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Introducción

Este año 2015 celebramos el 50 aniversario de la clausura del concilio Vaticano II (1965-2015) y también los cincuenta años de la aprobación de la Declaración Nostra aetate (NE), promulgada por el papa Pablo VI el 28 de octubre de 1965. Con esta Declaración se puso fin a una cierta visión negativa del cristianismo con relación a otras religiones. Recordemos solamente aquel decreto del concilio de Florencia en 1442, que citando a Fulgencio de Ruspe afirmaba:

«Del modo más firme sostenemos, y de ninguna manera dudamos, que no solo todos los paganos, sino también los judíos, y todos los herejes y cismáticos que mueran fuera de la Iglesia católica, irán al fuego eterno preparado para el demonio y sus ángeles»[1].

Más de quinientos años después el concilio Vaticano II afirmaba en un espíritu más evangélico y humano:

«La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y vivir, los preceptos y doctrinas, que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Por consiguiente, exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y colaboración con los adeptos de otras religiones, dando testimonio de la fe y la vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que en ellos existen» (NE 2).

¿Qué ha quedado de este espíritu que inició el Concilio? ¿Cuál ha sido su recepción cinco décadas después?

A estas preguntas tenemos que responder que, a pesar de haber dado pasos muy importantes, aún nos quedan muchos prejuicios por superar y sobre todo existe aún mucho desconocimiento de las demás religiones. Por eso, el mejor antídoto es estudiar la historia y los principios doctrinales y morales de las religiones con el mismo interés que se estudia la propia, descubrir sus valores, escuchar las razones que han llevado a otros creyentes a adherirse a su tradición religiosa. El diálogo por el que apostamos tiene lugar entre identidades abiertas, mutuamente fecundantes.

Sin embargo, no hay diálogo verdadero si no hay identidad. El diálogo no tiene que dejar a un lado las propias convecciones religiosas. En esta línea escribe el papa Francisco en su exhortación Evangelii gaudium (EG)[2]:

«La verdadera apertura implica mantenerse firme en las propias convicciones más hondas, con una identidad clara y gozosa, pero “abierto a comprender al otro” y sabiendo que el diálogo realmente puede enriquecer a cada uno”. No nos sirve una apertura diplomática, que dice que sí a todo para evitar problemas, porque sería un modo de engañar al otro y de negarle el bien que uno ha recibido como un don para compartir generosamente. La evangelización y el diálogo interreligioso, lejos de oponerse, se sostienen y se alimentan recíprocamente» (EG 251).

Uno de los peligros que amenaza el diálogo interreligioso según el papa Francisco es la caída en el sincretismo, en una especie de pérdida de las propias convecciones e ideas fundamentales. El diálogo entre las religiones no tiene como fin la disolución de las identidades religiosas, sino la comprensión mutua y la posibilidad de aprender unos de otros. La disolución de las diferencias en un todo sincrético es una especie de totalitarismos que destruye la particularidad de las identidades simbólicas y espiritualidades de la humanidad.

En la actualidad existe otro gran reto para el cristianismo y las demás religiones. Se trata del desafío de la increencia y de los nuevos ateísmos[3], especialmente en los países de Europa, pero que ya se está viviendo en el resto de otros países de otros continentes. El problema estriba en responder qué alternativas presentan las religiones a estos fenómenos.

En primer lugar creemos que las religiones han de recuperar el valor de la esperanza. Por la experiencia sabemos que no hay expectativas de que el progreso inmanente genere la emancipación de la humanidad, sino que, al contrario, se proclame el fracaso final y la fragmentariedad de las realizaciones históricas. Por eso la esperanza cristiana y de todas las religiones han de ser relativizadoras de las utopías de liberación, ya que espera la redención final del don divino y no de la lucha prometeica del hombre. No aceptan (especialmente el cristianismo) que hayamos llegado al final de la historia, el de la economía de mercado que proclaman las teorías neoliberales, ni es conciliable con un progreso indefinido y siempre creciente. También rechaza una concepción cíclica de la historia y el pesimismo de los que proclaman un devenir sin meta final alguna. En lenguaje cristiano diremos que el reino de Dios es el resultado de su intervención final en la historia, aunque la construcción del reino sea tarea de la comunidad. Por eso, se espera en Dios y se cree en su intervención final como un don, al mismo tiempo que hay un compromiso intrahistórico, para construir el reino desde los que más sufren. Se parte por eso no del sentido y la validez de lo existente, sino del sufrimiento de tanta gente a la que hay que motivar y dar esperanzas.

