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Un estudio de poesía en traducción

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Se ha dicho con frecuencia que la poesía es intraducible. A juzgar por la cantidad de siglos que el hombre lleva, en efecto, traduciendo poesía y, consiguientemente, por la abundancia de pruebas que demuestran lo contrario, resulta claro que afirmar la supuesta intraducibilidad de la poesía es, más bien, una manera abreviada, casi taquigráfica, de aludir a —o condensar— uno o más problemas de índole muy diversa, a saber: (a) la traducción de poesía presenta problemas técnicos de dificultad extrema; (b) las traducciones de poesía no siempre son satisfactorias, ya sea en comparación con el original o de manera independiente; y (c) el concepto de traducción, así como lo que se espera de ella, son incompatibles con los resultados que pueden brindar en la práctica. Estos tres se presentan siempre como atolladeros: no existe ni una fórmula única, funcional, inmediata o prefabricada para la solución de problemas ni un manual sensato de traducción poética que pueda ofrecer más que consejos, y es por ello que la generalización sobre la intraducibilidad de la poesía se ha elevado al grado de máxima. No obstante, basta con echarle un vistazo a un solo volumen de poesía traducida de entre los tantos que se han publicado en los últimos dos milenios —en el que algún mérito ha de descubrirse, por modesto que sea— para darse cuenta de la burda exageración de la sentencia.

Con todo, de índole muy diversa son también los pilares que sustentan el razonamiento a favor de la intraducibilidad inherente de la poesía. Existe un argumento ontológico: lo que cambia, por definición, deja de ser lo que es. El poema traducido no es el poema original: no puede serlo, dado que es un producto derivado y, por tanto, nunca alcanzará un estatus más elevado que el de réplica (quizá, platónicamente, en virtud de su naturaleza mimética, nunca superior al del original). Existe también un argumento teórico: en el discurso poético, de manera más ostentosa que en cualquier otro, el significante equivale al significado; dicho de otro modo, el acontecimiento poético se suscita porque hay ciertas palabras, y no otras, dispuestas en cierto orden y no otro. El cambio de idioma, que desde luego consiste en el reemplazo de todo el caudal léxico y la necesaria modificación del arreglo sintáctico (por no mencionar de momento las consabidas incompatibilidades semánticas y pragmáticas entre lenguas), lleva consigo la alteración esencial de las características privativas e idiosincrásicas que hacen al discurso ser lo que es.1 Del mismo modo, existen imposibilidades o, cuando menos, dificultades técnicas en grado superlativo, causadas justamente por la dependencia del significado del discurso poético en la cualidad material de la lengua de origen, al igual que por los requerimientos estéticos o estilísticos de la lengua meta. Y aunado a todos estos impedimentos generales (filosóficos, teóricos y técnicos) se encuentra, por último, el argumento histórico: la tradición literaria está plagada de precedentes fallidos —traducciones de poesía malogradas, caducas, limitadas geográfica o culturalmente o, en resumen, poco eficaces a juicio de un lector promedio inscrito en un tiempo, espacio e ideología determinados— que parecen demostrar, en la praxis, que la teoría se encuentra en lo correcto.2 La confluencia y reciprocidad de todos estos argumentos hacen, sin duda, convincente y conveniente la conclusión de que el discurso poético es intraducible tanto en la teoría como en la práctica.

A ello debe sumársele, dado que es insoslayable, la legendaria inefabilidad de la “esencia” de la poesía. A falta de definiciones categóricas satisfactorias que den cuenta no sólo de la constitución técnica y temática del poema sino también del poderoso efecto, objetivo o subjetivo, que provoca en el lector, una tradición ancestral se ha dado a la tarea de afirmar que la esencia de la poesía está incluso fuera del poema, escindida del discurso mismo, y por consiguiente disociada de cualquiera de los elementos lingüísticos que la conforman. Cito, a manera de ejemplo, una demostración sucinta de esta creencia en un poema de León Felipe (13):

Deshaced ese verso.

Quitadle los caireles de la rima,

el metro, la cadencia

y hasta la idea misma.

Aventad las palabras,

y si después queda algo todavía,

eso

será la poesía.

Federico García Lorca, en su famosa aseveración sobre las palabras “que forman algo así como un misterio” (citado en Guerrero y Dean-Thacker 83), y Octavio Paz, en el extenso ejercicio creativo que sirve de obertura a El arco y la lira (“La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono…”, 13), proponen ideas semejantes, de corte lírico o místico, que, sin embargo, localizan la esencia de la poesía fuera del aparato lingüístico que codifica su “significado”. Esto es relevante para mi propósito porque el epítome de esta búsqueda de la esencia extrínseca del poema la relaciona directamente con la ya mencionada intraducibilidad: en un aforismo que se ha vuelto famoso, el poeta Robert Frost decretó alguna vez que “Poetry is what is lost in translation”.3 La condena es palmaria: lo “poético” es precisamente aquello que se escapa en la paráfrasis, que no tiene equivalente; el acontecimiento sublime, único e inimitable. La traducción de poesía, por tanto, y el hecho de que existen traducciones de poesía, son, pues, el resultado no de un empeño optimista por superar las adversidades propias del género sino de la resignación o el conformismo (dada nuestra incapacidad para aprender más que un puñado de idiomas) al lidiar con una empresa destinada desde su inicio a la derrota.

La parcialidad de mi punto de vista debe ya ser evidente: si la traducción de poesía fuera imposible —o, por decirlo sin exagerar, si fuera sólo un fracaso a priori que el ser humano acomete de todos modos porque peor es nada— no valdría la pena un estudio dedicado a ella, por no decir ya una vida profesional, por no decir ya la de tantos que me preceden a lo largo de los siglos. Estoy convencido no sólo de que la traducción de poesía es posible sino también de que se ha logrado con éxito en infinidad de ocasiones; y más todavía, de que se puede seguir logrando. Con todo, la motivación que me impulsó a emprender este trabajo no fue, por desgracia, el hallazgo de la traducción “perfecta” de Emily Dickinson; por lo contrario, lo estimuló un cotejo de distintas versiones con el original y la certeza resultante de un malogro en el proceso. Mi experiencia como traductor, pero, sobre todo, como lector bilingüe de poesía, me llevó, en el caso de Emily Dickinson, a una conclusión similar a la de Robert Frost: la poesía suele perderse en la traducción, pero ese “suele”, como diría el propio Frost en un poema famoso, “has made all the difference” (“The Road Not Taken”, 72).

La certeza de la pérdida que acontece en el traslado es una impresión que no les resulta desconocida a los lectores bilingües, y en particular a los que sospechan, por una razón u otra, que el texto meta “traiciona” a su original. Esta certeza, por lo común, se convierte en un juicio de valor que tilda de “mala” a una determinada traducción: como escribe George Steiner en Después de Babel, “La mala traducción es aquella que no hace justicia a su texto fuente, por muy diversos motivos obvios” (402). Sin embargo, el hecho de que tales motivos no sean obvios en la práctica, o de que algunos sean más obvios para ciertos lectores y menos para otros, es un indicador insoslayable de la subjetividad de la valoración. En mi caso, el reconocimiento de esta subjetividad fue precisamente lo que me hizo preguntarme si acaso el dictamen podría llevarse a un terreno más objetivo: después de todo, el estudio formal de la literatura parte de una confianza en que el hecho literario es analizable y explicable. Si esto es cierto, si el acontecimiento poético puede crearse y puede estudiarse —por lo menos hasta cierto punto—, cabe suponer también que el fenómeno puede recrearse, y que la pertinencia de dicha recreación es susceptible a escrutinio, dado, por supuesto, un conjunto de parámetros teóricos y metodológicos.

