Читать книгу El mundo moderno y la comprensión de la historia - Juan Carlos Chaparro Rodríguez - Страница 10
ОглавлениеEl advenimiento del mundo moderno y la vindicación del hombre en la historia
Los históricos procesos de transformación económica, social, cultural, intelectual y espiritual que empezaron a forjarse en la Europa Occidental durante la llamada Baja Edad Media, y especialmente durante el Renacimiento, sentaron las bases de lo que conocemos como el mundo moderno y desembocaron en la formación de la propia identidad cultural europea. Asimismo, y como corolario de esos históricos procesos, los pensadores de la época forjaron una nueva noción sobre el hombre, vindicándolo como centro y agente de la historia. Describir cómo se fraguaron esos procesos y destacar los efectos que de allí se derivaron para la comprensión de la historia es el objeto de estudio del presente capítulo.
1.1. Breves trazos de la sociedad medieval
Pastoril, bucólica, ascética, mística, reverente, devota, agorera, supersticiosa. Así fue y así transcurrió la vivencia individual y colectiva de los hombres y mujeres que habitaron la Europa Occidental durante buena parte de la Edad Media, lo cual se debió, tal y como lo ha señalado un gran sector de la historiografía que se ha ocupado del tema, a la ruralización que experimentaron las comunidades tras la disolución del Imperio romano y a las singulares formas de pensamiento y conducta que la Iglesia católica impuso a propósito de la función evangelizadora y doctrinaria que comenzó a desarrollar en el marco de su propio y paulatino proceso de constitución y consolidación institucional.
En tal sentido, y a más de dedicar su vida a labrar los campos, a confeccionar sus propias vestimentas, a elaborar sus herramientas de trabajo, a criar animales domésticos y a servirles como labradores y guerreros a los señores que formaban la nobleza, los hombres, mujeres, niños y niñas, incluyendo a los que conformaban los estamentos nobiliarios, llevaron una vida contemplativa tanto por la fe que abrazaron por cuenta de la obra de adoctrinamiento que sobre ellos realizaron las órdenes religiosas (benedictinos, franciscanos, dominicos, cartujos, carmelitas, etc.), como por las imposiciones que la Iglesia católica fue generando y estableciendo en virtud del jerárquico y poderoso lugar y papel que esta fue adquiriendo y desempeñando en la vida de todas las personas que integraban esa jerarquizada sociedad. Gracias a los recursos económicos que fue atesorando a expensas de las oblaciones de los fieles, de las limosnas de los peregrinos y de los beneficios que obtenía por tal o cual actividad, incluyendo las indulgencias, la Iglesia se constituyó en un poderoso emporio económico a partir del cual financió sus propias y diversas empresas, el cual, paralelamente, fue fortaleciendo a efecto del monopolio que ejerció sobre la producción, divulgación y censura del conocimiento y de los diversos mecanismos de disciplinamiento y control social que fue creando.1
En efecto, valiéndose del monopolio de la palabra y de la escritura, y blandiendo siempre en su mano las Sagradas Escrituras como muestra y herramienta de su poder, la Iglesia no solo adoctrinó a millones de personas según sus convenciones, convicciones y conveniencias, sino que hizo de la superstición un arma efectiva para atemorizar a la gente y para ejercer su poder contra aquellos que ella misma sindicaba, acusaba y castigaba por herejía, hechicería, apostasía o cualquier otra práctica considerada contraria a los ‘mandatos divinos’ o, mejor decir, a sus ‘divinos mandatos’. El placer corporal, el deseo sexual, la creatividad artística, la curiosidad y el ingenio intelectual, y hasta la contemplación y vindicación de la naturaleza como manifestación genuina de la belleza, fueron asuntos que la redomada Iglesia desterró —o intentó desterrar— de la vida de los hombres para imponer, en su lugar, la idea y la imagen del pecado, del castigo, del sufrimiento, de la muerte terrible y de la condenación eterna por desobedecer sus preceptos y disposiciones.
La prohibición de todo aquello que pudiera significar el goce y el disfrute de la vida terrenal y pasional se convirtió en ‘norma sagrada’, y el consecuente castigo que debía recaer tanto en el cuerpo como en el alma de los desobedientes se convirtió en ley de incuestionable cumplimiento. Así, mientras que la ‘Santa Inquisición’ (creada hacia mediados del período medieval) se dedicaba a juzgar y a perpetrar el castigo sobre los cuerpos de los herejes, los sacerdotes se encargaban de difundir todo tipo de creencias e imaginerías relacionadas con el tormento que los demonios descargarían sobre esas almas perdidas que irían a parar al purgatorio y luego al infierno, a menos que los familiares pagaran para que ella intercediera por aquellas. Al efecto, y de acuerdo con la descripción que realizó el poeta Dante Alighieri en su Divina comedia, clásica obra escrita en los albores del siglo XIV, el discurso y el espectáculo que la Iglesia creó con el fin de que todas las personas comprendieran y asimilaran sus mandatos fueron tan imaginativos como escalofriantes y perturbadores.2
Con sus dictámenes hizo saber que, tratándose de expiar y castigar el pecado, para ella y sus tribunales no había distinción de personas. Cualquiera que atentara contra los dogmas impuestos por ella debía ser sometido al santo tribunal, y castigado de manera ejemplar por la comisión de los delitos que se le imputaran. Mediante la horca, la quema o la aplicación de cualquier otra forma de ‘expiación’, la Iglesia hizo todo lo que estuvo a su alcance para ‘curar’ las culpas y los pecados de here-jía, brujería y apostasía ‘cometidos’ por esos miles de hombres y mujeres a quienes acusó de tales delitos y a quienes llevó ante los tribunales de su ‘Santa’ Inquisición.
