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Un, dos, tres, ¡sketch!

He aquí el libro de alguien que durante sesenta años (o tal vez más) les dio letra brillante, vivaz, oportuna a voces ajenas y que hoy retoma y reordena palabras y recuerdos para referirse a sí mismo.

El autor de este libro encantador fue flaco y lungo. A los 84 años, cosas de la involución de las especies, algún que otro centímetro debe haber dejado en el camino, pero sigue grandote y es gordo. Fue el Flaco Mesa, así como en un determinado momento (nada de discriminación, estricta justicia visual) pasó a ser el Gordo Mesa. Y él, que tuvo hijos y plantó árboles, escribió un libro que lo representa y explica.

Criado en el argentino concepto de que las cosas hay que hacerlas aunque sea mal, hizo de todo y, desafiando el aserto, las hizo casi todas bien, en especial porque de cada una, aun de las fallidas, aprendió un poco. La prueba está en esta memoria de su tan extensa trayectoria. Se hizo de abajo, a chiste por minuto, convirtiendo en pan familiar los chascarrillos de cada día, a mil gags por hora. Laburante y remador, artesano y rimador, se formó humanamente en la vida provincial de mitad del siglo pasado y se moldeó profesionalmente en la radio inolvidable y única de los años cincuenta. Juan Carlos saca diez en esta prueba escrita singular, en la que revela que nada de lo vital y sensible le resulta ajeno, que fue capaz de ilustrar cada uno de sus pasos, privados y públicos, con una confesión, con una anécdota, con una broma.

El hijo de don Diego, dueño del almacén Casa Currito, heredó de él su prosapia refranera. El hijo de doña Deidamia incorporó a sus genes su función de “entretenedora”. Y de los que lo trajeron al mundo, que mezclaban con sabiduría sus respectivas estirpes campesinas e inmigrantes, obtuvo un mundo gigantesco en gracias y práctico en recursos. Es lo que hoy lo lleva a decir: “Yo todo lo aprendí mirando”.

El Loto (así lo llamaban de chico) exhibió su chapa de diferente cuando los de su edad recitaban de memoria la formación de sus equipos de fútbol preferidos, y él, en cambio, recitaba a Rubén Darío y Almafuerte: “Era tan bueno escribiendo, que los sonetos me salían de doce versos”, ironiza. La primera vez que viajó de Córdoba a Buenos Aires era un preadolescente, y fue para recibir un galardón. En el concurso radial El Gauchito Mejoral había salido primero escribiendo un acróstico para su mamá, que leyó, en vivo, en el auditorio de lr3 Radio Belgrano. Antes de convertirse, micrófono mediante, en el despertador de los cordobeses, ganó otros concursos de poesía, escribió glosas y continuidades para numerosos programas, fue presentador de la orquesta típica del maestro Lorenzo Barbero y, en especial, afectuoso cómplice de su hermano nacido Edgardo pero apodado el Gringo. Junto a él o solo, allá en Córdoba cumplió con todos los escalafones del guionista y conductor radial, de la propaladora a la gala en algún estudio de la época de oro.

Y, como era natural y previsible, un día partió a Buenos Aires. En relación con este punto y con su trayectoria, sería desaconsejable y absolutamente imposible hacer una descripción en un prólogo. Fundamentalmente porque todo se cuenta en el libro. Pero, en síntesis, quien desde joven había sido compositor de letras de tango y de folclore escribió memorables ciclos de televisión y de radio; fue el autor de obras de teatro y guiones de cine y, como si fuera poco, también brilló como intérprete. ¿Con quién le habrá faltado trabajar a Mesa? Un día, alguien le dijo, como chanza: “A vos sólo te falta escribirle a Diego de la Vega, El Zorro, y al sargento García”. Y hasta eso se le dio, porque él fue el autor cuando un canal los contrató para hacer temporada en Argentina.

Persona con inclinaciones de alumno permanente, confiesa haber aprendido de Pepe Biondi y de Don Pelele, de Héctor Gagliardi y de Toto Maselli, de Luis Sandrini y de Luis Arata. Testigo de épocas nada sencillas aunque, en ciertos aspectos, más cándidas y previsibles, el libro es también una puesta al día de registros afectivos, de oportunos reconocimientos y de observaciones para quienes fueron y son sus amigos y referencias, los de la vida y los del trabajo. Ahora puede contar con gusto que dos de sus hijos y un nieto continúan su actividad. Y hablando de cercanías y lejanías, el Flaco Mesa fracasó en un intento comercial (un supermercadito en Córdoba con un socio), pero el Gordo Mesa triunfó en el amor. El libro se lo dedica a Edith, socia en afecto continuo.

Una advertencia. En toda su larga parte final, Mesa nos depara una sorpresa mayúscula, pone en nuestro camino un artefacto explosivo que, como no nos mata, nos hace crecer. Es una ficción que le da título al libro, un imperdible alegato de actualidad que permite comprender ciertas cosas que nos pasan (e incluso que no nos pasan) y que, en ocasiones, nos hacen sentir muy solos. Un texto enjundioso que de imaginario no tiene nada.

Juan Carlos se vale de La metamorfosis, el cautivante y durísimo libro de Franz Kafka, que utiliza la metáfora de la espantosa transformación de un hombre en un escarabajo para condenar aspectos de la vida actual (el libro fue escrito y publicado entre 1912 y 1915). ¿Quién no se sintió un insecto ante alguna grave incomprensión fuerte e injusta? Desconozco —y tampoco se advierte con claridad en el libro— si Mesa sufrió alguna clase de degradación profesional, un ninguneo que lo hizo padecer. No sería algo extraño conociendo a los bueyes que aran su ambiente.

En su Mesamorfosis, cuenta lo que le sucede al autor de una tira televisiva llamada La familia unida. Por sugerencias de quienes lo atienden (sin ponerle atención alguna, en realidad) y para sobrevivir a las nuevas exigencias de la época, debe modificarle el título por La familia biodegradable, cambiar la naturaleza de sus personajes y disimular su identidad bajo el nombre de Gregorio Samsa, el mismo del desdichado protagonista del libro de Kafka.

En este caso, el infortunio es que nada de lo que el autor había conocido queda en pie. Poderosas productoras privadas deciden lo que antaño se resolvía en los canales; la figura del director artístico fue remplazada por la del gerente de contenidos y ya no queda un propietario al que se podía llegar con el solo filtro de una secretaria; ahora es atendido por un ceo desconocido e infranqueable. Mesa lo resuelve con gracia, y con ironía desafía la hostilidad generacional y la decisión de ignorar las jerarquías no arbitrarias, sino ganadas con justicia y con trayectoria. Debe ser por eso que, mientras lo leía, el libro también me hizo rodar alguna que otra lágrima.

Pero más que nada me arrancó muchas sonrisas. Y por eso pensé que, cuando el libro apareciera, debería estar acompañado por un Juan Carlos Mesa para llevarse a la mesita de luz, que tenga la función de despertarnos, cada mañana, con un chiste distinto, de los miles que escribió en su vida. Yo lo compraría.

Carlos Ulanovsky

Mesamorfosis

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