Si esta premisa es correcta —es decir, si se puede afirmar que la traducción de poesía es factible siempre que aprenda a reconocerse como un producto distinto, derivado y condicionado—, vale entonces la pena, me parece, investigar en la práctica, con casos concretos, tanto el prejuicio en su contra como los incidentes que han atizado el fuego de semejante convencionalismo. La convicción que alienta este trabajo es que se pueden examinar las condiciones y delimitar los criterios bajo los cuales resulta válido y procedente evaluar la calidad y efectividad de las traducciones de poesía, y que el análisis crítico y objetivo de un caso específico, la poética de Emily Dickinson, puede ayudar a sistematizar los principios que originan o determinan el “éxito” de una traducción en un momento dado; esto, desde luego, con el objeto y la esperanza de proponer un método de evaluación que se ofrezca no como un manual prescriptivo sino como una guía que oriente la producción de traducciones más conscientes del efecto que generan.

El propósito del estudio

Gracias a la traducción, la lengua española ha tenido la fortuna de recibir y adoptar a Emily Dickinson en cuantiosas ocasiones. Desde principios de siglo XX, desde nueve o diez países a ambos lados del Atlántico, y desde ámbitos profesionales harto distintos, unos ochenta traductores de habla hispana —poetas, académicos, investigadores y lectores entusiastas— han dado a conocer sus versiones de la obra poética dickinsoniana, en todo o en parte, creando con ello un corpus no sólo nutrido sino también, y por ende, heterogéneo. La diversidad de los contextos históricos, culturales y literarios de recepción, así como la diversidad de los propósitos y criterios con que los traductores llevan a cabo su trabajo —de corte más filológico los unos, de aspiraciones más creativas los otros—, ha dado como resultado un panorama considerablemente desigual de textos meta. En consecuencia, la Dickinson que se lee en español, en España o en Latinoamérica, es distinta no únicamente de la que se lee en inglés sino también de la que pudo haberse leído de seleccionarse otra edición más o menos disponible, toda vez que el peculiar estilo de Dickinson, sus formas condensadas y fragmentarias, sus omisiones intencionales, sus ritmos anómalos y su característica indeterminación a menudo obligan al traductor a desambiguar, a resolver, a interpretar el original. A pesar de ello (o quizá justo en consecuencia), hasta la fecha no se ha llevado a cabo ningún estudio formal, riguroso o completo de estas traducciones, sea evaluativo o meramente descriptivo, que investigue propiamente cuál es la Dickinson que se lee en nuestra lengua, qué han hecho los traductores por reproducir o recrear la extravagancia de su poesía y cómo han logrado —si en efecto se ha logrado— hacerle justicia a una obra cada vez más relevante en nuestros tiempos.

El trabajo que aquí se presenta tiene como objetivo principal llevar a cabo una comparación valorativa de traducciones de Emily Dickinson al español con el propósito de determinar la semejanza interpretativa con la que se han tratado algunos de los constituyentes idiosincrásicos de su poesía. Lo que se quiere estudiar, en concreto, es lo que una veintena de traductores ha hecho por identificar y reproducir las diversas peculiaridades técnicas que, aunadas a una temática distintiva, caracterizan la problemática de Dickinson; es decir, los contenidos y tratamientos que conforman una poética individual privativa y desafiante.

Entre las preguntas que pretende responder este libro se encuentran, por un lado, ¿cuáles son los efectos que consigue Dickinson con sus poemas?, ¿en qué consiste la singularidad de su tratamiento literario de, por ejemplo, la naturaleza, la interioridad, el dolor y la muerte?, ¿qué relación guarda la amplia variedad de sus temas con el lenguaje, con la manipulación de las convenciones y con la artificialidad del discurso poético?; y, por otro lado, ¿cómo han conseguido representar los traductores estas preocupaciones?, ¿a qué aspectos de su obra han dado prioridad y en qué medida se corresponden sus esfuerzos con los intereses de Dickinson?; sobre todo, ¿cómo han entendido ellos la responsabilidad de traducir a esta poeta? Su noción de fidelidad o equivalencia ¿es suficientemente semejante y relevante, en términos pragmáticos, para considerarse una traducción efectiva o exitosa?

El estudio que tratará de contestar estas preguntas, cabe aclararlo, no es ni diacrónico (puesto que no está interesado en la evolución de las traducciones o en la influencia que las tempranas pudieran tener sobre las subsiguientes) ni meramente descriptivo (ya que una investigación que se limitara a describir estaría obligada a reprimir juicios, a abstenerse de evaluar, lo que obstruiría cualquier intento por sistematizar criterios para el dictamen de traducciones). El interés radica en la traducción como un proceso y como el producto resultante de tal proceso: en este sentido, el propósito del trabajo es hacer un análisis formal, con fundamentos teóricos y metodológicos relevantes, de las distintas maneras en que los traductores al español han abordado, resuelto y reproducido la poética de Emily Dickinson; todo ello bajo el supuesto de que, como opinan Freeman, Grabher y Hagenbüchle, “understanding the choices translators actually make in rendering Dickinson’s poetry into other languages illuminates the principles of poetics and the possibilities of meaning inherent in Dickinson’s original texts” (1).

Ahora bien, es preciso reconocer desde un principio que existe una tendencia teórica en diversos sectores de la academia, además de todo un paradigma descriptivo en traductología, que se opone categóricamente a la evaluación de las traducciones literarias, y en particular de las traducciones de poesía, dado que asume que todo juicio es necesariamente improcedente en el marco de una labor y un contexto lingüístico que se prestan a la relatividad. Si bien es cierto que, como defienden los giros funcionalista y cultural de los estudios de traducción, el prescriptivismo parece una necedad una vez que se considera que las traducciones realizadas en situaciones y condiciones distintas pueden tener propósitos e intenciones igualmente distintos (ver, por ejemplo, Bassnett y Lefevere 5 y Pym 2010: 43 y ss.), también es cierto, en mi opinión, que la crítica constructiva se ha refrenado a causa de una tergiversación de la subjetividad —malentendida como arbitrariedad— que conlleva, por antonomasia, la lectura e interpretación de textos densamente alusivos o connotativos. A este respecto, debe hacerse notar que en otras ramas de la disciplina hay ya muchos intentos por sistematizar la estimación de la calidad de los productos (TQA: translation quality assessment) y por definir lo que habitualmente se entiende por traducción “buena”, “satisfactoria” o “aceptable” (ver, por ejemplo, Nord y House 2015). Pese a que sigue siendo una cuestión debatida (ver Hewson 1-29), existen hoy en día ciertos estándares internacionales, ciertos criterios para la evaluación y ciertos modelos que proponen, si no establecen, un consenso.4

En el marco del TQA, “evaluación” se entiende como “the determination of merit, worth or significance” de una traducción (Scriven, citado en Williams 4), aunque no se define de manera constante si se trata de un valor moral, estético o utilitario. Desde luego, ya que la traducción literaria es poco comparable con otros tipos de traducción, las nociones inestables de efecto estético, utilidad práctica o fidelidad complican la apreciación de la superioridad o inferioridad de la poesía traducida. Con todo, y por motivos que se expondrán más adelante, me parece que es posible establecer un criterio que trascienda los juicios arbitrarios —como el “gusto personal” o la “preferencia”— en los que se cree estar basada la valoración, dado que, en términos de la poética, la retórica y la pragmática, la efectividad y utilidad de una traducción se derivan de hechos comprobables.5