En segundo lugar, las sociedades modernas no rechazan la religión, sino que la confinan al ámbito privado de la persona en cuanto fuente de los criterios morales y como refugio ante la dureza de la vida.

Esta privatización de la religión se acompaña de una presencia pública basada en servicios religiosos, en la custodia de la tradición folklórico-cultural, en la vigencia de ritos, fiestas, ceremonias y tradiciones que ofrecen raíces de la identidad colectiva. Las iglesias y otras tradiciones son custodias y herederas de un imaginario religioso que no es rechazado por las sociedades modernas. Este acervo cultural incluso es valorado por los ateos, agnósticos e indiferentes. Hay muchos ciudadanos increyentes que aprecian la riqueza estética y el patrimonio artístico de las religiones, la antigüedad de sus liturgias y ceremonias, la calidad de sus instituciones pedagógicas o la afectividad de sus redes asistenciales. Las iglesias y demás religiones caen fácilmente en la tentación de legitimarse ante la sociedad y el Estado por las funciones socioculturales que ejercen. Pero la validez de una institución cultural no coincide con las de las Iglesias que tienen que ofrecer motivos para vivir y esperar.

El presente trabajo está dividido en seis capítulos. En el primer capítulo afrontamos un tema que considero uno de los más, o quizá el más importante, que la Teología del pluralismo religioso debe tomar en serio en la actualidad. Se trata de la cuestión del relativismo y la verdad. Aquí queremos demostrar que la credibilidad del cristianismo se juega en su capacidad de humanizar. Una religión sin capacidad de interpelar no interesa a nadie. Y lo que interpela es nuestro estilo de vida. Si hasta ahora la verdad excluyente nos ha llevado a despreciar a los que no creían como nosotros, ahora hay que apostar por una verdad en la alteridad, en la que los otros pasen antes que nosotros, y sean los preferidos en nuestro amor. Por eso hemos querido titular este nuevo libro «Solo el amor nos puede salvar. La actitud del cristianismo ante las otras religiones».

El cristianismo empezó con una llamada a la relativización de las convicciones más firmes de la fe judaica: «¡Qué bien anuláis el mandamiento de Dios para conservar la tradición!». Saber relativizar las seguridades es signo de madurez y ha sido el camino del crecimiento ético y religioso de la humanidad. Con la condición de que el criterio de la relativización no sea el simple interés de desmoronar seguridades, sino la búsqueda del bien, la verdad, la realización auténtica del hombre. Es ahí donde se juega la fidelidad al Dios del Evangelio.

El segundo capítulo es una reflexión con motivo del Año de la Fe que desde el mes de octubre de 2012 hasta noviembre de 2013 se celebró en la Iglesia Universal. En esas fechas (del 11 al 27 de octubre de 2012) se celebró un Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización y conmemorábamos también los 50 años del inicio del concilio Vaticano II.

Sostenemos que la auténtica fe es la que afirma un Dios verdaderamente liberador de todos. Solo podemos reconocer a Dios como Dios si se le concibe como Aquel que impele al hombre a ser hombre. Los «dioses» que los hombres utilizan para encubrir sus injusticias o para destruirse unos a otros no pueden ser expresión del Misterio absoluto e inefable.

Solo el amor es digno de fe. Por eso el papa Benedicto XVI en su Carta Apostólica Porta fidei afirma que el Año de la Fe era también una ocasión para intensificar el testimonio de la caridad (PF 14). Con el apóstol Santiago también nos preguntamos nosotros: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá salvarlo la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen de sustento diario, y alguno de vosotros le dice: «Idos en paz, calentaos y hartaos, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta» (Sant 2,14-17).

