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Fotografía de portada: Luis Pajuelo Coll

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ISBN: 978-84-18362-52-1

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¿SE ACUERDA DE MÍ?

El dolor, ese sentimiento que nos acompaña, en ocasiones días, semanas, meses o incluso años, hay personas que por gracia divina lo experimentan pocas veces, otras, como fue y es el caso de Julia y el pequeño Jorge, los abraza fuertemente y llega a ser un miembro más en sus vidas, pero no por eso tomaron el camino fácil y se hundieron; hay que tomarse el dolor como un aliado, un gran maestro, injusto, duro, dictador, férreo, malvado, pero un maestro a pesar de todo. Y en la vida hay un dicho que todos conocemos: «Lo que no te mata te hace más fuerte».

Lo que me gustaría que aprendieras, querido lector o lectora, es que ningún mal dura cien años, que, a veces, por mucho que se empeñe en acompañarnos ese terrible y doloroso sufrimiento, que aunque parezca que haya tomado una copia de las llaves de tu casa, de tu corazón y de tu vida, apriétalo fuerte, respira y lucha, nunca dejes de luchar contra él. Que aprendas a vivir con su presencia y que nunca te dejes ganar la batalla porque en la vida, no podemos negarlo, te visitará y no una vez, vendrá a hacerte visitas a tu alma y a tu espíritu seguramente en innumerables ocasiones, y por desgracia tendrás que convivir con él, pero aprende de ello, sobre todo si tú has sido el causante de ese sufrimiento.

Aunque la angustia ha sido otro compañero más en la vida de Julia, nunca se dejó arrastrar hacia el abismo, ni por ella ni por sus hijos, aunque en especial por su pequeño Jorge, ese niño con una sensibilidad especial, en ocasiones tan diferente al resto de sus otros dos hijos y más niños que ella conocía. Un joven que por poco o mucho que tuviera siempre lo ofrecía y compartía, brillaba con una luz diferente y especial al resto, y que en tantas ocasiones esas diferencias le acarrearían innumerables problemas.

Nos vamos a situar a principios de los años 90. Julia había conseguido innumerables éxitos económicos, su entereza y su fuerza a la hora de trabajar eran todo un ejemplo a seguir para muchas mujeres y hombres, que con una familia a sus espaldas, la educación de sus hijos y con una difícil situación en su matrimonio la vida al menos le había agraciado con la gran tranquilidad de poder ofrecerles a sus seres más queridos el no tener que sentir todo lo que ella desde bien pequeña tuvo que padecer. Necesidad de tener que pasar hambre, de trabajar innumerables horas en una fábrica desde bien pequeña para llevar un pequeño sueldo a casa, que llegara una gran fiesta y que todas sus amigas y amigos puedan asistir con sus mejores trajes y vestidos, y ella no tener nada que ponerse, ni tan siquiera tener dinero para poder ir a comprarse unos sencillos y simples zapatos nuevos que a cualquier niña tanta ilusión le harían. Ella ahora era una mujer que de una simple trabajadora como la que más, con mucha tenacidad había conseguido ser encargada de una fábrica y estar en lo más alto. Y no solo esto, tenía un instinto insuperable a la hora de ver negocio donde otros no lo veían, ella fue de las primeras mujeres en su ciudad que decidió invertir en bolsa. Por todo esto y más, al fin, tuvo la casa que ella siempre quiso, intentaría darles a cada uno de sus hijos la oportunidad de tener cada uno su propia casa, lo que ella nunca tuvo y tanto le marcó. No por ello sin dejar de inculcar a sus hijos el valor del esfuerzo y de trabajar por lo que uno quiere, ella bien sabía que el dinero no cae del cielo y así se lo supo transmitir a su descendencia.

Corrían buenos tiempos para Julia y los miembros de su familia, aunque pasaba muchas horas trabajando era una mujer que siempre encontraba un hueco al cabo del día para disfrutar de un paseo por las tardes para ir a jugar con su niño a los columpios que tanto le gustaban a Jorge. Esos pequeños instantes donde ella y su niño reían mientras el sol daba los últimos coletazos del día eran como una bocanada de aire fresco para alguien que se ahogaba, tal vez porque ella, en su niñez, no pudo disfrutar de esos momentos sencillos y a la vez bonitos junto a sus padres. Los tiempos no eran los mismos que hacía 40 años: cuando ella tenía la edad de Jorge ya tenía que levantarse al alba para ir a trabajar para poder llevar una pequeña ayuda económica y poder alimentar a su familia. En tiempos donde prevalecía el poder llevarse un poco de pan a la boca, no había cabida para las tardes junto a una madre y a un padre disfrutando del placer de los juegos. La vida que recordaba cuando ella era una niña distaba mucho de lo que podemos vivir hoy en día junto a nuestros hijos, nietos o sobrinos. Y con esto no hay que pensar que los padres de Julia, Jesús y Ángela, no la querían ni a ella ni a sus hermanos, por supuesto que lo hacían, era una época muy diferente. El amor de Ángela por su hija era incondicional, hasta daría su vida por ellos como casi cualquier madre en este mundo. Su padre, a su extraña manera, también la quería. Fue un amor diferente, tal vez un amor que a día de hoy lo veríamos hasta dañino, un sentimiento que evolucionó con sus idas y venidas a lo largo de los años. Puede que no fuera el padre perfecto, es más, distaba mucho de serlo, pero soy de los que piensan que somos la suma de nuestros aciertos, pero sobre todo de nuestros errores, y Jesús cometió errores, algunos terribles, aunque aprendió de ellos, casi siempre lo hizo llorando en la más soledad avergonzado por lo que había hecho.