En vista de lo anterior, me parece claro que para que un estudio valorativo de las traducciones de Emily Dickinson al español sea exitoso es necesario que el análisis esté basado en criterios procedentes y justificados. En ningún momento se olvida que cualquier evaluación de “el mérito, el valor o la trascendencia” de la literatura debe tener como marco de referencia un conjunto de parámetros, y tampoco se pierde de vista que cuando los resultados de tal evaluación difieren, es a menudo porque las expectativas o los supuestos sobre la naturaleza y el propósito de la lectura de los que parten son incompatibles. En el caso del presente estudio, como se explicará en breve, el fundamento teórico que en el que se cimienta la metodología de la crítica es la pragmática, y en concreto la aplicación de la teoría de la relevancia desarrollada por Ernst-August Gutt a partir del trabajo de Dan Sperber y Deirdre Wilson; esto con el objeto de idear un sistema que tome en cuenta implicaturas, explicaturas y detonantes inferenciales para explicar la consecución del efecto poético. El análisis lingüístico y literario de una selección de poemas de Dickinson habrá de elucidar las estrategias y prioridades de una gama de traductores al español, comparando continuamente los resultados del estudio con las pretensiones o intenciones de cada versión (ya sean explícitas, declaradas como tales en una nota del traductor, o implícitas en el paratexto de las distintas ediciones comerciales o académicas).

El estudio crítico de originales y traducciones habrá de proponer un modelo de análisis léxico, morfosintáctico y semántico para estimar la precisión, la validez y la relevancia de las traducciones. Sin embargo, con plena consciencia de que “lo poético” radica las más de las veces en elementos que no están o no pueden señalarse en la superficie lingüística del poema, mi trabajo abogará por la inclusión de criterios prosódicos e inferenciales en su modelo. Confío en que el análisis de las versiones españolas logre demostrar, con argumentos pragmáticos, que existen traducciones fallidas que interfieren en el proceso cognitivo del lector al modificar, deteriorar u omitir detonantes inferenciales presentes en el original; y que este detrimento, aunado a la cacofonía o el fracaso de la prosodia, a la traducción léxica errónea y a la extrañeza gramatical, son los factores que impiden u obstaculizan la interpretación pretendida. En otras palabras, mi análisis usará como criterios para juzgar la “efectividad”, la “relevancia” y la “semejanza interpretativa” de la traducción parámetros gramaticales (fonéticos, léxicos, morfosintácticos y semánticos), pragmáticos (inferencia y costo de procesamiento) y prosódicos, y tratará de argumentar que es la interacción de todos estos niveles la que detona el efecto comunicativo del poema; por tanto, las traducciones que alteran o eliminan uno de dichos niveles terminan por afectar a los demás y, en consecuencia, por deteriorar o imposibilitar la comprensión.

La intención de mi estudio es suministrar una estrategia de análisis para comparar, contrastar y evaluar las distintas traducciones de un poema en busca de un criterio estable que sea capaz de determinar el grado en el que se han preservado los designios, las técnicas y los efectos del original. Por medio de la lectura crítica de una selección representativa de poemas de Emily Dickinson, mi objetivo es postular un modelo integral para estimar la eficiencia de las traducciones, para indicar por qué son defectuosas las que lo son, y finalmente para demostrar cómo han lidiado los traductores exitosos con los problemas de ritmo y rima, indeterminación gramatical e incertidumbre interpretativa. Espero que los resultados particulares de trabajo coadyuven, en términos más generales, al desarrollo de un modelo calibrado para identificar los orígenes, las deficiencias y las consecuencias de lo que comúnmente se entiende por “mala traducción”.

El objeto de estudio

Furtiva en su tiempo, incomprendida durante décadas, y redescubierta hace apenas unos sesenta años, Emily Dickinson se considera hoy en día la poeta más grande de los Estados Unidos. Con todo, la vastedad y el hermetismo de su escritura, la profunda sensibilidad de su pensamiento y la misteriosa fuerza de su expresión se aúnan al extraño registro de una vida llena de enigmas, llena de silencios, para dar como resultado una obra poética que es, en muchos sentidos, inconmensurable. No es de sorprender, pues, que la historia literaria no tenga modo de clasificarla: para algunos, Dickinson es el último bastión de la tradición romántica; para otros, es el heraldo de la desarticulación del lenguaje que habría de llegar con las vanguardias. A veces tímida y dócil, enclaustrada en su casa y vestida de blanco, la poeta parece una heredera de la sociedad patriarcal y puritana de la Nueva Inglaterra; a veces libre y poderosa, emancipada, se convierte en la madre adoptiva del feminismo y, con su vigencia ideológica como estandarte, encabeza las filas de la posmodernidad. A ciento treinta años de la primera publicación de su obra no deja de ser cierta la apreciación de su amigo y editor Thomas Wentworth Higginson: “Few events in American literary history have been more curious than the sudden rise of Emily Dickinson into a posthumous fame only more accentuated by the utterly recluse character of her life” (citado en Buckingham 200), y, sin embargo, ese hecho curioso tuvo la suerte de legar a las generaciones venideras la obra de una poeta —en palabras de una de sus críticas modernas— que cuenta con “a breadth of insight into the human condition equaled, perhaps, only by Shakespeare” (Leiter xii).

Es posible llevar a cabo tanto una lectura candorosa como una consideración crítica de la poesía de Emily Dickinson sin hacer referencia alguna a su vida personal, a su aislamiento de la sociedad o a la típica imagen heredada de la mujer tímida, virginal y minúscula de la Nueva Inglaterra; sin embargo, los exiguos datos históricos de los que se tiene certeza, aunados a las cartas que se conservan y al sinfín de conjeturas biográficas de los últimos ciento treinta años, hacen que sus poemas resulten todavía más interesantes y sorprendentes, y esto no sólo por su reticencia. Dickinson escribió poesía extraordinariamente sencilla a primera vista, ajustando casi la totalidad de su visión artística a una forma convencional, trillada y poco exigente en cuestión de destreza (el llamado hymn, ballad o common metre), dentro de cuyos confines, no obstante, reside una sensibilidad complicada, tenaz e implacable, dispuesta siempre a explorar temas de gran trascendencia humana, a investigarlos con absoluta franqueza y a rechazar soluciones rápidas para aliviar o disimular la tensión creada por el conflicto. Las lecturas contemporáneas han demostrado que sus alcances son más variados de lo que se creía en un principio, y la poeta se presenta cada vez más enigmática y misteriosa a medida que se instaura una tradición interpretativa moderna.

Algunos de sus poemas, quizá los más placenteros, apacibles y delicados, inscriben a Dickinson en la tradición romántica y bucólica de Wordsworth o Thoreau, puesto que se dan a la tarea de retratar el mundo natural, sus ciclos, sus habitantes y el asombro que le producen a todo aquel dispuesto a escuchar sus mensajes, y sin embargo estos idilios —a diferencia de la convención que rige el antiguo género pastoril— no son el resultado de un artificio de origen urbano, de un ejercicio imaginativo y ajeno al campo, sino de la voluntad de la poeta de colocarse en el medio de la escena natural, como si ella misma formara parte del paisaje, y de registrar el milagro cotidiano desde la perspectiva de uno más de sus residentes:

I’ll tell you how the Sun rose –

A Ribbon at a time –

The Steeples swam in Amethyst –

The news, like Squirrels, ran –

The Hills untied their Bonnets –

The Bobolinks – begun –

Then I said softly to myself –

“That must have been the Sun”!

