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El concierto

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Aquella boda tenía el olor rancio de la naftalina. Por la mañana, los novios se habían hecho las fotos de rigor con un fondo de naturaleza domesticada, setos bien cuidados con una geometría perfecta. En la ceremonia, el cura repetía, sin demasiada convicción, el vínculo sagrado del matrimonio: «Lo que Dios une, no lo puede separar el hombre», decía. Después, una comida que, de tan excesiva, resultaba obscena. A media tarde, la boda avanzaba hacia su último ritual.

El presupuesto no daba para una orquesta, así que un disc-jockey se encargaba de la música. Era un experto en esta clase de eventos y comprobó desde su tarima que el reloj marcaba la hora fijada en el contrato para que empezara el baile. Echó un vistazo a las mesas para ver la composición de los invitados y decidió no arriesgar. Sonó en primer lugar A quién le importa, de Alaska y Dinarama. Siempre funcionaba.

Grupos de jóvenes se fueron arremolinando en la pista y el estribillo fue la señal de salida para que empezaran a bailar, blandiendo el móvil en una mano alzada, con el fin de grabar aquellos saltos desacompasados como si fueran merecedores de que perduraran. La música servía de coartada a aquella caótica escena de brazos como mástiles izando el teléfono de última generación. Los selfies reproducían sonrisas impostadas para que el «me gusta» sancionara después el simulacro de felicidad y la cotización del perfil en el mercado de los yoes no se hundiera definitivamente. Mientras los móviles permanecían anclados a las manos de aquellos jóvenes como los goteros a los enfermos de un hospital, un tipo sonrojado y beodo agitó su copa, alzándola mientras bebía y derramando el champán entre las camisas sin mácula de sus vecinos de pista.

Así veían aquel trajín de cuerpos Sonia y Andrés, dos jóvenes que no habían acudido al reclamo del disc-jockey y seguían sentados en sus respectivas sillas, incapaces de adentrarse en el jolgorio de aquella euforia vacía que, para ellos, representaba la quintaesencia de la estupidez satisfecha. Aunque estaban en mesas contiguas, no se conocían. Ella era prima de la novia y él, amigo de infancia del novio. Su punto de vista crítico y distante, que parecía otorgarles cierto aire de distinción frente a la algarabía reinante, era, en realidad, un mecanismo de defensa para ocultar su miedo al ridículo y su incapacidad para incorporarse a ambientes que no dominaban.

Andrés apuró la copa de champán que reposaba en la mesa mientras miraba de reojo el perfil cincelado de la cara de Sonia y el escote en pico ancho que descendía hasta el nacimiento de sus pechos. Ella, ajena, ojeaba el reloj con insistencia.

Necesitó pedir otra copa para atreverse a hacer una pregunta que resultó tan pueril como desafortunada:

—Hola, soy Andrés. ¿Estudias o trabajas?

—Me llamo Sonia. Creía que esas preguntas tan rancias se habían acabado con la generación de mis padres.

La respuesta quebró el sortilegio que la imaginación de Andrés había establecido con la chica de al lado, pero no se amilanó y siguió preguntando:

—Cambio la pregunta: ¿trabajas o estudias?

Sonia se dio por vencida y, con un tono que no disimulaba el fastidio, contestó:

—Estudio música.

—Entonces, ¿por qué no bailas?

—Hay muchas músicas.

—Ya, Beethoven y todo eso…

—Más o menos.

Se instauró una paz amarga mientras el pinchadiscos, con gritos de feriante, anunciaba el sonido de Paquito el Chocolatero e invitaba a sumarse al baile siguiendo sus indicaciones. Algunos invitados aún pegados a sus sillas se incorporaron y todos empezaron a hacer flexiones, subiendo y bajando los brazos, siguiendo el ritmo que les marcaba el chamán. Después, adoptaron una postura simiesca y entrecruzaron sus manos por debajo de las piernas, en una posición entre ridícula y obscena, que daba al conjunto la imagen de una serpiente descoyuntada moviéndose por la pista.

Sonia y Andrés eran ya de los pocos jóvenes que seguían sentados y ella se sintió obligada a devolver la pregunta:

—Y tú, ¿qué haces?

