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1. El estudio de la novela de tema indígena en América Latina

1.1 El indio en las letras del continente

La literatura de tema en indígena es, en América Latina, una manifestación de vieja data. La aparición del indio en la escritura incluso se anticipó al nacimiento de América, si se acepta que esa compleja entidad cultural solo pudo existir a partir de 1507, esto es, en el momento en que en un mapa de la Universalis Cosmographia, el cartógrafo alemán Martin Waldseemüller nominó de esa manera el continente que él creía “descubierto” por su colega florentino Américo Vespucio. Tres lustros atrás, en la carta escrita por Cristóbal Colón entre el 15 de febrero y el 14 de marzo de 1493, y en la que anunciaba a los Reyes Católicos el éxito de su viaje a la región del mundo que él y su tripulación habían confundido con tierras asiáticas, el almirante había llamado indios a los hombres que encontró: en el primer párrafo del documento, tras informar que un viaje de 33 días le había permitido llegar “a las Indias”, detalla que encontró muchas islas habitadas, a una de las cuales “los Indios la llaman Guanahani”1 (el énfasis es nuestro). Desde entonces, las relaciones y documentos jurídicos de la colonización generalizaron esa y otras palabras de amplia semántica –como naturales o gentiles– para aludir a la inmensurable diversidad de pueblos que poblaban el continente. Una generalización que, por supuesto, pretendió –y en buena parte consiguió– borrar de un plumazo la conciencia de esa situación de heterogeneidad cultural.

La novela de tema indígena, a su vez, nació en América Latina hace casi dos siglos, esto es, en los primeros años de vida de las nuevas repúblicas. Al menos eso es lo que puede decirse si se asume –como lo ha hecho hasta ahora la crítica especializada– que la primera obra en su especie fue Jicotencal (1826), aparecida de modo anónimo en Filadelfia, y cuya autoría ha sido atribuida por muchos lectores y críticos al poeta cubano José María Heredia, si bien una profusa investigación de finales del siglo xx sugiere como su artífice al sacerdote Félix Varela y Morales, también nacido en Cuba.2 A partir de la publicación de esa novela –referida a la alianza que Hernán Cortés celebró con los tlaxcaltecas para vencer al imperio de Moctezuma–, el subgénero se desarrolló con profusión y complejidad, y a un grado tal que pretender dar una idea de las obras publicadas desde entonces devendría en un inventario interminable –y por ello fatigoso– con cientos de títulos y nombres.

Para dar una idea general del vigor y la amplitud de la manifestación de la novela de tema indígena en el subcontinente basta asomarse a los compendios bibliográficos de tres estudios particulares. En el más temprano de ellos, La novela indianista en Hispanoamérica (1832-1889) (1934), la investigadora portorriqueña Concha Meléndez presenta, a modo de anexo, un inventario de sus fuentes primarias compuesto por 24 novelas, que van entre el medio siglo –o poco más– corrido entre Netzula (1832), del mexicano José María Lafragua, y Aves sin nido (1889), de la peruana Clorinda Matto de Turner.3 De lo que sucedió a partir de entonces se ocupa “The Indianista Novel since 1889”, un artículo publicado en 1950 por Gerald E. Wade y William H. Archer, ambos profesores de la Universidad de Tennessee en Knoxville, y quienes logran establecer un corpus de 33 novelas entre Wuata Wuara (1904), del boliviano Alcides Arguedas, y El callado dolor de los tzotziles (1949), del mexicano Ramón Rubín.4 Finalmente, un trabajo mucho más reciente y enfocado en el caso colombiano –la tesis doctoral “Vision de l’indien à travers le roman colombien du XXe siècle” (1998), presentada por Ernesto Mächler Tobar en la Universidad de París III– ofrece referencias de medio centenar de novelas publicadas en menos de un siglo en el país: las que van entre La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera –año en que también Juan José Botero publicó Lejos del nido–, y En el país de los chimilas (1996), de Robinson Nájera Galvis.5 Ante un panorama semejante no es posible, pues, albergar dudas de lo prolífico de la novela de tema indígena en América Latina.

También de manera temprana empezó a escribirse crítica sobre esa modalidad narrativa, o por lo menos sobre la literatura americana relacionada con el universo indio. En 1884, José Martí publicó en La América, de Nueva York, una recensión sobre el rescate de una obra dramática mestiza, El Güegüence, incluida por el arqueólogo y etnólogo estadounidense Daniel Garrison Brinton en la serie Librería de literatura americana aborigen. Con la idea de ofrecer un mínimo contexto sobre el género, el escritor cubano hace una presentación del drama andino Ollantay, en el que señala su carácter cultural irremediablemente heterogéneo, no sin antes llamar la atención sobre la propensión especial de la dramaturgia para reflejar los modos de vida de un pueblo. Ese mismo año, Martí comentó la novela dominicana Enriquillo –la cual, publicada entre 1879 y 1882, se interesa en el levantamiento histórico del cacique taíno Enrique Guarocuya– en una breve carta que envió a Manuel de Jesús Galván, su autor, y en la que sugiere la tesis de que la forma ideal de “escribir el poema americano” sea una que mixture los registros lírico, épico y trágico. También debe tenerse en cuenta que, en 1887, Martí escribió un comentario elogioso de Ramona (1884), novela de la estadounidense Helen Hunt Jackson, de la que valoró –entre otros aspectos– el que hubiera hecho, “en pro de los indios”,6 lo que Harriet Beecher Stowe había hecho por los negros en La cabaña del tío Tom (1852). Como se verá enseguida, la conciencia de ese elemento de reivindicación no carece de importancia.

Fue en el siglo xx cuando, a partir de los trabajos de José Carlos Mariátegui, la crítica de la novela latinoamericana de tema indígena se definió conceptualmente y pudo cobrar, con ello, plena conciencia de sí misma como ejercicio discursivo. Una revisión más detenida de esa propuesta, y de las que siguieron su estela hasta los albores del siglo xxi, permite no solo hacerse una idea de la evolución del trabajo interpretativo del subgénero novelístico en mención, sino que, al mismo tiempo, brinda la oportunidad de conocer los principales rasgos de ese universo de fuentes primarias del que antes señalamos la riqueza y complejidad de su manifestación. A continuación, emprendemos esa tarea.

