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EL FUNDAMENTALISMO EN LA HISTORIA DEL CRISTIANISMO

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El fundamentalismo o integrismo ha constituido una tentación muy frecuente tanto en la historia del cristianismo como en la de las otras religiones. Una tentación en abierta contradicción con la exigencia evangélica de amar a todos los seres humanos, porque todos somos hijos del mismo Padre, y con el convencimiento de que el acto de fe es necesariamente un acto libre, fruto de la generosidad divina. De hecho, los cristianos han caído en ella con frecuencia, con palabras y obras, con consecuencias siempre nefastas para la convivencia entre los creyentes y para la interioridad del acto de fe.

Se podría describir el fundamentalismo como una inclinación hacia la pureza de los orígenes y hacia la demarcación nítida de los límites institucionales, junto al recelo, cuando no el rechazo, del mundo y de la cultura exteriores, considerados siempre como peligrosos y pecaminosos; con tendencia a la actitud milenarista y a la exigencia de aceptación y cumplimiento en su literalidad de la Escritura, en busca de una objetividad obsesiva que avala la verdad revelada e infalible, mientras acepta solo la tradición garantizada por la interpretación de la autoridad legítima y competente. Esa autoridad, sin embargo, parece que no puede dar una nueva explicación a las interpretaciones de las tradiciones que han ido surgiendo en distintos momentos de la historia.

El filósofo francés Maurice Blondel escribió en 1910, durante la crisis modernista, una descripción aguda tanto del síntoma como del diagnóstico de este mal. Para él, al cristianismo abierto le pertenece «la conciencia del entrecruzamiento de toda la realidad histórica y la necesidad de introducirse en su interior mediante una acción de atrevida solidaridad, para experimentar la realidad histórica en su dinamismo terreno». Frente a esta actitud, Blondel considera que la mentalidad integrista piensa que «se puede agotar la realidad en conceptos abstractos, fijos e inalterables, de modo que basta con actuar teniendo ante los ojos ideas rectas para, de ese modo, mover rectamente el mundo».

Desde otro punto de vista, el cristianismo más abierto considera que «también naturaleza y gracia están entreveradas. Y que hay caminos en Dios que van también de abajo arriba y que conducen a los hombres de buena voluntad, aunque se hallen fuera de la Iglesia». En cambio, para el integrismo, «la revelación es primariamente un sistema de conceptos doctrinales que, por definición, no pueden ser hallados de antemano en ninguna parte del mundo de los hombres. De ahí que solo pueda ser ofrecida a los fieles, para su aceptación pasiva, por una autoridad eclesiástica puramente descendente».

De este punto de arranque del integrismo, Blondel concluye que en una sociedad regida por el integrismo podemos encontrar, por un lado, la regresión del mensaje cristiano, que es ley de amor que libera al alma, a mera ley del temor y de la coacción; por otro, una sacralización del poder capaz de identificar a quienes ostentan tal poder con la verdad revelada, a fin de conseguir una teocracia de corte puramente humano, y, finalmente, la convicción de vivir en perpetuo estado de sitio, situación que exige una disciplina de guerra, obediencia ciega y supresión de los considerados poco dóciles o demasiado autónomos.

En la historia del cristianismo han estado permanentemente presentes estas dos psicologías, estas dos concepciones, que han marcado la historia de las personas y la historia de las instituciones, en función, también, de las circunstancias históricas y del marco político-social en el que se encontraba el cristianismo de cada época.

Teniendo en cuenta estas consideraciones y las reflexiones que vayan produciéndose a lo largo de este planteamiento, podemos recorrer de manera somera algunas manifestaciones que a lo largo de los siglos han señalado y reforzado esta mentalidad dentro del cristianismo.


Infancia del cristianismo


Podríamos partir de la parábola de Jesús en la que el protagonista envía a sus criados a las calles, caminos y plazas para invitar a los que pasan por ellos al banquete por él organizado. Se trata de una invitación universal, generalizada, de acuerdo con el mandato posterior del Señor: «Id a todos los pueblos y bautizadlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

Esta invitación universal chocará, en un primer momento, con la mentalidad de los judeocristianos, que pretendieron mantener, en la nueva situación creada por la aceptación de la doctrina de Jesús, las leyes propias del Antiguo Testamento en toda su literalidad, actitud que provocó el inmediato rechazo de Pablo, quien, habiendo comprendido la novedad del cristianismo, predicó una religión que no se limitaba a un pueblo ni a una cultura, sino que estaba destinada al conjunto de los pueblos y de las civilizaciones.

Los temas más conflictivos fueron los de la exigencia de la circuncisión para los nuevos cristianos y el mantenimiento de las prescripciones sobre los alimentos «puros» e «impuros». Bien pronto se instalaron en Jerusalén tres grupos fuertemente divergentes –no solo en relación con las prácticas y los ritos– que se enfrentaron entre sí con gran determinación: los agrupados alrededor de Santiago, «el hermano del Señor»; el grupo que se identificaba con la teología y el espíritu del cuarto evangelio, y los helenistas. Pablo consiguió finalmente que sus ideas doctrinales y morales fueran aceptadas por el naciente cristianismo, pero no se puede olvidar el ardor de los judíos en la defensa de sus ideas y las dificultades que la actitud de los judeocristianos causó en estos primeros tiempos.