—Soy ingeniero de caminos.

—¡Pero si, quitando el de Santiago, ya no hay caminos!

Andrés ignoró el tono sardónico y contestó:

—Construyo puentes, esas cosas que sirven para que los músicos podáis cruzar un río sin mojar el instrumento.

—¿Y quedan puentes por hacer?

—Algunos, para finalizar los tramos pendientes de algunas autovías que la crisis retrasó unos cuantos años. De hecho, yo trabajo en uno que queda para unir dos autonomías, ahora que todas se quieren separar. Hice el doctorado en Análisis Estructural y soy especialista en resistencia de materiales compuestos.

—Impresionante. ¿Y cuando se inaugure el puente?

—Tendré que emigrar, como la mayoría. En Vietnam están sacudiéndose las secuelas de la guerra. Hay dos mil quinientos ríos y pocas y malas carreteras.

—Vaya, ya veo que también sabes geografía.

—Solo de países con muchos ríos y pocos puentes.

Se dieron una tregua cuando el disc-jockey se percató de que había que hacer un guiño a la gente mayor y empezó a sonar un pasodoble con solera, España cañí. Mientras la tercera edad se acercaba a la pista, un grupo de jóvenes tomó la dirección contraria y se adosó a la barra del bar como si fuese un abrevadero. Otros no se movieron y cambiaron el recorrido sinuoso por una especie de pasacalles, maltratando al pasodoble que algunos mayores empezaban a bailar con cierto sentido.

Andrés arriesgó otra pregunta:

—¿Qué tal si salimos a tomar un café por aquí cerca?

Sonia dudó entre aguantar allí hasta que el autobús la rescatara y la devolviera al calor del hogar, o tomar un café con aquel joven tecnócrata engreído. Optó por lo último y los dos abandonaron la sala.

******

Muchas son las frases que han acuñado lo inexplicable del amor. Quedémonos con la de «el amor es ciego», pues solo desde la ceguera se podría entender que el desafortunado encuentro de aquella boda desembocara en una relación tan estable como la que mantenían Sonia y Andrés. El noviazgo había estado delimitado por protocolos no convenidos ni enunciados. Nada convencionales.

No era, es verdad, una relación apasionada, a lo Tennessee Williams, pero los dos fueron descubriendo rincones de su personalidad que los unían como un ovillo cada vez más grueso. Cuando llegaban de sus ocupaciones al apartamento que enseguida alquilaron, encontraban el refugio hospitalario que los dos necesitaban, abandonándose en una placidez sencilla que les resultaba sumamente gratificante. Empezaron a explorar zonas de intersección que compartían, a disfrutar de los placeres de la cotidianidad, el reposo doméstico que les permitía escapar por igual de la soledad y del vocerío insustancial. Preparaban, con la ilusión de adolescentes, las escapadas de fin de semana por el monte, recreándose en el concierto humilde de los grillos y recolectando de vez en cuando algunas setas de San Jorge, sus preferidas, que después cenaban cortándolas en tiras muy finas y preparándolas a la plancha, sin más compañía que unas gotas de aceite, ajo muy picado y perejil. Cuando, una vez acostados, hacían el amor, él la abrazaba y se apretaba ardiente contra ella, con las manos hábiles recorriendo su cuerpo, con su boca en la suya, con gotas de sudor que corrían entre sus senos. Después, permanecían en silencio, dejando que fueran las manos y los cuerpos los que dijeran todo lo que se tenían que decir.

Es verdad que el trabajo y el estudio quedaban como zona de exclusión, pero siempre se preguntaban, con un interés sincero, por sus quehaceres. Los «¿qué tal tocaste hoy?» o «¿cómo va tu puente?» eran una manera implícita de reconocer el interés por la ocupación del otro.

Por lo demás, aunque el pragmatismo de Andrés, para el que lo más valioso era siempre lo más útil, podía sacar de quicio a Sonia de vez en cuando, esta agradecía tener una vida al margen del mundo de petulantes que poblaban el conservatorio y las orquestas. Cuando estudiaba Historia de la Música, se había percatado de que a la mayoría de los grandes músicos la vocación les venía de familia. Lo que no podía imaginar era que, hasta en aquel conservatorio de provincias, hubiera auténticas dinastías de herencias instrumentales, en las que los príncipes se formaban para ocupar en el futuro el puesto que dejarían sus padres.