Asimismo, y en tanto que siempre procuró mantener el monopolio y el control sobre todos los aspectos de la vida individual y colectiva de las personas, la Iglesia no escatimó esfuerzos ni recursos al momento de decapitar todo lo que pudiera significarle competencia y obstáculo para sus fines. Ya fuera que echara mano de esos pobres y desvalidos a quienes solía sindicar como herejes y hechiceros para luego quemarlos o colgarlos públicamente de modo que ese brutal espectáculo sirviera de didáctico y ejemplificante escarmiento para toda la sociedad, o bien que atenazara a esos humanistas, científicos y hasta teólogos que se atrevieron a pensar por sí mismos y a expresar sus ideas yendo a contracorriente de la doctrina oficial impuesta por ella, la Iglesia siempre se mostró dispuesta y complacida al momento de exhibir y de hacer sentir su poder sin mayores miramientos.
Al efecto, no solo apartó de su camino a ‘brujos y hechiceros’, sino que hizo todo cuanto le fue posible para apartar a los hombres ‘del árbol del saber’, de modo que ninguno de estos pudiera tomar y probar los ‘perjudiciales y nocivos’ frutos que ese árbol podía proveer. Por tal razón, y aunque ella misma se encargó de acopiar y resguardar algunos de los iluminadores tratados de filosofía, poesía, literatura y ciencia que los pensadores de la antigüedad grecorromana elaboraron, lo mismo que muchos otros que fueron traídos de Bizancio y del mundo árabe luego de que se realizaran las cruzadas que el papa Urbano II alentó y que sus sucesores continuaron fomentando durante los siglos XII a XIV con el fin de conquistar y tomar la ciudad sagrada de Jerusalén, ella también se encargó de que esos tratados no fueran conocidos, en muchas ocasiones, ni siquiera por sus propios integrantes.
De esto, lo mismo que de la producción, reproducción, uso y censura de los maravillosos textos que sus monjes y copistas elaboraron durante esa época, la Iglesia se valió para afirmar su portentoso poder. Resguardados con manifiesto celo por sus guardianes y centinelas, esos extraordinarios textos permanecieron encerrados durante siglos en los monasterios y en las abadías, mientras que afuera, privados de tan especiales y fantásticas creaciones, el resto de los hombres permanecían en perpetuo estado de ignorancia y control. De esta manera, y al tiempo que erigía sus más pomposas, deslumbrantes y hermosas catedrales de estilo gótico, como las de Saint-Denis, Colonia y Canterbury, con el fin de ‘acercar a los hombres al cielo’, la Iglesia continuó fortaleciendo y expandiendo su poder mediante la obra que sus obispos y sacerdotes realizaron haciendo un uso estratégico y monopolizado de la Biblia e infundiendo el temor entre los fieles a través de las atávicas imágenes y discursos que crearon y difundieron sobre la muerte, el purgatorio, el infierno y la condenación del alma.
Así pues, y sin desconocer que en muchos lugares hubo personas que crearon y desarrollaron ‘prácticas mundanas’ como el juego, la prostitución o la lujuria, tal y como lo describe Jacques Le Goff en distintas obras, la mayoría de las personas que vivieron durante la época medieval siempre estuvieron bajo la férula del adoctrinamiento religioso y del dominio eclesiástico; entregadas y sometidas al cultivo de la vida espiritual y dominadas por la supersticiosa imaginería que paulatinamente fue creándose a lo largo de esa histórica época durante la cual la Iglesia católica fue convirtiéndose en reina y señora de las instituciones medievales tanto por ser la ‘representante y vocera de Dios en la Tierra’ como por el ingenio que tuvo para crear los medios materiales e intelectuales que requirió para sobreponerse a los demás grupos e instituciones sociales y para alcanzar sus objetivos. Con sus sinuosas prácticas y con sus sofisticadas herramientas de control, la Iglesia fue notoriamente efectiva al momento de imponer y mantener su hegemónico poder.
Ante ese estado de cosas, resultaba imposible o muy difícil pensar que esa sociedad pudiera experimentar algún cambio significativo que reorientara su curso y su destino. Empero, y aunque no ocurrió de manera fortuita, sino que se configuró en el marco de un largo y abigarrado proceso de transformaciones económicas, sociales y culturales, esos cambios poco a poco fueron generándose desde y durante los tiempos de la Baja Edad Media, cambios que, a largo plazo, habrían de determinar el curso y la identidad de las sociedades occidentales.
El asunto, según señalan varios historiadores, empezó a incubarse desde el siglo XI y a desplegarse durante los dos siglos siguientes, tiempo en que el comercio comenzó a reactivarse en muchas zonas de Europa y en que esa actividad, desarrollada por mercaderes, banqueros y otros tantos hombres que se vincularon a ella, aparejó el resurgimiento de algunas viejas ciudades (o remedo de ciudades) y la formación de otras tantas que proliferaron en las costas o en lugares cercanos al Mediterráneo y al mar del Norte, lo mismo que en Provenza, España y en el interior del continente, como en Flandes, Normandía, la Champaña o la vasta zona del Mosa y el Bajo Rin, siendo estas últimas las que formaron y conformaron la llamada Liga Hanseática, en donde empezó a erigirse una floreciente industria manufacturera que, por lo menos durante esa época y no obstante su esplendor, no llegó a alcanzar la calidad de las mercancías que se fabricaban en Bizancio, Bagdad, Damasco o Córdoba.3
Tanto el paulatino y ascendente florecimiento del comercio como la consecuente formación de las ciudades, dice Le Goff, fueron asuntos que se vieron favorecidos por varios factores. En primer lugar, la cesación o disminución de las destructivas invasiones que los pueblos europeos de las zona mediterránea y centro-occidental históricamente habían padecido a manos de los pueblos germanos, escandinavos, euroasiáticos y sarracenos facilitaron los intercambios comerciales que comenzaron a realizarse entre distintas localidades sin que ello significara que los mercaderes y comerciantes dejaran de estar expuestos al bandidaje y al robo del que comúnmente eran víctimas al recorrer los extensos y solitarios caminos y parajes.
