarse, con calma pero sin pausa, con aquellos bigotes, su mandíbula prieta por el desengaño de tu imperdonable inopia; con sus manos, con esos largos dedos, que se cerraban preparándose para el abordaje de tu cabeza en forma de capón, era toda una pesadilla que terminaba, aliviándote la angustia, con un tremendo e intenso dolor. El malestar pasaba, lo que no lo hacía era la enorme falta de autoestima que almacenaba en tu espíritu aquella agresión, pero que, según él, era la mejor manera de forjar un carácter. Además, no había ningún profesor en todo el colegio que diera los capones como él. Su estilo depurado, tras largos años de entrenamiento, y sus amplias y merecidas cualidades en las formas y modos que acompañaban al acto, imprimiendo un golpe y giro de muñeca certero y único, eran dignos del premio Nobel de los capones. Casi era un orgullo ser golpeado por singular hombre, y lo era, pero para quién consiguiera ganar la apuesta: soportar el coscorrón sin derramar una lágrima, cosa harto difícil.
Allí conocí a mi primera profesora: doña Conchita. Mujer muy atractiva y de grandes cualidades, pero con cambios de humor algo exagerados. Pasaba de la más dulce palabra al mayor de los enojos, y lo que es peor, con otra particular y frecuente manera de regañar entre el profesorado de aquellos tiempos: el estirón de orejas. Doña Conchita no había alcanzado la técnica adecuada del capón o no quería estropear sus bonitos y bien cuidados dedos con semejante acto.
Todos los pequeños de aquella clase estábamos enamorados, como se podía estar en aquella edad, de doña Conchita. Le regalábamos jazmines en un pañuelo de algodón, entre carreras y empujones para dilucidar quién se lo daba el primero, y recibir así su amplia y anhelada sonrisa junto con un beso en la mejilla. Al final del curso, aquella pared del patio de recreo, inundada de tan fragante flor, se quedaba casi desnuda.
Un mal día en que se me atribuyó una fechoría elaborada por otro compañero, fui pasto de las fogosas llamas del carácter de mi querida profesora: un prolongado y doloroso estirón de orejas me hizo llorar de rabia, no solo por lo injusto de mi castigo sino por de quién procedía: mi idolatrada maestra. Aquella afrenta a mi orgullo y honor me produjo, además del daño espiritual, una pequeña herida en la inserción de la oreja con la cara que se me infectó, y que meses después aún supuraba de vez en cuando, recordándome mi primer desengaño amoroso. Mi madre se encolerizó de tal manera que hizo una visita a mi amada. Jamás me volvió a tocar, pero desapareció esa sonrisa de su rostro cuando me miraba, y ya nunca más volví a sentir el encantador roce de sus labios en mi cara. Muchos años después supe que doña Conchita y don Enrique eran amantes. ¡Tal para cual! No quiero ni pensar cómo serían sus disputas de pareja. ¿Quién ganaría?
Lo de Sancho es otra historia. «Sancho el ladrón», le llamaban algunos de mis compañeros. Bajito, regordete, y con aspecto indefenso, se acercó a mí buscando una amistad que le negaban reiteradamente el resto de niños. Andaba con una dejadez impropia de su edad; como si estuviese ya agotado de toda una vida llena de golpes y descalabros, como si no quisiese vivirla más. Sus ojos, siempre tristes, parecían agotados de suplicar una ayuda, un porqué ante tanto infortunio. Su voz, ronca como la de los ancianos, era el reflejo de un alma pesarosa que apenas tenía esperanza de renacer. Y yo, apiadándome de aquel desvalido e incomprendido ser, le concedí mi amistad sin reservas.
Un mal día, me llevé al colegio, a hurtadillas, el reloj de pulsera de mi madre, regalo de boda de mi padre. Yo quería llevar reloj como los mayores: ¡por supuesto! Lo puse en la cartera y no me acordé de ponérmelo hasta que terminaron las clases. En ese momento me di cuenta de que ya no estaba allí, donde lo había dejado, y el terror me invadió. Mi vuelta a casa fue terrible, no sabía qué decir ni qué hacer. Así pasé el día con la ingenua esperanza de que mis padres no se dieran cuenta de su desaparición. Mi madre no se lo ponía casi nunca, salvo en casos señalados, y quizás no se diera cuenta hasta muchos meses después de su desaparición. Una tunda de golpes en las nalgas me despertó a la mañana siguiente, la mano ejecutora fue la de mi padre, la única vez en mi vida que me puso la mano encima.