(318, versos 1-8)6

Otros poemas, quizá más complejos o sofisticados, reconocen la imposibilidad de acceder al mundo natural sin la mediación del pensamiento y la consciencia, es decir, la inexorable distancia que se tiende entre el suceso y la percepción —entre el hecho y el proceso mental que lo documenta y cataloga— y, ultimadamente, la laguna que separa el objeto y la palabra que lo representa. Son estas piezas, las que tratan la consciencia como tema de la poesía, las que han ubicado a Dickinson, junto con Hopkins, Whitman y Hardy, en un grupo de poetas que, en retrospectiva, parecen anticipar las prácticas e intereses de lo que treinta o cuarenta años más tarde habría de llamarse “modernismo” en la literatura en lengua inglesa. Otros más abordan el tema de la muerte —una obsesión omnipresente en la obra de Dickinson— y lo hacen desde perspectivas incansablemente experimentales: aprovechan la ventaja que sólo tiene la literatura de crear ficciones, alegorías, invenciones, y a menudo hablan desde el momento de la muerte o incluso más allá, siempre con una autenticidad imposible o inverosímil en la experiencia fáctica. Hay poemas también de amor, pasión y añoranza; arrebatos de indignación ante la injusticia y arbitrariedad del control que buscan ejercer los hombres sobre las mujeres de su tiempo, o a veces simplemente los unos sobre los otros; confesiones de abatimiento y desolación y alentadoras declaraciones de independencia. Por último, y señalados como tales hace apenas unos años (ver “Amherst’s Madame de Sade” en Paglia 623-673), hay poemas que retratan una violencia extrema, una furia contenida, una brutalidad que pone en entredicho la inocencia de la imagen universal que se tiene de “the Belle of Amherst” y que obliga particularmente al lector del siglo XXI a revaluar su trabajo. La poesía de Dickinson resulta difícil, profunda e impactante detrás de su fachada de simplicidad, y dado que nunca culmina con la certidumbre o el alivio de una resolución, exhorta constantemente al lector a involucrarse en la búsqueda de significado.

Cualquier estudio de sólo una selección de poemas de Dickinson es forzosamente un estudio limitado y, en más de un sentido, incompleto. Como afirma Helen Vendler, “she baffles complete understanding: to enter her poetics entirely a reader would have to know by heart (and by ear) all her poems” (2012: 1). Sin embargo, dado que el objeto de estudio en esta ocasión no es precisa o exclusivamente la poética de Dickinson sino sus traducciones al español —y, por tanto, todo análisis textual, todo comentario técnico o temático y toda interpretación habrán de estar dirigidos a la apreciación y el dictamen del trabajo de traducción— me habré de limitar, por motivos de espacio y enfoque, a una selección suficientemente representativa de su obra, misma que he decidido clasificar en tres categorías distintas: poemas de naturaleza, lenguaje y consciencia; representaciones del dolor, y, por último, tratamientos poéticos de la muerte.7 De todas las composiciones líricas de

Dickinson (1,775 en la edición de Johnson; 1,789 en la de Franklin), las elegidas para el comentario crítico que habrá de sustentar el argumento de este trabajo son aquellas que:

a. se consideran características o representativas de su obra poética;

b. han recibido mayor difusión o se comentan o antologizan con frecuencia;

c. presentan desafíos particulares en lo que respecta a prosodia y versificación, música y sonido, condensación gramatical, ambigüedad interpretativa o eficiencia pragmática;

d. cuentan con un mayor número de versiones en español (esto para facilitar el cotejo, la discusión y la contemplación de soluciones alternativas).

No obstante, el objeto de estudio, en términos concretos, es el conjunto de versiones en español de la obra poética de Dickinson que me fue posible conseguir a lo largo de los cuatro o cinco años que duró la investigación.8 Dado que, a la fecha, la obra completa en nuestro idioma ha visto la luz pública sólo en tres ocasiones,9 los poemas traducidos se han recopilado a partir de una multiplicidad de fuentes: selecciones personales de la obra (La soledad sonora, Crónica de plata), apariciones aisladas en compilaciones diversas (Antología de la poesía norteamericana, El surco y la brasa), libros de ensayo o crítica literaria (Mi Emily Dickinson, Imperfecta semejanza), interpretaciones o traducciones acompañadas de obra poética propia (55 poemas / Amherst Suite, Amor infiel),10 publicaciones periódicas u ocasionales (“Versiones a ojo”, Material de lectura), etc. El trabajo de acopio ha procurado incluir la mayor cantidad y variedad de versiones procedentes de todos los países de habla hispana; sin embargo, el dominio español del mercado editorial en nuestra lengua, así como las dificultades que obstaculizan la consecución de libros incluso en la era del internet, han hecho que la balanza se incline de manera muy conspicua. Se trabaja con un corpus de 36 traductores en total (15 analizados y 21 consultados): dieciocho son traducciones españolas, diez mexicanas, cuatro argentinas, dos colombianas, una venezolana y una nicaragüense.11 La búsqueda de diversidad es extensiva también al ámbito de difusión y las características de las distintas ediciones: la selección incluye publicaciones de traductores académicos (a menudo acompañadas de un estudio preliminar, notas y aparato crítico), poetas (precedidas, en contados casos, de prólogos de extensión variable en los que se hacen comentarios respectivos a la vida y obra de Dickinson, su recepción en la cultura de llegada o su experiencia personal de lectura) e incluso traductores amateur (ver Apéndice 1, “Características de las ediciones”).

A pesar de que existe un puñado de artículos y otro tanto de notas preliminares de los traductores a la edición española de sus antologías, son pocos los estudios traductológicos del tema que están dotados de cierto grado de sistematicidad. Dichos textos, al igual que los ensayos y las publicaciones académicas en revistas especializadas, la creciente biblioteca de crítica dickinsoniana y, desde luego, el fundamento teórico que acredita mis procedimientos (la pragmática y la teoría de la relevancia), sirven de base a la presente investigación y se catalogan debidamente en la bibliografía, a la que remito al lector interesando en ahondar en el tema. Con todo, el siguiente apartado tratará de esbozar y justificar las estrategias de análisis adoptadas en mi estudio.

El procedimiento de análisis

Planteamiento: literalidad vs. liberalidad

Ofrecer una definición, siquiera provisional, de la poesía o “lo poético” está fuera de los alcances de este estudio. Tan satisfactoria —o tan limitada— es la de Coleridge (“the best words in their best order”) como la de cualquier libro de texto (“a form of expression in which an unusual number of the resources of language are concentrated into a patterned organic unit of significant experience”, ambos citados en Drew 19). Sin embargo, una característica privativa debe reconocerse como la diferencia específica del discurso poético: “El poema en verso rige su construcción por el principio organizador del ritmo, o bien del metro y del ritmo” (Beristáin 395). Ya en el año de 1942, en su clásico libro Theory of Literature, René Wellek y Austin Warren afirmaban que el verso, “by definition, is an organization of a language’s sound-system” (159) a partir de la cual surge el significado. La llamada “musicalidad” del poema —el arreglo de sonidos con base en su acentuación, entonación, recurrencia, etc., o en la disposición de sus unidades rítmicas—, sea tradicional o libre, es sin duda la propiedad definitoria de la poesía. Sin embargo, dado que los sonidos no comunican casi nada en aislamiento (es decir, en vista de que los significantes, desprovistos de significado, equivalen a poco más que un sinsentido), es preciso admitir, junto con Wellek y Warren, que los “significados” con los que tales sonidos se asocian, el “contexto” de la enunciación y el inefable “tono” que la caracteriza “are needed to turn linguistic sounds into artistic facts” (161). Dicho de otro modo, aunque las características fónicas y prosódicas del verso sean el factor determinante que lo identifica como tal, los efectos y las interpretaciones del poema se construyen a partir de la interacción provocativa de todos los significados contenidos en los niveles fonético, léxico, sintáctico, semántico y pragmático de la enunciación.