Igualmente, y siendo pieza clave del empuje comercial que se vivió desde esa histórica época, la producción y los intercambios de todo tipo de mercancías se vieron favorecidos por el crecimiento poblacional que empezó a observarse en muchos lugares del continente (momentáneamente detenido por la peste bubónica que se suscitó en el siglo XIV), lo cual generó, a su vez, un aumento de la demanda de bienes y productos que los productores estuvieron dispuestos a elaborar y que los mercaderes estuvieron complacidos en ofrecer trayéndolos y llevándolos de uno a otro lugar animados por las significativas ganancias que ello les representaba. Correlativamente, y siendo asunto que se desarrolló consustancialmente con las cruzadas, el comercio se extendió y se retroalimentó con la expansión que los cruzados hicieron hacia el Medio Oriente, lugar al que llevaron sus productos y del que trajeron todo cuanto pudieron, incluyendo parte de la diversa y rica cultura producida por los árabes y bizantinos.4
A efecto de esa nueva situación, expresa Pirenne, las ciudades comenzaron a experimentar una fulgurante actividad comercial y cultural y, por ello mismo, a generar una nueva forma de vida, una nueva forma de actuar y hasta una nueva manera de pensar gracias a las diversificadas actividades comerciales y a las prístinas pero crecientes actividades industriales que fueron desarrollándose en un mundo que poco a poco empezaba a salir de los confines rurales en donde había permanecido durante tantos siglos y del virtual estancamiento cultural e intelectual que había experimentado. Dicho proceso, ciertamente, fue lento y diferenciado a lo largo y ancho del continente, pero su efecto no solo se hizo sentir en las formas de vida que fueron adquiriendo las personas, sino que signó la identidad que la sociedad europea fue adquiriendo de manera paulatina.
En efecto; al cabo de pocos siglos, el continente vio surgir decenas de ciudades interconectadas por el comercio, habitadas por gentes venidas de los más diversos lugares y pertenecientes a los distintos grupos y estamentos sociales. Dotadas de una administración especial, desarrollando una vida propia, creando nuevas formas de vivencia y convivencia, imponiendo nuevos patrones sociales y de consumo, y erigiéndose, finalmente, como centro de la organización y de la irradiación del poder, de la mentalidad y de los valores que a mediano y largo plazo iría a imponer la burguesía, esa poderosa clase social que comenzó a configurarse a partir de las actividades desarrolladas por mercaderes y banqueros o, mejor decir, que fue constituida por estos mismos a partir de las actividades que desarrollaban, las ciudades se constituyeron en el epicentro de todo el desarrollo económico, cultural y político que desde entonces empezó a experimentar el continente europeo.5
Bajo la influencia de la burguesía (influencia no absoluta, ciertamente, pero sí creciente y cada vez más notoria), las ciudades fueron adquiriendo una nueva fisionomía gracias a las dinámicas económicas y políticas que aquella imprimió, lo mismo que a efecto de las nuevas prácticas sociales y culturales que también realizaron los gremios en los que se agruparon los maestros de distintos oficios, las que desarrollaron las gentes del común que pugnaban por hacerse a un lugar dentro de ese cambiante orden, las que continuaron llevando a cabo los clérigos, monjes y sacerdotes, y las que simultáneamente acometieron los intelectuales y pensadores que fueron emergiendo en distintos lugares del continente.
Al ser la gestora y principal beneficiaria de los grandes y significativos cambios que comenzaron a producirse con el comercio y la urbanización, la burguesía, indica el historiador José Luis Romero, no solo fue definiendo su carácter y su identidad, sino que fue imponiendo su dominio en todos los aspectos de la vida social y económica en el seno de todas esas ciudades que se dispersaban en el continente; y luego, con el paso de los siglos, también allende las fronteras europeas. Gracias a que cada día atesoraban más y más riqueza por cuenta del comercio, la es peculación financiera y el acaparamiento de capital, los burgueses fueron situándose en un preponderante lugar dentro de la cerrada y estratificada sociedad medieval, y gradualmente fueron cambiando los viejos ideales del heroísmo y la santidad que les eran propios a señores, caballeros y sacerdotes, para imponer, en su lugar, los valores del trabajo, la acumulación de riqueza y el goce terrenal de los bienes que conseguían y atesoraban al amparo de las actividades que tradicionalmente habían sido censuradas y condenadas por la Iglesia y que ahora se posicionaban como las actividades que muchos querían realizar.6
Así, y teniendo que sortear los diversos obstáculos que seguían interponiéndose en su camino, los burgueses llevaron a cabo su lucha contra los anquilosados y manipuladores dogmas con los que operaban la Iglesia y los demás grupos sociales y estamentales, y no pasó mucho tiempo para que empezaran a exhibir el fruto de sus victorias, como tampoco pasó mucho tiempo para que la misma Iglesia, como apunta Le Goff, dejara de lado los resquemores que en algún momento tuvo contra las actividades comerciales y especialmente contra las que se asociaban a la usura, para plegarse a ellas y recoger los frutos que ese nuevo orden económico dispensaba. Su complacencia con esas nuevas dinámicas de la vida económica fue tal que, aunque no llegó a manifestarlo abiertamente, se mostró más indulgente con las prácticas usureras que tendieron a multiplicarse, pues estas también llegaron a representarle beneficio.7
Pero la burguesía, sin embargo, no fue la única que agenció esos determinantes cambios que comenzó a experimentar la sociedad europea ni fue el único grupo social que prorrumpió simultáneamente con la emergencia de las ciudades. Junto a ella estuvieron los intelectuales, esos hombres a quienes Le Goff caracterizó de esa manera para diferenciarlos de los teólogos medievales, los cuales cumplieron un papel igualmente revolucionario, ciertamente no en el plano económico como sí en el campo cultural. A este respecto, y aduciendo que estos tuvieron aún más importancia que los propios mercaderes —antecesores de los burgueses— en la formación de la vida y de la cultura que la sociedad tardomedieval fue adquiriendo desde el siglo XII, el citado autor afirmó:
