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Bombero

La primera vez que creí ver dopaje fue en juveniles. Yo llevaba un año compitiendo en bicicleta, siempre con el pelo oxigenado porque se había puesto de moda en mi entorno rondar a las muchachas en moto y con la cresta amarilla. Hasta entonces siempre había sido el mejor de mi pueblo, campeón de las romerías y objeto de devoción de globeros que se enorgullecían de haber pedaleado en una cicloturista con Fernando Escartín y veían en mí su reencarnación por delgadito y por sufridor.

«Tú puedes ganar un Tour de Francia» me decían para ilusionarme. Yo no me lo creía ni me lo dejaba de creer porque rara vez veía carreras en la tele y para mí la bicicleta no era una cuestión de maillots amarillos en Piau Engaly, sino de camisetas raídas en la cuesta de mi urbanización.

«Tú puedes ganar un Tour de Francia». Me lo siguieron diciendo durante toda mi carrera deportiva hasta que cumplí 23 años y dos temporadas como profesional y se dieron cuenta de que, en realidad, no podía. Ahora lo miro con un poco de perspectiva y me doy cuenta de cuánto daño podrían haberme hecho aquellas expectativas de no ser por mi escepticismo y por el milagro de Fátima.

Juvenil, segundo año

La cuestión es que, creí ver dopaje por primera vez en una carrera de juveniles por mi provincia a la cual mi equipo acudía con la obligación de arrasar. En la segunda de tres etapas nos encontramos con una situación de carrera muy favorable: éramos nueve tíos en cabeza y cuatro de mi equipo. Conocíamos el terreno, cada bache, cada repecho traicionero y cada curva complicada: era cuestión de atacar por turnos y marcharnos solos o con alguien a quien batir más adelante.

Entonces pasó. Delante de mí, un chaval de Albacete echó mano de su bolsillo y rápidamente se metió algo en la boca. Pegué un respingo. ¿Qué se había tomado? ¿Se habría dopado? Había leído mil veces que el ciclismo estaba infestado de dopaje; de hecho, mis colegas oxigenados me decían una y otra vez que era un deporte de drogados. Ni siquiera mis padres se sentían públicamente orgullosos de mi moderado éxito: cuando les preguntaban por mí hablaban casi siempre de mis exámenes, alguna vez de mis novias y jamás de mis carreras.

A 12 kilómetros de meta ataqué. Lo hice fenomenal: desde la penúltima posición, aprovechando un relevo un poco más flojo de dos compañeros míos que comandaban el grupo. Sin embargo, el chaval de Albacete estuvo vivo y me cazó de inmediato. Habíamos abierto 20 ó 30 metros sobre los demás, que se miraban indecisos, pero yo no me decidí a colaborar. En primer lugar, el chaval tenía fama de rápido; en segundo, yo creía que se había dopado ante mis ojos. Me abrí y traté de fulminarle con la mirada a través de las gafas.

-¿Tú te has dopado?

Él no contestó, ni siquiera sé si me escuchó: agachó la cabeza y continuó pedaleando, tan fuerte que entre mi perplejidad y su velocidad no fui capaz de coger su rueda. Le perseguí 200 metros y levanté el pie, un poco chocado. Mis compañeros vieron desde lejos cómo me descolgaba y se pusieron a relevar rápidamente para cazarnos y devolver la carrera a la situación que nos interesaba. Entonces llegó el turno de mi amigo Juan Carlos, que atacó a lo bestia en el penúltimo repecho. El tío de Albacete le cogió la rueda. Pude ver cómo le hacía un gesto para que le relevara, y cómo Juan Carlos aceptaba. Me sentí agobiado. Quisiera haberle gritado que no, que no cooperara con él, que ese tío iba dopado y le iba a ajusticiar, pero en lugar de eso sufrí un calambre en el gemelo. Me descolgué. Perdí un saco de minutos en unos pocos kilómetros.

El chaval de Albacete se pasó por la piedra a Juan Carlos en el último repecho y ganó la etapa.