1.2 El indigenismo literario según José Carlos Mariátegui

En la última parte de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) –en el ensayo dedicado al “proceso” de la literatura–, José Carlos Mariátegui analiza lo que entiende como una corriente de actualidad en su país, el indigenismo, misma que cree ver representada, sobre todo, en los relatos de Enrique López Albújar, autor de los Cuentos andinos (1920). Para el crítico, este indigenismo se caracteriza por trascender la sola intención de elaborar un “tipo” literario, intención siempre encallada en el exotismo y la plasmación sentimental de quienes, al escribir sobre el indio, imaginaron –como Abraham Valdelomar en sus cuentos sobre el Imperio inca– los esplendores de un pasado irremediablemente perdido. Por el contrario, el indigenismo estaría comprometido con la emergencia de un nuevo estado de conciencia histórica en el Perú; advierte Mariátegui que “Los ‘indigenistas’ auténticos –que no deben ser confundidos con los que explotan temas indígenas por mero ‘exotismo’– colaboran, conscientemente o no, en una obra política y económica de reivindicación –no de restauración ni resurrección–”.7 Ya antes, en el segundo capítulo de su obra capital, el ensayista había examinado las maneras históricas en que había querido materializarse ese gesto de reivindicación del indio y entre ellas había señalado, como la única posible, la restitución de la propiedad de la tierra para el nativo. A Mariátegui le parecen demagógicas las cruzadas humanitarias y educativas con las que, hasta ese momento, se había querido redimir al indio de su relegación social, y señala con vigor los argumentos cosmovisionales e históricos sobre los que se asienta la necesidad de implementar la restitución económica, pilar de otras restituciones: “La República ha significado para los indios la ascensión de una nueva clase dominante que se ha apropiado sistemáticamente de sus tierras. En una raza de costumbre y de alma agrarias, como la raza indígena, este despojo ha constituido una causa de disolución moral. La tierra ha sido siempre toda la alegría del indio. El indio ha desposado la tierra. Siente que ‘la vida viene de la tierra’ y vuelve a la tierra. Por ende, el indio puede ser indiferente a todo, menos a la posesión de la tierra que sus manos y su aliento labran y fecundan religiosamente”.8

Crear la conciencia necesaria para impulsar la reivindicación del indio es una tarea que, en parte, corresponde a la literatura indigenista, toda vez que en esa corriente “el problema indígena [...] es planteado en sus términos sociales y económicos, identificándosele ante todo con el problema de la tierra”.9 Ese tipo de representación estuvo ausente en la literatura histórica exotista del siglo xix, así como en una novela sentimental y de talante humanitario como Aves sin nido (1889), que algunos críticos quieren ver como la primera novela indigenista latinoamericana –entre ellos Luis Alberto Sánchez y Julio Rodríguez-Luis–,10 sin importar que en ella no se cuestione la posesión feudal de la tierra por parte de los hacendados y autoridades municipales que explotan a los indios de Kíllac.

La reflexión de Mariátegui, sin embargo, importa no solo por la introducción del concepto de la reivindicación como criterio para distinguir el indigenismo propiamente dicho de otra literatura que, ocupándose del indio, ha hecho de él, primordialmente, un tipo exótico o la figura de un decorado apenas sentimental. El ensayista también se detiene en otro rasgo fundamental entre los que caracterizan el subgénero literario: el hecho de que no es el indio quien escribe sobre sí mismo, sino alguien que, situado en otra posición social, asume la tarea de representarlo y convertirlo en un personaje literario sui géneris. Esa idea nutricia, intuida por Martí –ya se vio que para él era claro que en ciertas obras literarias de tema indígena se manifestaban varios códigos culturales–, será la columna vertebral de la canónica propuesta de Antonio Cornejo Polar sobre la heterogeneidad constitutiva del indigenismo. Escribe Mariátegui en su capítulo literario:

Y la mayor injusticia en que podría incurrir un crítico, sería cualquier apresurada condena de la literatura indigenista por su falta de autoctonismo integral o la presencia, más o menos acusada en sus obras, de elementos de artificio en la interpretación y en la expresión. La literatura indigenista no puede darnos una versión rigurosamente verista del indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su propia ánima. Es todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama indigenista y no indígena. Una literatura indígena, si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén en grado de producirla.11

Se trata de una juiciosa advertencia acerca del carácter estético y mimético del personaje amerindio en la literatura, el cual, aunque posea algunos rasgos que lo liguen con algún referente del mundo extralingüístico del lector, no puede ser asumido como el reflejo equivalente de ninguna entidad étnica. No puede pedírsele a la novela de tema indígena que renuncie a las licencias de la ficción y la estilización para asumir la pretensión de veracidad y los modos de representación que son característicos del reporte etnológico. Sin embargo, ese orden de cosas ha sido ignorado por algunos críticos del indigenismo y la literatura de tema indígena en general, quienes, atrapados en las ilusiones suscitadas por la novela del realismo social, han pretendido que las obras expresen, con integridad, realidad etnográfica y verdad antropológica. El crítico guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, por ejemplo, acusó a la novela indigenista de plasmar un indio inexistente: de no ser capaz de penetrar en “lo primigenio indio”12 ni incorporar el habla del indio, resultado de lo cual era la precaria aparición de unos “indios de bisutería”.13 Por su parte, Henri Favre, en El indigenismo (1996) –un recuento omnicomprensivo de esa corriente intelectual–, plasma una crítica ácida de la novela latinoamericana indigenista, a la cual ve sospechosamente cercana al “costumbrismo español”,14 distante del mundo indio e incapacitada para dar vida a sus personajes, los cuales reduce a un conjunto limitado y poco diverso de tipos, fácilmente identificables –incluso “fantoches”–, entre los que destacan un hacendado particularmente ambicioso y violento, un mestizo cruel que administra su propiedad, un alcalde autoritario, un cura libidinoso y corrupto, y una masa india prácticamente indiferenciada al nivel de los individuos que la conforman, como no se trate de la figura de su líder, casi siempre un viejo “prudente y sabio”.15 Sin embargo, empeñado en desnudar la simpleza dramática del indigenismo, Favre llega por esa misma vía a una conclusión relevante: que esa modalidad de novela –y, agregamos nosotros, toda la literatura de tema indígena escrita por “mestizos”– se traduce en una disposición estructural que, en esencia, opone al indio a lo que no es indio.16 Esta última constatación, a la que suscribimos, nos permitirá introducir una aclaración fundamental de cara a lo que se viene en estas páginas.

Hace medio siglo, en un ensayo que acabó por hacerse canónico, el antropólogo mexicano Guillermo Bonfil Batalla llamó la atención sobre la insuficiencia –o mejor, la sesgadura semántica– del concepto de indio, el cual torna invisible la diversidad étnica y cultural vigente en el continente americano antes del descubrimiento, y convierte a sus referentes en una entidad social indiferenciada, caracterizada, sobre todo, por encontrarse sujeta al colonizador europeo o al dominador mestizo. Escribe Bonfil Batalla: “La categoría de indio, en efecto, es una categoría supraétnica que no denota ningún contenido específico de los grupos que abarca, sino una particular relación entre ellos y otros sectores del sistema social global del que los indios forman parte”;17 y agrega una sentencia de la que, como parecerá obvio, la oposición enunciada por Henri Favre es deudora: “La categoría de indio denota la condición de colonizado y hace referencia necesaria a la relación colonial”.18 Al autor mexicano le parece que hablar de lo étnico, antes que de lo indio, permite rescatar la posibilidad de describir, por sí mismas, las cualidades diferenciadoras de las “unidades socioculturales”19 en cuestión; sin embargo, incluso esa expectativa es descartada por epígonos suyos, como es el caso del etnólogo Arturo Warman, quien en su último libro –publicado en los primeros años del siglo xxi– advierte que también el de etnia es un concepto problemático: se le antoja “suelto, ambiguo e impreciso”20 a causa de su contenido semántico mudable y transitorio.