El mercader no es ya el único y tal vez ni siquiera el principal actor en la génesis urbana del Occidente medieval. Todos aquellos que por su ciencia de la escritura, por su competencia en derecho y especialmente en derecho romano, por su enseñanza de las “artes” y ocasionalmente de las artes mecánicas [que] permitieron afirmarse a la ciudad, y especialmente en Italia convertir el Comune en un gran fenómeno social, político y cultural, merecen ser considerados como los autores intelectuales del crecimiento urbano, y uno de los principales grupos socioprofesionales a los que la ciudad medieval debe su poder y su fisionomía.8
Aunque a veces poco reconocida por la historiografía, la obra cultural que estos hombres llevaron a cabo fue de notable trascendencia, toda vez que con sus ideas y sus acciones forjaron las herramientas que sus sucesores, los humanistas y pensadores de los siglos XV y XVI, utilizaron para empezar a romper el dogmático y dominante sistema de creencias que la Iglesia impuso durante tanto tiempo, y que los filósofos de los siglos XVII y XVIII consumaron no sin enfrentar la animadversión y la censura que esa histórica institución fomentó contra ellos. Facultados para enseñar su saber tanto a los hijos de la naciente burguesía como a los hijos de nobles y señores, esos hombres de letras hicieron cuanto les fue posible para sembrar esa semilla que a mediano y largo plazo arrojaría opimos frutos en el campo de la ciencia, el arte, la filosofía y, sobre todo, para fomentar la creación de las universidades que florecieron durante esa época en Bolonia, Módena, Viena, Erfurt, Heidelberg, Colonia, Wurzburg, Leipzig, Praga y Polonia.9
Como corolario de esa noble e importante actividad, y siendo una obra a partir de la cual se forjó y definió el destino intelectual y cultural de la Europa occidental, esos hombres también se encargaron de acopiar, traducir y reproducir una significativa parte del riquísimo acervo documental que los cruzados, clérigos, mercaderes y algunos hombres de letras trajeron desde Bizancio, Bagdad, Damasco y otras ciudades de Oriente. Gracias a ese trabajo, la cultura greco-árabe fue apropiada paulatinamente por los europeos y puesta a disposición de un público que aun cuando no era masivo, por lo menos sí era más amplio de lo que hasta el momento había permitido la Iglesia. De esa manera, anota Le Goff, las obras de Aristóteles, Euclides, Ptolomeo, Hipócrates y Galeno que los cristianos heréticos —monofisitas y nestorianos— y los judíos perseguidos por los bizantinos llevaron a Oriente y que pusieron a disposición y resguardo de las bibliotecas árabes volvieron a Occidente gracias a los contactos comerciales que fueron generándose desde el siglo XII. Refiriéndose a la trascendencia que esa significativa empresa intelectual tuvo para el mundo occidental, el citado autor se pregunta y responde:
¿Qué aporta a Occidente este primer tipo de investigadores, de intelectuales especializados que son los traductores del siglo XII? […] Este tipo (de intelectuales) llena las lagunas que dejó la herencia latina en la cultura occidental, las lagunas de la filosofía, y sobre todo de la ciencia. La inmensa contribución que aportan esos obreros de la cultura es la matemática con Euclides, la astronomía con Ptolomeo, la medicina con Hipócrates y Galeno, la física, la lógica y la ética con Aristóteles. Y tal vez más que la materia, lo que aportan es el método. La curiosidad, el razonamiento, y toda la Lógica Nova con Aristóteles, la lógica de las dos analíticas (priora y posteriora), la de los Tópicos, de los Elenchi (Sophistici Elenchi) que van a agregarse a la lógica de Ventus —la Vieja Lógica— conocida a través de Boecio que vuelve a cobrar gran predicamento. Ese es el encuentro, el estímulo, la lección que el antiguo helenismo, al término de ese largo periplo por el Oriente y el África, comunica al Occidente.10
Así pues, y aunque continuaron desarrollándose bajo la inquisidora mirada impuesta por la Iglesia y su sistema de valores, pero al mismo tiempo refulgentes por las significativas transformaciones sociointelectuales que habían estado produciéndose, tanto la sociedad como la cultura europeas de finales de la Edad Media fueron adquiriendo un fascinante brillo gracias a la caracterizada obra que desarrollaron esos intelectuales de los siglos XII y XIII, lo mismo que por efecto de la obra que sus sucesores comenzaron a desarrollar en los siglos siguientes, y especialmente de la que llevaron a cabo los escultores, pintores, poetas, filósofos y escritores del Renacimiento. Al igual que sus antecesores, y con el apoyo financiero que recibieron de parte de los acaudalados mecenas, estos últimos no solo desarrollaron una formidable y original obra intelectual, literaria, poética y arquitectónica, sino que continuaron apropiando la diversa producción cultural griega, romana y bizantina que reposaba en las grandes bibliotecas de la antigua Bizancio, esa milenaria ciudad que los turcos recientemente (1453) habían atacado y puesto bajo su dominio, todo lo cual, como dice Frankopan, serviría de base para la creación de ese elaborado relato a partir del cual los pensadores y artistas europeos evocaron un pasado glorioso que, aunque realmente no tenían, sirvió para construir la identidad histórica y cultural que desde entonces empezaron a darse.11
De esa nueva mentalidad que tenuemente comenzó a forjarse desde el siglo XII y de ese nuevo universo de valores y visiones artísticas, literarias, científicas y filosóficas que se expresaron de manera más definida durante los siglos XV y XVI, dieron cuenta hombres como Nicolás Copérnico (1473-1543), Leonardo da Vinci (1452-1519), Michelangelo Buonarroti (1475-1564) y otros tantos personajes que con su saber y proceder ayudaron a desanudar los dogmas y las ataduras con que el viejo orden católico y estamental había encadenado a los hombres durante siglos; a forjar un nuevo orden de pensamiento y a facilitar la divulgación de las ideas y conocimientos mediante el uso de la imprenta, ese formidable invento que Johannes Gutenberg (¿1400?-1468) creó en 1450, gracias al cual se elaboraron y reprodujeron miles de ejemplares de la Biblia y de otros cuantos textos que, con censura o sin ella, lograron salir al público en una época en que la burguesía iba en sostenido ascenso, en que el comercio tendía a ampliarse dentro y fuera de las fronteras europeas, en que las universidades empezaban a surgir, crecer y expandirse en el viejo continente, en que la ciencia daba sus primeros atisbos y en que los europeos comenzaban a conquistar, a extraer ingentes cantidades de riqueza y a esclavizar a millones de hombres y mujeres que habitaban ese mundo con el que se toparon en ultramar, es decir, América.