Esa noche Juan Carlos durmió en mi casa porque la etapa salía al día siguiente de mi pueblo y yo le conté lo que había visto hacer al chaval de Albacete. Él me contó que probablemente fuera cafeína, «como tomarse tres cafés en forma de pastilla», y que era legal. De todas maneras, a mí me seguía pareciendo chocante. No por el qué, sino por la forma. ¿Tomarse una pastilla, así porque sí, para ir más rápido sobre la bici? No. No era lo mío. Sin embargo...

Al día siguiente le pedí a mi madre que hiciera café para Juan Carlos y para mí. Ella se extrañó, pero accedió: total, preparaba un termo entero todos los días para mi padre, qué más daba medio litro más. Sería el segundo o el tercer café de toda mi adolescencia. Las chicas se lo solían tomar cuando mi pelo oxigenado y yo quedábamos con ellas, pero a mí no me gustaba nada el sabor y solía optar por la Coca-Cola. Cafeína, al fin y al cabo.

Ese día salí sin nada que perder y muy motivado. La etapa era cortísima, ni dos horas, y pasaba dos veces por el repecho de mi pueblo. A la segunda llegamos en pelotón y, motivado por demostrarle a Martita Sánchez lo crack que era, arranqué en la puerta de su chalet de tres plantas. Una vez coronado el repecho y fuera del pueblo, miré un par de veces atrás para ver si venía alguien en mi persecución y unir fuerzas. Pero no. Estaba solo, como siempre que entrenaba entre semana, después del colegio, antes de que anocheciera, con mi plátano y un par de galletas con carne de membrillo que el director nos daba antes de las carreras en el bolsillo.

Así que seguí pedaleando. Hacía un calor horrible que invitaba más a la siesta que a la épica. Los kilómetros pasaban y pasaban; ya solo quedaban 15 y yo, que era un salvaje y no llevaba ni cuentakilómetros en la bici, pedaleaba y pedaleaba acompañado de un Guardia Civil y un comisario que ni me miraban. Creo que se aburrían; yo mismo me aburrí en algún momento. Entonces apareció el coche de mi equipo, con el director sentado al volante.

-¿Tú te has dopado?

Me lo espetó así, a lo bestia, a voces. Como te hayas dopado te atropello, cabrón; que nos buscas la ruina; que preferimos ser pobres, pero honrados. Yo le dije la verdad: que solo me había tomado un café desayunando hacía ya seis horas. Me cago en Dios, fue lo único que respondió mientras le daba el casco y cogía un bidón fresco. Me explicó que llevaba dos minutos y medio sobre el pelotón, que nadie tiraba pero que no podía confiarme porque ahora se agitaría el avispero. Dicho esto, aminoró la marcha y se apostó a la derecha de la carretera para esperar al pelotón. El gesto me dolió. No solo no confiaba en mí, sino que pasaba de disfrutar el momento conmigo y directamente no se lo creía. Acabé ganando y celebré la victoria con el maillot abierto porque le había visto alguna vez echarle una bronca a Juan Carlos por no cerrárselo para las fotos de meta.

Mi director no volvió a dirigirme la palabra en el mes que quedaba de temporada más allá de lo necesario. Yo a él tampoco. Por un lado estaba el orgullo resentido por cómo me había tratado y por cómo había dudado de mi triunfo; por otro lado, mis propias dudas sobre esa actuación supersónica. Mi ingenuidad, mi sentimiento de culpa y yo nos cuestionábamos: ¿tendría el café algo que ver con mi cabalgada?

Decidí comprobarlo por mí mismo, y en solitario. Algo me pedía que se lo contara a Juan Carlos, pero no quería meterle en un lío. Así que una tarde fui solo a la capital y entré a una farmacia a comprar pastillas de cafeína. Pedí también un paquete de condones, para disimular. Me sentí primero delincuente y después ridículo, especialmente cuando el farmacéutico me miró de los pies a la cabeza, desde mis tenis surferos de Rurik hasta mi anómala cresta rubia, y me preguntó si pensaba utilizar las dos cosas a la vez. Aprovechó mi confusión para marcarme un gol en forma de cajeta de 12 preservativos.