El escepticismo de Warman sugiere, por supuesto, lo vano que resulta pretender atrapar con palabras la realidad última de las cosas; lo quimérico que resulta tratar de hacer justicia, con categorías lingüísticas, a las particularidades de la cultura humana. Pero para consignar la aclaración que anunciábamos ni siquiera es necesario llegar a ese nivel ontológico, pues de lo que se trata es de una situación eminentemente textual, y es que en la literatura de tema indígena lo que hay son, en esencia, indios. Sin que sea necesario objetar el reclamo político que desenmascara la carga ideológica de ese término, es forzoso admitir que son indios o indígenas los personajes que la literatura concibe y sitúa en el sistema de signos de las obras. Y así los nomina –incluso cuando los asocia con categorías étnicas particulares– porque lo que hace con ellos es oponerlos a otros personajes que se les distinguen, ya se trate de blancos, negros, mestizos, conquistadores, hacendados o cualesquiera otras categorías que logren o necesiten diferenciarse en el contraste. Lo que queremos decir, simplemente, es que, aun aceptando la justeza de la crítica de Bonfil Batalla contra la categoría de indio, esta es precisamente uno de los elementos constitutivos del tipo de literatura que nos interesa y por eso nuestra elección terminológica no es síntoma de miopía antropológica, sino, más exactamente, obligación de método. Hecha esta salvedad, conviene seguir con el recuento del proceso crítico de la novela de tema indígena.

1.3 Indianismo, indigenismo, neoindigenismo

y testimonio indígena

En la década que siguió a la de la aparición del trabajo de Mariátegui, Concha Meléndez publicó, como se mencionó atrás, La novela indianista en Hispanoamérica (1832-1889) (1934). A diferencia de la categoría indigenista empleada por el crítico peruano, Meléndez apela al término indianista para etiquetar las novelas históricas decimonónicas en que se concentra su estudio, si bien sugiere que la categoría puede extenderse a otras novelas de tema indígena: “Hemos aislado en nuestro estudio un aspecto de la literatura romántica en la América española: las novelas indianistas. Incluimos en esta denominación todas las novelas en que los indios y sus tradiciones están presentados con simpatía. Esta simpatía tiene gradaciones que van desde una mera emoción exotista hasta un exaltado sentimiento de reivindicación social, pasando por matices religiosos, patrióticos o sólo pintorescos o sentimentales”.21

La novela que Meléndez distingue como de reivindicación social es Aves sin nido, en la cual, aunque sea perceptible su tono de sentimentalismo romántico, es evidente el afán de denunciar la opresión sufrida por el indio en manos de la “trinidad aterradora”22 que conforman el cura, el gobernador y la aristocracia, por más que –como ya señalamos– no se plantee el problema de la tierra. De modo que, así como en el caso de Mariátegui, la crítica portorriqueña ve como susceptibles de diferenciación unas novelas en las que domina la plasmación exotista y sentimental del tema indígena y otras en las que el dibujo incorpora elementos de reivindicación del indio, más allá de que el uno defina como indigenista el subconjunto que le interesa –las obras comprometidas con la redención del indio– y la otra quiera nominar como indianista todo el universo. En un principio prevaleció el criterio de Meléndez, a juzgar por el artículo ya mencionado de William Archer y Gerald Wade, quienes, en 1950, usan la categoría indianista –en español– para clasificar 33 novelas latinoamericanas de la primera mitad del siglo xx, entre las que son mayoría las que denotan intención social y dejan sentir un gran tono ético –esto es, más cercanas al indigenismo de Mariátegui– que las históricas o de interés arqueológico, de acuerdo con las palabras de los autores.23

Luis Alberto Sánchez, en un tratado de la novela hispanoamericana que reescribió a lo largo de un cuarto de siglo, Proceso y contenido de la novela hispano-americana (1953-1976), toma los cabos sueltos de las clasificaciones esbozadas por Mariátegui y Meléndez y establece, de modo definitivo, las dos categorías que, a su juicio, deben diferenciar sendas modalidades de novela sobre el indio. Sánchez zanja la cuestión con un parafraseo explícito del trabajo de Meléndez: “la novela india de ‘mera emoción exotista’ será la que llamemos ‘indianismo’ y la de ‘un sentimiento de reivindicación social’, ‘indigenismo’”.24 Más adelante, mientras comenta la obra narrativa de Jorge Icaza, concluye que indianismo e indigenismo “no sólo son diferentes, sino antagónicos”.25 Es interesante constatar que, para Sánchez, se trata de una dicotomía aferrada no solo al contenido de las novelas, sino también a una distinción léxica que, con cierta naturalidad, separa dos tipos de “actitud” frente al habitante nativo de América: “Se llamaba ‘indio’ al aborigen de América, desde los tiempos de la llegada de Colón, pues él pensó haber dado con otro costado de las Indias Orientales, el occidental; se usó el de ‘indígena’, sin saber cómo ni por qué, a partir de fines del siglo xix. Parece como que en tal vocablo se hubiera recargado cierta dosis de intención reivindicatoria y social, de que no estaba libre la de ‘indios’. Con ser una sutileza casi verbalista, ella contiene significado esencial”.26

Esa “sutileza casi verbalista”, bien se ve, anticipa la queja filológica de Guillermo Bonfil Batalla y, de paso, sugiere un tibio paliativo para esta. Pero lo que más importa en la intervención crítica de Sánchez es que se establece una estructura de términos en sucesión histórica (indio da paso a indígena), para pensar en una periodización o proceso de la novela de tema indígena latinoamericana. Que ese era el camino que iba a seguir la crítica lo confirman los trabajos de Tomás G. Escajadillo y Julio Rodríguez-Luis, quienes, afiliados a la expectativa de Mariátegui de que el indio llegara a escribir su propia literatura, analizan un proceso histórico que sugiere una aproximación gradual a esa posibilidad de expresión étnica.

En La narrativa indigenista peruana (1994) –reescritura de su tesis doctoral de 1971–, Escajadillo desarrolla las categorías legadas por sus predecesores y adiciona una tercera, neoindigenismo, la cual entiende como una modalidad avanzada del indigenismo. Para este investigador peruano, el indianismo se habría impuesto en la escena narrativa hasta entrado el siglo xx y se caracterizaría por el predominio de una emoción por lo exótico, la artificialidad del entorno romántico, el desinterés por la psicología del indio y un sesgo sentimental y católico que incluso puede llegar a relativizar algunas manifestaciones de reivindicación social, como cree Escajadillo que ocurre con Aves sin nido, novela en la que, a su juicio, el tema indígena recibe un tratamiento romántico. El indigenismo ortodoxo habría surgido solo cuando una “suficiente proximidad”27 respecto del referente étnico permitió dejar atrás la perspectiva romántica, con lo que, consciente o inconscientemente, se afirmó el componente de la reivindicación social; y, como eco de la visión de Mariátegui, Escajadillo propone que la literatura de su país habría inaugurado esa corriente con los Cuentos andinos de López Albújar.28

Esa proximidad, susceptible de cualificarse desde una perspectiva antropológica, acabaría penetrando en el “universo mítico del hombre andino”, el cual operaría como nuevo referente para una narrativa que hasta entonces había mirado la vida nativa con cierta objetividad etnográfica y con estrategias narrativas susceptibles de agotamiento. Surge entonces el neoindigenismo, materializado en la narrativa de madurez de José María Arguedas –concretamente, las novelas Los ríos profundos (1958) y Todas las sangres (1964)– y cuyos rasgos serían la “develación” del mito con recursos del “realismo mágico” o “lo real maravilloso”29 –lo que implica, en general, una transformación de las estrategias narrativas–, la intensificación de la expresión lírica o poemática, y la ampliación del planteamiento de la cuestión indígena a una escala nacional e incluso planetaria, toda vez que la explotación del nativo andino no podría pensarse como un problema ajeno a la sujeción capitalista del llamado “tercer mundo”.30