Pero, a más de los determinantes cambios económicos, sociales, religiosos, culturales, intelectuales e ideológicos que fueron produciéndose durante aquella época, la vindicación del valor de la razón como fundamento del conocimiento y la vindicación del hombre como centro del universo y como agente de la historia fue otra de las notables y trascendentales transformaciones que la sociedad europea experimentó durante aquel histórico momento.
1.3. Vindicación del hombre como centro de la historia
La vindicación del valor de la razón como fundamento del conocimiento y del hombre como centro del universo y como agente de la historia, nos dice Le Goff, empezó a producirse mucho antes de lo que comúnmente suele afirmarse. A su juicio, esa obra la iniciaron varios intelectuales desde el siglo XII, entre los cuales figuró Pedro Abelardo (1079-1142), ese destacado teólogo e intelectual parisiense que adujo que las respuestas a las preguntas que el hombre pudiera plantearse, incluyendo las de orden teológico, necesitaban de medios y razones humanas y filosóficas a fin de que las cosas pudieran ser comprendidas por el hombre en toda su dimensión e inteligibilidad. Dicho plan-teamiento, agrega Le Goff, fue asunto seguido y vindicado por otros dos teólogos de la época, Bernardo de Chartres (¿?-1130) y Honorio de Autun (1080-1151), quienes no solo enarbolaron la idea de que “la ignorancia constituía el exilio del hombre, mientras que la ciencia era su patria”, sino que disertaron sobre cuestiones propias de la naturaleza, los animales, los astros y otros temas que, aunque vedados y censurados por la Iglesia, dieron cuenta del espíritu racionalista que impregnó a algunos intelectuales de la época y que se fortaleció en otros hombres de letras como Adelardo de Bath (1080-1152) gracias al acceso que pudieron tener a los textos y tratados de diverso orden que fueron traídos de Bizancio y del mundo árabe.12
Pero ese espíritu racionalista y humanista que expresaron esos hombres, añade Le Goff, no se afianzó únicamente por el hecho de que se nutrieran del legado cultural griego, bizantino y árabe, sino porque en el centro de sus pensamientos teológicos, filosóficos y científicos siempre situaron al hombre. El hecho de que esos intelectuales y humanistas definieran al hombre como naturaleza dotada de razón y capacitada para comprenderse a sí mismo y para comprender su entorno, y el hecho de que lo hicieran en un contexto en el que la Iglesia desvirtuaba y condenaba afirmaciones de ese carácter, fue asunto que, aunque no siempre se reconozca, sentó las bases para que los pensadores de los siglos siguientes vindicaran el antropocentrismo, destacando el carácter racional del hombre y resaltando su capacidad para inquirir sobre la naturaleza de las cosas y sobre los fenómenos humanos naturales.13
Y es que esto, efectivamente, fue lo que terminó sucediendo. Junto con la vindicación del hombre como un ser racional y pensante, tanto los intelectuales del siglo XII como los que acogieron las ideas expuestas por estos en los siglos XV y XVI fueron forjando y levantando una imagen del hombre como un ser libre, sediento de aventura, ávido de saber y dispuesto a forjar un mundo a la medida de sus intereses y propósitos. Con la reconceptualización de la naturaleza, asumiéndola y vindicándola como fuente de riqueza y no como escenario de la degradación, como lo habían afirmado los ortodoxos sacerdotes medievales, unos y otros fueron acercando al hombre al mundo terrenal y, simultáneamente, comenzaron a vindicar que ese mundo era fuente y escenario para su goce y su satisfacción.