No era su caso. Sus padres regentaban una carnicería y carecían de formación musical, pero a ellos les debía sus clases de violín desde muy pequeña y su apoyo incondicional. Sabía que la igualdad de oportunidades es un cliché carente de significado en el panorama musical: los genes son egoístas y los padres bien instalados lo van a tener más fácil para que sus cachorros tengan más oportunidades que nadie. Pese a todo, no se rendía. Había tres cosas que podían jugar a su favor para cumplir el sueño de tocar en una buena orquesta: las cualidades para la música, que todos sus profesores de violín le habían confirmado; el tesón y la constancia, que eran los que más dependían de su voluntad y no le iban a faltar; y la suerte, que necesitaría en el momento preciso.

Cuando Andrés salía pronto del trabajo, iba a buscarla a los ensayos de la orquesta del conservatorio. Al principio la esperaba en el vestíbulo, leyendo abstraído los anuncios que había en el tablón mientras otros alumnos entraban y salían, hijos de papá con aire distraído, portando sus fundas de violín como ataúdes en miniatura. Desde allí se oía el eco de las teclas en ejercicios para cinco dedos, precisos, monótonos. Pero en las últimas visitas ya entraba en el auditorio. La esperaba sentado discretamente al final para admirar su postura grácil, su espalda recta, la barbilla dulcemente inclinada cuando insertaba el instrumento debajo, y los pequeños músculos que oscilaban el sóleo cuando se movía, interpretando también la música con el balanceo de su cuerpo. ¿Cómo podía no amar a una mujer tan cálidamente especial? Un pentagrama atrapado en una corriente de aire escapó del atril y voló mansamente, de un lado al otro, como si fuera una hoja otoñal, hasta reposar en el suelo. Al recogerlo, hizo un escorzo y, al verlo observándola, sonrió, y esa sonrisa recorrió el cuerpo de Andrés como un calambre.

Después, la esperaba a la salida. Todos intuían que él procedía de otro mundo, quizá por su forma de vestir, por su sonrisa franca y despreocupada, por la manera en que observaba. Ella se ceñía con fuerza a su brazo y se despedía con una sonrisa, como dando a entender que hay vida más allá de la música. En esos momentos, él experimentaba unas emociones que le resultaban completamente nuevas, se le quitaba toda su inseguridad por carecer de eso que ahora llaman habilidades sociales, su ineptitud casi patológica para expresarse en contextos diferentes a los marcados por su oficio, y salía por la puerta con el orgullo de llevar, cogida de su brazo, a la que, a sus ojos, era la chica más bella del mundo.

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El restaurante En la Esquina te Espero sobrevivía con cierta dignidad a la crisis gracias a que superó a tiempo el papanatismo ramplón de los comedores con cartas donde era mayor el nombre del plato que su contenido, situándose en un sabio término medio entre la fritanga y el diseño, y aunque no aspiraba a ninguna estrella Michelin, no le faltaba un toque de originalidad, utilizaba buenas materias primas y los precios eran razonables. Por eso era el preferido de Andrés y Sonia que, un año después de la boda donde se conocieron, estaban sentados uno frente a otro en su mesa favorita. Aquel día habían pedido unos pimientos rellenos de bacalao, regados con un vino de Rueda. Cuando llegó el camarero con la botella, la presentó para que la inspeccionaran igual que un mago muestra la paloma antes de disponerse a hacerla desaparecer.

El físico de Andrés y Sonia concordaba misteriosamente con sus vocaciones profesionales. Andrés parecía estar hecho de hormigón, con un rostro que hacía juego con el cuerpo poderoso a través de un cuello inexistente. El mentón era prominente y las cejas hacían, en su parte más elevada, un ángulo perfecto. Sin embargo, unos ojos almendrados, un hoyuelo en la barbilla y unos labios ligeramente carnosos dulcificaban su aspecto y proporcionaban amabilidad y frescura a su cara. Sonia era de una belleza extraña, difícil de describir. La cara era como un bajorrelieve, con poca profundidad y aspecto solemne. Tenía una nariz chata y respingona que apenas sobresalía del arco de los labios sinuosos. Sobre los ojos negros se abrían unas pestañas oscuras, como las de un niño. La mirada era lánguida y el pelo ondulado caía sobre los pómulos como notas musicales.