Durante tres siglos, los cristianos vivieron en minoría y en debilidad. Respetaban a las autoridades estatales, pero, al mismo tiempo, mantenían con valentía su identidad. Cuando las persecuciones arreciaban contra los cristianos, estos reaccionaron con generosidad y espíritu de cuerpo. Consideraron como un pecado grave los sacrificios a los dioses paganos, pero en general fueron bastante comprensivos con los «lapsos», aquellos que habían sucumbido por miedo al sufrimiento y al martirio. No buscaron la persecución, pero, si eran apresados, se mostraban valientes, y la mayoría confesaba su fe con gallardía. Sin embargo, unos cuantos provocaron a las autoridades y no cejaron en su empeño hasta ser ejecutados. Nunca la Iglesia aprobó esta actitud exhibicionista de algunos fieles y la condenó abiertamente. Un fenómeno parecido tuvo lugar siglos más tarde en Córdoba, capital del califato árabe hispano. También la Iglesia mozárabe prohibió a sus fieles buscar el martirio. Había que dar testimonio de su fe, pero no exhibirla con el fin de ser martirizados.

El tema de la misericordia y la compasión frente a la rigidez y la postura de exigencia radical apareció también en la historia de la evolución de la penitencia. Frente a quienes no admitían un perdón posterior al bautismo, va desarrollándose la idea del sacramento de la penitencia, que puede repetirse en algunas circunstancias. Frente a quienes no admitían que los «lapsos» fueran readmitidos en la comunidad de los fieles, la Iglesia consideró que su debilidad no podía ser castigada de manera definitiva, sino que la penitencia podía dar paso a una nueva readmisión.

A medida que el número de cristianos aumentaba, resultó más difícil la convivencia con los paganos. Todos tuvieron sus culpas, pero no cabe duda de que la tendencia de los cristianos se encaminaba a lo que más tarde se llamará el Estado confesional. Ya el sínodo de Elvira, a principios del siglo IV, animaba a sus fieles a desembarazarse de los ídolos que mancillaban sus tierras. A mediados de siglo, los obispos comenzaron a destruir templos con el fin de levantar iglesias en su lugar, y algo más tarde obispos y monjes, amparados en la protección de las autoridades, rivalizaron en ardor destructor de estatuas y templos paganos. Existía un verdadero ritual que pretendía purificar el lugar de toda presencia demoníaca antes de levantar un templo.

Estos cristianos, pues, manifestaban para con los paganos la misma intolerancia que antes habían sufrido ellos, y los medios utilizados fueron parecidos. No admitían otra cultura, ni otro culto, ni otra religión más que el cristianismo. Por otra parte, en esta antigüedad tardía se multiplicó la consideración de los daimones, los espíritus malignos capaces de apropiarse del espíritu humano. El demonio se convirtió en el dominador de personas, instituciones y tiempos, en tema recurrente en sermones y conversaciones, en motivo de castigos. Los poseídos por el espíritu del mal podían ser condenados y ajusticiados. El demonio y el infierno constituyen todavía en nuestros días un elemento antropológico y teológico complicado y, en cualquier caso, que no puede ser tratado en estas consideraciones, pero no cabe duda de que constituyó una herramienta inestimable para el temperamento fundamentalista, al contar con un instrumento de terror y castigo a favor de sus tesis. Durante siglos, el demonio y el infierno han constituido en la formación y adoctrinamiento cristianos la contraposición y, a menudo, el argumento que sustituía al amor y a la comprensión de Dios.


El Imperio cristiano


Esta intolerancia encontró, algo más tarde, amparo en una frase de san Agustín que ha influido a lo largo de los siglos: Compelle intrare, interpretada generalmente como legitimación del derecho a perseguir las herejías, obligando a sus mantenedores a entrar en la Iglesia, haciendo todos los esfuerzos necesarios para salvarlos. Esta interpretación se utilizará después para justificar la coerción respecto a los herejes.

En el año 385, en Tréveris, fue ejecutado Prisciliano, obispo hispano de Ávila, acusado de herejía por algunos compañeros obispos. Se trató de la primera ejecución realizada por el poder político por motivos religiosos en una sociedad ya mayoritariamente cristiana. Algunos obispos de Galia, como san Martín de Tours, y de Italia protestaron escandalizados, pero el paso estaba dado y sentó precedente. No han faltado a lo largo de los siglos ejemplos semejantes. Recordemos el caso del sacerdote Juan Hus, héroe del pueblo checo, quien fue quemado por el Concilio de Constanza, a pesar de haberse presentado ante la asamblea con salvoconducto imperial.

Naturalmente, llegados a esta situación, tenemos que preguntarnos qué es la ortodoxia. «Lo que siempre, lo que en todas partes, lo que por todos ha sido creído», contestó Vicente de Lerins. En los primeros siglos resultaba más sencillo detectar qué se encontraba fuera del depósito de la fe. Desde Nicea, la parte de los teólogos, de la especulación y de la reflexión resultó más determinante, pero, por el mismo motivo, resultó más fácil equivocarse, más fácil el subjetivismo, y se hizo más necesaria una última autoridad capaz de decir la última palabra. Todo el problema, ya desde el principio, consistió en saber en qué consistía decir la última palabra, en qué condiciones debía darla, qué consecuencias sufriría quien se había equivocado.

Por otra parte, esta clarificación doctrinal no comportaba la uniformidad de ritos y, con frecuencia, de tradiciones. Resultaba más necesaria que nunca la aparición y confrontación de ideas y de líneas diversas de pensamiento a favor de una mayor y mejor clarificación. Pero no siempre ha sido así. Quien ha tenido la última palabra, con frecuencia, ha desdeñado y condenado otras formas de pensar, dando lugar a un pensamiento único, a menudo empobrecedor.


