Читать книгу Modo flash - Juan Manuel Montes - Страница 8

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El beso

Hay un cuadro que se llama El beso, fue pintado por Gustav Klimt hace muchos años y la verdad no sabía muy bien qué me gustaba de ese cuadro, hasta hoy.

En el centro de la imagen hay un hombre, su cuerpo está formado por rectángulos negros y dorados. Con sus enormes manos sostiene delicadamente la cara encendida de una mujer. Ella está acurrucada en él como un canario florecido, mientras él le besa la mejilla, muy suave, como si soplara espuma.

Y la verdad es que nunca entendí por qué el cuadro tenía tanto dorado y tantos círculos y formas abstractas hasta hoy. Hoy me besaste, vos estabas arriba de un escalón y yo me sostuve de tu cuello. Te sentí cerca y lo entendí todo. Un aroma a primavera húmeda fueron tus labios. Abrí los ojos y tu cara estaba desenfocada, casi geométrica, y en tu contorno, el sol de la tarde iluminaba círculos de oro como luciérnagas radiantes con manchas de colores.

Y por un segundo el mundo se hizo un beso.


Sobre las últimas veces

Hubo una última vez que me trepé a un árbol. Que jugué a las escondidas. Que abracé a mi abuela antes de su ACV. Ahora creo que nuestros recuerdos más importantes son un conjunto de últimas veces.

Quizás por eso te sigo con la mirada mientras tu espalda se aleja. Hasta hace unos segundos estabas acá, al lado mío, pero te dije esa estupidez. Te paraste y te fuiste.

—Bueno, chau. Me voy.

Yo me quedé mirándote, algo adentro mío me gritó que me levantara, que no te dejara ir, pero me quedé sentado.

Seguía, en el mismo lugar, como una estatua cobarde, y vos ya te habías alejado totalmente.

El problema de una última vez, es que no nos damos cuenta hasta que es demasiado tarde.

Y sin pensarlo me levanté, corrí, corrí. Hasta que tu espalda fue como un amanecer.

—Perdón, perdoname –te grité sin aire.

Vos reíste, debo haberte parecido un loco. En ese momento me juré que haría todo lo posible por verte así, sonriendo, feliz. Siempre.


El llamado

La última vez que sonó el teléfono a las tres de la mañana fue hace muchos años. Llamaron para avisar que Julia, mi esposa, había muerto.

Ahora el teléfono está sonando y la perezosa de la enfermera aún no se levanta a contestar. Me desengancho de a poco el clip que tengo en el dedo y la máquina emite su alarma, pero no me importa. La enfermera sigue dormida, como si nada. Despacio, me saco el suero y la sonda de la nariz. Aún, a lo lejos, suena el teléfono y yo me bajo de la cama. Doy unos pasos torpes. Abro la puerta, continúo por el pasillo que mi vejez ha alargado, y ya en la cocina descuelgo el teléfono que deja de sonar al instante.

Desde el otro lado la voz de Julia me sorprende:

—Por fin, gordo, ya te estaba extrañando.


Rutina

Ella despertó, se ajustó la bata y en pantuflas caminó silenciosa hasta la bacha de la cocina. Él apareció veinte minutos después, afeitado y con el nudo de la corbata a medio hacer. Ella se secó las manos con el repasador y le acomodó la corbata. Se dieron un pequeño beso. Él se sirvió un poco de leche en su té y ella trajo dos tostadas en un plato. Hablaron de cómo habían dormido y de lo que harían durante el día. Luego, en la puerta de la casa, se despidieron con otro beso y él se hundió en la oscuridad del mundo que aún no amanecía. Antes de perderlo de vista, ella lo extrañó un poco, pero se volverían a ver a las diecinueve cuando ella regresara de su trabajo y él preparara la cena.

Mediante esta misma rutina ya habían transcurrido dos años o quizás setenta. Con el paso del tiempo, cada vez diferenciaban menos los días y, sin darse cuenta, la vida se les había convertido en una jornada liviana y perfecta.

Muy tarde o muy temprano, comprendieron que el amor puede ser eterno.


Síndrome de Estocolmo

En los primeros tiempos, ellos estaban siempre acá dentro, conmigo, cuidándome, pero ahora se van y yo paso mucho tiempo sola. Cuando vuelven, ellos me hablan del exterior, de todas esas cosas que he dejado de ver, que han desaparecido para mí, como cuando hablan entre ellos de fútbol, de tal o cual jugador, de equipos y de torneos con nombres impronunciables. Por último, y este es el peor tema, siempre discuten por dinero. Nunca es suficiente, nunca.

Yo, después de tanto tiempo, me he convertido en esta casa, en cada lisura de las sábanas y en el brillo de la loza. Ya no espero a nadie más, solo a ellos para que vengan con hambre; para que tengan la ropa lista; para que vean, sin notarlo, sus habitaciones impecables.

A pesar de todo yo los amo. Amo a mi esposo y a mis tres hijos.


Cuando golpea la nostalgia

Con su lengua de bisturí rebanó cada uno de mis argumentos y por último me dijo:

—¿No te das cuenta? –sollozaba mientras revolvía la olla–. Yo quiero estar con vos, pero siento que te da lo mismo y la verdad es que estoy cansada. Cansada de luchar, cansada de ser yo la que siempre empuja... una y otra vez... una y otra vez...

Y yo me dejé vencer por sus palabras. A la mañana siguiente ella agarró sus pocas cosas y se fue de mi vida. Hoy, cincuenta años de nostalgias más tarde, no sé muy bien por qué no luché por su amor. ¿Por qué no corrí a abrazarla? ¿Por qué no le restañé las lágrimas con un beso? En lugar de ello me aferré con uñas y dientes a mi papel de duro, de hombre al que no le afectaban sus llantos. Tardé años en darme cuenta de lo que me dolió perderla.

Hoy que el olvido me acosa, he perdido su nombre pero no la forma de su cara y también recuerdo, una y otra vez, aquella noche: la bebida me pareció agria y la comida salada.

Sus lágrimas siempre fueron un mal aderezo para digerir tanto silencio.


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Un día me preguntó si yo quería ser su novia y acepté. Al principio me dejé llevar por sus locuras. Nos hacíamos chupones en todos lados, hasta en las manos. Yo me los quería tapar con un pañuelo pero él siempre me lo sacaba antes de entrar a la escuela.

—Así todos saben que tenés novio –me repetía al despedirse.

Un día me enojé con sus obsesiones y le dije que quería que termináramos. Me tiró al piso y con sus manos me rodeó la garganta. Me susurró que yo era su novia y que nunca me olvidara de eso.

A los días de esa discusión él comenzó a decirme que con un hijo iba a cambiar todo, por eso no quería cuidarse.

Hace dos meses nos enteramos de que estoy embarazada. Hoy me pidió que nos casáramos. Mis padres están de acuerdo, todos lo ven como alguien perfecto. Nadie me creería si le contara estas cosas.

Ahora estoy llorando en el baño, afuera mis familiares y amigos nos felicitan por mi embarazo y por nuestro compromiso, pero tengo mucho miedo.

Yo, solo yo, conozco la fuerza que tienen sus manos.


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