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VI

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Entregado don Paco a sus constantes y diversos quehaceres, no o no había pensado en casarse por segunda vez, sino que nunca había tenido amoríos, o, al menos, si alguno había tenido, había sido con tan maravilloso recato, que nadie se había enterado de ello en Villalegre, lo cual es una inverosimilitud extraordinaria, porque en aquel lugar apenas había persona, y menos aún si era de tanta importancia y viso como don Paco, que pudiera hacer o decir cosa alguna que no se supiese. Hasta los mismos pensamientos se adivinaban allí, se divulgaban y se comentaban, como el pensador no pensase con mucho disimulo y muy para dentro. Debemos, pues, creer que don Paco no había tenido amoríos, a no ser muy efímeros y livianos, y que ni siquiera, durante su larga viudez, había pensado en semejante cosa.

Tenía, sin embargo, notable aptitud y tino para conocer y admirar la belleza femenina, y hacía ya meses que, casi sin reparar en ello y muy involuntariamente, cuando estaba de tertulia con el escribano y el boticario y con otros señores en los poyos que había junto a la fuente, sus ojos se fijaban con amorosa delectación en Juanita la Larga, que aún solía venir a llenar su cántaro y a estar allí de charla con las otras muchachas mientras que le llegase su turno.

Indudablemente, don Paco había empezado a sentir hacia Juanita viva inclinación, que era difícil de dominar; pero se le pasó bastante tiempo sin dar muestra exterior de que la sentía, anhelando acaso ocultársela a sí mismo por razones que él se daba.

Fundado en la propia modestia, que le hacía formar un pobre concepto de su persona, hallaba que con sus cincuenta y tres años, treinta y seis más que Juanita, no podía ya enamorar a la muchacha, la cual o desdeñaría su cariño o sólo por interés se movería a corresponderle. Pensaba luego que Juanita, aunque en aparente libertad, estaba muy vigilada por su madre, y como madre e hija vivían con cierto desahogo, no era de presumir que, si él tuviese intenciones pecaminosas, ellas cediesen, sino que en todo caso cederían in facie Ecclesiae y llevando al cura por delante.

La idea de casamiento aterrorizaba a don Paco, y no porque en absoluto le repugnase estar casado, sino porque su hija, la señora doña Inés, le inspiraba un entrañable cariño, mezclado de terror, y porque ella era tan imperiosa como brava, y sin duda se pondría hecha una furia del Averno si su padre le diese madrastra, sobre todo de tan ruin posición, y si a los siete nietos que ella le había dado, y a los que calculaba que podrían venir todavía persistiendo ella en su actitud productora, quitase él la esperanza de heredar el majuelo, el olivar y la casa, y de gozar en vida suya de no poco de lo que él fuese granjeando con sus varias artes. Temblaba don Paco de incurrir en el enojo de su hija, y aunque temblaba principalmente por el mismo enojo, no dejaba de recelar sus malas consecuencias.

Bien conocía él que no había en el lugar una persona, ni varias juntas, que pudieran reemplazarle con éxito en sus diferentes empleos; pero el mundo no estaba yermo ni falto de hombres de Estado rústicos, los cuales podrían buscarse y traerse de fuera del lugar para que a él le reemplazaran. Y bien conocía también que su hija era punto menos que omnipotente, porque tenía subyugadas ambas potestades, la temporal y la espiritual.

El padre Anselmo la tenía por una santa y por una doctora, y cuanto ella decía era para él, sin poderlo remediar, un legítimo corolario de los Evangelios y de las Epístolas. El padre Anselmo sería capaz de excomulgar a quien ella le mandase. Y en lo tocante al brazo secular, era evidentísimo que doña Inés le tenía sujeto a sus caprichos y que aplastaría con todo su peso a quien ella quisiese.

Don Paco, en esta disposición de ánimo, razonablemente motivada, aunque no hemos de negar que él era dulce, pacífico y algo débil de carácter, adelantaba en su imaginación los casos futuros, y presuponiéndose ya prendado de Juanita, declarado y aceptado, veía un tropel de males que salían del corazón enfurecido de doña Inés como de nueva caja de Pandora.

Pesaban tanto en su espíritu estas consideraciones, que, notando que su afición oculta iba creciendo, procuraba, o más bien se proponía huir de la vista de Juanita, no pasar por su calle para no verla en el portal o asomada a la ventana; y no ir a la tertulia de los poyetes, bajo los álamos, para no tener que admirarla cuando charlaba con las demás zagalonas o con los mozos en la fuente del ejido, o cuando subía o bajaba gallardamente, con el cántaro apoyado en la cadera, por la cuestecilla que se extiende desde la fuente hasta el lugar.

A pesar de sus prudentes propósitos de retraimiento, una fuerza, al parecer superior a su voluntad, le llevaba a veces a pasar por delante de la casa de Juanita más de lo que era necesario, a ir a la iglesia cuando él sabía que iba a ella con su madre a misa o a sus devociones, y a acudir a la tertulia de los poyetes casi todas las tardes.

Para Juanita, que se había pasado todo el día cosiendo y bordando en casa, era pretexto solaz o de paseo el ir casi al anochecer a la fuente por agua. Su madre encontraba que en la posición algo señoril, desahogada y decorosa en que ya imaginaba hallarse, y atendido el desenvolvimiento físico de Juanita, que había llegado a transformarse de muchachuela en una magnífica y real moza, no estaba bien y era darse poquísimo tono el ir por agua a la fuente como la más plebeya y humilde pelafustana. Pero a Juanita le divertía este ejercicio, y tenía una voluntad indómita. A las observaciones que su madre le hacía daba oídos de mercader; acariciaba a su madre para vencer su oposición y disipar su disgusto, y seguía yendo a la fuente a pesar de todas las observaciones.

Juanita La Larga

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