El asunto llegó a oídos de don Enrique, quién convocó una especie de juicio sumarísimo con media escuela como testigo para descubrir al culpable de semejante crimen. Aquella aula magna, la más grande del colegio, fue la sala de justicia donde se celebró la vista. Largos y meticulosos interrogatorios que duraron días fueron en vano. Pasaron por el pupitre de los interrogatorios casi todos los niños sospechosos, que no eran pocos, de poder ser autores de aquel robo. Sus antecedentes delictivos los hacían sospechosos; algunos por ser habituales amigos de lo ajeno: lápices, gomas de borrar, y el que más, alguna que otra bufanda; otros, simplemente por su aspecto, compañías, y antecedentes familiares: «el hábito hace al monje», y «dime con quién andas y te diré quién eres».
Parecía que la investigación no daba sus frutos, y los castigos colectivos se sucedían a diario, ante el silencio del ladrón que no daba la cara. Mientras, mi situación era cada vez más comprometida; por un lado mis padres, por otro el odio que se estaba fomentando hacia mí en toda la escuela.
Un buen día, el curso de la investigación dio un giro de ciento ochenta grados. La madre de Sancho se presentó a la puerta de la clase en medio de uno de los interrogatorios, cuando uno de mis compañeros, entre temblores y llantos, parecía que iba a confesar, solo por dejar de sufrir el acoso psíquico a que le estaba sometiendo nuestro director. Don Enrique salió al patio con ella, y les vimos hablar durante unos minutos. Ella le dio algo envuelto en un papel blanco. Todos volvimos la mirada hacia Sancho, que agachaba la cabeza, enrojeciéndose por momentos, confesando su culpa. Don Enrique entró con la expresión del que había dictado ya sentencia: «¡Sancho! Vaya con su madre. Queda expulsado hasta nueva orden». Fue lo único que dijo. La madre del reo había encontrado en su casa un reloj que no era suyo; supuso, no sé muy bien si por experiencias anteriores o fruto de un exhaustivo interrogatorio, que aquello había sido obra de su hijo y devolvió a don Enrique lo hurtado.
Tras dos semanas de encierro en su casa, mi supuesto amigo volvió a las clases. Yo esperaba algún tipo de represalia por su parte, pero fue todo lo contrario. Agachaba la cabeza cada vez que me veía, con arrepentimiento y vergüenza, reconociendo su culpabilidad, sobre todo por haber defraudado la confianza del único que había depositado en él su amistad. Pasaron los años y acabó con sus huesos en un reformatorio. No sé muy bien cuál fue la causa. ¡Pobre Sancho! Siempre pensé que sería carne de cañón.
Ana me saca me mis pensamientos diciéndome con incredulidad:
—¿Crees que te va a servir para resolver tus problemas?
—Ana, no lo sé, pero hace ya tiempo que busco respuestas. No parezco el mismo. Mi mente no deja de pensar, de hacerse preguntas que jamás me había planteado, al menos con esta acuciante necesidad. Me obsesionan la existencia, la verdad de las cosas, por qué son así y no de otra manera. ¡Qué pasa después de la muerte! Estoy empezando a no encontrar aliciente en mi trabajo, no sé si realmente sirve de algo lo que hago, y si es valorado. La vocación, la maldita vocación que colmaba mi espíritu de joven, se me escapa poco a poco; tal vez sea este sistema que hace primar la productividad sobre la ideología, quizá la pérdida de valores en la que vivimos. ¡No sé! ¡Son tantas cosas! Y la angustia no me deja respirar.
Necesito inspirar más aire pero, en vez de conquistarlo, me vence y me agito, lo ingiero, consecuencia inevitable de la ansiedad que no produce el efecto deseado: suprimir la angustia. Ana se percata inmediatamente de mi estado y trata, con una sutil intervención y olvidándose por un momento de su estado, de separarme de mi ansia.
—¿Has visto a Susana? —dice, con malévola sonrisa. Se la devuelvo.
—No, no sé nada de ella.
Me recuerda algunas anécdotas de antaño con Susana, y reímos.
—¿Estás más tranquilo? Si quieres me pongo seria y hablamos de temas transcendentales; la filosofía es lo mío, no lo olvides.
—¿Sabes? Creo que debería haberme cultivado mucho más en esa disciplina. Los científicos siempre hemos opinado que, con arrogante e ilusa vanidad, la filosofía no conduce a ninguna conclusión con garantías de veracidad, y que es utilizada cuando la ciencia ya no da respuestas.