Con su tesis de la inclusión del mito en la narrativa peruana de mediados del siglo xx, Escajadillo sugiere –o propiamente documenta– la expresión en ella de algo que, grosso modo, podría identificarse como una voz propiamente india o, simplemente, ancestral. Pues bien, es en ese sentido que avanza la reflexión del crítico cubano Julio Rodríguez-Luis, quien tiene claro que hay un “tercer avatar” para la literatura indigenista. En su trabajo, publicado en 2004, Rodríguez-Luis propone que el indianismo habría dado paso al indigenismo una vez que los escritores, conscientes de que pretendían dar cuenta de un referente que era exterior a su universo cultural, se esforzaron por “paliar lo artificial de su proyecto” y apostaron por una “apariencia de autenticidad respecto a su objeto”,31 gesto que el crítico entiende como una aproximación antropológica. En un principio –digamos nosotros, con el indigenismo ortodoxo de Escajadillo–, se aborda desde afuera la cultura del indio, de modo que este no habla propiamente o lo hace con la voz que, para él, imagina y forja el escritor mestizo, quien, por lo demás, se apoya en la cuestión indígena para adelantar su propia agenda política. En el periodo neoindigenista, esa mirada externa cede el lugar o, mejor, se complementa con un “enfoque interiorista” que pretende apropiarse “totalmente” del referente indígena, de modo que todos los componentes de su vida social, psicología y cultura puedan ser aprovechados, entre ellos el mito. Sin embargo, advierte Rodríguez-Luis, por más que se acerque a la subjetividad del nativo, incluso ese enfoque no puede evitar recurrir a una traducción del texto indígena que es, en el fondo, un tipo de “tergiversación”.32

La superación del escollo vendrá con el “género testimonial” –el tercer avatar indigenista propiamente dicho–, en el cual las historias por narrar son, en esencia, historias de vida recogidas por antropólogos. Aparte de la voz indígena, dominante en la narración, el texto incorpora mínimas intervenciones editoriales con las cuales se busca facilitar el trabajo del lector. Esta modalidad literaria se desarrolló particularmente en la segunda mitad del siglo xx, y habría nacido con Juan Pérez Jolote (1948), libro publicado por el antropólogo mexicano Ricardo Pozas. Rodríguez-Luis se refiere, con entusiasmo, a lo que ve como la manifestación, en esa obra, de una perspectiva indígena sin los sesgos de una orientación con intereses y prejuicios ajenos: “no se enuncia en la obra un mensaje político, puesto que el narrador original no se rebela contra la explotación de que es víctima, sino que acepta la terrible situación en que vive su comunidad; ni tampoco se idealiza a esta, puesto que ese narrador original describe a su pueblo y a sí mismo con absoluta objetividad”.33 Por no ser ni alegato político, ni novela, el testimonio acaba emergiendo como un género peculiar que, en cierto sentido, se brinda como respuesta a la pregunta de Mariátegui por una literatura producida por el indio. Por supuesto, se trata de un punto de llegada paradójico, toda vez que, en el ejemplo particular aducido por Rodríguez-Luis, la esperada literatura del indio llega a cambio de apagar el gesto de “virilidad suficiente”34 con la que el nativo debe luchar por la tierra y contra sus opresores, para emplear una expresión de Manuel González Prada, inspirador del trabajo crítico de Mariátegui.

Hace poco más de un lustro, Carmen Alemany Bay compuso una síntesis de la evolución de la narrativa latinoamericana sobre el indígena que, en términos generales, se pliega al bosquejo ofrecido en los párrafos previos. Sin embargo, a propósito del género testimonial, la autora aporta una reflexión novedosa: a su juicio, el agotamiento del neoindigenismo hacia los años setenta habría llevado a que las “reflexiones literarias” sobre el indígena se incorporaran a diversas modalidades narrativas “renovadas”: las novelas sobre el multiculturalismo, las obras en molde de “nueva novela histórica” que tratan de rescatar elementos del pasado indígena y la narrativa testimonial.35 Alemany Bay, quien no considera la temprana aparición de Juan Pérez Jolote, tiene para sí que el tema indígena encarnó en el testimonio desde fines de los setenta y en cierto sentido por influjo de las investigaciones en campo del etnólogo cubano Miguel Barnet, autor de Biografía de un cimarrón (1966).36 En un principio, la divulgación de testimonios tenía el propósito de acceder, por vía de la memoria individual, a imágenes válidas de una historia colectiva que, por razones políticas, no tenía plena divulgación o era materia de tergiversación; pero, andando el tiempo –en la última década del siglo xx–, esos ejercicios narrativos se desplazaron hacia la conciencia de la propia experiencia del individuo entrevistado, tornándose más subjetivos y estéticos.37 En ese punto, propone Alemany Bay, la narrativa sobre el indígena “vuelve a sus orígenes”,38 toda vez que en la época colonial se habría puesto en marcha con autores que, como Bartolomé de Las Casas y Bernardino de Sahagún, basaron sus descripciones culturales en los testimonios que recabaron de los indios americanos; o que, como los mestizos Huamán Poma de Ayala e Inca Garcilaso de la Vega, hicieron de su propio testimonio la materia narrativa de sus escritos.

No sobra decir que, cuando Mariátegui apela a una “literatura indígena” que “vendrá a su tiempo”, deducimos que el crítico no se refiere a esa narrativa autobiográfica editada como testimonio, ni a la expresión literaria autóctona existente ya desde la época precolombina y preservada, en su mayor parte, en la tradición oral; y que tampoco se refiere a la literatura de esa época o de la Colonia, creada por indígenas y transcrita, en su fonética original, al código alfabético occidental, difundida en compilaciones folclóricas. La aclaración de que esa literatura, “si debe venir” –repárese en el sentido de incertidumbre de esas palabras, o, como escribió alguna vez Luis Cardoza y Aragón, de “titubeo”–,39 solo surgirá cuando “los propios indios estén en grado de producirla”, da a entender que se trata de una literatura de ficción en molde occidental que se antojaba improbable en 1928.

A un lado del avatar del “género testimonial” sería necesario considerar la producción narrativa ficcional de indígenas o mestizos –los límites son imprecisos– que salpica el siglo xx, y a la que es necesario vincular al escritor de origen zapoteco Andrés Henestrosa, autor de la colección de relatos Los hombres que dispersó la danza (1929), así como al wayúu Antonio Joaquín López, autor de la novela Los dolores de una raza (1956), entre otros nombres. La materialidad precaria de las obras originales –con su invisibilidad inherente–, la concentración del trabajo crítico en el área andina y, no en menor grado, la discusión todavía inacabada sobre la identidad étnica, han estorbado el reconocimiento de esas expresiones como literatura indígena, con lo cual sería necesario repensar y ajustar algunas de las categorías implementadas por la crítica.40 En el caso particular de Colombia, el estudio de la narrativa indígena en español apenas cursa las fases de búsqueda, contextualización cultural y glosa libre de las obras, tal como lo muestra un trabajo publicado en los primeros años de la presente década por el escritor e investigador Miguel Rocha Vivas.41

1.4 La heterogeneidad de la novela indigenista según Antonio Cornejo Polar

Las ideas de José Carlos Mariátegui también han sido desarrolladas por el connotado crítico peruano Antonio Cornejo Polar, si bien este, a diferencia de los autores mencionados previamente, se muestra más bien escéptico a propósito de la emergencia –andando el tiempo– de una literatura propiamente indígena. Por el contrario, en Literatura y sociedad en el Perú: la novela indigenista (1980), Cornejo Polar pone el énfasis en la brecha que separa al productor de la novela indigenista de su referente nativo, y se muestra convencido de que lo que en esencia caracteriza a ese tipo de obras es la heterogeneidad de la situación sociocultural en juego y la composición formal de la literatura que la expresa.