Con la exaltación de la posibilidad y la facultad que le asistía al hombre para conocer y aprehender la realidad humana y natural por vía de la reflexión, de la experiencia, de la experimentación y de la deducción sin que de por medio obrara la fe, esos pensadores fueron forjando una nueva y reveladora imagen del hombre. Los dogmas y patrones de santidad, obediencia y pobreza que la Iglesia católica había impuesto como fundamento de la vida moral paulatinamente fueron invirtiéndose por los dogmas de la virtud humana, el amor terrenal, la pasión mundana, el goce de los sentidos, el despertar de las estéticas profanas y seculares, lo mismo que por la actividad productiva y el atesoramiento de riqueza como formas de sustentar la existencia y de proyectar y realizar la vida humana. Con este poderoso arsenal ideológico e imaginativo, manifiesta Romero, fue entonces que los pensadores de la época, lo mismo que los burgueses, empezaron a forjar una nueva mentalidad y, a la larga, un nuevo mundo signado por los horizontes de sentido que les eran propios a unas sociedades que, como la tardomedieval y la renacentista, comenzaron a encaminarse por las sendas de la permanente transformación.14
A ese respecto, y enfatizando en lo que sucedió en la época renacentista, el filósofo Erich Kahler aduce que los humanistas y pensadores no solo forjaron unas nuevas maneras de concebir al hombre, sino que hicieron lo propio con respecto a la naturaleza, liberándola de la quietud en la que la había mantenido el pétreo imaginario clerical medieval, para, en su lugar, apropiarla y ponerla al servicio y provecho de los hombres. La idea de que la alegría de la vida se hallaba en el mundo terrenal empezó a abrirse camino y a tal efecto muchos pensadores orientaron sus reflexiones hacia el estudio de los medios de los que podrían valerse para alcanzar fines terrenales superiores a los que hasta el momento habían podido acceder.15
Un nuevo estado de ánimo, un creciente deseo de saber y conocer, una nueva manera de estar y de sentirse en el mundo y una ferviente y cada vez más arraigada fe en lo que el hombre podía hacer para forjar su destino y para realizarse en sus más diversos aspectos y facetas fue, pues, lo que comenzó a gestarse a partir de aquellas históricas transformaciones. Así lo puso de manifiesto el floreciente ideario humanista que fue germinando durante aquella época y así lo expresaron tanto el teólogo Nicolás de Cusa (1401-1464), cuando conceptuó que la historia adquiría su sentido en virtud de lo que el hombre hacía y podía hacer,16 como el afamado humanista Pico della Mirandola (1463-1494), cuando expresó que el hombre, por voluntad divina, estaba destinado a actuar libremente en procura de buscar y consumar su propia realización.
Entonces el Supremo Hacedor decretó que, al hombre, a quien no podía conceder nada singular, le pertenecería en común, todo lo que había sido dado por Él a sus otras criaturas. […] La naturaleza conferida a todas las demás criaturas, dentro de leyes establecidas por mí mismo, las restringe y coarta. Pero tú, sin hallarte atado por ninguna estrecha ligadura, con arreglo a tu propia y libre voluntad, a cuyo poder he querido confiarte, definirás tu naturaleza por ti mismo. Te he colocado en el centro del mundo, para que desde allí puedas abarcar con la mirada cuanto en él suceda. No te he hecho ni celestial ni terrenal, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú mismo, pudiendo como puedes, hacerte y moldearte a tu albedrío, hagas de ti lo que mejor te parezca.17
En tal sentido, y no obstante el férreo control social y cultural que la Iglesia católica continuaba ejerciendo y del tutelaje que las iglesias protestantes vinieron a imponer en la vida de los hombres y en la producción del pensamiento,18 los pensadores de la época fueron desbrozando el camino que lentamente habría de conducirlos hacia la exploración, vindicación y explotación de otras formas de realización humana correspondientes con lo que Romero llamó la mentalidad burguesa, es decir, esa forma de pensamiento que se orientó hacia el constante e incesante cambio del orden existente, hacia la proyección de la vida en todos sus aspectos y hacia la realización efectiva de los terrenales intereses y propósitos materiales, sociales y políticos de los hombres; y, a partir de allí, hacia la constitución de una nueva concepción de la historia en la que el hombre sería vindicado como su principal y fundamental agente.19
Asimismo, y en virtud de esas renovadas concepciones humanistas que fueron produciéndose sobre el hombre y de esas históricas transformaciones sociales y culturales que fueron experimentando las sociedades europeas, las nociones sobre la historia también empezaron a ser resignificadas. Aunque ya san Agustín había conceptuado sobre ella asumiéndola como linealidad, universalidad y orden, fue en este nuevo contexto —y tratando de responder a las nuevas realidades, inquietudes y necesidades de la sociedad moderna— cuando se fraguó su secularización y su caracterización como progreso. En este nuevo contexto, y gracias a la secularización de todos los órdenes sociales y culturales, es decir, de la política, la filosofía, el arte y la misma naturaleza, la concepción sobre la historia, enuncia José María Sevilla, experimenta un gradual y sustancial cambio que transita “de la idea radical de Providencia a la no menos radical [idea] de Progreso como leyes históricas”.20
Atendiendo a la necesidad de responder a las preguntas existenciales que fueron generándose a propósito de los cambios culturales e intelectuales que habían estado forjándose en el viejo continente, y en contraste con las nociones dominantes que los teólogos medievales habían creado sobre el hombre y sobre la historia, y especialmente con las que el obispo Agustín de Hipona había fijado, indicando que la historia no era otra cosa que la marcha continua que el mundo tenía que experimentar, por voluntad divina, desde su creación hasta el Juicio Final, y que ese trasegar se desenvolvía en el marco del devenir de los dos reinos —el divino y el terrenal—, algunos pensadores modernos comenzaron a concebir un conjunto de ideas a partir de las cuales afirmaron que la historia era obra y resultado de la acción y la voluntad humana, y que los hombres, en tanto que protagonistas de ella, habrían de actuar con el fin de consumar su propia realización. Aunque no fue una idea originalmente creada por esos pensadores, pues desde antiquísimos tiempos bíblicos los saduceos ya habían afirmado que “los hechos humanos […] dependen de nosotros mismos, de modo que nosotros somos causa no sólo de lo bueno que nos pasa, sino también de nuestras peores desgracias, por culpa de nuestros desatinos”,21 esa noción empezó a erigirse como uno de los más sólidos paradigmas de la nueva época histórica que estaba configurándose y así, como luego veremos, lo hicieron notar los pensadores que se encargaron de reflexionar sistemáticamente sobre el asunto hasta conformar ese particular campo de estudio que vino a llamarse “filosofía de la historia”.22
Pero, si bien es cierto que este cambio de mentalidades y concepciones se fraguó contra los tradicionales y ataviados dogmas religiosos que hasta el momento habían regido la vida social, espiritual e intelectual de las personas, y que gracias a ello se transitó hacia la paulatina entronización del antropocentrismo, hacia la vindicación de la razón como agente rector del hombre y del mundo, hacia el desarrollo y posicionamiento del pensamiento científico, y hacia el posicionamiento que fue asumiendo la noción de progreso como paradigma de la acción y el destino humanos, ello no fue óbice para que la Iglesia continuara denostando de esas nuevas concepciones y para que tratara de impedir la proyección de esas ideas. Como tradicionalmente lo había hecho, en esta ocasión la Iglesia no solo las objetó, sino que con sus inquisidores tribunales excomulgó, condenó y persiguió a quienes las emitieron, y lo propio hizo con quienes se atrevieron a controvertir sus dictámenes y con quienes exigieron las reformas que ella requería.