Fue Andrés el primero en hablar:

—¿Quién nos iba a decir hace un año, en aquella boda, que íbamos a estar hoy aquí, celebrando nuestro primer aniversario?

—Es lo de la media naranja que ya describía Platón en otro banquete.

—¡Platón! Me acuerdo del bachillerato. Uno que decía que las cosas materiales existen porque se parecen y nos recuerdan a unas ideas perfectas que están fuera, o algo así.

—Hay cosas que no cambian con el paso del tiempo.

—¿Las ideas de Platón?

—No, ¡tú!

—Si crees que tengo algo contra las humanidades, el arte y todo eso, estás muy equivocada. A fin de cuentas, la ciencia puede ser tan contemplativa como la filosofía de Platón. Mira lo del bosón de Higgs. Se vende como un prodigio científico y es algo totalmente inútil. Lo realmente prodigioso está en el acelerador de partículas, el hacer chocar haces de protones casi a la velocidad de la luz. ¡Qué precisión! ¡Qué trabajo de ingeniería! Que aparezca después de la colisión el dichoso bosón o no carece de importancia. No influirá para nada en el curso de la vida, no tiene nada que ver con lo que vamos a comer ahora, con nuestra digestión, con lo que haremos después…

El ímpetu explicativo contra la física teórica provocó que, al bracear, se le cayera el tenedor al suelo. Siguió hablando:

—¿Ves? Otro ejemplo. Cae por la fuerza de la gravedad, que es de 9,8 m/s, y sabiendo la masa del tenedor y la distancia de la mesa al suelo, puedo saber cuánto tiempo tardará en caer. Eso es lo que importa, y no preguntarse por qué es de 9,8 m/s y no de 8,9 m/s, quién la puso ahí, por qué la gravedad es tan débil comparada con otras fuerzas fundamentales y elucubraciones inútiles por el estilo. ¿Algo que añadir?

—Sí, que recojas el tenedor que te ha caído entre los pies.

—Creo que no te interesa nada de lo que digo. —Mientras hablaba, sirvió otra copa de vino y cayeron unas gotas, desparramándose por el mantel como islas vírgenes en un mapa.

—Claro que me interesa, pero reconozco que tengo la cabeza en otro sitio. Dentro de una semana tengo el concierto de fin de carrera y el profesor de orquesta me dice hoy que voy a ser la solista en uno de los Conciertos para violín de Mozart. Desde luego, es una pera en dulce para cualquier violinista y no tiene demasiadas dificultades técnicas, pero el reto está en dar las notas con la afinación y el ritmo correctos, compenetrarse bien con la orquesta y, además, va estar de «ojeador» el director de la orquesta sinfónica. En fin, no te quiero aburrir más, pero este concierto significa mucho para mí.

—¿Y…?

—Que necesito una concentración total esta semana, sin nada que me distraiga, por lo que, aprovechando que están mis padres fuera, voy a trasladarme estos días a su casa para centrarme en el concierto. Espero que lo entiendas.

—Lo entiendo y te apoyo. Vamos a hacer una cosa: dentro de una semana quedamos aquí, después del concierto, para cenar y celebrar tu éxito. Yo reservo la mesa y el champán.

—Gracias, Andrés. ¡Y luego dicen que los ingenieros son unos cabezas cuadradas! —dijo entre risas, mientras le daba un beso.

El sol que entraba por la ventana arrancaba del mantel unos brillos dorados que dejaban una mancha de fuego en el borde de cada una de las copas de vino. Brindaron antes de despedirse. El suave tintineo sonó sordo, sin eco.