Para Cornejo Polar, la condición de existencia de la narrativa indigenista es la percepción, como elementos diferenciados, de un universo indígena y otro en el que se produce literatura sobre este. Esa diferenciación es tanto estructural –esto es, al nivel de las categorías lingüísticas que conforman relaciones de oposición– como sociocultural, toda vez que, por ejemplo, hoy en día es posible distinguir a una sociedad ancestral y agraria anclada a una concepción mágica del mundo, “más primitiva”, y a una moderna, urbana y capitalista, de filiación occidental, que pretende “dar razón” de la primera.42 Mutatis mutandis –realmente, la única condición necesaria del indigenismo es que se perciba la oposición fundante, más allá de las cualidades enfrentadas–, ese orden de cosas ha sido el principio constituyente de la escritura sobre el indio en América, desde su manifestación seminal en las crónicas del siglo xvi hasta las novelas de Ciro Alegría y José María Arguedas, que Cornejo Polar distingue como indigenismo en “plenitud”,43 pasando por los registros narrativos del Romanticismo, el modernismo y el realismo psicológico.

Cuando el crítico pone la lupa sobre el proceso de producción de la novela indigenista, distingue en él cuatro elementos constitutivos: la instancia que produce la novela, instancia que posee características ajenas al mundo indio y entre las cuales no es la menor el uso de un código lingüístico occidental; la obra misma, con su factura novelesca y por ello también alejada del universo nativo; el circuito de comunicación de la novela, el cual excluye al indio e integra a lectores urbanos y letrados, y, finalmente, el referente, ese sí perteneciente al universo indígena. Puede decirse, en términos generales, que este último es un elemento subordinado a los otros tres; sin embargo, esa sujeción no se da completamente, pues en algún grado o sentido el referente escapa al orden que quiere imponérsele y acaba incidiendo en la conformación de la novela, situación que por excelencia expresa su heterogeneidad.

Cornejo Polar se refiere a esa incidencia como “impacto del referente” y la traduce en tres realizaciones formales: la disposición de algunos argumentos como adición de relatos independientes, forma ligada a la oralidad ancestral, y que el crítico encuentra ejemplificada en las novelas La serpiente de oro (1935) y Los perros hambrientos (1939), ambas de Ciro Alegría; la inserción de canciones e imágenes líricas sobre el paisaje, recurso común en la obra narrativa de José María Arguedas, y la asunción, por parte del discurso novelístico, de componentes míticos, tanto en el sentido de insertar textos de mitos en su discurso como en el de asumir una perspectiva mítica o, propiamente, un “pensamiento mítico”.44 Cornejo Polar alude como ilustración de esto a El mundo es ancho y ajeno (1941), de Alegría, y a Todas las sangres (1964), de Arguedas, ya que en ambas se propone un desenlace con destrucción del “venerable mundo primitivo” del que se espera la fundación de un mundo nuevo en el cual el indio será libre.45 En esta tercera modalidad o, mejor, posibilidad de impacto del referente, se verifica un encuentro entre la conciencia mítica y la conciencia histórica, con recíprocas influencias según el autor: “Parece indudable que el tiempo mítico no puede generar una construcción propiamente novelesca, que como se ha visto requiere de la historia, y en este sentido el indigenismo se ve forzado a modificar el referente para incorporar una forma de conciencia que le es ajena: la novela indigenista debe, por así decirlo, historificar el mito. Como es claro, este proceso no deja de transformar a su vez, en sentido inverso, partiendo del mito, la concepción de la historia”.46

No cabe duda de que la comunión de mito e historia en la novela indigenista es una de las manifestaciones más elocuentes de la heterogeneidad y las contradicciones que conforman el subgénero; sin embargo, es importante entender que de ese enfrentamiento interesa sobre todo su concreción formal, lo que, en términos de Mariátegui, equivale a la concepción relievada del artificio. Cornejo Polar concluye que, más que los contenidos o, mejor, más que las pretensiones de revelar una realidad indígena o de ofrecer un testimonio interno del mundo indio –incluso de proponer su reivindicación–, la novela indigenista consigue plasmar, en su forma, la situación estructural de la que el indio es elemento constitutivo en su relación contradictoria con otros elementos. La literatura reproduce los conflictos que conforman la sociedad que la engendra, y ello implica que habrá novela indigenista mientras no haya una integración plena de los estratos socioculturales que se enfrentan al interior de los países en que se escriben las novelas. El caso del Perú, estudiado por Cornejo Polar, supone un orden de cosas perfectamente extrapolable a Colombia y, en particular, a sus diversos ámbitos regionales.

Podría concluirse que la perspectiva de Cornejo Polar es escéptica respecto de la expectativa de Mariátegui –y de buena parte de sus émulos– de que el indio llegue a escribir su propia literatura, reducido como está a ser poco más que el referente de la novela indigenista. Pero, de la misma manera, no puede perderse de vista que Cornejo Polar muestra un optimismo notorio respecto a la larga vida y vigencia de esa corriente, amenazada por la caducidad de acuerdo con otros críticos. Para Tomás Escajadillo, por ejemplo, las renovaciones formales del neoindigenismo habrían sido la respuesta a una “cancelación” propiamente dicha –y no a una transformación– del indigenismo ortodoxo.47 Antes que él, Luis Cardoza y Aragón ya había sugerido que el indigenismo se había hecho caduco o arcaico una vez que el indio accedió a una conciencia histórica que lo llevó a luchar efectivamente por su causa, y que, ante los genocidios reales, lo demás era pintoresquismo. Escribe el ensayista guatemalteco a propósito del caso mexicano: “¿Por qué México, país muy indio, no tuvo sobresaliente novela indigenista? ¿No es la Revolución mexicana la respuesta?”, y agrega que la “idea” se habría plasmado en la novela decimonónica, concretamente en Los bandidos de Río Frío (1889-1891), de Manuel Payno, allí donde un personaje propone que los indios se enfrenten a muerte a “la gente de razón”.48 Por supuesto, esta interpretación no basta para anular el vaticinio de vigencia de Cornejo Polar, el cual encuentra significativa validación en la abundancia contemporánea de las novelas de tema indígena: basta considerar que solo en Colombia fueron publicadas más de diez obras en la segunda década del siglo xxi.49

1.5 Una investigación sobre novela de tema indígena (nti) en Antioquia

Es nuestro propósito, en los capítulos que siguen, emprender un estudio de la novela de tema indígena (en adelante, nti) escrita en Antioquia, materia prácticamente intocada por la crítica si, más allá de los comentarios a las obras individuales, se piensa en su conformación como tradición o corriente literaria. En concreto, nuestro ejercicio consistirá en presentar, inicialmente, un panorama general de la sucesión en el tiempo de las novelas del corpus, para después abordar con detalle –con intención descriptiva y caracterizadora– un conjunto de tres novelas en las que, creemos, se hace perceptible un proceso literario de representación del indio. Sin embargo, antes de echar a rodar esas unidades discursivas nos son forzosas algunas aclaraciones metodológicas.

