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¿Qué hijos vamos a dejarle al país? ¿Muchachos con cerebro de ladrones?

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Desde hace muchos años los colombianos solemos repetir, a cada rato y en todas partes, una pregunta que se ha vuelto célebre y que, por eso mismo, se convirtió ya en un lugar común: ¿qué país les vamos a dejar a nuestros hijos?

Hoy en día, tal como están las cosas, con tanta corrupción cotidiana y tanto escándalo por todas partes, yo creo que ha llegado la hora de hacerse, más bien, la pregunta contraria: ¿qué hijos le vamos a dejar a nuestro país? ¿Unos muchachos con cerebros de ladrones? ¿Con alma de delincuentes?

En medio de la zozobra que me causa la situación que estamos viviendo, ahora vengo a comprobar que, por fortuna, no soy el único que se siente asediado por tales preocupaciones. El médico Remberto Burgos de la Espriella, uno de los neurocirujanos más respetados del país, se formuló un día esa misma inquietud con mucha más autoridad que yo, naturalmente, y ha dedicado largos años de su vida, noches de insomnio y horas interminables a buscar una respuesta.

Cordobés y argentino

¿Cómo afecta esta horrible marea de corrupción la mente de los jóvenes colombianos, sus células cerebrales? Esa fue la primera pregunta que se hizo el doctor Burgos. ¿Cuáles son los efectos de la corrupción sobre esos cerebros?

Tuve, por fortuna, la oportunidad de conversar con él a lo largo de un año, de aclarar dudas, de precisar ideas, de oírlo en conferencias, de intercambiar mensajes. El doctor Burgos de la Espriella nació en Argentina por razones circunstanciales, pero todos sus ancestros proceden del departamento colombiano de Córdoba. Lo primero que me dice es que se siente cordobés hasta la médula de los huesos, “ya que soy un neurocirujano con alma de ganadero”. Vive en Bogotá desde los catorce años, allí estudió bachillerato, se graduó de médico y ha hecho especializaciones en Colombia, Estados Unidos y Canadá.

Mientras tanto, recojo por todas partes las historias que me cuentan los padres de familia. Uno de ellos le preguntó a su hijo, de quince años, qué quiere ser cuando termine sus estudios. “Quiero conseguirme un puesto –respondió el muchacho, sin vacilaciones– y en dos meses levanto plata para comprarme una camioneta TLX full equipo”. El padre estuvo a punto de echarse a llorar.

Los hombres del futuro

Sin titubear, con dolor en la voz y una absoluta seguridad, el médico Burgos me dice de entrada: “La corrupción nos está robando mucho más que dinero; nos está robando el futuro del país”.

Y entonces me explica que los escándalos diarios de corrupción crean un ambiente hostil para el desarrollo cerebral de nuestros jóvenes. “Los hace proclives a buscar el camino fácil, la recompensa inmediata. No miden las consecuencias de sus actos y ponen en juego su porvenir. Para ellos, las metas y los propósitos de largo plazo son una utopía cuando ven a muchos de sus compañeros, o de los amigos de sus padres, disfrutando los placeres rápidos que da el dinero ilícito”.

El médico agrega que al país se le ha venido apagando el cerebro ético. Y la educación, que debería ser su gran reconstituyente, se comporta con debilidad ante un problema tan grave. “No lo dude”, me dice. “La tabla salvadora de Colombia solo se conseguirá con la educación”. Verdad que sí: la educación. ¿Qué están haciendo universidades y colegios por la formación ética de sus alumnos? ¿Qué se está haciendo en los hogares para transmitir valores? ¿Qué hacen los medios de comunicación para concientizar a la sociedad? ¿No es hora ya de que nos unamos todos en este propósito?

El chicle de bomba

Al proseguir con su análisis, el médico Burgos evoca el pasado reciente del país, las tribulaciones vividas, las tragedias y angustias.

—La cultura del narcotráfico corrompió las entrañas del Estado y sacudió los valores más profundos del país. Hizo tambalear la democracia. Hoy ha sido reemplazada por lo que yo llamo generación chicle de bomba, esos funcionarios jóvenes y ostentosos, de ambiciones desmedidas, que se comportan como lo hacían los hijos del narcotráfico. Su fuente ya no es la coca, sino los recursos del Estado. Se inflan de emociones y viven exhibiendo sus recursos materiales, aunque sean ilícitos.

Claro, pienso yo, acá en la cocina: como no hay justicia, ni siquiera les importa que se sepa. Ni les da vergüenza. Según los describe Remberto Burgos, “son ágiles e imaginativos, conocen las minucias judiciales y anteponen su bienestar individual al colectivo. Tienen un circuito moral que los hace creerse inmunes”.

¿Y la sanción social?