Ese, por ejemplo, fue el amargo castigo al que fue sometido el pensador Jan Hus (1370-1415) cuando fue acusado de herejía y rebeldía, y esa, igualmente, fue la amenaza que recayó contra John Wyclif (¿?-1384), William Tyndale (1494-1536) y Martín Lutero (1483-1546) debido a las traducciones vernáculas y a los usos que estos hicieron de la Biblia, lo mismo que por las opiniones y denuncias que profirieron contra la corrupción que había carcomido a la Iglesia, contra la vulgarización que esta había hecho de los auténticos mandatos de Cristo y contra la venal y disoluta conducta que los clérigos habían asumido en todas las esferas eclesiásticas. Ese también fue el castigo que los inquisidores quisieron imponerle a Galileo Galilei (1564-1642) en razón de las ideas que este planteó sobre el movimiento de los astros luego de haber realizado sus sesudas y reveladoras observaciones, y esa, igualmente, fue la condena que profirieron contra Giordano Bruno (1548-1600), el gran teólogo y humanista napolitano que se atrevió a negar el pecado, y hasta la divinidad de Cristo; a destacar la magnificencia del universo y la naturaleza; y a vindicar la inteligencia y la capacidad que el hombre tenía para aprehender y comprender su funcionamiento.23 Esta idea, condenada radicalmente en aquel tiempo por ir en contra del discurso y del orden establecidos, terminaría imponiéndose hasta constituirse en paradigma y fundamento del mundo y del pensamiento moderno, tal y como lo destacó un tiempo después el filósofo Juan Jacobo Rousseau cuando ante la Academia de Dijon exclamó con toda vehemencia:
Qué grande y hermoso espectáculo es ver al hombre salir de la nada por sus propios esfuerzos; disipar por medio de las luces de su razón, las tinieblas en las cuales la naturaleza lo tenía envuelto; elevarse por encima de sí mismo; lanzarse con las alas del espíritu hasta las regiones celestes; recorrer a pasos de gigante, cual el sol, la vasta extensión del universo; y, y lo que es aún más grande y difícil, reconcentrarse en sí para estudiar y conocer su naturaleza, sus deberes y su fin.24
En tal sentido, y aunque su principal objetivo no consistió en socavar la autoridad de la Iglesia ni de sus autoridades, sino en vindicar las reformas que estas requerían, ello no fue impedimento para que unos y otros fueran sindicados de apostasía y presionados para que se retractaran so pena de sufrir la excomunión y la hoguera. A esto se acogió Galileo en su momento, pero no fue esa la conducta que Tyndale, Lutero y Bruno asumieron. Excomulgados y perseguidos por los inquisidores, aquellos tuvieron que huir con tal de salvar sus vidas, pero no renunciaron a sus ideas. Su convencimiento frente a lo que estaban defendiendo fue absoluto, y así lo demostró Bruno cuando con estoico espíritu prefirió la muerte a tener que retractarse de sus ideas científicas y humanistas.
Por su parte, y no obstante la excomunión y la persecución que recayó sobre ellos, Tyndale y Lutero reafirmaron sus denuncias y radicalizaron su postura frente a las reformas que la Iglesia requería para salir del piélago de corrupción en el que se ahogaban sus integrantes, generando así una serie de hechos y procesos que desembocaron en la agudización de la crisis en la que estaba la Iglesia; en la gestación y proyección del movimiento reformista, al que también se sumaron Ulrico Zuinglio (1484-1531), Juan Calvino (1509-1564) y otros tantos teólogos que se distanciaron del clero tradicional;25 en la incubación del gran cisma que a tal efecto padeció la Iglesia católica; y, en el mediano y largo plazo, en la gestación y despliegue de las devastadoras guerras de religión que libraron católicos y protestantes durante los siglos XVI y XVII, las cuales solo pudieron zanjarse hasta 1648 mediante la firma de una histórica serie de pactos conocidos como la Paz de Westfalia.26
Aquellos fueron tiempos difíciles para esos hombres y también lo fueron para otros que defendieron sus convicciones frente a la Iglesia y frente a otras instituciones de poder. Este, por ejemplo, fue el caso del gran humanista Erasmo de Rotterdam (1466-1536), autor de la famosa obra Elogio de la locura, quien también se pronunció ante los crímenes cometidos por la Iglesia y quien finalmente debió moderar sus opiniones para proteger su vida, y ese, igualmente, fue el caso de Tomás Moro (1478-1535), humanista como Erasmo e íntimo amigo de este, a quien el vanidoso rey Enrique VIII mandó decapitar por el hecho de negarse a cohonestar con los intereses personales del monarca, por denunciar las injusticias cometidas por los jerarcas de la Iglesia y por fustigar a los nobles y señores ingleses por su falsa moralidad. Autor de la célebre Utopía, memorable obra en la que profirió una elocuente crítica contra el injusto orden social, económico y político que existía en su natal Inglaterra y en la que invocó la necesidad y posibilidad de construir una sociedad más justa e igualitaria, Moro fue convertido en blanco del odio de sus enemigos y finalmente asesinado por estos.27
Pero con todo y ello, y siendo asunto que fue desarrollán-dose y afianzándose con el paso de los años, los pensadores y filósofos europeos fueron creando los nuevos paradigmas a partir de los cuales buscaron explicar el devenir y el sentido de la historia, y trazar el derrotero por el cual y hacia el cual debían conducirse los hombres; esos paradigmas fueron la razón y el progreso.28 Bajo estos paradigmas, el futuro, ¡que no el pasado!, se fijaba ahora como el horizonte hacia el cual habría de dirigirse la humanidad. En contraste con la mesiánica concepción judía y cristiana de la historia, según la cual todo el género humano se dirigía inexorablemente hacia un destino único y común que se fincaba no en el futuro, sino en el pasado sagrado, esto es, en una especie de retorno al idílico momento y lugar en que todo inició, la filosofía moderna fue elaborando una nueva y secular noción de la historia que, desligándose del pasado y orientándose hacia el futuro, afincó la idea de que ella no era otra cosa que el progresivo camino que la humanidad recorría y habría de recorrer con el propósito de procurarse su propia realización, esto es, su humanización, su dominio sobre la naturaleza y el mejoramiento y aumento de su felicidad.29
En esto consistía el progreso, y este era el racional y razonable rumbo que los hombres debían seguir. Esta idea, facturada tras una sobrepuesta conceptualización que implicó una secularización de las viejas concepciones teológicas desde las cuales se entendía y explicaba el devenir y el sentido de la historia, terminó instaurándose como esencia trascendente de la historia, erigién-dose como un dogma secular y validándose como si fuera una ley natural.30 Esto, como ahora veremos, fue lo que pusieron de presente las elocuentes obras filosóficas que produjeron algunos de los representantes de la Ilustración, y ello, como luego lo analizaremos, fue igualmente lo que destacaron los pensadores que heredaron ese tipo de ideas, ya para vindicarlas o bien para reconceptualizarlas.
