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CAPÍTULO 3. HISTORIA DE IRÁN

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Estoy convencido de que algo importante se ocultaba en aquel pueblo sucesor de otros que estuvieron antes que ellos, descendientes del primer gran pueblo de la historia, los Sumerios.

Tenía claro que no me podía acercar a la niña ni a su familia sin que me invitasen y para ello tendría que dar algunas explicaciones, como decir de dónde saqué la foto de la pequeña o quien me autorizó a entrevistarla.

Pero creía que tenía la solución para adentrarme en aquel pueblo tan estigmatizado que frecuentemente se confunde con su vecino Iraq y por lo tanto los tratan a veces con desprecio sobre todo por las fuerzas del orden cuando se van a trasladar de un estado a otro por tren o por avión, y más cuando salen o llegan del extranjero.

Saqué mi agenda y empecé a buscar hasta que di con un arqueólogo que me había ayudado a dar una datación aproximada a aquellas piezas sin catalogar pertenecientes a las colecciones privadas.

Le llamé pues trataba de averiguar si él me podía informar algo más sobre esas tradiciones de aquel pueblo. Tras los saludos iniciales le comenté mi interés por entrevistarnos y él estuvo de acuerdo, así nos citamos para esa misma tarde en un café próximo a la biblioteca.

No me sería difícil de reconocer, era una persona oronda, que vestía siempre traje, camisa y pantalones blancos, sobre la cabeza lucía un sombrero de Panamá del mismo color.

Además, daba la peculiaridad de que era una persona que sudaba mucho por lo que continuamente estaba secándose el rosto con un pañuelo que luego guardaba empapado en el bolsillo superior del traje. Formándose a su alrededor una extraña y simpática mancha de humedad con forma de corazón.

Aquella tarde cuando estaba terminando de tomar el café que había pedido mientras esperaba, llegó y tras disculparse por el retraso me intentó sonsacar por el motivo de mi consulta.

– Mira esta foto -le solicité mientras le enseñaba la imagen que Fátima copió en la hoja de respuesta de la muestra junto con esas pocas palabras, mientras terminaba de vaciar mi vaso.

– Sí, ya veo ¿Qué pasa con ello? -articuló con cara de extrañeza mientras esperaba que la camarera le trajese lo que había ordenado al entrar.

– ¿No te suena de nada? -insistí intentando ver su reacción por si ocultaba algo pues me extrañaba en sobremanera que una niña pequeña lo hubiese visto tan claro y a él no se le ocurriese nada.

– No sé, quizás es el dibujo algo infantil de una de las piezas que catalogamos ¿Qué pasa con esto? -volvió a insistir mientras reclamaba expectante a mis explicaciones mientas echaba un azucarillo sobre su café y lo empezaba a agitar lentamente.

No sabía si decírselo, no podía ser que una niña tan pequeña lo hubiese reconocido sin problemas y él, que era una eminencia en su campo, no tuviese ni idea.

– Bueno, ¿De qué va esto? -demandó con insistencia y algo de impaciencia ante mi silencio prolongado, mientras dejaba su vaso tras tomar un interminable sorbo.

– Sólo que me gustaría saber más de su significado, tengo entendido que existe una pequeña comunidad iraní en la ciudad ¿Podrías ponerme en contacto con alguien de ahí que me pueda ayudar? -terminé por demandar viendo que no iba a sacar nada de información.

– No lo sé, déjame pensar, ellos son muy celosos con sus costumbres, deberías de aprender bastante antes de poder acceder, empezando por tu forma de vestir -declaró con una sonrisa mientras levantaba el vaso para volver a beber.

– ¿Qué le pasa a mi chaqueta?, ¿Es que no estoy bien? -formulé pasmado con su comentario.

– Si quieres ir a una boda sí, mira que aparte de las normas propias de su cultura deberás de respetar la del islam, aunque tú no seas creyente de las palabras del Profeta vas a un lugar donde la fe es parte importante, eje de la vida civil y política. Si no conoces el Corán es difícil que puedas entender lo suficiente de lo que vas a ver y oír.

– Bueno ¿Por qué no me acompañas? -pregunté intranquilo por lo que me decía.

– Esto es cosa tuya, sólo te pongo en sobre aviso, incluso a gente como yo estoy mal considerado por haber dado la espalda a mis creencias simplemente por no ser practicante. Nunca me podría casar con una mujer de su comunidad sin traer la vergüenza sobre su familia.

Aquello no me desanimó a pesar de las dificultades que supondría entrar allí me sentía motivado para averiguar si existía un misterio escondido entre aquel pueblo.

La situación me recordaba algo que me sucedió durante mi época de estudiante en que estuve recorriendo buena parte de México tratando de hallar algo que no estuviese ya catalogado.

Intentaba emular a los primeros exploradores que desde el principio se han adentrado en la aventura de descubrir nuevos lugares, zonas inhóspitas en busca de civilizaciones inmaculadas sin que hayan entrado en contacto con el hombre blanco o al menos encontrar sus restos.

Un innegable legado de civilizaciones grandiosas que desaparecieron llevándose con ellos inconmensurables conocimientos, dejándonos construcciones, esculturas y hasta utensilios de la vida cotidiana como testigos de su apogeo, creando a su alrededor un halo de misterio con numerosos secretos a desenterrar.

Sabía que ya no quedaba terreno por descubrir y que hoy en día casi nada nuevo sale a la luz, salvo los tesoros ocultos bajo la superficie del mar que esperan su momento de ser reflotados para compartir las maravillas que quedaron olvidados por el tiempo sin más compañía que el de los crustáceos y moluscos.

