Читать книгу Los culpables - Juan Villoro - Страница 8
EL SILBIDO
Оглавление–Los fantasmas se aparecen, los muertos nada más regresan –eso me dijo Lupillo, mientras exprimía una esponja. Siempre hay que creerle a un masajista. Es el único que dice la verdad en un equipo, el único que no tiene otra ilusión que aliviar un músculo con spray antidolor.
Esa fue la primera señal de que me había convertido en un apestado. La segunda fue que nadie me hizo bromas de bienvenida. Había vuelto al Estrella Azul, el equipo donde me inicié. Si alguien me tuviera afecto, habría puesto orines en mi botella de champú. Así de básico es el mundo del futbol.
–¡Hasta te hicimos tu misa de difuntos! –agregó Lupillo. Vi su calva pulida como una esfera de la fortuna. Sí, me hicieron una misa donde el cura elogió mi garra y mi pundonor, virtudes que la muerte volvía verdaderas. Los cadáveres tienen pundonor.
Estuve a punto de morir con los Tucanes de Mexicali. He visto fotos de gente que juega en campos minados. En cualquier guerra hay personas desesperadas, suficientemente desesperadas para que no les importe perder un pie con tal de chutar un balón. Tal vez si yo estuviera en la guerra sentiría que no hay nada más chingón que patear algo redondo como el cráneo de tu enemigo. Para mí el paraíso no tiene balones. Supongo que el paraíso de los delanteros está lleno de balones. El de un medio de contención es un campo despejado, en el que ya no hay nada que hacer y al fin te rascas los huevos, las pelotas que no has podido tocar en toda tu carrera.
Estuve a punto de morir con los Tucanes de Mexicali. Lo repito porque es absurdo y aún no lo entiendo. Me pregunto si la bomba tenía forma de balón, si era como la que el correcaminos le pone al coyote en las caricaturas. Una preocupación estúpida, pero no puedo dejar de pensar en eso.
Pasé tres días bajo los escombros. Me dieron por muerto. Me borraron de todas las alineaciones de todos los equipos. No es que muchos clubes se disputaran mi presencia, pero me gusta pensar que me borraron.
Cuando recuperé el sentido, los Tucanes habían vendido su franquicia. Con la bomba estalló el sueño de que existiera un equipo tan cerca de Estados Unidos, en la única cancha ubicada bajo el nivel del mar. Demasiados rumores rodearon la noticia. Casi todos tenían que ver con el narcotráfico: el cártel del Golfo no quería que el cártel del Pacífico desafiara su injerencia en el futbol.
Yo no sabía nada de Mexicali hasta que los trillizos entraron a mi cuarto en la ciudad de México. Me había fracturado el tobillo y estaba harto de ver televisión.
–Te buscan –dijo Tere. Por la cara que puso debí saber que los tres visitantes venían rapados rapados.
No sólo eso: eran gordísimos, como luchadores de sumo. Sus camisetas dejaban ver tatuajes en varios colores. Los tres llevaban un barbita de chivo, muy cuidada.
Pusieron un paquete de cerveza Tecate en la cama, como si fuera un regalo increíble:
–La fábrica está cerca del estadio.
Eso dijeron.
Siempre me ha gustado la cerveza Tecate. Tal vez lo que más me gusta es la lata roja y el escudo que tiene, de todas maneras no fue una estupenda manera de empezar una conversación.
Los gordos eran raros. Tal vez estaban locos. Formaban la directiva de los Tucanes de Mexicali. La cervecería los patrocinaba.
Les pregunté su nombre y respondieron como un grupo de hiphop:
–Trillizo A, Trillizo B, Trillizo C.
¿Podía hacer tratos con gente así?
–Nos gusta el perfil bajo –comentó cualquiera de ellos–. No nos toman fotos, no vamos al palco, no tenemos nombres. Amamos el futbol.
–Perdón, pero ¿dónde chingados queda Mexicali? –pregunté.
Me explicaron cosas que no olvidé y tal vez no eran ciertas. En tiempos de Porfirio Díaz ese desierto se volvió famoso porque ahí se extravió un pelotón de soldados. Perdieron la orientación y todos murieron, achicharrados por el calor. Nadie podía vivir ahí. Hasta que llegaron los chinos. Les dieron permiso de quedarse porque pensaron que morirían. ¿Quién resiste temperaturas de 50 grados bajo el nivel del mar? Los chinos.
Mientras hablaban, los individualicé de un modo raro. Me pareció que tenían sangre china. Podía distinguirlos como se distingue a los chinos tatuados: el del dragón, el del puñal, el del corazón sangrante.
–¿Te gusta el pato laqueado? –preguntó el Trillizo C.
Luego hablaron de dinero. Dijeron una cantidad. Me costó trabajo tragar saliva.
No contesté. Los trillizos apenas llegaban a los treinta años. La obesidad los hacía verse como bebés radioactivos de una película de ciencia ficción china.
–Eso vales –el Trillizo B se rascó la barba–, Los Tucanes te necesitan.
–La cervecería nos apoya –señalaron el paquete sobre la cama.
En ese momento debí entender que pretendían lavar sus negocios con cerveza. Los narcos son tan poderosos que pueden actuar como narcos. Ninguno de ellos parece maestro de geografía.
En vez de pedir unos días para pensar la oferta hice una pregunta que me perdió:
–¿Piensan contratar argentinos?
–¡Ni madres! –dijo el Trillizo A.
Vi su sonrisa y me pareció detectar el brillo de un diamante en su colmillo.
Acababa de cumplir 33 años y estaba fracturado. No podía rechazar esa temporada en el desierto. En el partido en que me rompieron el tobillo, anoté un autogol: “La última anotación de Cristo”, escribió un chistoso de la prensa para celebrar mi martirio.
–Estás jugando con fuego –me dijo Tere. Eso me gustó. Me gustó jugar con fuego.
Ella veía las cosas de otro modo. Si alguien se interesaba en mí, sólo podía ser sospechoso:
–En Mexicali no hay tucanes –repitió la frase un día y otro día hasta que ya no hablamos de tucanes sino de argentinos.
Al país de Maradona le debo dos fracturas, dieciséis expulsiones, una temporada en la banca ante un técnico que me acusaba de “priorizar mis traumas”. Lo que no sabía es que también les iba a deber mi divorcio.
El Pelado Díaz jugó conmigo en dos equipos. Un tipo con la cabeza llena de palabras que en las entrevistas hablaba como si esa mañana hubiera desayunado con Dios.
Sí, soltaba un rollo interminable, pero no tenía nada tan largo como su verga. Son las cosas que tienes que ver en el vestidor. Nada de esto sería especial si no fuera porque también Tere lo supo. Lo del tamaño del Pelado, a eso me refiero. Cuando ella me acusaba de “jugar con fuego”, venía de estar con él. Los encontré en mi propia cama. No fue la clásica situación en que el marido regresa antes de tiempo. “Vuelvo a las seis”, le dije a Tere y a las seis la encontré montada en la gran verga del Pelado. Fue su manera de decirme que no quería ir a Mexicali.
Nos divorciamos por correo, gracias a un abogado con cinco anillos de oro que me consiguieron los trillizos.
En el camino a Mexicali pasé por la Rumorosa, una sierra donde el viento sopla tan fuerte que vuelca los camiones. Al fondo, en un precipicio, se veían restos de coches accidentados. Sentí una paz bien extraña. Un lugar para el fin de las cosas. Un lugar para terminar mi carrera.