Muchas traducciones de poesía (quizá en virtud de una analogía con la traducción de prosa, literaria o no) conceden, sin embargo, una prioridad indiscutida al componente semántico del discurso o, cuando menos, frecuentemente consideran más necesaria su preservación que la del sonido y la prosodia, por consiguiente y de inmediato relegados al ámbito de lo prescindible.12 El resultado de esta tendencia es una profusión de traducciones basadas en el contenido semántico del original (ya sea que lo reproduzcan literalmente o que lo expliquen por medio de la paráfrasis) en comparación con la relativa escasez de traducciones que se proponen replicar o adaptar a la lengua meta el ritmo y sonido del poema.

En particular cuando se trata de discurso poético, ambos extremos recién mencionados entre paréntesis, la literalidad y la paráfrasis, son casos, me parece, en los que se traiciona el propósito general de la traducción.13 Las versiones literales (palabra por palabra, o poco menos) suelen destruir las cualidades poéticas de los originales al ignorar los requisitos de eufonía y el genio de la lengua meta; las paráfrasis o explicaciones suelen hacer patente lo latente, hacer burda la sutileza o, en algunas instancias, incorporar lecturas interpretativas que infringen el principio ideal, o siquiera hipotético, de la traducción ejemplar: reproducir un texto, a través de la mediación más discreta posible,14 con tal de darlo a conocer en una lengua distinta a aquella en la que se compuso. En otras palabras, la literalidad, por un lado (es decir, la calca o correspondencia léxica y sintáctica entre traducción y original), y la paráfrasis, por otro (la aclaración o glosa de contenidos explícitos e implícitos), brindan al lector un acceso equívoco y tergiversado al original, la una complicando y la otra facilitando al extremo la comprensión, respectivamente, y, por tanto, incurren en un incumplimiento del propósito tanto de la traducción como, en este caso, de la poesía, al omitir las pistas necesarias para producir efectos análogos o alterar las vías de interpretación.

Para la realización del presente trabajo parto de una premisa a la que ya apuntaba hace algunas páginas y en la aseveración de la cual definitivamente no me encuentro solo. Creo, con toda seguridad, que la traducción de poesía es posible. Con todo, el hecho de que pueda realizarse de ningún modo garantiza que el resultado vaya a ser exitoso en todos los casos. El éxito de la traducción poética, como el de cualquier otro tipo de traducción, propongo yo, es una cuestión de grado; es decir, puede resultar más exitosa o menos (óptima, satisfactoria, suficiente, fallida, etc.), siempre que el “éxito” se defina en relación con determinados parámetros. Dentro del marco teórico y metodológico que circunscribe este estudio, la traducción exitosa será aquella que consiga una semejanza interpretativa óptima en los niveles fónico-prosódico, morfosintáctico, semántico y pragmático, es decir, una traducción que brinde las condiciones inferenciales necesarias para la reconstrucción de la intención comunicativa del original.15 El razonamiento que justifica la aplicación de la teoría de la relevancia o pertinencia —propia de la pragmática, una rama de la lingüística, y no estrictamente de la teoría literaria— se localiza en el libro Translation and Relevance: Cognition and Context, de Ernst-August Gutt (1993), y en particular en la siguiente afirmación que sintetiza una de sus propuestas:

What the translator has to do in order to communicate successfully, is to arrive at the intended interpretation of the original, and then determine in what respects his translation should interpretively resemble the original in order to be consistent with the principle of relevance… What he needs to consider all the time, though, is that, whatever he does, it will […] affect the success or failure of his translation—this follows from the causal interdependence of cognitive environment, stimulus and interpretation. (1990, énfasis mío)

Para fines de este estudio, y sin afán de ser exhaustivo, creo que conviene presentar brevemente el contexto teórico en el que se inserta Translation and Relevance, así como un resumen de sus postulados esenciales.

El paradigma de equivalencia

Muchos traductólogos coinciden al señalar que la reflexión teórica en torno a la traducción ha sido el resultado de un conjunto de tendencias a lo largo de la historia, una serie de principios o criterios que permiten la agrupación y clasificación de postulados distintos a partir de intereses determinados. Algunos, como George Steiner, reconocen “períodos”, estadios o momentos en la historia (en este caso denominados empírico, hermenéutico, lingüístico y metafísico; 246-248); otros, como Mary Snell-Hornby, hablan de “giros” en el desarrollo histórico de la disciplina (el giro pragmático de los años setenta, el giro cultural de los ochenta, la “interdisciplina” y los giros de los noventa, etc.; 2006: 3-4) y otros más, como Sandra Halverson, distinguen “escuelas”, “tradiciones” o “enfoques” (principalmente “the linguistic approach”, interesado en la relación de equivalencia entre textos fuente y meta, “and its counterpart, the historical-descriptive group”, cuyo objeto de estudio es la posición y función de las traducciones en la cultura meta; 208-218).

Siguiendo la propuesta de Thomas Kuhn, el traductólogo Anthony Pym propone la identificación de “paradigmas”, entendidos como grupos o conjuntos de principios que comparten distintas teorías de la traducción: “This particularly occurs when we find general ideas, relations, and principles for which there is internal coherence and a shared point of departure” (2010: 3). De acuerdo con este criterio de clasificación, la búsqueda de equivalencia en los estudios de traducción se inscribe en un paradigma exclusivo que lo desvincula de otras tendencias traductológicas basadas en presuposiciones distintas, tales como el paradigma funcionalista (que sostiene que, en lugar de equivalencia, a lo que aspira un texto meta es la obtención o cumplimiento de un determinado propósito y, en consecuencia, toda acción traductora se encuentra determinada por su finalidad; Pym 2010: 43), los estudios descriptivos (interesados en las relaciones o “desplazamientos” entre textos fuente y meta, en particular dado que las traducciones se consideran un factor clave en el desarrollo de los sistemas culturales; Pym 2010: 64-65) y el paradigma de la indeterminación (que cuestiona la certidumbre que se puede tener al respecto de todo significado y, por ende, de la comunicación humana en general; Pym 2010: 91), entre otras tendencias y giros culturales e ideológicos.

Pese a que muchos críticos hoy en día desestiman su importancia (debido, esencialmente, a que entran en conflicto distintas concepciones de la filosofía de la ciencia, como demuestra Halverson en su artículo “The Concept of Equivalence in Translation Studies”), el paradigma de equivalencia ha sido no sólo uno de los más valiosos en términos teóricos a lo largo de la historia de la disciplina sino también el marco de referencia obligado, insoslayable, siempre que se vuelve necesario un fundamento para la comparación en términos empíricos.16

“Equivalencia” es un término que se utiliza en traductología para describir y analizar la naturaleza de la relación por medio de la cual un texto meta “representa” a su texto fuente (Pym 2010: 25-26). Las teorías que comprende este paradigma afirman que debe existir un vínculo de semejanza (“similitud convergente” o “divergente”, dependiendo de su reciprocidad, según la terminología de Chesterman 2007: 65-67) que vuelva factible la estimación de cercanía o lejanía entre original y traducción. Diversos teóricos, a partir de los años cincuenta, se dieron a la tarea de precisar la noción de equivalencia, tal como demuestran las definiciones más tempranas que se hicieron particularmente en el ámbito de la lingüística aplicada. De acuerdo, por ejemplo, con Eugene Nida y Charles Taber, “translating consists in reproducing in the receptor language the closest natural equivalent of the source language message” (12), entendiendo para tal propósito el “mensaje” como “the total meaning or content of a discourse; the concepts and feelings which the author intends the reader to understand and receive” (203). J. C. Catford, en 1965, define la traducción de una manera similar (“the replacement of textual material in one language [SL] by equivalent material in another language [TL]”, 20), si bien no deja de reconocer la importancia de determinar las “distinctive features of contextual meanings of grammatical or lexical items” (50, el énfasis es mío). Wolfram Wilss, por su parte, aduce que la traducción “leads from a source-language text to a target-language text which is as close an equivalent as possible and presupposes an understanding of the content and style of the original” (62).