El doctor Burgos, en su afán por hacerme una explicación periodística, es decir, comprensiva y sencilla, menciona el siguiente caso, que es muy frecuente: un joven universitario ve a su vecino, a quien el padrino político le consiguió un puesto. “Ese padrino tiene poder y conoce de memoria las gambetas y marrullas judiciales. Imagínese usted cómo actuará ese universitario, joven e inexperto, viendo semejante ejemplo, cuando deba decidir sobre un acto ilícito que le ocasiona grandes y rápidos dividendos”.

Y como Colombia carece de esa medicina llamada sanción social, el doctor Burgos explica que aquel muchacho llegará fanfarrón a su barrio, con joyas y carro nuevo, “en el cual le ofrecerá llevar a la universidad a su condiscípulo, o darle una vuelta de paseo, y el otro acabará cayendo en lo mismo, en un circuito interminable”.

—Entonces —le pregunto—, ¿qué piensan esos jóvenes cuando ven que a un corrupto que se roba la comida de los niños más pobres le dan la casa por cárcel?

—Es esa impunidad la que genera miopía del futuro. Si el cincuenta por ciento de los culpables no paga cárcel, y un veinte por ciento más tiene lugar especial de reclusión, a las células cerebrales de los jóvenes estamos enviándoles el mensaje de que aquí no pasa nada.

El billete mueve el mundo

Es decir que aquí lo que vale es la cultura del avispado y que todo se negocia y se compra. Y entonces terminan repitiendo, como dicen ya los jóvenes en todo el país, que “el billete mueve el mundo”. Adónde iremos a parar.

—Como sociedad —agrega el doctor Burgos—, los colombianos hemos saltado nuestras fronteras éticas: nos quedamos sin escrúpulos.

Me siento tan apabullado por la profundidad de sus investigaciones, y por todo lo que ha ido encontrando, que le pregunto si es que los colombianos nos hemos adaptado ya, cerebralmente hablando, a vivir en la deshonestidad.

—Debo decir con tristeza que nuestra conciencia colectiva está apagada. Y solo volverá a encenderse cuando cada colombiano escriba con la pluma de la ética la sanción social que merecen los corruptos.

Entonces me asalta una inquietud: ¿el mal ejemplo de la corrupción afecta más a los jóvenes que a los adultos? El médico me responde que “los afecta a ambos, pero el niño o el adolescente son más vulnerables porque están en un proceso de maduración cerebral que dura, en promedio, hasta los veinticinco años, como se ha demostrado científicamente”.

Alas y raíces

Ante semejante panorama, y viendo lo que nos espera, le pregunto al neurocirujano qué es lo que tenemos que hacer, en medio de tanta podredumbre, para reencontrar el camino correcto.

—Sueño para nuestros jóvenes lo mismo que quiero para mis hijos —me contesta—. Para empezar, que tengan raíces y se sientan orgullosos de sus antepasados, que transmitan nuestras tradiciones y costumbres. Que sus valores de escuela y familia tengan como prioridad la equidad y la justicia. Y deseo que tengan unas alas fuertes de responsabilidad social para que vuelen alto, pero subiendo rectos. Que no cojan por el camino fácil, sino por el de la perseverancia.

El doctor se detiene un instante. Guarda silencio. Después dice:

—No construiremos ciudadanos del futuro si no esculpimos desde la infancia su cerebro ético.

De salud y en salud

A punto ya de terminar, hablamos no solo de los jóvenes, sino de los adultos y la sociedad, su tolerancia ante la corrupción, la pasividad ante la injusticia. Le pregunto, entonces, si estamos ante un problema de salud pública.

“De salud pública, sí, pero también en salud pública”, me responde, y la verdad es que al principio no le entiendo. Solo mientras habla voy comprendiendo la profunda ironía de su frase.

—En primer lugar, es un problema de salud pública —me explica— porque la corrupción es una enfermedad que afecta la salud mental y el bienestar de los individuos. Pero, además, ahora es también un problema en salud pública porque, como lo hemos visto ya, se están robando hasta los dineros destinados a la atención de los enfermos: los de la hemofilia, los del SIDA, los del cáncer.

Los números, que son testarudos y no cambian de opinión, ratifican las palabras del médico Burgos y le dan toda la razón: el gasto anual de Colombia en salud es de cuarenta billones de pesos. Y, según las investigaciones más recientes, la corrupción se lleva anualmente sesenta billones. La corrupción nos cuesta veinte billones más, cada año, que la salud.

Epílogo

“Aunque la corrupción es un acto individual –concluye el doctor Burgos de la Espriella–, hay una responsabilidad social que consiste en aceptarla o rechazarla. No se puede seguir aplaudiendo la riqueza súbita ni la prosperidad inesperada, ni las trampas de la justicia ni a los milagrosos que consiguen casa por cárcel”.

Ni podemos seguir creyendo que el vivo vive del bobo y que por la plata baila el perro. Piense en su hijo, en su nieto, en su sobrino. Y no le quepa duda: la mayor miseria de este país, y la más ofensiva de todas, es la corrupción.

Que les den cárcel por casa

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