La referencia a Antioquia, entendida con objetividad como una unidad político-administrativa del territorio colombiano, sin duda está inspirada por tratarse del departamento en el que se sitúa la Universidad de Antioquia, nuestra sede de trabajo; pero también –y no en poca medida– por la necesidad de delimitar un corpus de novelas de otra manera inabarcable. Siendo nuestro propósito general estudiar la nti latinoamericana –o, si se quiere, las obras publicadas en Colombia– para presentar nuevos datos sobre ella o para aportar una reflexión inédita sobre algunos de sus rasgos, entendemos que es necesario concentrar la mirada nada más que en un grupo de obras, entre las muchas –se cuentan por centenares– aparecidas en el subcontinente en los últimos dos siglos. Por lo demás, ese ha sido el modus operandi de buena parte de los trabajos críticos considerados en las secciones anteriores: José Carlos Mariátegui, Tomás Escajadillo y Antonio Cornejo Polar se concentraron en revisiones críticas de la literatura peruana, sin que ello estorbara para que, más adelante, los procesos detectados y las categorías clasificatorias propuestas fueran referencias legítimas de otros investigadores del amplio caso latinoamericano, entre ellos Luis Alberto Sánchez y Julio Rodríguez-Luis.

Algo similar podría decirse del trabajo de Concha Meléndez, quien recurre a una selección de obras del siglo xix para darle contenido a la categoría de novela indianista, misma que William Archer y Gerald Wade recogen para acomodar un conjunto de obras de la primera mitad del siglo xx. Si se quiere, podríamos reformular nuestro propósito de cara al sentido de la delimitación implementada: lo que realmente pretendemos es estudiar la nti con base en novelas escritas por autores antioqueños. A la luz de esta aclaración, se entenderá que nuestro foco no está puesto en ninguna materia étnica que pudiera entenderse como antioqueña o perteneciente a Antioquia: nos interesa, por ejemplo, una novela que aluda a comunidades amazónicas si su autor es un antioqueño –tal como ocurre con Toá. Narraciones de caucherías (1933), del medellinense César Uribe Piedrahita–, de la misma manera que hemos descartado obras que, referidas a elementos culturales situados en Antioquia, no fueron producidas por autores nacidos allí.

Con cierta intransigencia notarial, entendemos por “autor antioqueño” todo aquel –y solo aquel– que haya nacido en cualquier lugar del departamento de Antioquia. Esta obstinación era necesaria si lo que se quería era contar con un criterio objetivo para establecer un corpus de referencia útil. Es por esa razón, por ejemplo, por lo que no hemos tenido en cuenta una novela como Locos por las amazonas (2005), de Faber Cuervo, un autor radicado hace mucho tiempo en territorio antioqueño, pero nacido en El Cerrito (Valle del Cauca); ni hemos incluido en nuestro recuento a Tríptico de la infamia (2014), por ser Pablo Montoya, a pesar de su nítida ascendencia antioqueña, un escritor nacido en Barrancabermeja (Santander). Haber incluido esas novelas en el corpus en atención a la endoculturación “paisa” de ambos autores nos habría obligado, como contraparte, a poner en duda la incorporación de El Dorado (1896), cuyo autor, Eduardo Posada, nació en Medellín pero residió por mucho tiempo en Bogotá, ciudad donde, incluso, publicó su obra. Plegarse con rigor a un criterio de delimitación implica, inevitablemente, seleccionar al mismo tiempo que descartar, sin que tenga sentido pretender evitar el descarte de algún elemento al precio de renunciar a otro. Mucho menos conviene manipular la condición de selección para hacer la vista gorda frente a las forzosas renuncias. Cuando el criterio de corte se define con limpia intención metodológica, antes de calcular sus implicaciones, la sensatez pide seguirlo a rajatabla.

Los párrafos previos ya habrán sugerido al lector que no albergamos muchas esperanzas respecto a la realidad o posibilidad de que Antioquia sea una entidad o ámbito sociocultural homogéneo y reconocible con objetividad. No se nos escapa que, antes que nada, se trata de una delimitación político-administrativa sobre la que, por supuesto, se han tejido hechos discursivos que permiten imaginarla como una comunidad real. Creemos, con Benedict Anderson, que el sentimiento campante de que a lo antioqueño corresponde un ethos positivo, localizado e integrador, no es otra cosa que la consecuencia de una cruzada ideológica en la que han sido cruciales las manipulaciones lingüísticas en general y, en particular, una estratégica producción de textos impresos.50 Aunque nos seduce el valioso y clásico trabajo de la antropóloga Virginia Gutiérrez de Pineda sobre las condiciones de existencia –históricas y socioculturales– de un “complejo regional antioqueño o de la montaña”,51 sabemos que ese cuadro, conformado de modo preponderante por una economía cafetera, una actividad comercial frenética, una organización social matrilocal, un monopolio moral católico y una alta valoración del emprendimiento, adolece de claras limitaciones de tiempo y espacio, y en realidad no basta para justificar que la categoría Antioquia pueda ser entendida como algo más que la realidad político-administrativa que se representa en los mapas de Colombia, y que lo que hace es encubrir una realidad multicultural de compleja descripción. Por eso no nos sorprende que, cuando Raymond L. Williams procede a estudiar la novela colombiana según su arraigo regional, se vea obligado a elevar la petición de principio de que el país ha estado conformado históricamente por cuatro regiones autónomas –entre ellas Antioquia–, de las que en todo caso advierte su caducidad a partir de la segunda mitad del siglo xx,52 condición que, en cualquier caso, nos impediría implementar la categoría para dar cuenta de un conjunto de novelas que establece sus mojones históricos en los años 1896 y 2014. No obstante, por más que creamos ilusoria la entidad sociocultural de lo antioqueño, su realidad como categoría discursiva en oposición a lo indio –lo que realmente nos interesa– nos merecerá un comentario en el capítulo de conclusión de este libro.

Una aclaración final tiene que ver con la manera como nos referimos a las novelas que estudiamos. Como ya sabe el lector, cuando no invocamos conscientemente las categorías implementadas por los críticos reseñados, preferimos hablar de novela de tema indígena o nti. Con esta expresión, que encontramos más objetiva –o, si se quiere, más neutral–, queremos declarar la intención de acercarnos inductivamente a un objeto de estudio al que, quizá, hace falta mirar con naturalidad; o, para decirlo con mayor exactitud, se trata de un objeto que, para comentarlo con pretensión de novedad, es necesario abordarlo por fuera de las categorías críticas ya conocidas. Como quiera que sea, debe quedar claro que no pretendemos cuestionar esas categorías, toda vez que su establecimiento y aplicación han permitido dilucidar los factores que conforman y dinamizan la corriente de la literatura sobre el indio en América Latina. Pero, asimismo, es necesario reconocer que, amén de su utilidad, las categorías clasificatorias del subgénero no aparecen de modo uniforme en el discurso crítico: Meléndez y Archer y Wade consideran como indianistas a todas las novelas sobre indígenas, con independencia de sus contenidos exotistas o reivindicatorios; Cornejo Polar, a su vez, considera que todas las novelas son indigenistas desde que expresen la heterogeneidad que caracteriza la base sociocultural de su producción, y Escajadillo y Rodríguez-Luis proponen sentidos diferenciales para los términos indianismo, indigenismo y neoindigenismo.53