La Edad Media


Durante la Edad Media, la tolerancia no constituía, ciertamente, una virtud preponderante en la sociedad, consecuencia, también, de la mezcla y confusión existente entre el elemento religioso y el político. La cristiandad no admitía heterodoxos, ni indiferentes, ni conversiones a otras religiones. Carlomagno constituye un ejemplo relevante de esta actitud. Su conquista de diversos pueblos del norte de Europa llevó aparejada la obligada conversión al cristianismo, a menudo con métodos violentos que no daban opción a otras alternativas. Siglos más tarde, en España, la expulsión de los judíos y de los musulmanes demostró el rechazo y la dificultad social y religiosa de admitir ciudadanos con distintas creencias en un mismo Estado. Es bien conocida en Europa la persecución de los judíos, su libertad vigilada, las limitaciones impuestas a su vida en las sociedades cristianas. Todos buscaban las conversiones de quienes eran diferentes, sin tener en cuenta la dramática coacción a la que se les sometía. A menudo, sin embargo, estas conversiones coaccionadas dieron lugar a procesos inquisitoriales contra quienes vivían aparentemente como cristianos, pero mantenían en la intimidad de sus casas los usos y costumbres de su religión primera. En las sociedades europeas se estableció, de hecho y de derecho, la existencia de ciudadanos de primera y de segunda, y entre estos una parte lo era porque no pertenecían a la Iglesia oficial o, peor todavía, porque los cristianos viejos no se fiaban de los nuevos convertidos. Esta desconcertante situación dio lugar en España a casos de manifiesta injusticia para con cristianos convencidos cuya única culpa consistía en haberse convertido.

Con motivo del descubrimiento de América, profesores de la Universidad de Salamanca y otros intelectuales europeos discutieron sobre la licitud de la conquista y de la imposición de la cultura hispana y del cristianismo. Sobresalieron en las Conversaciones de Valladolid, organizadas por Carlos V para estudiar la ética de la conquista, Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas. El primero, admirado por sus conocimientos y obras escritas, consideraba todas las culturas inferiores a la cristiandad. Hacerles la guerra e imponerles el dominio español era considerado un asunto de ley natural, incluso un beneficio para las víctimas.

Tal vez resulte más difícil definir y juzgar el significado de las cruzadas y la actitud de los cruzados. El Asia y África cristianas y la España cristiana habían sido conquistadas y ocupadas por los musulmanes, de forma que la cruzada podía considerarse como un acto debido de reconquista y de libertad de tierras que habían sido cristianas. Nadie en los reinos ibéricos dudó de su derecho a recuperar las tierras de sus antepasados y de expulsar a quienes las habían conseguido con violencia, pero en Oriente el espíritu religioso originario se mezcló demasiado a menudo con ansias de poder y sometimiento. El caso más significativo para nuestra reflexión fue la cruzada de 1204, durante la cual los cruzados arrasaron Constantinopla e impusieron un patriarca latino en lugar del ortodoxo, lo que puso de manifiesto problemas existentes desde antiguo: la animadversión feroz entre cristianos occidentales y orientales. Ambas Iglesias consideraban que la otra era heterodoxa y pecaminosa. El año 1204 supuso un desprecio absoluto hacia otras tradiciones, incluso muy cercanas. Apenas se daban diferencias doctrinales entre orientales y occidentales, pero el desdén que unos sentían por otros y la identificación de la diferencia de talante y de historia con la heterodoxia explican bien lo difícil que resulta aceptar la diferencia cuando se ensalza al máximo lo propio. La aceptación de lo ocurrido por parte del papa y, sobre todo, el nombramiento de un patriarca latino en una de las sedes más veneradas de Oriente demuestran el desdén de los occidentales por la historia de una parte de los cristianos.

A principios del siglo XIII surgió en el sur de Francia un movimiento herético de carácter dualista que adquirió una fuerza inesperada. Se trataba de los llamados albigenses, nombre adquirido porque el centro del movimiento fue Albi, en la Occitania francesa, apoyado por Alfonso de Tolosa. Se convirtió en un problema religioso, pero también social y político. Inocencio III proclamó una cruzada que destruyó la región y la secta. Hubo un intento de conversión por medio de la predicación en los pueblos afectados por parte de la nueva congregación de los Padres Predicadores (dominicos), pero lo más efectivo, como ha ocurrido a menudo en la historia, fue la brutal represión.

En este contexto nació el Tribunal de la Santa Inquisición, manifestación oficial de la intolerancia religiosa. El mensaje cristiano se convierte en una ley del temor y de la coacción, en lugar de la ley del amor, que libera el alma. En nombre del Señor se ejercía un rigor que él jamás habría usado. Por esta razón, el ciego conformismo exigido a los súbditos se transforma en la más radical perversión del cristianismo que pueda concebirse. Por muchas distinciones y explicaciones razonables, tanto ambientales como temporales, que puedan ofrecerse sobre la Inquisición, no cabe duda de que resulta poco explicable con el Evangelio en la mano.

Era propio de la época y de una historia prolongada la intolerancia y la imposición religiosa a pueblos con otras tradiciones. Recordemos las palabras de Lutero: «No pierdan tiempo con los herejes, ellos pueden ser condenados sin escucharlos». El enfrentamiento duradero entre católicos y protestantes llevó a una situación esquizofrénica. Ninguno de ellos admitía la honradez y la buena voluntad del otro. Eran la perversión, el pecado, el demonio. Lo más importante no era que todos creyeran en Cristo, sino que lo radicalmente decisivo era la separación, el abandono de la tradición, la evolución de la liturgia.

El mal uso de la tradición tiene como característica determinante la pretensión de recluir el presente en un pasado ya interpretado según unos criterios concretos, que es presentado como ejemplar y normativo. Los grupos o tendencias fundamentalistas rechazan explícitamente uno de los atributos mayores del ser humano: la capacidad de interpretar y discernir como señal inequívoca de la libertad lo que el ser humano puede ir adquiriendo en su vida cotidiana. Calvino, por su parte, mostró la actitud rígida e intolerante con quienes pensaban de otra manera. La ejecución en Ginebra de Miguel Servet y de otros representantes de teorías distintas de las suyas ha quedado como una muestra llamativa de su manera de juzgar y actuar. Por otra parte, Calvino es un buen ejemplo, presente en otras Iglesias, de cómo la teocracia acababa por imponer planteamientos morales propios de quienes la dirigían.