Las teorías que ampara este paradigma han esquematizado distintas maneras de conceptualizar la naturaleza de la relación de semejanza, o, dicho de otro modo, han propuesto distintos tipos, a menudo binarios, de equivalencia direccional. Entre ellos se encuentran las equivalencias “formal” y “dinámica” de Nida y Taber (donde la primera busca reproducir el mensaje en sí, su forma y contenido, y la segunda, la función o el efecto que tuvo éste en su contexto original), así como las traducciones “semántica” y “comunicativa” de Peter Newmark, “adecuada” y “aceptable” de Gideon Toury y “fluida” y “resistente” de Lawrence Venuti, todas las cuales distinguen las necesidades del texto meta ya sea de reproducir los valores formales del texto fuente o de modificar sus contenidos a fin de satisfacer las expectativas de la cultura de recepción.

La rigidez de las tipologías de la equivalencia propició, a finales de los años setenta, un cambio de paradigmas traductológicos con el surgimiento, por un lado, de las teorías funcionalistas (y, en particular, la Skopostheorie, que promovió el reemplazo de la equivalencia por la noción de “propósito” o “finalidad”), y, por otro, de los estudios descriptivos (que se apartan de la pretensión prescriptiva del paradigma y defienden una concepción de la equivalencia como característica de todas las traducciones). No obstante, como resume Lawrence Venuti en The Translation Studies Reader, la traductología regresó a la noción de equivalencia para someterla a revisión en las décadas subsiguientes:

In […] the 1960s and 1970s, the autonomy of translation is limited by the dominance of thinking about equivalence, and functionalism becomes a solution to a theoretical impasse; in […] the 1980s and 1990s, autonomy is limited by the dominance of functionalisms, and equivalence is rethought to embrace what were previously treated as shifts or deviations from the foreign text. (2004a: 5)

Una de tales revisiones consiste en la incorporación de un enfoque lingüístico-pragmático y una teoría cognitiva al debate sobre la equivalencia (Alves y Gonçalves 279), y es con este enfoque interdisciplinario que se propone, en los años noventa, una solución para los problemas principales del paradigma que parecía haber pasado de moda. La aplicación de Ernst-August Gutt de los postulados de la teoría de la relevancia a los estudios de traducción parte del supuesto de que el lenguaje es “a very weak representation of meaning, no more than a set of ‘communicative clues’ that receivers have to interpret” (Pym 2010: 35), por lo que la relación que se establece entre un texto fuente y un texto meta no puede ser de equivalencia (la reproducción del “mensaje” en el sentido propuesto por Nida y Taber), sino que tiene que redefinirse en términos de una presunción de semejanza interpretativa.

La renovación del paradigma

Para la pragmática, que volvió mucho más sofisticado el modelo que solía representar la comunicación humana (el llamado code model: codificación – transmisión – descodificación, Sperber y Wilson 1996: 2-4), un “mensaje” consiste en el conjunto de suposiciones que el emisor buscaba o tenía la “intención” de transmitir o hacer manifiesto a su interlocutor. Desde el punto de vista del receptor, la interpretación de esta “intención” del emisor requiere una descodificación correcta no sólo de los contenidos lingüísticos sino también de la información contextual. Toda comunicación supone la transferencia tanto de la información referida explícitamente como de las ideas, los datos y las actitudes que se derivan inferencialmente de la expresión lingüística, es decir, que no están cifrados en la expresión lingüística y cuyo entendimiento depende del contexto en que se suscita la enunciación. En otras palabras, de acuerdo con la pragmática, la inferencia puede estar codificada en el lenguaje (“explicatura”) o no, en cuyo caso se deduce a partir de la circunstancia siempre que emisor y receptor compartan el conjunto de suposiciones que conlleva la transmisión del mensaje (“implicatura”). Para que los enunciados logren comunicar más de lo que dicen, o, dicho de otro modo, para que el interlocutor sea capaz de interpretar explicaturas e implicaturas en un discurso inferencial, se requiere la creación de un entorno cognitivo mutuo (Sperber y Wilson 1987: 699).

Existen dos tipos de inferencia, o, en términos técnicos, la implicación puede subdividirse en dos clases: la pragmática y la lógica o semántica. La primera, también llamada language-based inference, es la que se deriva a partir de una proposición en un contexto dado. Esta clase de implicación despliega una gama de inferencias posibles más o menos limitada por el contexto. El segundo tipo de inferencia no se basa en proposiciones sino en la interpretación de actitudes (en poesía, por ejemplo, el tono, el estilo, el modo en que se presentan la imaginería, las emociones, etc.) y, dado que no se encuentra vinculada a la expresión lingüística, cuenta con una gama más amplia de interpretaciones posibles. Ahora bien, como explica Larson, “there is a difference between implicit information and information which is simply absent and never intended to be part of the communication”, y la línea que divide lo implicado de lo ausente es la “intención” que tenía el emisor de transmitirlo desde un principio (citado en Gutt 1993: 83). Aunque en el habla cotidiana esta “intención” es relativamente fácil de conjeturar, en literatura, y particularmente en poesía, la exploración de las intenciones del emisor se vuelve un asunto más complicado.

En el ámbito de la pragmática, decir que la poesía es connotativa equivale a afirmar que es el caso más extremo y deliberado de discurso inferencial. Como acto de comunicación, la poesía también depende de información implícita que puede o debe inferirse a partir de la creación de un entorno cognitivo mutuo entre autor y lector; no obstante, dificultan la interpretación inequívoca de todo contenido no explícito diversas consideraciones:

a. que ninguna interpretación errónea puede corregirse, a diferencia del habla cotidiana, en la que el emisor rectifica un malentendido tan pronto lo detecta;

b. que, por definición, la poesía rechaza la interpretación unívoca y certera del mensaje; su efecto se consigue, en parte, gracias a que el poema se deleita en la ambigüedad, la indeterminación, la dilogía, etc., y por tanto los límites de la “connotación” pueden quedar desdibujados con la evocación e incorporación de significados individuales basados en la experiencia personal del lector;

c. que la “intención” del emisor que, arguye Larson, es el factor determinante para distinguir la información implícita de la ausente, en verdad, es muy distinta a la noción de intención autoral en literatura, teórica y prácticamente insondable: porque no está presente el escritor para corroborar o rectificar la interpretación; porque, de cualquier modo, no tiene autoridad sobre el texto, y, sobre todo, porque su identificación y determinación equivale a una clausura: aniquila el efecto del poema al descartar la posibilidad de diálogo o negociación de significados.