Aunque de vez en cuando un golpe de suerte convertía a entregados investigadores o a aficionados a hallar un gran tesoro, ya no sólo porque esté compuesto de oro o piedras preciosas que eso es lo de menos, sino que sea algo totalmente desconocido, una cultura nueva, que despierte el interés y la imaginación de los arqueólogos.

No me refiero a esas piezas que parecen no pertenecer a su tiempo por estar fabricadas con técnicas que se supone no existían en ese período, los denominados Oopart (objetos fuera de su tiempo), adelantándose a su época cientos de años antes de que se avanzase la ciencia lo suficiente.

Ni a esas otras que ponen en evidencia nuestras creencias con respecto a la cronología de la historia denominados objetos imposibles, que para poder dormir los investigadores y científicos ignoran esos hallazgos permaneciendo con sus antiguas creencias a sabiendas de que algunas son falsas.

A mí me gustaría descubrir una dinastía desconocida, un reinado sobre el que no se tuviesen noticias, que se haga un hueco dentro de la historia oficial, complementándola y completándola, pero sin competir con ella.

Un ejemplo de ello sería el caso del hallazgo de Pianki también conocido por Piye, el primer faraón negro de Egipto que inauguraría la Dinastía XXV, por el que todo el territorio estaría gobernado por descendientes del pueblo nubio durante tres cuartos de siglo.

Hasta hace poco este período era ignorado, oculto a la creencia actual que figuraba a los pueblos negros en Egipto como esclavos dedicados al arte de la guerra o como mano de obra barata empleada en la construcción de palacios, templos y hasta las colosales de las Pirámides.

Quisiera inscribir mi nombre en los libros de la historia como ya lo hicieran los grandes descubridores de ciudades perdidas o de tumbas milenarias que dieron buena muestra de valentía y determinación.

Es lo que traté de hacer en mi juventud, tener un solo objetivo, y tratar por todos los medios de conseguirlo, pues sabía que con pequeños pasos es como se construye un gran futuro.

Para ello empecé a estudiar aquellas civilizaciones que marcaron el devenir de esas tierras, buscando los restos arqueológicos que dejaron tras de sí, ya fuesen edificaciones o piezas en los museos.

Luego cuando tenía una idea más exacta de qué era lo que se conocía de un determinado pueblo y qué aún estaba por descubrir me adentré en lo que fue el territorio de ese pueblo, recorriendo caminos, escalando montes y atravesando praderas en busca de algún resto no descubierto con la esperanza de que fuese algo importante.

Quizás fue mi inocencia o mi ímpetu, pero conseguí, tras mucho esfuerzo, rescatar del fondo de un barranco unas piezas que parecían de cerámica, adornadas con pinturas de distintos colores que todavía se podían reconocer.

Ilusionado por mi descubrimiento, anoté todos los datos con respecto a su localización geográfica y de profundidad haciendo multitud de fotos al lugar exacto y a sus alrededores, para documentar mi hallazgo.

Después y para que un experto me corroborase la autenticidad de las piezas, así como me ayudase a calcular su antigüedad, me puse en contacto con un responsable del Museo Nacional de Antropología de México, situado en la capital del país, el Distrito Federal.

Una amplia construcción a cuya entrada está expuesta la colosal estatua de doscientas toneladas del Dios del Agua Tláloc, y en cuyo interior se recogen en sus salas miles de piezas referidas a los pobladores de América desde tiempos prehistóricos hasta los mexicas.

Entre las obras más destacadas del lugar se encuentra el tesoro de la tumba del rey Pakal, la mítica Piedra del Sol con representación la cosmología mexica y el colosal Atlante Tolteca.

Una vez me recibió le enseñé aquel fragmento al responsable del centro junto las fotografías de lugar y todas mis anotaciones y el hombre con una sonrisa declaró,

– Felicidades, has encontrado una buena obra, esta se usaba para realizar ofrendas a los dioses, por eso de sus llamativos colores, lo malo es que es una tradición tan antigua y que aún hoy se practica que existe una extensa documentación al respecto, pudiéndose contemplar la evolución del rito a lo largo de los años, esta pieza en concreto vendría a ser de aquí.

Y me señaló a una mampara de cristal, sin darme cuenta me había conducido por aquel museo hasta donde nos encontrábamos justo frente a mí existía un cuenco completo con los dibujos en perfecto estado, si me lo hubiesen contado no me lo hubiese creído.

Lo mío parecía ahora más el desecho de un alfarero que una buena pieza, y ante mi desilusión me reconfortó el encargado indicándome,

– No te preocupes, los grandes hechos de la historia se han preparado con cuidado y realizado poco a poco; pero lo más importante lo tienes, tu arrojo e ímpetu. Sigue con él y no lo pierdas y verás cómo algún día aquello que hagas dará su fruto.

Me dijo con una leve sonrisa aquel hombre menudo que vestía tan formalmente, pero que su piel y sus arrugas denotaban que había sido duramente castigado por la exposición a los elementos, el sol y el aire.

Si no supiese su profesión podría llegar a la errónea conclusión de que se trataba de un labriego. Uno de esos trabajadores que se levantan antes de que cante el gallo y se acuestan al retirarse el sol, dedicando su jornada al duro trabajo del cuidado del campo, arándolo, sembrando, regándolo y quitándole las malas hierbas.

El Secreto Oculto De Los Sumerios

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