En el tratamiento de este tema conviene tener en cuenta que la tolerancia, el pluralismo, la convergencia de concepciones, por una parte, y, por otra, la intolerancia y el fundamentalismo tienen que ver con la doctrina, pero también, y a veces de manera determinante, con la cultura, la psicología y el talante de los individuos y de la sociedad civil del momento. Por otro lado, en el catolicismo coincide, no siempre armoniosamente, la necesaria y permanente adaptación entre una legislación con pretensión de universalidad y la obligada asimilación de las condiciones y realidades locales. La permanente tensión existente entre el centro romano y las periferias nacionales responde también a esta realidad. Todo ello puede dar la impresión de una convivencia embarazosa entre una uniformidad vertical y un anarquismo desbordante. Algunas actitudes fundamentalistas responden a esta tensión no siempre bien planteada y pocas veces bien asumida.

Inocencio VIII, papa renacentista, de vida moral problemática, escribió y publicó en 1484 una bula contra las brujas, legitimando la represión de tal fenómeno por parte de la Inquisición. Lo que no se comprendía era mirado con suspicacia y juzgado con tal severidad que podía acabar en la pena de muerte. La Inquisición empezó a castigar los pecados de brujería, reales o supuestos, por más que existía una bula de Alejandro IV (1257) que aconsejaba a los inquisidores no ocuparse de tales crímenes si no había sospechas de real herejía. Es verdad que la brujería era temida y condenada desde hacía mucho tiempo en los diversos países europeos, ya antes del cristianismo, pero no cabe duda de que esta bula favoreció una cruel represión, en un tiempo en el que autores de renombre favorecían un creciente humanismo que defendía una mayor libertad del hombre.


Fundamentalismo contemporáneo


Para precisar el concepto en su significación actual y en contraste con el integrismo podríamos partir de la consideración del fundamentalismo cristiano como «la insistencia por la motivación religiosa o política en un punto de vista absoluto de la verdad», y asociando a esta actitud «un rechazo de ciertos principios importantes del mundo moderno, como la tolerancia, el pluralismo, la secularización y el relativismo» 1, por miedo a que estos derechos disminuyesen la autoridad y la actuación de Dios y de la Iglesia en la sociedad, tal como escribió Pío VI en el breve Quod aliquantum, de condena de los derechos del hombre y del ciudadano: «Pero ¿qué podía haber más insensato que el establecimiento entre los hombres de esta igualdad y esta libertad desenfrenada que parece borrar toda razón? La libertad de pensar y actuar, ¿no es un derecho quimérico contrario a los derechos del Creador supremo, a quien debemos la existencia y todo lo que poseemos?».

Se trata de un fenómeno que se inició fundamentalmente en el siglo XIX, siglo traumático y desconcertante para las Iglesias. No se trataba de las persecuciones tradicionales, de la nacionalización de sus bienes, sino de algo más sutil e inquietante, del cambio de mentalidad dominante durante siglos en nuestras sociedades, de la manifestación de actitudes diversas ante el fenómeno religioso, de la necesidad de adaptarse a un pluralismo de ideas manifiestamente contrarias a los que se consideraban fundamentos intelectuales de los dogmas. Puede resultar desconcertante que el fundamentalismo se multiplique en la edad de los derechos humanos, de la tolerancia y del relativismo, aunque, tal vez, precisamente debido a estos logros de las libertades individuales haya aumentado de manera considerable el talante fundamentalista.

En 1831, Lamennais comenzó a publicar un periódico, L’Avenir, cuyo lema, «Dios y Libertad», sintetizaba su programa: compaginar la fe en Dios y la defensa de las libertades. Se trataba de una defensa que englobaba la libertad de conciencia, de cultos, de prensa, de enseñanza; libertad de los pueblos frente a la tiranía y la opresión; libertad de la Iglesia en y frente al Estado. Y esto suponía unos obispos libremente elegidos, pero también una Iglesia sin ayuda económica estatal. Se trataba, ciertamente, de un nuevo enfoque y de una manera diversa de situar la Iglesia en el Estado y en la sociedad democrática. Esto disgustó a muchos obispos y a buena parte del clero maduro. Se sintieron de repente débiles al no contar con el apoyo del Estado. Llovieron las acusaciones a Roma, exigiendo la clausura del periódico. La encíclica Mirari vos condenó los principios liberales y, al mismo tiempo, los intentos de relacionar y compaginar los principios religiosos y eclesiásticos con las libertades, al tiempo que se impedía que una Iglesia más autónoma se situase con comodidad en una sociedad más democrática.

En realidad, lo que estaba en juego era sobre todo la capacidad de conjugar la identidad del cristianismo con la práctica decidida de la libertad de conciencia y de interpretación del hecho religioso. La decisión eclesial fue hostil, incluso brutal, por ejemplo con motivo de las «restauraciones» políticas de 1814 y 1822 y en algunos episodios de las guerras carlistas en España o miguelistas en Portugal. Se produjo en el seno eclesial una reacción de miedo e incomprensión: «Quien no está conmigo está contra mí», «quien no interpreta y comprende exactamente como lo hago yo está fuera de los límites permitidos». Esta actitud intolerante, poco creativa, incapaz de asumir los profundos cambios de una sociedad más libre, con más conocimientos y con una economía más saneada, favoreció la reacción furiosamente anticlerical de un liberalismo alimentado en las fuentes de la Ilustración y poco propenso a comprender el sentido del sentimiento religioso.