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Andrés y Sonia habían decidido, ya desde el inicio de su relación, dejar el trabajo como un espacio propio que los dos debían respetar. Era como un paréntesis que cada uno abría y cerraba en sus vidas compartidas. Sin embargo, y aunque no se lo había dicho, Andrés asistió al concierto. Atravesó las dobles puertas de cristal esmerilado que conducían a la sala y buscó acomodo en una butaca bien centrada. Era temprano y se dedicó a recrear la mirada en los bustos coronados de laurel de los grandes compositores, que lo observaban con hostilidad desde sus hornacinas de sombras. Unos minutos después, la sala ya estaba llena.

Presenciaba con cierta envidia los cariñosos aplausos que la orquesta y el director recibían en su entrada al escenario. «¿Por qué aplauden —pensaba—, si aún no han hecho nada? ¿Por qué no aplauden los que transitan los puentes a quienes los hacen posibles, salvando vanos con enormes desniveles, construyendo pilares que soportan toneladas de peso y las inclemencias del tiempo más adversas?». Estos agravios comparativos se disiparon enseguida cuando el director saludó a Sonia, situada a su derecha e iniciando una larga fila de violines. Su elegante vestido negro, que le dejaba los brazos desnudos, y su melena, aprisionada por una diadema, descansando sobre la espalda, le daban un empaque y una madurez que contrastaba con el modo informal y distraído con el que vestía habitualmente. Tenía la cabeza erguida, y una gargantilla de perlas de un blanco ambarino reflejaba una luz atenuada. Cayó en la cuenta de que, hasta ahora, nunca la había visto maquillada. Y tuvo que admitir, en contra de lo que había pensado hasta entonces, que a una mujer guapa la pueden embellecer, aún más, los cosméticos.

Miraba ya la partitura con una expresión imperiosa, segura, concentrada, que a él lo excitaba. Se hizo un respetuoso silencio en el auditorio. El director y ella cruzaron un gesto de complicidad antes de iniciar la ejecución y, siguiendo los rápidos giros de la batuta, el Concierto para violín y orquesta número 5 de Mozart comenzó a fluir con todos los instrumentos de cuerda sonando al unísono, en un movimiento vivo que intercalaba motivos diferentes con precisión de relojero. Rompiendo el allegro y, como por sorpresa, Sonia hizo su entrada con un adagio sugerente y bellísimo.

A Andrés le costaba reconocer que aquella música flotando por todos los rincones del auditorio estaba despertando su adormecida sensibilidad. Siguió atento, sabiendo que el momento álgido de la interpretación de Sonia venía más tarde, con un tema alegre y ágil, en diálogo continuo con la orquesta.

Notó una ligera irritación en las vías respiratorias y carraspeó para liberar la molestia. Lejos de conseguirlo, el escozor progresaba hasta el extremo de que estaba ya más pendiente de que no estallara la tos que del concierto. Siempre había presumido de su capacidad de autocontrol y pareció olvidar el poder que los mecanismos reflejos tienen en nuestro organismo. En el peor momento posible, cuando Sonia tenía que recorrer con su violín el ámbito de tres octavas en unos pocos compases, estalló como un aullido, de forma convulsiva, su tos, espasmódica y cavernosa. Intentó sofocarla con un pañuelo que llevaba en el bolso y en la operación, una moneda se escapó y rodó, aprovechando la caída del parqué, hasta que perdió el equilibrio dos filas más abajo, reposando, como una peonza abandonada por la ley de la inercia, en el suelo. Mientras, la tos, lejos de sofocarse, cambió de tono con el embozo del pañuelo, sonando más áspera, aunque ligeramente mitigada.

Sonia sintió una especie de latigazo en su sistema nervioso, su cerebro se obnubiló y sus dedos no respondían. Una sensación de terror recorrió todo su cuerpo cuando fue consciente de que no podía sustraerse a aquella horrible tos que surgía de la oscuridad de las butacas. La melodía, de repente, parecía sumergirse en un pantano de donde las notas emergían con mucha dificultad. El director, consciente de la deriva de un concierto que había empezado con tanta fluidez, intentó adelantar la entrada de la orquesta haciendo caso omiso de lo que indicaban las partituras, pero el caos ya estaba instaurado, la tos arrítmica no cejaba y solo cabía esperar que aquel infierno insufrible terminara cuanto antes.