Las religiones si quieren aportar su sentido y significado más genuino no han de ser instrumento de poder, violencia y guerra, a causa de los fundamentalismos. Por eso el tercer capítulo es una reflexión sobre las religiones y su compromiso por la paz. Somos conscientes del hecho que la guerra puede ser decidida por pocos, la paz supone el empeño solidario de todos (Juan Pablo II).

En los últimos veinticinco años, la Iglesia católica ha recorrido el camino nada fácil pero necesario de la paz, todo ello bajo el espíritu de Asís. Creemos que Juan Pablo II realizó un gesto profético de gran hondura al reunir por primera vez en Asís a todos los líderes religiosos del mundo para orar por la paz. Asís fue un fruto maduro del concilio Vaticano II, que un Papa del Concilio, Juan Pablo II, se encargó de recoger. Y otro papa del Concilio, Benedicto XVI, se ha encargado de hacer de nuevo el jueves 27 de octubre de 2011 en la ciudad de Asís.

En el capítulo cuarto nos centramos en el diálogo islam y cristianismo. El Corán afirma que aquellos que entran en el paraíso «no escucharán allí ningún discurso vano, sino solamente: “Paz” (Sura 19, 26), y Jesús prometió a sus discípulos una paz que no es de este mundo (cf Jn 20,19-21).

Somos conscientes que estamos lejos de esta meta, pero más que dejarlo por imposible de realizar, deberíamos comprometernos cristianos y musulmanes para crear ya aquí la cultura de la paz. En Kaduna (Nigeria), una ciudad que ha sufrido tanta violencia a causa de las diferencias religiosas, un grupo de cristianos y musulmanes colaboran para educar a la resolución de los conflictos.

El quinto capítulo es un análisis del por qué la Vida Religiosa debe tomar en serio el reto del diálogo

interreligioso. El 2015 es un año también dedicado a la Vida Consagrada y creemos que sería una ocasión para hacer una relectura de nuestros carismas y compromisos de caridad a partir de las otras espiritualidades de otras creencias.

El papa Juan Pablo II recordó que por el diálogo hacemos a Dios presente en nosotros; cuando nos abrimos al diálogo con los otros, nos abrimos a Dios. También nos ayuda a reavivar nuestra Vida Consagrada y ahondar nuestra identidad de consagrados.

El religioso hoy es interreligioso. La praxis interreligiosa debe marcar su vida. Ayuda a los religiosos y religiosas a experimentar su empobrecimiento; a dejar entrar en su casa, a ser hospitalarios, a acoger, a retocar su propia identidad; nos pondrá en camino hacia el encuentro de un mismo Dios, o en expresión de Javier Melloni a ser nómadas del Absoluto, aunque a ese camino lleguemos por senderos diversos. Nos confirma que nuestra sed de Dios es compartida por muchos y que la revelación que nos ha llegado por Cristo Jesús es providencial y espléndida para los otros. Este diálogo nos lleva hasta la Trinidad; de ahí parte la gran fuerza de intercambio de creyente cristiano y hacer nuestras las palabras de Juan Pablo II: «La presencia y la actividad del Espíritu no llega solamente a los individuos sino que también llega a la sociedad y a la historia, a los pueblos, las culturas y las religiones»[4].

El sexto y último capítulo pretende ser una reflexión, aún incompleta, del diálogo interreligioso en el pontificado del papa Francisco, teniendo especialmente en cuenta sus gestos y encuentros cuando era arzobispo en Buenos Aires y a su vez sus aportaciones en el tiempo que lleva como Papa en la Iglesia católica.

El papa Jorge Bergoglio está convencido de que todas las religiones tienen un punto en el que se conectan. La habilidad es encontrar ese punto y dejar de lado las diferencias, para avanzar en el diálogo y la unidad. La Iglesia católica es consciente de la importancia que tiene la promoción de la amistad y el respeto entre los hombres y mujeres de diferentes tradiciones religiosas. Y podemos hacer mucho por el bien de los que son más pobres, de los más débiles, de los que sufren, para promover la justicia y la reconciliación, para construir la paz.

Solo el amor nos puede salvar

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