La modernidad


Como es bien conocido, los siglos XIX y XX han constituido una época de profundos cambios y transformaciones en la sociedad europea. El progreso ha supuesto, a menudo, el abandono de antiguas costumbres, métodos, ideas y prejuicios. Para el mundo cristiano, todo esto abarcaba y comprendía la palabra «novedades». Toda novedad parecía contener, de hecho, una carga negativa profunda. La novedad no era buena para la Iglesia y se enfrentaba directamente a la tradición 2. Los cultivadores de las novedades resultaban siempre peligrosos y cercanos a la herejía, si no habían caído ya en ella 3. La tradición comenzó a significar también lo antiguo, la rutina, lo repetido, lo conocido. Se convirtió en una trampa. Ya no era «el sábado para el hombre, sino el hombre para el sábado», sin darse cuenta de que la tradición representaba, a menudo, costumbres, hábitos y reglas recientes que no eran aceptables para el hombre contemporáneo ni imprescindibles para la vida evangélica. En efecto, en el largo conflicto de mentalidades y de ideas que ha dividido a los católicos a lo largo de los dos últimos siglos no siempre han sido elementos doctrinales y dogmáticos los motivos determinantes, sino más bien culturales y psicológicos, de orgullo y de oportunidad.

En tiempos de anticlericalismo y de cambios sociales y culturales imparables, dio la impresión de que ya no estaban en juego los bienes o los puestos de mando, sino, más bien, los mismos fundamentos de la religión. En realidad, lo que se ponía en cuestión, sobre todo, era la capacidad de conjugar la identidad de la vida religiosa con la práctica decidida de la libertad de conciencia y de interpretación del hecho religioso. Es verdad que no solo se atacaban modos de presencia eclesial, sino también su existencia y su razón de ser, pero hay que reconocer que lo que fundamentalmente se planteaba era la comprensión y la valoración de la presencia de la religión y de la Iglesia en una sociedad plural y, por primera vez, laica y secularizada. La Iglesia ya no mandaba ni parecía influir, y de lo que se trataba era de si esta nueva forma de presencia-ausencia era admisible. ¿Desaparecería la religión porque ya no gobernaba la sociedad en su totalidad?

En 1899, La Civiltà Cattolica, revista semioficial de la Santa Sede, dirigida por jesuitas, ofreció inconscientemente una espléndida descripción de la situación:


Los principios católicos no se modifican ni por los años que corren, ni porque se cambie de país, ni a causa de nuevos descubrimientos, ni por razón de utilidad. Siempre serán los que Cristo ha enseñado, los que la Iglesia ha proclamado, que los papas y los concilios han definido, que los santos han practicado, que los doctores han defendido. Hay que tomarlos como son o dejarlos tal cual. Quien los acepta en su plenitud y rigor es católico; el que duda, se adapta a los tiempos, transige, podrá darse a sí mismo el nombre que quiera, pero ante Dios y la Iglesia es un rebelde y un traidor.


Ha pasado un siglo largo desde esta definición y la perspectiva nos hace ser más conscientes de lo que significa esta actitud, este talante, y de su enorme influjo en la vida eclesial a lo largo de los decenios siguientes. Se trata de una constante que más que una doctrina es una disposición del espíritu que lleva a preferir todo lo que viene de lo alto por medio de la autoridad, incluso en temas marginales y no doctrinales, y a desconfiar del hombre, de los procesos subjetivos en la construcción de la verdad y en el acto de fe, y que termina por minusvalorar todo dato de experiencia. Claro que la tendencia a aumentar en el catolicismo todo lo que es imposición por autoridad viene fácilmente acompañada por una inclinación a juzgar y a condenar todo lo que es apertura, búsqueda, problematización de las ideas recibidas, y también por una inclinación a medir la ortodoxia de cualquiera, con la aspereza de quien sospecha con autosuficiencia sobre la heterodoxia de los demás. De este modo, el juicio propio sustituye al de la Iglesia, se arroga uno el derecho de medir la comunión católica con arreglo a los límites de la propia estrechez cuando no son los límites de la propia ignorancia. Finalmente, hay en el integrismo una falta de confianza en la verdad, un amor insuficiente a la verdad, que no llega a reconocerla y a honrarla en sus realizaciones relativas 4.

Para hacerlo todavía más difícil, en nuestros días, el pluralismo social se ha complicado con el pluralismo religioso, y la Iglesia se ha convertido más que nunca en un espacio de convivencia complicado y, a menudo, incomprensible. La vida de los creyentes en el ámbito eclesial ha desarrollado tonos agriamente combativos por diferencias nimias e inconsistentes. El fenómeno, ciertamente, no es nuevo. Ya el P. Mariana escribió en el siglo XVII: «Ningunas enemistades hay mayores que las que se forjan con voz y capa de religión, los hombres se hacen crueles y semejantes a las bestias fieras». Se teme al diverso cercano, al que comparte el mismo campo de juego, el mismo campo eclesial, porque se le considera un enemigo infiltrado, camuflado. Han abundado en estos dos últimos siglos las delaciones y acusaciones anónimas, provocando, en ocasiones, difíciles situaciones de convivencia. Naturalmente, en esa situación todo diálogo resulta imposible, desaparece la comunión eclesial. El cardenal Newman vivió en propia carne este irrespirable ambiente y definió agudamente a quienes así actuaban: «Exigen una Iglesia dentro de la Iglesia [...], convirtiendo en dogma sus puntos de vista particulares. Yo no me defiendo contra sus opiniones, sino contra lo que debo llamar su espíritu cismático» 5.

Tal vez no resulte fácil mantener al mismo tiempo la unidad y un espíritu amplio, dialogante y tolerante. Tal vez resulte complicado mantener la ortodoxia y la libertad de pensamiento a la vez, aunque, obviamente, es posible y necesario. En cualquier caso, para los integristas, la única manera posible y aceptable de convivir en la Iglesia consiste en actuar rígidamente según una única pauta determinada que, por supuesto, es la suya propia. Las circunstancias concretas en las que se encuentra la persona no tienen ninguna importancia.