—¡Hermanito! Deberías saber que eso, que en gran parte es cierto, es, tal como lo has expresado, una afrenta a la que sin duda ha sido y es la esencia del ser humano: el amor por la sabiduría y la búsqueda sin descanso del conocimiento de la verdad. Por lo tanto tu ciencia es producto de ella, y aquella debe seguir recurriendo a esta para seguir subsistiendo. Deberías invocarla con más asiduidad, quizás encuentres más respuestas que en tu ciencia.
—Probablemente tienes razón, pero no tengo tiempo ahora de comenzar una nueva carrera, aunque te he de reconocer, y no se lo digas a nadie, que llevo más de un año leyendo todo lo que cae en mis manos sobre tu disciplina.
—¿Y qué tal? ¿Te ayuda en algo?
—¡Más me ayudan tu presencia y tu conversación!
—Por eso estoy aquí, mi querido hermano.
Me abraza juntando nuestras mejillas, algo que siempre me consuela y que mi soledad precisa como el respirar.
—¡Necesito dormir un rato! —me dice, cambiando nuevamente el semblante.
Se recuesta sobre la cama y se queda dormida como cuando era niña, con su dedo pulgar en la boca, acurrucando sus rodillas sobre el vientre. La cubro con la colcha, con cuidado de no quebrantar su sueño. La observo con amor, amor de hermano. ¡Qué haría yo sin ella! Me abrigo a su lado.
VIII
Una alfombra verde de césped húmedo y fresco se extiende bajo mis pies desnudos. Floto sobre él sin peso alguno. Los olores y los colores son percibidos con embriaguez. Las cataratas fluyen por las montañas lejanas como armónica música de fondo. Sus aguas, ya desbravecidas, se me acercan en pequeños riachuelos serpenteantes escapándose por el valle.
A mis pies, las aguas espumosas que han roto a mis espaldas desde la orilla de un inmenso y cálido lago, me advierten su presencia y su paz. Un arroyuelo trasluce sus pepitas de oro, bedelio y piedra cornerina. Su sabiduría y eternidad son infinitas. El bien lo domina, el mal no existe.
Olivos de bohemia me escoltan y acarician con sus hojas lanceoladas verdes y plateadas. Los pedúnculos de sus flores amarillo limón, algunas solitarias como yo, aroman mi olfato. Árboles del paraíso que han enraizado solo un poco, entrando lo suficiente en la tierra, sorbiendo su alimento para volver a salir y no perderse la vista de aquel edén.
Los animales paciendo, retozándome sus lomos, me comunican sus emociones y su libertad. Son felices al igual que yo. Una pequeña cría de ciervo, rojiza, con manchas blanquecinas afiladas, se me aproxima temerosa. Sus ojos tristes parecen dejar escapar una pequeña lágrima y no entiendo por qué. Aquel hermoso animal está afligido en aquel vergel lleno de vida eterna.
El cielo es el más azul de cuantos jamás pude ver. Su sol, ardiente y cálido, permite mirarlo a la cara sin cegarte. No es quién para romper la armonía del lugar, solo contribuye a relucir su belleza. Algunos pájaros, volando en bandadas, con un jolgorio de cantos, dibujan figuras armoniosas como un castillo de fuegos artificiales. No trinan por colindar su territorio, ni por aparearse, solo lo hacen por placer, por felicidad, porque aman la música.
Camino sin destino alguno, sin ningún propósito, sin ningún objetivo, sin hambre ni sed, ni dolor ni angustia. Mis sentidos, superando los ya conocidos, son infinitos. Percibo la materia y la energía. Todo yo soy materia y energía, las dos en uno. Me siento tan libre y seguro que emprendo el vuelo a mi antojo, acompañando a los pájaros, sin sucumbir a la ley de la gravedad, con lentas y prolongadas brazadas como nadando en el aire, manteniendo mi altura con tan solo un leve impulso de mi pensamiento.
La felicidad me envuelve. ¡Yo soy la felicidad! ¡Soy el conocimiento y la verdad! Las dudas se han acabado, todo el tiempo y el espacio están allí. Es la verdadera existencia, la auténtica y completa gloria, todo lo que el hombre ha querido ser y saber: ¡la verdad y placidez absolutas!