Cuando regresé a mi pueblo la conciencia me reconcomía. Según yo lo entendía, doparse era como drogarse: estaba mal, era malo para la salud y además era trampa. Yo era competitivo, sí, pero no tanto como para hacer trampas porque sí. El cuerpo me pidió tirarlas a la papelera directamente; la cabeza me decía que las probara por lo menos entrenando ya que me había gastado 2.000 dolorosas pesetas en las pastillas y otras 2.000 en unos condones que difícilmente podría gastar antes de que caducaran. Así que conservé las pastillas en mi bolsillo y, llegada la cena, le expuse la situación a mi padre.

-¿Tú te has dopado antes?

Me lo preguntó con una mirada cargada de reproche, de reprobación, de ya sabía yo que comprarle una bicicleta al niño no era buena idea. Le expliqué que no, que solo me había tomado un café aquel día y ya está. No pareció creerme hasta que mi madre terció para decir que jamás había visto nada raro en mi habitación, ni en mi ropa ni en mi mochila. No era del todo cierto: cuando estaba en 2º de ESO me quitó dos cigarros que tenía escondidos en el estuche. Pero, en lo tocante a dopaje, decía la verdad.

Mi padre me dijo lo que yo ya sabía: que doparse estaba mal porque era malo para la salud y además era trampa. Profundizó diciéndome que le decepcionaba que el ciclismo fuera un deporte tan corrupto, que se empezaba por pastillas de cafeína y se terminaba con EPO, que me olvidara de bicicletas y me centrara en estudiar para ser arquitecto como él. Me sentí contrariado y reaccioné de forma idiota, enfadándome porque mi padre quisiera alejarme de ese deporte que tantísimo me divertía y que encima se me daba bien. Sí hice una cosa bien aquella noche: bajé la cuesta de la urbanización y tiré las pastillas al contenedor. Los condones sí que me los quedé, y recuerdo con mucho cariño que los gasté todos con Martita a lo largo de la siguiente temporada.


Sub23, primer año

Consecuente con la decisión mutua y recíproca de ignorarnos, mi director no me invitó a la barbacoa final de temporada del equipo. Tampoco recibí ayuda ninguna para encontrar hueco en la categoría sub23; sospecho incluso que habló mal de mi por ahí porque ninguno de los tres equipos buenos de la zona se dirigió a mí. Tuve suerte: Juan Carlos sacó la cara y, cuando se quedó un hueco libre en el suyo, que era vasco y filial de un conjunto profesional, me enchufó.

La atmósfera en mi casa había mejorado en aquel otoño. Mis padres acogieron con ilusión que en diciembre todavía no tuviera claro si correría al año siguiente, y su alegría fue completa cuando empecé una relación con Martita, que también iba a estudiar Arquitectura y cuyo padre podía llevarnos y traernos a la facultad porque trabajaba como profesor en un instituto cercano. Para ellos, que me comprometiera con un equipo del norte y estuviera destinado a pasar largas temporadas allí arriba viviendo y compitiendo fue un chasco.

Juan Carlos y yo no corríamos mucho; cuatro carreras aquí y allá en las que no solo no brillábamos sino que además sufríamos. El director del equipo, que se llamaba Julián y era un alma de Dios, nos tranquilizaba con rudeza y cariño. Ya tendréis tiempo, ya. Los veteranos, en cambio, eran menos amables: nos hacían notar que andábamos muy poco y nos trataban con una arrogancia a la que nosotros, chavales que salían por primera vez de su casa y se gastaban sus ahorros en la cabina telefónica hablando con madres y novias, solo sabíamos responder achantándonos. No estábamos a gusto y eso se reflejó en las carreras, en las que no acertábamos a movernos si no era siguiendo las voces de aquellos élite que nos tiranizaban.

Subimos una vez en marzo, otra en abril y otra en mayo en el Seat Ibiza del padre de Juan Carlos, que estaba dispuesto a quedarse sin coche con tal de que su hijo pudiera cumplir su sueño de ser ciclista profesional. En aquellos viajes compartimos mil conversaciones sobre todos los temas; entre ellos, el dopaje. Comentábamos sobre todo las historias que habíamos oído de los veteranos, que en cada almuerzo se quejaban amargamente de quien hubiera ganado e insinuaban que se chutaba.