La actitud integrista busca y espera encontrar en la Iglesia un sistema cerrado, completo, uniforme, que lo abarque todo, en el que encuentre con sencillez la respuesta adecuada y definitiva a todos los problemas de la sociedad. No cabe duda de que la presencia de diversas posibles interpretaciones desconcierta y desorienta. No es eso lo que se espera de la Iglesia, sino seguridad, respuestas, convicciones definitivas. De ahí su rechazo furibundo a diversas escuelas teológicas, a los cambios de la liturgia, del latín por las lenguas modernas. Ya en 1865, el recién convertido Ward proclama con ardor que le gustaría recibir cada día una declaración infalible del papa que llegara cada mañana con el Times a su mesa de desayuno. Así podría actuar con decisión y paz de conciencia sin tener que elegir ni discernir.

Esta postura pasiva, pero agresiva, bastante común en el cristianismo contemporáneo, resulta destructiva para la convivencia y la comunión eclesial. El enemigo es el cercano, el creyente que no se identifica completamente, el que, formando parte de la misma comunidad, demuestra una cierta autonomía y mantiene un talante diverso, un punto de vista diferente, y defiende con desparpajo explicaciones teológicas no coincidentes con las tradicionales o las romanas en aspectos que no pertenecen al Credo. Podríamos decir que, para los que gozan de este talante, el de los moderados constituye un modelo abominable, el más rechazado. Recordemos la observación de Newman: «¿Por qué debe permitirse que una facción agresiva e insolente entristezca el corazón de los justos, a quienes el Señor no ha vuelto lastimeros?».

Durante la celebración del Vaticano II, la actitud agresiva de la minoría contra las propuestas teológicas, morales y prácticas de la mayoría, al acusarles de ser herejes peligrosos y de intentar destruir la Iglesia, reflejó lo que ha sido el modo habitual de actuar de los intransigentes católicos a partir de la Revolución francesa, talante que, por desgracia, se han impuesto en la vida de la Iglesia a lo largo de los dos últimos siglos.

A finales del siglo XIX y comienzos del XX, la Iglesia vivió «tiempos recios», en expresión de santa Teresa de Jesús. No fueron capaces de afrontar con calma y visión de futuro tantos retos a la práctica de gobierno eclesial, a los métodos exegéticos y a la cristalización de tradiciones y costumbres, de forma que consideraron inaceptables la propuesta de renovar el estudio de la Escritura, de reconocer la mayor responsabilidad de los laicos, una adecuada purificación de costumbres y tradiciones, presentes en la vida de los cristianos. Dentro de la Iglesia actuaban personas con sentido eclesial y capacidad de diálogo, como Lagrange, Batiffol, Murri y tantos otros. Todos fueron silenciados o condenados. La Iglesia se convirtió en un gueto donde el clima de defensa a ultranza exigía el pensamiento único en cuestiones opinables, discutibles o de sentido común. Se organizaron instituciones de espionaje y se multiplicaron las acusaciones y delaciones anónimas. El clima resultó irrespirable. Naturalmente, se dieron posturas discutibles y afirmaciones contrarias a la tradición más fundante de la Iglesia, pero fueron excepciones frente a los numerosos clérigos y laicos conscientes de la urgencia de poner al día la Iglesia de acuerdo con la tradición y el Evangelio. La reacción fue brutal, obra de una mentalidad cerrada, incapaz de dialogar o de aceptar los derechos de los creyentes a una fe que no se opusiera sin más a los descubrimientos de las ciencias, a los logros de la civilización contemporánea, al reconocimiento de los derechos humanos.

El modernismo nos sitúa ante la pregunta sobre la capacidad del cristianismo de encarnarse en cada tiempo, de comprender con agilidad el «signo de los tiempos». A primera vista, los rápidos cambios en la cultura y en las costumbres sociales, tan propios de nuestros dos últimos siglos, sorprenden a la Iglesia a contrapié, sin capacidad de reaccionar, de forma que la primera respuesta siempre es negativa, condenatoria. El Syllabus y la Mirari vos, documentos de Pío IX y Gregorio XVI, han quedado en la historia como ejemplos de una actitud retrógrada, incapaz de comprender la evolución de la cultura y de los métodos científicos, la evolución de unos pueblos que gozaban con la democracia, las libertades, la bonanza social, a pesar de las dificultades existentes.

Esta reacción no indicaba que no hubiese en el cristianismo numerosos creyentes presentes entre los exponentes más cualificados de estos cambios, pero quienes se imponían eran los más conservadores, los más integristas. En general, la curia romana participaba de una mentalidad propia del Antiguo Régimen, en una sociedad uniforme y confesional, en la que resultaba impensable la libertad de pensamiento, el pluralismo, la libertad de conciencia. Formados en una filosofía escolástica ya caduca y en una teología en la que la historia de la Iglesia, los estudios bíblicos y la patrología mantenían unos métodos ya superados, les resultaba espontáneo condenar cualquier novedad. El siglo XIX resultó desconcertante para la vida eclesial, con unos papas que no fueron capaces de abordar y reconocer la nueva situación. León XIII comenzó a renovarla, pero el pontificado de Pío X supuso un severo retroceso.

Otro tanto habría que decir de las numerosas actuaciones contra teólogos renovadores en tiempo de Pío XII. Los dominicos Congar y Chenu y los jesuitas De Lubac, Daniélou y Rahner tuvieron que abandonar la enseñanza y retirarse a los jardines de invierno, sin recibir una explicación adecuada, sin un diálogo en el que pudieran defender sus puntos de vista. Eran condenados o marginados por la autoridad, aunque con frecuencia las personas que lo decidían no tenían verdadera autoridad científica o eclesial. Todos ellos y otros menos conocidos, pero también marginados, fueron, años más tarde, los puntos de referencia de la teología del Vaticano II.