Una mujer, con una sublime belleza, a la que conozco desde la eternidad, sale a mi encuentro una vez más. Con túnica blanca hasta los pies desnudos, largos cabellos lisos y dorados, me mira con la contemplación que deben de regalar los ángeles. No es vieja ni joven, no tiene edad, tan solo es. Es hermosura, es bondad, es alegría, es sensualidad, es amor y paz. Me comunico con ella sin hablar. Siente como yo, y yo como ella. Mi amor y el suyo son uno con todo el universo y está por encima de toda nimiedad. Acaricia al cervatillo que la mira implorando consuelo, recuperando al instante su vitalidad, galopando hacia el resto de su manada.
Voy a comenzar una de tantas conversaciones que sé que van a gratificar mi espíritu cuando…
Me despierto con parsimonia, sintiendo aún ese inmenso bienestar que se desvanece poco a poco, y al que quiero retener sin poder, dejando emerger a la «realidad» que me devuelve al presente: intranquilidad, dudas, angustia. Otra vez me he deleitado con ese idílico sueño, que se repite periódicamente desde mi adolescencia, y que cada vez continúo allí donde lo había dejado la vez anterior, como si fuera una historia por capítulos, empero hace años que no surge de mi subconsciente otro nueva entrega. Siempre quise saber cuál era el verdadero significado de aquella onírica experiencia que me dejaba una sensación agradable por tenerla, y amarga por perderla, y que anhelo el momento de volver a experimentarla pero sin tener que sufrir el agrio despertar. ¡Ojalá el mundo real fuese ese! ¿O quizá lo fuese, y este tan solo es una pesadilla de la que algún día despertaré para no sufrirla jamás?
Mi hermana ya no está, son las seis de la mañana, y amanece. He dormido muchas horas, lo que no hago desde hace meses. Decido acudir a ver a Justo otra vez, puede que sepa algo de Susana.
El día es cálido y soleado al contrario que sus antecesores. Apetece caminar con tranquilidad, dejándose llevar por la curiosidad, reparando con más meticulosidad en los detalles. Sigo sintiéndome extranjero en mi tierra. Los mismos chinos ociosos del primer día continúan en la misma aburrida posición; hay más afluencia de gente nativa pero siguen siendo extraños para mí. La pequeña calle perpendicular a la mía, que conducía antaño a la acequia, se ha convertido en la entrada a un parque, justo donde se encontraba el viejo castillo de mi primer amor. Los niños corretean por él, sus madres los vigilan distraídas a ratos por la conversación de otras madres. Un anciano apoya su barbilla en un desgastado bastón oteando todo a su alrededor, dejando pasar el tiempo, su poco tiempo, con serena despreocupación. Todos ellos ignorantes de las vivencias y sueños que esconde aquel lugar.
El gorgoteo de mi estómago me recuerda que no he desayunado, y no me apetece volver a ver a aquel seboso que nos sirvió la otra noche a Justo y a mí. No sé si aún estará la antigua panadería, dos manzanas más allá, a la que mi madre solía enviarme a comprar el pan todos los domingos. Algo que me producía una sensación agridulce, pues no podía soportar las largas colas que se formaban por su bien merecida fama. Lo único que me animaba era ver a la dueña, una mujer de mediana edad, no muy bien parecida, pero con grandes atributos tanto delanteros como traseros, y a los que ningún hombre les hacía feos, y menos yo, en plena efervescencia adolescente. Ella tampoco hacía nada por ocultarlos, y en verdad que yo lo acusaba con gran turbación cuando me decía: «¿Qué quieres, bonito?». Era mi habitual erección dominical. ¡Ya! A primera hora de la mañana, como desayuno. Terminaba sintiéndome algo culpable por tener aquellas emociones prohibidas.
Y sí, aún permanece allí, aunque muy cambiada y con otros dueños. Sigue muy concurrida, la pinta de los pasteles no está mal, y espero mi turno. Siento la presencia de una mujer a mi izquierda y la miro de reojo. Me es familiar su cara. ¡Y tanto que lo es! Es Susana. La miro sin disimulo pero sin abordarla, prefiero que sea ella la que gire la cabeza y ver su reacción. ¡Qué guapa es! Aún permanece en ella toda su belleza. Nota de reojo mi insistente mirada, y creyendo sin duda que debo de ser un pelmazo, no se atreve a mirarme. Es más, gira algo su cabeza expresando su desaprobación. Pide un «susú», su pastel preferido, y sale dándome la espalda a conciencia. La sigo hasta la calle y voy tras ella sin atreverme a decirle nada; quiero saber, con malicia, cuál es su reacción ante su supuesto acosador anónimo. Su paso se acelera girando la cabeza para mirar de reojo, cruza la calle con prisas y obliga al brusco frenazo de un coche que la sobresalta. No debo seguir con aquel juego.