-¿Tú te has dopado alguna vez?

Mi amigo me lo preguntó con un deje de ansiedad. Yo le respondí que no, que solo me había tomado el café aquel del día que gané, y le devolví la pregunta. Él se calló un par de segundos y respondió que no, solo no, un no tan seco que exudaba duda.

Cuando llegó el momento del viaje de junio me sentí desanimado. Era jueves: por la mañana había hecho (y suspendido) un examen muy complejo, y por la tarde Martita y yo nos habíamos subido al piso más alto de su caserón para gastar torpemente el tercer condón de nuestras vidas. Quizá fuera el éxtasis, o quizá el candor, pero al terminar me vine abajo y empecé a llorar. Pudiendo quedarme tumbado entre esas sábanas desmadejadas, no soportaba la idea de montarme en el coche al día siguiente para vivir dos días rodeado de capullos y corriendo carreras en las que me sentía atenazado e inútil. Mi cuerpo escuchó mis ruegos y psicosomatizó una mononucleosis. Alegre, mi padre subió la bicicleta a la buhardilla. Ya cuando te cures, me dijo, la volvemos a bajar.

El gusanillo volvió a picarme en agosto. Me di por curado y me llevé la bici a la playa, que apenas pisé aquel mes de tan centrado que estaba en entrenar y tan cansado que me quedaba después de apretar en las subidas por mero placer de sentirme fuerte. Disfruté un montón y llamé a Juan Carlos, con quien había perdido el contacto entre las vacaciones y mi dejación de funciones ciclistas, para que transmitiera al director que estaba listo para regresar. Una semana después subimos al norte. Tanto él como yo éramos ahora corredores muy distintos: seguíamos estando lejos de disputar, pero ya llegábamos competitivos más allá de la primera mitad de carrera. En la última de la temporada tuve suerte: solo acabamos veinte que nos marchamos escapados de salida y logré el primer puesto entre los diez primeros de mi etapa amateur.

Sub23, segundo año

Aquel otoño fue difícil. El reverdecimiento de mi carrera deportiva marchitó mi relación con Marta, que la noche de mi primer top10 se lió con otro chaval. Tardé un par de meses en enterarme; dos meses de disgustos y desazones que terminaron con la revelación de sus cuernos una tarde junto al contenedor que hay en la base de la cuesta de mi urbanización. Ella me pidió que la perdonara y yo rehusé; en gran parte porque tampoco me perdonaba a mí mismo por haber permitido que nuestra relación se fracturara por la maldita bicicleta.

Pasé mucho tiempo sin tocar nada: ni la bici, ni los libros, ni la vida más o menos sobria que solía tener. Fueron semanas extrañas en las que salí de fiesta compulsivamente y fumé por el gusto de hacerlo; no es que volviera a oxigenarme el pelo, pero poco me faltó. Así hasta que un día me acosté demasiado borracho en casa de un amigo y desperté decidido a ser ciclista. Volví a entrenar y volví a ser feliz. Tan fuerte iba y tan buen recuerdo había dejado en las últimas carreras del año anterior que el director me encomendó correr la Copa de España, todo un honor en un equipo tan bueno como el nuestro.

En las carreras trabajaba a fondo. Siempre había considerado al líder que teníamos aquel año un auténtico idiota, pero con el paso de las carreras se fue mostrando mucho más familiar conmigo y terminé cambiando de opinión para apreciarle genuinamente. La parte mala venía fuera de la competición. Se había instalado en mí una cierta paranoia, alimentada por las conversaciones de los mayores, y veía dopaje por todos lados. Una mañana, temprano, vi a un tío que se quedaba dormido a medio desayuno hasta estamparse una tostada de mermelada en la frente. Otro día, antes de la carrera, vi a un favorito que, acalambrado, no podía levantarse de la silla para montarse en la bicicleta. Sucesos extraños, qué sé yo, que me hacían preguntarme...

El Afilador Vol. 2

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