Nos parece saludable situarnos a un lado de esa pugna clasificatoria con la sigla nti, y no solo por pragmatismo gramatical, sino también –lo confesamos– con el audaz deseo de posicionarla como una referencia crítica. Eso sí, más allá de la nominación empleada, no perdemos de vista la doble sugestión de que la serie histórica de la nti tiende a acercarse al universo étnico de la “realidad” extratextual, por más que ese acercamiento nunca se traduzca en un contacto pleno o en una revelación antropológica propiamente dicha. Así ocurre porque –y esa es la segunda sugestión– esa novela está ligada a una perspectiva no indígena o “mestiza” en que lo indio, irremediablemente, solo logra alcanzar significación cuando se lo sitúa en oposición a otras entidades étnicas o, mejor, a los elementos que surgen como mímesis de esas entidades.

Sin más, anunciamos lo que viene en este libro: al presente capítulo, de introducción conceptual, sigue una narración sobre la aparición, características y modos de relación de las nti publicadas por autores antioqueños entre 1896 y 2014, o, al menos, de las 18 obras –entre planetas y satélites– que hemos encontrado a lo largo de nuestra investigación. Esa presentación, si bien privilegia un criterio cronológico, apela por momentos al recurso de presentar series históricas paralelas o superpuestas, con la idea de hacer visibles recurrencias o procesos manifiestos en subconjuntos específicos de novelas. En sentido estricto, esta sección de nuestro trabajo puede entenderse como una narración de presentación de algunos hechos literarios según su relación cronológica, antes que como una historia propiamente dicha de la nti, lo cual requeriría de una apertura del marco sociocultural de referencia que aquí, por nuestro interés divulgativo, no estamos en condiciones de efectuar.

En los tres capítulos que siguen a ese recuento histórico se presentan, con detalle, los casos de sendas novelas: Lejos del nido (1924), de Juan José Botero; Toá. Narraciones de caucherías (1933), de César Uribe Piedrahita, y Andágueda (1946), de Jesús Botero Restrepo. La razón de esta selección no es solo metodológica –la necesidad de concentrar la mirada en unos corpus limitados, con la idea de advertir y analizar rasgos literarios relevantes–, sino que, en cierto sentido, esas tres novelas conforman un subgrupo “natural”: las tres, cercanas en el tiempo de acuerdo con el momento de su publicación, han nacido, presuntamente, de una experiencia de “proximidad” personal –esto es, no mediada por documentos– de sus autores con el mundo nativo. Pero no es solo eso: en las tres novelas lo indígena es un asunto central, al punto de que, en todas, se desarrolla la aventura de un protagonista blanco o mestizo que se ha instalado en el seno de una comunidad o ámbito indio, lo cual obliga a que la narración dé cuenta, con detalle, de una experiencia de choque cultural y tramitación de la alteridad étnica. Casi sobra decir que con el abordaje detallado de esas novelas también queremos ofrecer un modelo expositivo que podría ser tenido en cuenta a la hora de abordar otras tantas obras cuyo estudio queda por hacer, según este mismo trabajo muestra: en cada uno de esos capítulos distribuimos la información en seis secciones. La primera de ellas consiste en una noticia sucinta sobre el autor (no perdemos de vista que el foco de nuestro interés es la realidad textual de las novelas). Luego presentamos un resumen del argumento, al que siguen una presentación de las características atribuidas explícitamente al indio y un análisis del tipo social construido. Posteriormente, hacemos una revisión de lo que la crítica ha dicho de la novela (no emprendemos esta tarea previamente a nuestro análisis tipológico por no viciar el gesto inductivo de nuestra investigación), y a su término ofrecemos un balance de todo lo expuesto.

Tras la presentación de los tres casos proponemos una reflexión conclusiva sobre los rasgos más relevantes de la imagen o imágenes del indio o indígena, persistentes a lo largo de nuestra pesquisa documental, con alguna implicación de lo que cabría entender por lo antioqueño. Finalmente, divulgamos nuestro archivo bibliográfico, así como un índice temático que, esperamos, guíe al lector en la localización de algunos tópicos y datos destacados en la exposición.

1. Cristóbal Colón, La carta de Colón anunciando el descubrimiento del Nuevo Mundo 15 de febrero – 14 de marzo 1493 (Madrid: Talleres Hauser y Menet, 1956), 15.

2. Luis Leal y Rodolfo J. Cortina, “Introducción”, en Jicoténcal (Houston: Arte Público Press, 1995), vii-xlvii.

3. Concha Meléndez, La novela indianista en Hispanoamérica (1832-1889) (Madrid: Imprenta de la Librería y Casa Editorial Hernando, 1934).

4. Gerald E. Wade and William H. Archer, “The Indianista Novel since 1889”, Hispania 33, no. 3 (1950): 211-20.

5. Ernesto Mächler Tobar, “Vision de l’indien à travers le roman colombien du XXe siècle” (Tesis de doctorado, Université de Paris III-Sorbonne Nouvelle, 1998).

6. José Martí, El indio de nuestra América (La Habana: Casa de las Américas, Centro de Estudios Martianos, 1985), 124.

7. José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (Lima: Amauta, 1976), 332.

8. Mariátegui, Siete ensayos, 47.

9. Ibid., 49.

10. Luis Alberto Sánchez, Proceso y contenido de la novela hispano-americana (Madrid: Gredos, 1976); Julio Rodríguez-Luis, Hermenéutica y praxis del indigenismo. La novela indigenista. De Clorinda Matto a José María Arguedas (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1980).

11. Mariátegui, Siete ensayos, 335.

12. Luis Cardoza y Aragón, Miguel Ángel Asturias. Casi novela (Ciudad de México: Era, 1991), 88.

13. Cardoza y Aragón, Miguel Ángel Asturias, 94.

14. Henri Favre, El indigenismo (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1999), 66.

15. Favre, El indigenismo, 69.

16. Ibid., 70.

17. Guillermo Bonfil Batalla, “El concepto de indio en América: una categoría de la situación colonial”, Anales de Antropología 9 (1972): 110.

18. Bonfil Batalla, “El concepto de indio”, 110.

19. Ibid., 122.

20. Arturo Warman, Los indios mexicanos en el umbral del milenio (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 2003), 17.

21. Meléndez, La novela indianista, 9.

22. Ibid., 176.

23. Wade and Archer, “The Indianista Novel”, 217.

24. Sánchez, Proceso y contenido, 495.

25. Ibid., 506. En nuestra síntesis crítica hemos transitado entre las obras de Concha Meléndez y Luis Alberto Sánchez no solo porque él se refiere explícitamente a ella, sino porque se trata de dos fuentes que hemos tenido a la mano. Sin embargo, es necesario advertir que Aída Cometta Manzoni –académica argentina que Sánchez menciona– ya había establecido la aclaración terminológica a la que nos referimos, si no pensando particularmente en el género de la novela, sí al menos en el ámbito general de la literatura. De acuerdo con una fuente secundaria, Cometta Manzoni escribió, en su libro El indio en la poesía de América española (1939), que “[La literatura indianista] se ocupa del indio en forma superficial, sin comprometerse en su problema, sin estudiar su psicología, sin confundirse en su idiosincrasia. La literatura indigenista, en cambio, trata de llegar a la realidad del indio y ponerse en contacto con él”. Daniel Wogan, “‘El indio en la poesía de América española’, por Aída Cometta Manzoni”, Revista Iberoamericana 4, no. 8 (1942): 468.