—¡Susana! —le grito. Duda un momento, y por fin se gira permaneciendo petrificada, arrugando sus ojos para distinguir mejor a quién está creyendo reconocer y cerciorarse de que soy realmente yo. Por fin, me ha reconocido.
—¿Ricardo?
—Sí, soy Ricardo. ¿Tanto he cambiado?
Nos acercamos hasta casi rozarnos, nos miramos con detenimiento, sin hablar, con incredulidad, con alegría. Su mirada azul permanece deslumbrante; sus rizos tal y como eran pero con un tinte algo más oscuro; su cuerpo, con unos pocos quilos de más, sigue siendo espléndido. Mi corazón late como no lo hacía en años, con ese palpitar de adolescente ante la primera emoción sensual y, sin duda, el movimiento de su tórax me hace saber que el suyo también. ¡Aún hay química!
—¡Qué guapa estás!
—¡Gracias! Tú sigues igual de atractivo.
—¿No me vas a dar un beso? —casi le susurro.
—Lo estoy deseando. —Nos besamos en la mejilla, pero el beso roza levemente nuestros labios y se prolonga un par de segundos más de lo adecuadamente obligado. Su sabor ha cambiado pero no su olor que me transporta por unos instantes al viejo castillo de nuestra pubertad y la playa que fue testigo de nuestros posteriores encuentros. Se hace un pequeño pero eterno silencio mientras nos miramos, rompiéndolo ambos a la vez:
—¿Qué es de tu vida?
—¿Vives por aquí aún? —le pregunto.
—No, vivo en la playa, pero acudo aquí de vez en cuando a comprar pasteles, siguen haciendo los mejores «susus» de la ciudad. ¡Bueno! Tal vez sea que siguen sabiendo igual que entonces. Los hijos de los antiguos dueños no han perdido las buenas costumbres.
—¿Y tú, sigues en Madrid?
—¡No, ahora estoy aquí! ¡Es broma! Sigo allí pero he venido a tramitar unos papeles; quizá me quede unos días. ¿Tienes prisa? ¿Tomamos algo?
Mira su reloj y me contesta afirmativamente. Tiene cosas que hacer pero pueden esperar. Acabamos en el único sitio donde no quería entrar, en el bar del seboso, pero era el único local decente donde se podía tomar algo, además es ella la que me introduce sin darme cuenta. De todos modos eso no es lo más importante. Saluda al obeso dueño con cordialidad:
—¡Hola, Lorenzo! —Se quita su chaquetón y puedo ver su bien conservada figura, ronda los cuarenta y cinco y sigue siendo muy atractiva. Se mueve con algo de timidez y nerviosismo, hace bolas con los trozos de una servilleta de papel que ha ido rompiendo a estirones. En un movimiento involuntario, tira el vaso con zumo de naranja que le han servido.
—¡Qué torpe estoy!
—¡Dime! ¿Te casaste? —pregunto, mientras tratamos de asear juntos aquel desaguisado. El dueño se acerca, con su habitual cara de pocos amigos, a empapar el líquido vertido; un olor a sobaco se cruza por mi nariz. «¡Menudo guarro!».
—Sí, pero me separé hace tres años —me va diciendo.
—¡Lo siento! Ya somos dos.
—¿Tú también? —contesta, sin la menor sospecha de tristeza.
—Sí, hace un año, más o menos.
Hablamos de su hijo, de los problemas que se presentan en su educación y lo difícil que es acertar con el método más adecuado para sobrellevar, junto con él, esa difícil etapa de la adolescencia. Su hijo de dieciocho años que estudia en Barcelona y parece que se está distanciando cada vez más de ella.
—Solo se acuerda de mí cuando tiene problemas de dinero —me dice con resignación—. Sufro mucho cuando pasan los días y no llama; no me atrevo a llamarle por no hacer que se sienta acosado o mimado. ¿Y Ana? ¿Cómo está? ¡Cuánto hemos jugado los tres juntos!
—¡Bien! —contesto sin más.
Estoy deseando hacerle la pregunta pero no encuentro el momento:
—¿Sales con alguien? —me sonríe sin contestar. Va a decir algo y se detiene mientras medita su respuesta:
—Estoy saliendo contigo —dice mientras ríe—. No, no salgo con nadie. —Deja de reír—. La verdad es que ahora comienzo a asimilar mi soledad, y aprendo a vivir con ella. Me da miedo comenzar una nueva relación. Ahora que lo pienso, hace tiempo que huyo de los hombres, sois tan… Tan dañinos.