******

Andrés acudió a la cita gastronómica de la cena unos minutos antes de la hora convenida. Colocó su chaqueta de color de hojas muertas en el respaldo de la silla y se sentó. Afortunadamente, no había comentado a nadie que iba a estar presente en el auditorio y, dadas las circunstancias, tenía la intención de que su desafortunada presencia en el concierto se convirtiera en el secreto mejor guardado.

Notó que los nervios empezaban a aflorar sin pedirle permiso. Esta vez tenía que dominar como fuera sus emociones. Le iba mucho en ello. Mientras pensaba en el autocontrol, una gota de sudor resbaló por su frente y se camufló en la ceja. Se secó con un pañuelo y paseó la lengua por los labios para ofrecerles la humedad que les faltaba. Estaba tenso, como si algo le pesase en el corazón, y flotaba en un embotamiento cada vez más opaco.

Vio entrar a Sonia por la puerta. Levantó tenuemente la mano e intentó esbozar una sonrisa que quedó petrificada cuando ella, sin saludar siquiera, adelantó:

—Por favor, no me preguntes por el concierto.

—¡Pero si no dije nada! —Sintió que dominaba la voz, que la queja parecía sincera. No obstante, apartó la mirada para no sentir encima los ojos escrutadores de ella.

—Por si acaso —contestó con un tono que no dejaba dudas sobre su estado de ánimo. Sin embargo, no pudo reprimirse y siguió hablando—. Es increíble que un cretino sea capaz de tirar por la borda en cinco minutos el trabajo, el esfuerzo y la ilusión de años.

Andrés había descubierto un extraño placer en el juego del disimulo. Había adquirido una seguridad que lo tranquilizaba. Incluso se atrevió a entrar en aguas pantanosas:

—Mujer, no será para tanto. ¿Qué pasó?

—Pasó que la tos más horrible que se pueda escuchar jamás se puso a hacer la competencia a una música que representa la belleza en estado puro. Y ganó. Me gustaría conocer a ese bastardo bronquítico para darle la enhorabuena.

—Lo haría sin querer, la tos es muy traidora.

—¿Lo estás disculpando? Hay puertas para salir y toser fuera. Si es por el dinero, yo le habría devuelto el importe de la entrada gustosamente.

En el transcurso de la conversación, él hizo una seña al camarero para pedir la cena y una botella de champán. Sonia encogió los hombros en un gesto de desgana, de inapetencia, y él pidió para los dos un plato con el que jugaba sobre seguro porque siempre había merecido las alabanzas de Sonia: una terrina de pescados hacía de testigo mudo en medio de la conversación. Sin embargo, ella levantó hasta los labios un trozo de pescado que había pinchado distraídamente con el tenedor y lo volvió a bajar, intacto. Al hacerlo, dejó al descubierto la cara interna de un brazo largo, esbelto, bien torneado.

Seguía hablando Sonia cuando en el bolo alimenticio que masticaba Andrés se coló una espina que se alojó en el cielo del paladar, y un golpe de tos demasiado reconocible estalló en medio de la mesa, tapando la diatriba que Sonia estaba soltando sobre la educación y la sensibilidad. Aquella tos, otra vez, se desplomó entre los dos y se estrelló contra el mantel.

Se hizo un silencio espeso, acompañado de una quietud momentánea, como en una fotografía. De repente, y sin decir nada que no dijeran sus pupilas dilatadas en una cara desencajada por la rabia, Sonia se levantó bruscamente para dirigirse corriendo a la puerta de salida. Al tomar la chaqueta, la silla giró sobre sí misma, quedando suspendida sobre una pata, perdiendo las otras tres la función para la que habían sido diseñadas. La fuerza de la gravedad hizo el resto para que cayera sobre el suelo provocando un sonido seco, como el golpe de una claqueta.

Mientras la veía alejarse, la boca de un Andrés desolado se negó a formar palabras, que se atascaban en la lengua. Finalmente, consiguió decir «lo siento», pero perdió la confianza al pronunciar la frase. Sonó como si la hubiera dicho otro hombre.

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