A pesar de todo ello, como bien se sabe, lo anterior no autoriza de facto al lector a considerar correcta cualquier interpretación del poema. La subjetividad del discurso poético, de la que tanto se ha abusado, no debe confundirse con arbitrariedad o capricho. En literatura, como afirman Sperber y Wilson, el escrutinio de la intención autoral está orientado por las claves que suministra el estilo (1987: 706-707), entendido aquí, por lo pronto, como el “conjunto de rasgos peculiares y específicos de toda composición artística determinado por la conjunción de formas [riqueza, precisión, adecuación y originalidad del vocabulario, construcción de oraciones y giros, ritmo del lenguaje, etc.] que revelan la obra de arte” (Sagredo 107).

En vista de lo que se ha expuesto hasta el momento, cabría esperar que una traducción que se dispusiera a ofrecer al lector en la lengua meta la misma interpretación que brinda el original en la lengua fuente transmitiera, luego entonces, la totalidad de la información explícita, sin sustracciones o añadiduras, y la totalidad de la información implícita pretendida por el emisor, también sin sustracciones o añadiduras. Sin embargo, la transmisión del mensaje, ahora mediada por el traductor, no puede dejar de tomar en cuenta el entorno cognitivo que este comparte, por un lado, con el texto fuente y, por otro, con el lector potencial en la cultura de llegada: el significado depende de la naturaleza inferencial de la comunicación y, por tanto, depende del contexto.

Cuando se trabaja con dos lenguas y dos culturas distintas, y en especial cuando además se trabaja con dos tiempos históricos distintos, surge la necesidad de vigilar que toda la información implícita que compartían emisor y receptor del discurso original sea también accesible para el receptor de la traducción. Dicho de otro modo: el traductor, como receptor, tiene la responsabilidad de descodificar no sólo el contenido lingüístico sino también la información contextual de manera correcta; y luego, como emisor, está obligado a codificar nuevamente el mensaje de tal forma que su receptor potencial, con el que comparte un entorno cognitivo distinto, sea capaz de descodificarlo también de manera correcta. El proceso evidentemente se complica cuando se considera que en poesía la recodificación del mensaje conlleva, además de explicaturas e implicaturas, la exigencia de determinadas características fónicas (ritmo, rima, asonancia, etc.) que, como se mencionó con antelación, potencian o determinan el significado y efecto del poema.

Un texto poético complicado (“difícil”, por emplear el término de T. S. Eliot; es decir, arcano, hermético o ambiguo) hace que el traductor quede confrontado con una disyuntiva no sólo práctica sino ética incluso: explicitar lo implícito, facilitar la comprensión para abreviar la distancia cultural y quizá crear un entorno cognitivo más amplio, o mantener la dificultad, quizá respetando el “espíritu” del original y evitando también una actitud condescendiente para con sus lectores. Dado que la traducción, por antonomasia, implica ya de por sí consideraciones de acercamiento o distanciamiento cultural,17 la decisión de preservar la dificultad de un texto puede, más bien, equivaler a incrementarla insospechadamente (en virtud de que el lector del texto meta puede no compartir el conjunto de suposiciones necesarias para procesar inferencias), y con ello traicionar su propósito al obstaculizar o impedir el acceso a la información a la que debería de brindarlo.

Enfatizo la problemática en torno a la dificultad de la traducción, a costa de debates quizá más clásicos como el de “fidelidad”, porque la teoría de la relevancia pone particular atención en el empeño cognitivo que exige la transmisión de mensajes. De acuerdo con Sperber y Wilson, la búsqueda de relevancia o pertinencia se rige por un principio de trascendental importancia: la mente humana procura mantener un equilibrio entre el esfuerzo requerido en la consecución de significados y los resultados de tal esfuerzo. La regla es proporcional: a mayor complicación, mayor costo de procesamiento; sin embargo, debe tomarse en cuenta también que los excesos en cualquiera de las antípodas perjudican la relevancia de la comunicación: el facilismo extremo se descarta por obviedad; la dificultad extrema se rechaza porque el costo de procesamiento es demasiado alto. De allí la importancia, ya sugerida en el planteamiento anterior, de evitar los extremos representados por la paráfrasis (simplificación excesiva) y la literalidad (complicación excesiva) en la traducción: ambos son procesos cuyos resultados perturban el equilibrio entre el costo de procesamiento y la obtención de significados en la lectura literaria.

La traducción relevante busca el punto medio entre esfuerzo y gratificación en términos de la recepción e interpretación de un texto. Sin embargo, el punto medio no debe entenderse como un objetivo fijo, estable o inamovible: la relevancia en la traducción se consigue en grados. Por poner un ejemplo al que volveré más adelante: una traducción que violente la norma sintáctica de la lengua meta debe tener una razón pertinente para hacerlo (ya sea que invierta el orden natural de las palabras en beneficio del ritmo o la rima, que use anástrofes para conseguir un registro elevado o irónico, o que la anomalía gramatical refleje o emule una anomalía significativa en el texto fuente, etc.), puesto que toda transgresión incrementa el costo de procesamiento y, a cambio de ese esfuerzo, el receptor, en su proceso cognitivo, espera una gratificación, i. e. que el significado obtenido sea suficientemente relevante como para compensar el grado de exigencia.

La teoría de Sperber y Wilson sostiene que la búsqueda de relevancia por parte del lector exige y provoca la implementación de estrategias de procesamiento de la información recibida. Una de esas estrategias, cuando menos, es evaluativa: si el receptor juzga que la interpretación derivada del mensaje es previsible, ordinaria, poco trascendente o poco memorable, de inmediato cataloga o estima la comunicación dentro de lo habitual. Por lo contrario, si la búsqueda de significado relevante lleva al lector, sin exceder el límite de su tolerancia, al ámbito de lo imprevisto, lo sorprendente, o sólo más allá de los contextos anticipados, el efecto que se consigue puede ser poético. Este concepto no es del todo innovador, puesto que guarda una semejanza clara con la desautomatización propuesta por Shklovski (el resultado del extrañamiento, alienación o desvío lingüístico característicos de la literariedad, 55-70); sin embargo, debe aclararse que no se requiere una conmoción total de las expectativas: el efecto poético se consigue cuando el lector incorpora en su estrategia de procesamiento un esfuerzo adicional para detectar e interpretar una gama de implicaturas que no suelen presentarse en la comunicación habitual. Es por ello que la desviación de la norma ordinaria (tropos, figuras retóricas y poéticas, etc.), de acuerdo también con Shklovski, suele indicar la presencia de lo poético, si no de la poesía misma. En la traducción de poesía, luego entonces, la paráfrasis, aunque capaz de retener el contenido de la explicatura, destruye toda posibilidad de consecución de efecto al normalizar lo anormal: según el principio de la relevancia, la disminución en el esfuerzo invertido reduce proporcionalmente la gratificación en términos de significado.

Debe reconocerse, de entrada, que la poesía es un tipo de discurso que exige ya cierto esfuerzo o costo de procesamiento en su lengua original. Si, como se propone aquí, la tarea del traductor de poesía ideal es preservar la mayor cantidad de significados relevantes contenidos en los niveles fónico-prosódico, morfosintáctico, semántico y pragmático (o, en su defecto, equilibrar las ganancias y pérdidas para obtener una relevancia óptima), una de sus responsabilidades primordiales, antes y durante el proceso de traducción, es determinar el grado de esfuerzo interpretativo que la versión requerirá del lector en la lengua meta para procesar el mensaje. La traducción relevante evita, pues, la condescendencia de la paráfrasis y sus secuelas —la explicitación y la trivialización— al tiempo que se abstiene de añadir interpretaciones privativas del traductor. La semejanza interpretativa óptima de una traducción de poesía, propongo, se consigue mediante un apego equilibrado a las estructuras gramaticales, poéticas y pragmáticas del original, a fin de producir efectos contextuales relevantes que estén en concordancia con “the intended interpretation of the original” (Gutt 1990) en su propio entorno cognitivo.