26. Sánchez, proceso y contenido, 494-5. Cabe aclarar que el Diccionario de la lengua española delimita de otro modo ambos vocablos: indígena, situado en un nivel general, es definido como “Originario del país de que se trata”, mientras que indio, más particular, se reconoce en su tercera acepción como adjetivo o sustantivo que, aplicado a una persona, indica que pertenece a “alguno de los pueblos o razas indígenas de América”. Diccionario de la lengua española, 23a ed., s. v. “indígena” e “indio”.

27. Tomás G. Escajadillo, La narrativa indigenista peruana (Lima: Amaru Editores, 1994), 42.

28. Escajadillo, La narrativa indigenista, 43.

29. Ibid., 55.

30. Ibid., 64.

31. Julio Rodríguez-Luis, “Tercer avatar del indigenismo literario”, en Autour de l’Indigénisme. Une approche littéraire de l’Amérique latine, ed. Ernesto Mächler Tobar (Paris: Indigo, Université de Picardie Jules Verne, 2004), 129.

32. Rodríguez-Luis, “Tercer avatar”, 133.

33. Ibid., 136.

34. Manuel González Prada, Horas de lucha (Lima: Universo, 1972), 190.

35. Carmen Alemany Bay, “La narrativa sobre el indígena en América Latina. Fases, entrecruzamientos, derivaciones”, Acta Literaria, no. 47 (2013): 85-99.

36. Alemany Bay, “La narrativa sobre el indígena”, 95.

37. Ibid., 96-97.

38. Ibid., 98.

39. Cardoza y Aragón, Miguel Ángel Asturias, 65.

40. A ese respecto, por ejemplo, llama la atención una figura de la talla de Ignacio Manuel Altamirano, el escritor de Tixtla (Estado Guerrero, México), autor de las ya clásicas novelas Clemencia (1869) y El Zarco (1901). No solo se trata de una figura indígena lógicamente no considerada por los críticos de la literatura andina, sino que su condición étnica comúnmente ha sido definida de modo elusivo, de lo cual son paradigma las palabras con que lo presenta José Miguel Oviedo, quien sitúa lo indígena como un factor previo –y en cierto sentido exterior– al escritor: “Altamirano tenía auténticas raíces indígenas”. José Miguel Oviedo, Historia de la literatura hispanoamericana, Vol. 2, Del romanticismo al modernismo (Madrid: Alianza, 1997), 94. Con la misma lógica, el portal Wikipedia inicia la reseña biográfica señalando que Altamirano “Nació en Tixtla, Guerrero, en el seno de una familia indígena”. Wikipedia, s. v. “Ignacio Manuel Altamirano”, acceso 9 de abril de 2019, https://es.wikipedia.org/wiki/Ignacio_Manuel_Altamirano.

41. Miguel Rocha Vivas, Palabras mayores, palabras vivas. Tradiciones mítico-literarias y escritores indígenas en Colombia (Bogotá: Taurus, 2012). Este libro es la edición ampliada de una versión de 2010.

42. Antonio Cornejo Polar, Literatura y sociedad en el Perú: la novela indigenista. Clorinda Matto de Turner, novelista. Estudios sobre Aves sin nido, Índole y Herencia (Lima: Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar, Latinoamericana Editores, 2005), 36.

43. Cornejo Polar, Literatura y sociedad, 51.

44. Cornejo Polar, Literatura y sociedad, 60. Vale la pena agregar, como otra más entre las modificaciones formales introducidas por el influjo del referente indígena, una señalada por Gerardo Mario Goloboff en el lustro que siguió al de la publicación del trabajo de Cornejo Polar: la relegación del “personaje único” –héroe individual, siempre “identificable”– a favor de un conjunto humano más o menos anónimo según la novela de que se trate. De esa forma, apunta el crítico, “la narrativa indigenista coadyuvó a la transformación de las formas de nuestra literatura”. Gerardo Mario Goloboff, “Elementos para un balance del indigenismo”, Cuadernos Hispanoamericanos, no. 417 (1985): 9.

45. Cornejo Polar, Literatura y sociedad, 64. No sobra recordar que, en la cosmovisión andina, ocupa un lugar importante la imagen del trastorno y la reorganización: el nombre Pachacútec, “reformador del mundo”, fue asignado como apelativo simbólico a un legendario gobernante del Tawantinsuyu prehispánico que emprendió una profunda reestructuración del imperio. Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios reales de los incas, Tomo II, ed. Aurelio Miró Quesada (Caracas: Ayacucho, 1985), 79-83.

46. Cornejo Polar, Literatura y sociedad, 62.

47. Escajadillo, La narrativa indigenista, 75.

48. Cardoza y Aragón, Miguel Ángel Asturias, 81, 119.

49. El inventario –sin duda incompleto– de esas novelas incluiría trece títulos: El mensajero de los dioses (2012), de Edgard Sandino Velásquez; Los hijos del viento: una aventura nukak (2012), de Francisco Leal Quevedo; La serpiente sin ojos (2012), de William Ospina; Finales para Aluna (2013), de Selnich Vivas Hurtado; Príncipe de Chía: enfrentamiento de dos mundos (2013), de Omar Adolfo Arango; Tríptico de la infamia (2014), de Pablo Montoya; Santa María del Diablo (2014), de Gustavo Arango; Moxa: el hijo del Sol (2015), de Ernesto Zarza González; La guerra perdida del indio Lorenzo (2015), de Rafael Baena; Palabrero (2016), de Philip Potdevin; Hijos de la Madre Tierra (2017), de Celso Román; La doble espiral (2017), de Pacho Restrepo, y El viaje del hombre dorado (2018), de Mariela Vargas Osorno.

50. Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1993).

51. Virginia Gutiérrez de Pineda, Familia y cultura en Colombia (Medellín: Editorial Universidad de Antioquia, 1994), 353.

52. Raymond L. Williams, Novela y poder en Colombia: 1844-1987 (Bogotá: Tercer Mundo Editores, 1991), 35.

53. Vale la pena indicar que, en un estudio sobre Toá. Narraciones de caucherías, Bogdan Piotrowski escribe que esta “se ubica entre las novelas más representativas de tema indígena en la literatura colombiana”. Bogdan Piotrowski, La realidad nacional colombiana en su narrativa contemporánea (aspectos antropológico-culturales e históricos) (Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1988), 145. Puede decirse, con legitimidad, que se trata de un antecedente de nuestra implementación terminológica, y mucho más si se tiene en cuenta que Yolanda Forero Villegas, también comentarista de la novela de Uribe Piedrahita, alude a la reseña de Piotrowski para insinuar que él habla de “novela de tema indígena” ante la dificultad de etiquetarla como propiamente “indigenista”. Yolanda Forero Villegas, “‘Toá’ o el rechazo a la civilización dominante”, Thesaurus 46, no. 2 (1991): 319.

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