Me mira fijamente a los ojos al pronunciar esa aseveración. Debe, sin duda, de guardarme rencor. Me asusta la respuesta de lo que ansío y temo preguntarle pero debo hacerlo.
—¿Te hice mucho daño? —pregunto con algo de temblor en mi voz que no sé si ella ha notado.
—¿Tú qué crees? —Hace una pequeña pausa, que se me hace eterna. Siempre me incomodó que me contestaran con una pregunta a la mía, aunque fuera esa una de mis artimañas favoritas para llevar a mi terreno una conversación. Sin embargo reflexiona para facilitar, o quizá inducir mi respuesta.
—Si después de ser el hombre que despertó mi sexualidad, el que más he querido y por el que me volví loca de pasión, te vas de mi lado sin despedirte y sin tan siquiera escribir una carta o hacer una llamada. —Hace una pausa para recuperarse de su enojo que, de forma inconsciente, la estaba dominando.
—Sí, me hiciste mucho daño, aunque no te guardo rencor. —Recupera una leve sonrisa azul y tierna para seguir hablándome.
—Aún me queda nuestro castillo y la playa y tú siempre estarás en él, siempre serás mi caballero azul, mi príncipe.
Me quedo empapado de sus palabras, pagado de su mirada, embelesado de toda ella, y no sé qué decir. Todo lo que pudiera expresar, y es considerable y profundo, parecería una disculpa, un tratar en vano de arreglar las cosas, una falsa imagen de volver a empezar, aunque estuviera deseándolo: volver a aquel castillo y retomar mi espada, mi caballo y mi armadura para deslumbrarla como en aquellos días. Volver a aquella playa, en aquel cálido verano, en el que nos bañábamos juntos, desnudos nuestros cuerpos, y donde contemplábamos las estrellas, apoyando ella su cabeza en mi hombro, notando su amor. Esos recuerdos siempre me acompañaron desde que dejamos de vernos.
—Todo sucedió muy rápido, Susana. La muerte de mis padres, el vacío que nos dejaron. Toda nuestra vida cambió. Mi hermana y yo tuvimos que irnos con mi tía en cuestión de días y… No podía pensar en nada ni en nadie, aunque siempre has estado en mis pensamientos.
—Sí, demasiado rápido. Y yo me casé… —No acaba la frase, bajando los ojos y clavándolos en la mesa.
—Pero te enamoraste y te casaste —le digo, casi corrigiéndola.
—¿Enamorada? —dice con una leve sonrisa triste, clavando los ojos en mí—. ¡El amor me lo deje en aquel castillo y en aquella playa hace muchos años, y allí se quedó! —sentencia.
Acaricia el dorso de mi mano con su dedo índice con suavidad, recreándose en su gesto, erizándome desde la caricia hasta la nuca. Retira su mano, no quiere seguir por ese camino, tiene dudas, se rebela contra su voluntad, contra sus recuerdos.
—Tienes miedo de seguir, ¿verdad? ¡Aún me sigues queriendo!
—¡Eres malo! —dice, entornando los ojos, con una leve sonrisa pícara y sensual—. ¡Tengo miedo! Tengo… Tengo que irme, Ricardo. —Mira su reloj y se levanta.
—¿Dónde te puedo localizar?
Se queda parada ante mi pregunta sin saber qué decir.
—Estás jugando con fuego y… El que juega con fuego se puede quemar.
Hace una pausa y se va hacia la puerta. Ha tomado una decisión. Bebo de un trago mi cerveza y me siento abatido; al momento, deposita su tarjeta de visita delante de mí.
—¡Toma, tonto!
Me vuelvo, y ya casi está saliendo por la puerta. Aquello me devuelve la sonrisa.
IX
Me dispongo a pagar la cuenta cuando entra Justo, con gran alarde de popularidad y simpatía, correspondida por todos los parroquianos. Le saludan como a un hombre famoso, y se le ve orgulloso. Se dirige hacia mí en cuanto se percata de mi presencia:
—¡Hombre! ¡Don Ricardo! —exclama, casi grita. Todos los presentes me escrutan con curiosidad.
—¿Sabes quién es este hombre? —se dirige a Lorenzo—. Es el hijo de Enrique Reyes, el que vivía en el número 60, tiene una hermana guapísima, Ana, una chica rubia con ojos claros. —La cara de Lorenzo ni se inmuta, parece como si Justo le estuviera hablando en chino, pero no porque no sepa lo que le trata de recordar el reverendo sino porque no tiene otra expresión en su cara, solo ese rictus de vinagre amargo y caduco. Justo insiste ante la falta de confirmación de Lorenzo.