Notas
1 Henri Pirenne, Historia económica y social de la Edad Media (México: Fondo de Cultura Económica, 1975), 16.
2 Jacques Le Goff, El nacimiento del purgatorio (Madrid: Taurus, 1989).
3 Pirenne, Historia, 19-35 y 106-123.
4 Jacques Le Goff, Mercaderes y banqueros de la Edad Media (Buenos Aires: Editorial Universitaria, 1984), 9-16.
5 Henri Pirenne, Las ciudades de la Edad Media (Madrid: Alianza Editorial, 1975), 87-108 y 139-142.
6 José Luis Romero, Crisis y orden en el mundo feudoburgués (Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2015), 281-296.
7 Le Goff, Mercaderes, 87-124.
8 Jacques Le Goff, Los intelectuales en la Edad Media (Barcelona: Gedisa, 1996), 14-15.
9 Ibid., 17-18.
10 Le Goff, Los intelectuales, 34 (cursivas del texto).
11 Peter Frankopan, El corazón del mundo. Una nueva historia universal (Barcelona: Crítica, 2016), 255.
12 Le Goff, Los intelectuales, 57-58.
13 Ibid., 59-64.
14 José Luis Romero, La Edad Media (México: Fondo de Cultura Económica, 2012), 180-209.
15 Erich Kahler, ¿Qué es la historia? (México: Fondo de Cultura Económica, 1985), 133.
16 La idea emitida por De Cusa es comentada por Karel Kosik, Dialéctica de lo concreto (Caracas: Grijalbo, 1988), 256.
17 Pico della Mirandola, “Oración por la dignidad del hombre”, citado por Ángela Calvo, La educación en el Renacimiento y la Edad Moderna: sus ideales antropológicos y epistemológicos (Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 1987), 2.
18 Aunque logró denunciar, deslegitimar y condenar las sinuosas y corruptas prácticas con que la Iglesia católica había actuado durante siglos, el protestantismo, con Martín Lutero a la cabeza, no abandonó la concepción pecaminosa que el catolicismo había construido sobre el hombre y tampoco vindicó la dignidad del ser humano en cuanto tal. Contrario a ello y con obstinado y conservador apego al dogma cristiano, Lutero, dice Febvre, siempre hizo una feroz negación de todo valor y de toda la dignidad humana que los humanistas de su tiempo vindicaron y defendieron. Lucien Febvre, Martín Lutero: un destino (México: Fondo de Cultura Económica, 1980), 267.
19 José Luis Romero, Estudio de la mentalidad burguesa (México: Alianza Editorial, 1989), 21-22.
20 José M. Sevilla, “El concepto de filosofía de la historia en la modernidad”, en Enciclopedia iberoamericana de filosofía. Filosofía de la historia, editada por Reyes Mate (Madrid: Trotta, 2005), 68.
21 Jacques Lafaye, De la historia bíblica a la historia crítica. El tránsito de la conciencia occidental (México: Fondo de Cultura Económica, 2013), 91.
22 Al efecto, la crítica filosófica ha dado en calificar de lógicas y especulativas a aquellas filosofías que pretendieron explicar el sentido y desarrollo de la historia a partir del descubrimiento, comprensión y explicación de las supuestas leyes que la regían, tomando en consideración aspectos que supuestamente iban más allá de los simples acontecimientos y que pueden ser aprehendidos a partir de conceptos. Al respecto véase William Henry Walsh, Introducción a la filosofía de la historia (México: Siglo XXI Editores, 1985).
23 Ernst Cassirer, Antropología filosófica (México: Fondo de Cultura Económica, 2011), 34-35.
24 Juan Jacobo Rousseau, Discurso sobre si el restablecimiento de las ciencias y de las artes ha contribuido al mejoramiento de las costumbres (México: Porrúa, 2006), 102-103.
25 Febvre, Martín, 77-89.
26 Geoffrey Parker, La guerra de los treinta años (Madrid: Machado Libros, 2003).
27 Bertrand Russell, Historia de la filosofía (Madrid: RBA Coleccionables, S.A., 2009), 558-568.
28 Erich Kahler, Historia universal del hombre (México: Fondo de Cultura Económica, 1985), 405.
29 Ibid., 411-412.
30 Sevilla, “El concepto”, 68.