Pero no cabe duda de que el Vaticano II ha supuesto la prueba más dramática para una Iglesia acostumbrada a cambiar sus ritmos, a modificar sus prácticas y costumbres, a presentar clarificaciones de sus doctrinas, de manera infinitamente pausada. Existe un dicho popular largamente vigente que expresa esta actitud que puede resultar perversa: «Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer». Todavía hoy, este planteamiento continúa vigente. El posconcilio, a partir de mediados de los sesenta, supuso para esta mentalidad el descalabro de tradiciones y costumbres, identificadas a menudo por ellos con la sustancia y la entraña religiosa. El integrismo se parapetó en la defensa del latín o del alzacuellos o de costumbres o detalles semejantes, como si de ellos dependiese la persistencia del cristianismo. Naturalmente, han defendido también con el mismo ardor exclusivista una interpretación, una escuela teológica, una visión antropológica frente a otras igualmente plausibles, incluso aceptadas oficialmente por la Iglesia. El tradicionalista Lefebvre, por ejemplo, preguntado por lo que significa aceptar el Concilio según la tradición, respondió que no basta con integrar ambas realidades, pues en el Concilio «hay textos ambiguos [...] pero también textos abiertamente en contraste con la tradición que no es posible de ninguna forma “integrar”. Esos textos donde “el acuerdo se hace imposible” son: la Declaración de libertad religiosa, el decreto sobre el ecumenismo y el de la liturgia».

Esta prueba se ha saldado, por una parte, con el rechazo del Concilio por parte de algunos grupos de cristianos (de los cuales el más conocido es el de Mons. Lefebvre) y, por otra, por la relectura del Concilio por parte de los que fueron minoría en el Concilio y que mantuvieron en la curia romana buena parte de su poder. Medio siglo después, con la excusa de que existe el peligro de una interpretación del Concilio que rompe con la tradición, se sigue tratando de volver atrás en planteamientos eclesiológicos, litúrgicos o morales. Probablemente, esta actitud incluye el convencimiento de que solo Roma o, al menos, el mundo latino mantiene la plenitud de la ortodoxia y de la comprensión e interpretación auténtica del cristianismo, por lo que se ve con cautela cualquier movimiento que salga de lo que llamamos el Tercer Mundo. De forma que, aunque la curia romana se internacionalice y el conjunto de la Iglesia resulte más ecuménico e intercultural, la última decisión doctrinal y jurídica se mantiene en manos de «los de siempre».

En nuestros días, en esta acelerada vuelta a un pasado indeterminado, que siempre coincide con los gustos de los fundamentalistas, se ha afirmado que no es necesario celebrar la misa de cara al pueblo creyente, porque «lo importante es permanecer de cara a Dios». Se trata de una marginación real del laicado, es decir, de la inmensa mayoría de los creyentes. Solo se tiene en cuenta el parecer de una élite, de un grupo especial que no coincide con todos los obispos, sino solo con aquellos que responden a una mentalidad periclitada, pero todavía presente, que piensan y actúan como si no hubiese pasado nada en una sociedad que cambia día a día.

En esta situación conviene examinar el uso y abuso de los nombramientos episcopales en España a partir de 1980 en función de un designio tan simple como preciso: nombrar obispos de una sola mentalidad y sensibilidad, seguros, que respondan sin dudar a los deseos de Roma. Y al hablar en este contexto de Roma no nos referimos al centro de comunión eclesial, sino a una mentalidad y una interpretación reduccionista del Concilio.

Naturalmente, en esta actitud subyace un modelo de cultura, de identificación de este modelo con la ortodoxia y de recelo y rechazo de cuanto no coincida con el modelo propio. Esto explica el corto y anacrónico bagaje con el que una buena parte de los episcopados italiano y español se dirigió a Roma para participar en el Concilio Vaticano. Apenas conocían las corrientes dominantes en Centroeuropa y seguían pensando que la situación existente en sus países era la ideal entre todas las posibles. En sus discursos encontramos no pocas ideas y características del integrismo propio de los primeros decenios del siglo XX. La pretensión de olvidar el pasado inmediato; la idea de mantener el talante católico y los documentos pontificios del siglo XIX, sin aceptar que se correspondían con una época que poco tenía que ver con la nuestra; la condena tajante del liberalismo, entendido como el conjunto de las libertades de pensamiento, enseñanza, publicación y cultos, libertades que consideraban causantes de todos los males modernos, y el recelo hacia el pluralismo y la democracia; la añoranza por la confesionalidad de los Estados y por el pasado tridentino, considerado como el mejor de los tiempos, constituyen algunos de sus rasgos más característicos. Una vez más, se trata de no aceptar el siglo en el que les ha tocado vivir, condenando todas sus características. Se trata de una lucha titánica contra el tiempo, contra la realidad, contra el mundo.

Los cambios consecuencia del Concilio, que se producen a partir de 1965 y que claramente representan un punto de no retorno, constituyen para los fundamentalistas cristianos una tragedia de consecuencias incalculables. Incluso intelectuales franceses, ateos declarados, escriben muy negativamente contra los cambios litúrgicos, considerando que la aparente debilidad de la Iglesia constituye un mal para la sociedad en su conjunto. Dan a entender, pues, que los cambios surgidos alrededor del Concilio resultan negativos para el cristianismo y para el Estado. Simultáneamente aparece un anticlericalismo de derechas, dentro de la misma Iglesia, que ataca a algunos sectores de la jerarquía y del clero con una virulencia desconcertante. Identifica la defensa del catolicismo y de la Iglesia con sus ideas religiosas y políticas, casi siempre interrelacionadas. No acepta ni el Concilio, ni la democracia, ni el cambio social. La campaña de desprestigio contra sus opositores utiliza las acusaciones de «comunistas», «criptoprotestantes» y «masones».