—¡Che, sí! El dueño de la empresa en que trabajaba tu padre. —Ahora su cara se irrita más mientras me mira fijamente—. ¡Además su padre fue jefe del tuyo!
Habla como si costara dinero pronunciar una palabra:
—No lo recuerdo —dice, mientras sigue secando los vasos recién lavados; eso sí, con poca dedicación.
—Este hombre, ¡qué carácter más jodido tiene! —murmura Justo mientras me conduce hacia una mesa.
—Vamos, come conmigo, te invito.
—No sé cómo viene a este sitio a comer —le digo.
—Por lo mismo que tú. No hay otro mejor por aquí. Además, es el único local que frecuentan los pocos que quedan de nuestros años gloriosos. —Habla de aquella época, a pesar de que fue penosa para él, con nostalgia, como si cualquier tiempo pasado fuese mejor. Creo saber cuál es la razón de ese sentimiento.
—¿Van mal las cosas por aquí? ¿Demasiado inmigrante?
—No es por el hecho de la inmigración en sí. Es por el tipo de inmigración. Hay mucha droga, Ricardo; la delincuencia ha aumentado; la mayor parte de esta gente es ilegal, está en el paro, o tienen un contrato parcial y precario. Hacen sus grupos y apenas se integran con los demás; son más xenófobos que nosotros. Así que la gente de toda la vida se va yendo de aquí. El día que llegaste verías la poca asistencia a misa, pues no creas que hay mucha más los domingos. De todos modos hay algunos sudamericanos con los que tengo buena relación y con los que sí puedo hacer alguna labor; el resto, asiáticos, árabes, son muy fundamentalistas, sobre todo estos últimos.
Lorenzo nos sirve el primer plato del menú del día que Justo le ha pedido para ambos: un hervido, una de mis comidas favoritas; mi madre solía hacerlo casi todas las noches. Es una de los platos más difíciles de hacer mal por lo simple que es; pues Paco lo ha logrado, está incomible. Justo, sin embargo, después de aderezarlo con aceite, sal, vinagre y limón, todos ellos en abundancia, lo come como un manjar de príncipes mientras me indica:
—Tengo algo de colesterol y un poco de azúcar; ¡ah! Y algo de tensión alta, por eso tengo que cuidarme.
No es mala dieta para esos problemas, pero no así la cantidad de sal que ha vertido. No quiero hacer de médico en esos momentos y callo, solo me apetece comer lo antes posible, por no despreciar su invitación, y salir raudo hacia la Malvarrosa.
—Bueno, sigue contándome cosas de tu familia. ¿Cómo se llama tu mujer?
—Luisa.
—¿A qué se dedica?
—Es publicista.
—¿Qué tal os va?
—No nos va. Hace tiempo que estamos separados.
Deja el hervido de golpe.
—Cómo lo siento. —Hace una pausa, y sigue su interrogatorio—: ¿No hay posibilidad de reconciliación?
—No, todo ha terminado. La verdad es que hace años que debíamos haberlo dejado; tan solo era cuestión de tiempo. Creo que si hemos aguantado tanto ha sido por los niños, esperando a que fueran mayores.
—¿Habéis pensado en la nulidad eclesiástica?
—Justo, yo no creo mucho en eso. Me parece una pantomima, un negocio como otro cualquiera. No quiero contribuir más al enriquecimiento de la iglesia.
No le gusta nada mi observación; se incomoda.
—Creo que eres un poco injusto con lo que acabas de decir.
—¡Con la iglesia hemos topado! —le contesto. Se avecina un diálogo que no esperaba mantener, pero al que no estoy dispuesto a renunciar.
—¿Has perdido la fe en Dios? —pregunta con tono paternalista.
—No sé, siquiera, si alguna vez la he tenido; por lo menos desde que me he formado intelectualmente.
—¡Ese es el problema! La ciencia se lleva muy mal con Dios. Como no puede explicar su existencia, no existe, y se acabó el problema —afirma con rotundidad.
—Eso que acabas de decir, con esa determinación, no te ofendas, es una simpleza. La ciencia no puede explicar muchas cosas y no por ello rechaza su existencia. Además, no he dicho que Dios no exista; la esencia de la fe se basa únicamente en una creencia y yo no la tengo. Tengo mis serias dudas. Lo que sí que tengo claro es que no creo en todo lo que la iglesia nos ha contado. Eso es un cuento que ya no se cree casi nadie. Entiendo que la religión y la fe son necesarias, ahorran mucho dinero en policía y en psiquiatras. Es un opio barato que no necesita receta médica.