Resumen de la propuesta

La metodología aplicada en los siguientes capítulos de este estudio tratará, luego así, de estimar el grado de relevancia o pertinencia de diversas traducciones de Emily Dickinson al español mediante un procedimiento de análisis que logre diagnosticar si el traductor (a) ha interpretado el original adecuadamente,18 es decir, si ha descodificado la totalidad de explicaturas e implicaturas del discurso inferencial; (b) ha empleado recursos aceptables18 en la lengua meta para la transmisión del mensaje; y (c) ha posibilitado la interpretación —sin caer en los extremos del facilismo o la complicación injustificados— en beneficio del lector en la cultura de llegada. Para efectos del análisis tanto de originales como de traducciones convendrá subdividir el discurso poético en los siguientes componentes o niveles:

(a) Fonología, fonética y prosodia. Si, como afirma Helena Beristáin —y, en realidad, casi cualquier crítico—, el ritmo es el principio organizador del verso (395), no es sino lógico que el procedimiento comience con la estimación de la relevancia de sus características fónicas. Aquí, sin embargo, como en todo el análisis, tratará de hacerse una distinción entre las decisiones formales sugeridas por la convención de la época (la norma de composición poética del momento histórico) y las más idiosincrásicas, deliberadas y reveladoras. En las traducciones habrán de valorarse las consecuencias de la eliminación de metro y rima, el manejo de las pausas (en particular las distintivas rayas de Dickinson), cuestiones de eufonía y cacofonía, las implicaciones de la aliteración, consonancia, asonancia, etc. en la consecución del efecto y, por poner un ejemplo peculiar pero sintomático, las ventajas y desventajas de sacrificar precisión semántica a cambio de rimas poco elegantes (en infinitivos, gerundios, participios o sufijos, tan comunes en español) que trivializan el discurso poético.

(b) Morfosintaxis. El análisis en este nivel tratará de evaluar los beneficios y perjuicios de la literalidad. En materia léxica, las traducciones erróneas, causadas a veces por un dominio precario de la lengua fuente, a veces por excesos de confianza o indolencia en el uso de diccionarios, alertan al lector de la presencia de un traductor irresponsable. En cuestión de sintaxis, la reproducción verbatim de las estructuras gramaticales del original puede ser indicativa no sólo de una voluntad extranjerizante (extrañamiento o alienación deliberadas para producir desautomatización) sino también del sacrificio de la aceptabilidad (Toury 56-57) en la lengua meta. En este nivel habrá de examinarse, del mismo modo, si las anomalías gramaticales de Dickinson tienen justificación o propósitos específicos y si dicha transgresión lingüística autoriza al traductor a incrementar el costo de procesamiento de su versión en español.

(c) Semántica. Es preciso que en el estudio del traslado de contenidos semánticos de una lengua a otra se vigile la preservación de, por ejemplo, la lógica, la coherencia y las relaciones de causa y efecto. En este nivel se valorarán los significados de las explicaturas de Dickinson, su particular uso de la imaginería, la metáfora y, de manera especial, la dependencia del efecto poético de la elipsis y la compresión, que frecuentemente invitan al traductor a explicar o interpretar en perjuicio de una indeterminación necesaria para la detonación de inferencias.

(d) Pragmática. La última parte del análisis habrá de reunir todos los resultados parciales con el objeto de señalar si la traducción ha preservado los detonantes inferenciales apropiados y suficientes para producir efectos contextuales análogos a los que consigue el poema original en su propio contexto. Se delimitarán las suposiciones que comparten traductor y lector en su nuevo entorno cognitivo con tal de garantizar que la detonación de inferencias no exija un esfuerzo interpretativo demasiado elevado. Asimismo, el análisis procurará descubrir si la dificultad (hermetismo, ambigüedad, indeterminación, etc.) de Dickinson no se confundió en alguna instancia del proceso de traducción con un sinsentido (es decir, el absurdo en el que suelen caer las versiones intransigentemente literales). Sobre todo, se espera que el estudio minucioso de la dimensión pragmática de las versiones demuestre que todo efecto poético se consigue cuando el texto le brinda al lector una variedad de implicaturas que es capaz de procesar y no cuando, por cualquiera de los motivos previamente expuestos, la producción de significados se le niega o dificulta injustificadamente.

Aunque ya se mencionó brevemente en el apartado anterior, es necesario dar nueva cuenta de que existe una reticencia académica, si no es que generalizada, a aceptar la evaluación de las traducciones de poesía. Esto se debe, quizá, a que en ella convergen, en nuestros tiempos, el miedo a la descalificación arbitraria o caprichosa, el miedo a la estabilización de los textos —que en poesía equivale prácticamente a la aniquilación de su efecto— y, sobre todo, el miedo a incurrir en alguna u otra forma de prescriptivismo, una especie de hegemonía textual que puede llegar a coartar el derecho de una versión en lengua meta a servir un determinado propósito. No obstante lo anterior, sostengo, junto con el teórico suizo Roland Hagenbüchle, que a pesar de que en el proceso de traducción es inevitable el sacrificio de diversos rasgos y elementos del original, “there are certain ‘constitutive features’ in a given text whose loss or misrepresentation leads to serious distortions of the original” (34). Es con el afán de sistematizar dichas tergiversaciones, si las hubiere, es decir, de explicar la naturaleza de la distorsión en los términos más objetivos y constructivos posibles, que se propone el presente estudio. A este respecto coincido con Adrian Pilkington cuando afirma que

questions about evaluation should be as important to the literary theorist as questions about interpretation. In fact the question of value, which I would link to the question of poetic effects, is the central fact that theory has to explain… A good theory of reading literary texts that encompasses poetic effects needs to be based on a theory of communication that is descriptively and explanatorily more adequate than previous semiotic models. (2015: 48-49)

Como he tratado de demostrar en otros estudios (ver Calvillo 2019b), creo que el marco teórico y metodológico de la teoría de la relevancia aplicada a la traducción —cuyos planteamientos informan este trabajo, y sin embargo cuya terminología especializada procuro ahorrarle al lector— brinda la infraestructura necesaria para identificar y clasificar todas aquellas decisiones traductoras que redundan en una falsa representación de los poemas de Dickinson, generalmente debido a que manipulan —o, en su defecto, a que subestiman u omiten— las pistas comunicativas que orientan la interpretación inferencial de los textos.

Los postulados de la pragmática —que, insisto, se simplifican aquí por motivos prácticos— son una herramienta útil para los propósitos de este libro, puesto que sus conceptos y su metodología analítica ayudan a explicar la inefable “esencia” de la poesía y su “naturaleza connotativa”. Mi trabajo, pues, se propone demostrar que el rechazo tan frecuente de la información que abarcan los aspectos fonético, prosódico y pragmático, y la consecuente limitación de los traductores a verter los contenidos léxico, sintáctico y semántico, dan como resultado traducciones inapropiadas, equívocas o absurdas. Una valoración minuciosa de las intenciones comunicativas de un texto, incluyendo el nivel pragmático, aunada al análisis contrastivo y el comentario crítico y literario, pueden ser instrumentos valiosos para determinar si un traductor ha logrado un equilibrio entre los distintos niveles de significado que le dan óptima relevancia a un mensaje en traducción.

Emily Dickinson

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