Tras este rechazo generalizado de la sociedad moderna se encuentra, en realidad, la defensa de una concepción política y económica, pero también de un modo de estar en la sociedad y de concebir la eclesialidad. En efecto, defienden, sobre todo, una eclesiología que había sido superada por la doctrina conciliar. Pocas veces en nuestra historia encontraremos un ejemplo tan claro de intromisión indebida, con métodos inmorales, en la vida de la Iglesia por parte de una minoría cuya fuerza no era solo el poder político y económico, sino la insidia, el secreto y la mentira. De hecho, en estos ambientes, tanto romanos como nacionales, se mantendrá el convencimiento de que los obispos conciliares no habían sido capaces de defender sus derechos y la doctrina adecuada y de que, por consiguiente, era urgente un cambio.

En momentos de dificultad se tiende a la rigidez y a individuar enemigos. Se divide la sociedad entre los buenos y los otros, los católicos sin más y los otros, los seguros y los otros.

Para unos, la posibilidad de ser miembros de la Iglesia queda restringida a la identificación con su punto de vista, con su idea de Iglesia y de doctrina. Para Lamennais, la no aceptación de sus ideas suponía el desinteresarse completamente de la casa familiar, el sentirse extraño en ella, el no preocuparse más por ella. En cualquier caso, en una institución religiosa en la que la conciencia y la caridad resultan las columnas vertebrales, la arrogancia y prepotencia de quienes ejercen la autoridad resultan decisivas. Quienes impiden, atacan o debilitan la comunión entre sus miembros resultan los responsables. Entre estos, su actitud rígida e integrista no se debe siempre a la defensa incansable de los derechos de la verdad ni al convencimiento de que hay que proclamar los derechos de la verdad «caiga quien caiga», sino, a menudo, a una ignorancia personal, a cierta insensatez incapaz de calibrar los efectos de los medios utilizados para proclamar su verdad, a concepciones de Iglesia que no siempre son la evangélica.

En nuestros días, la aceptación del pluralismo religioso y del diálogo intraeclesial constituye la auténtica revolución contemporánea, pero, al mismo tiempo, observamos cómo todo se complica y se agudiza. No solo da lugar a las acusaciones de Lefebvre de neomodernismo y neopaganismo, sino que está resultando muy difícil ponerlo en práctica, sobre todo internamente. En efecto, nos encontramos con una comunión de Iglesias que viven situaciones y anhelos diferentes. Se trata de aceptar un pluralismo religioso intraeclesial que no rompa, naturalmente, los postulados básicos de la revelación y de practicar un diálogo eficaz entre el centro de comunión y las diversas Iglesias, y de estas entre sí. Se trata, de manera urgente, de fomentar y conseguir un diálogo y una auténtica comunión entre los diversos talantes y mentalidades presentes en cada Iglesia y en cada comunidad.

Naturalmente, no es posible llegar a esta situación de comunión intraeclesial si predomina el fundamentalismo, sus métodos, sus miedos y sus sospechas. El reto más importante en la Iglesia actual es el de superar el reino de la sospecha. Durante estos dos siglos se ha instalado en el ámbito eclesial la óptica de situación, la sospecha de que los que piensan o sienten de otra manera resultan deletéreos para la comunidad creyente y para la evangelización. Los «otros» son considerados herejes infiltrados, movidos por extrañas intenciones, o personas ignorantes o ávidas de poder que buscan solo la imposición de sus ideas. No es posible un pluralismo convergente en el planeta de la sospecha, no es posible una comunión eclesial allí donde la desconfianza camina en todas direcciones. Otro tanto se debe afirmar de las causas de nombramientos o exclusiones. Conviene recordar las palabras de Newman: «Exigen una Iglesia dentro de la Iglesia [...] convirtiendo en dogma sus puntos de vista particulares. Yo no me defiendo contra sus opiniones, sino contra lo que se debe llamar su espíritu cismático».

Y junto a la sospecha, el miedo. Aunque se trate de una moneda corriente en los ámbitos del poder político o económico, si se instala en la Iglesia se resquebraja su esencia. Además, allí donde se instala el miedo crece la prepotencia y la tiranía, tal como he expuesto en estas páginas. Además, ¿miedo a qué? ¿A que se deforme la Palabra de Dios o a que se cambien interpretaciones de esta palabra que se deben a sensibilidades, informaciones o comprensiones propias de la cultura y de la mentalidad de otros tiempos y que hoy han sido superadas o completadas gracias a una precisa evaluación del signo de los tiempos?

Hay muchas clases o manifestaciones del fundamentalismo. Todas van contra la libertad del acto de fe, contra la comunión eclesiástica, contra la paz y la alegría interior, fruto de la Buena Nueva anunciada. Todas van contra la autoridad entendida como servicio, contra la fe razonable y el amor fundamento de la comunidad. Todas atentan contra la realidad de una Iglesia espacio de comunión de sus miembros.

Este fundamentalismo se ha expresado virulentamente con motivo del pontificado de Francisco en una Europa y Norteamérica cuyas Iglesias católicas se encuentran en grave crisis de descomposición. El papa que viene del fin del mundo, que ha vivido la aplicación del Vaticano II y los sínodos de Medellín, Puebla y Aparecida, con la sensibilidad de los países del Sur, preparados para considerar con seriedad los signos de los tiempos, está dispuesto a seguir el Evangelio y a renovar tradiciones, interpretaciones y teologías que responden a sensibilidades y reflexiones de otros siglos. Esta decisión del papa está resultando demasiado fuerte para gente estancada en la rutina y siempre añorando el pasado, sin darse cuenta de que esta evolución se ha producido a lo largo de los siglos y que en la situación actual resulta necesaria y urgente si nos consideramos discípulos del Cristo de los evangelios.

Integrismo e intolerancia en la Iglesia

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