Lorenzo no pierde detalle de lo que estamos hablando aunque no puede percatarse de todo. Nos trae el segundo plato antes de lo previsto con una delicadeza y parsimonia que delatan su fisgoneo; unas albóndigas, algo ennegrecidas, con patatas fritas, son servidas como si de otro manjar se tratara, y el servidor, un exquisito maître que se mantiene de pie a la espera de nuestra aprobación. Justo ya no come con tanta gana, solo picotea, y se prepara para la respuesta, no sin antes dedicar a Lorenzo una mirada que es entendida inmediatamente, y se retira.
—Creo que tengo un reto contigo: cómo reconvertirte.
—Lo vas a tener difícil.
—Todo se andará. ¿Vas a quedarte mucho tiempo? —sonríe. Pienso en mi encuentro con Susana y le respondo:
—Probablemente.
Me asalta otro pensamiento sobre la vida de Justo, una vieja leyenda que dio mucho que hablar, un «chisme» según algunos, una verdad como su templo según otros. La historia, según la recuerdo, era más o menos así:
Justo era cura de renovadas costumbres no muy bien entendidas entre muchos parroquianos. Inquieto por los asuntos sociales, especial protector de los más necesitados, compañero de los marginados, dedicaba horas a encarrilar a los descarriados y tratar de ayudar a los que no se dejaban. Se decía que muchas noches daban las doce sin que se hubiese recogido en la parroquia. Adónde iba y con quién, nadie lo sabía.
Se cotilleaba que un joven parroquiano, cuyo nombre no viene ahora al caso, de vida muy nocturna y alegre, lo vio salir de una discoteca del centro a altas horas de la madrugada, con gran jolgorio, en compañía de hombres y mujeres, y con algunas copas de más. Y es que, si las ovejas van por el mal camino hay que ir a buscarlas allí donde se encuentran para devolverlas al bueno, y el mal camino estaba entonces en la noche, y en determinados momentos y lugares no apropiados para un cura. Era como el policía que se infiltra en una red de maleantes para desmantelarla.
Nadie podría decir de él, cuando dejaba colgados los hábitos, que era un sacerdote. Era hombre delgado y apuesto, con grandes ojos negros al igual que su pelo que le gustaba engominar, según solía decir, porque lo tenía muy rizado y le molestaba en su primitiva forma. En resumidas cuentas, que daba el aspecto de un galán de película. Se estaba forjando una leyenda oscura y siniestra, la comidilla del barrio.
Por aquel entonces, vivía en nuestra zona un matrimonio muy peculiar. El marido, hombre grandote tirando a obeso, no era nada apreciado por la comunidad debido a su arrogancia y su trato bronco. Empresario adinerado, su posición era la más acomodada de la vecindad y se vanagloriaba de ello con malentendido y temerario orgullo, pues la pobreza que imperaba no se reflejaba bien en aquel espejo. Menospreciaba a casi todo el mundo, recreándose en los más débiles, y en los más educados, sabedor de que no responderían con una agresión ante sus continuos desprecios. Y si alguien tenía la osadía de recusar su censurable comportamiento se abalanzaba sobre él empujando con lo más adelantado de su cuerpo: su enorme barriga.
Ella, mujer mucho más joven que él, era centro de todas las miradas y comidillas. Guapa, con gran figura, marcadas curvas y abultados atributos, no regateaba esfuerzos en hacerlos más ostensibles y seductores con un vestuario que lindaba con la vulgaridad, o en palabras de algunas feligresas: la obscenidad. En sus maneras tampoco se quedaba atrás. Había puesto nombre a la coquetería cuando aún no había sido bautizada. Él, Mariano le llamaban, la exhibía con orgullo, como si de un trofeo se tratara, cuando paseaban los domingos hacia la iglesia. Reía sus gracias como si fueran dichas por una niña, aunque fueran comentarios bastos y a destiempo. La miraba embobado cuando contorneaba sus carnes con premeditado exhibicionismo. Hombre tan altivo, parecía un pelele al lado de aquella loba. Como decía mi tío Manuel, estaba «chocho perdido». Todo el mundo pensaba que semejante mujer, «Lolita la fresca» la apodaron, tarde o temprano le pondría los cuernos a Mariano, si no lo había hecho ya; solo faltaba saber a quién adjudicarle la complicidad del adulterio.