Era una tarde de últimos de marzo, pero un día señalado, Julia cumplía 40 años y como cada viernes, a las tres de la tarde terminaba su jornada laboral y ya disponía de todo el fin de semana por delante para descansar. Nada más salir del trabajo se dispuso a ir a comprar todo lo necesario para la cena, esa noche iban a estar casi todas las personas importantes para ella, todos juntos sentados a la mesa, incluso con sus dos fantásticas amigas Paquita y Sofía, que había venido de Francia. Los deleitaría con su estupendo asado de la mejor carne que podía comprar, agradecía enormemente esos momentos donde solo había risas y anécdotas mientras cenaban. Esa tarde, antes de todo, había quedado en pasar a por su madre Ángela, le había pedido que fuera a por ella para ir a visitar a una vecina suya de toda la vida, Antonia se llamaba, esa pobre mujer que acabaría viendo pasar sus últimos suspiros de vida en una habitación sola de un geriátrico. Julia disfrutaba de esos encuentros con las dos tomando un café y algunos pasteles que ella llevaba, que aunque sabían que el médico les había prohibido que Antonia tomara azúcar, la mujer los saboreaba como gloria bendita. Esos pequeños ratos con su madre y la amiga de ella resultaban gratamente afables, ambas deleitándose con tantas anécdotas divertidas que poseía aquella maravillosa, entrañable y divertida mujer. Aunque realmente lo que más le hacía feliz era el tener la ocasión de recuperar esos años en los que, por las circunstancias de la vida, no pudo disfrutar de su madre. Porque quién no ha llegado a una edad en la que ve que sus seres queridos no son inquebrantables al paso del tiempo, que por mucho que creas que son indestructibles y que van a estar ahí para siempre apoyarte y recibir su cariño, lamentablemente entras en una contrarreloj de la que nunca nadie puede salir victorioso.

Eran ya las cinco de la tarde, había hecho la compra y ya había recogido a Ángela para ir a hacer la visita.

—Julia, cariño, tengo ganas de ver a mis nietos, vamos a pasar antes por tu casa a ver si se quieren venir.

—Madre, ya sabes que José Ángel no va a venir, no sé ni para qué lo dices, pero bueno, seguro que Jorge viene encantado.

Y dicho y hecho, Julia se dirigió a su casa, no iba a ser ella la que iba a quitarle el deseo a su madre de ver a sus nietos. Subieron y como era de esperar, el adolescente José Ángel tuvo vía libre para aprovechar la ocasión de no tener que cuidar de su hermano pequeño e irse a tomar algo con sus amigos antes de la cena. Jorge, por su parte, se fue encantado al ver a su abuela. Además, sabía que podría disfrutar de un pastelito antes de la cena para merendar. Durante el trayecto hacia el geriátrico, su abuela, como cualquier otra, quiso saber cómo le iba todo a su pequeño nieto que tanto echaba de menos ahora que ya no vivía con ella .

—Jorge, cariño, cuánto te echo de menos. Madre mía, del amor hermoso, si estás enorme. Bueno, cuéntame, ¿qué tal van las notas?

—Bien, abuelita, todo muy bien…

—Uy, no me engañes.

—No, madre, no te engaña, la verdad es que es todo un cerebrito. Bueno, las matemáticas se le resisten un poco.

—Ji, ji, sí, abuelita, es que tengo un poco de lío con las ecuaciones.

—Y con los compañeros, ¿qué tal?

—Bien.

Ese bien resonó un tanto extraño en el coche, era casi inapreciable en el tono de voz esa respuesta, no alarmante, pero sí con unas pequeñas connotaciones diferentes que hicieron que madre y abuela se cruzaran la mirada pensando que algo pasaba.

—¿Solo bien? —dijo su abuela.

—Jorge, ¿ocurre algo en el colegio? No parece que lo digas muy convencido.

—Sí, de verdad, tranquilas…

Pero por caprichos del destino justo acababan de llegar al geriátrico y no pudieron indagar más.

—Bueno, cariño, ya sabes que puedes hablar con nosotras de lo que necesites, que lo sepas.

—Sí, mamá… —dijo en un tono despreocupado para no alarmarlas—. Vamos a ver a doña Antonia que seguro que ya está esperando en la puerta.

Jorge, a pesar de tener solo doce años, era un niño inmensamente maduro para su edad, diferente a los demás chavales de su clase, aunque como todos, también tenía defectos. Casi siempre cometía el gran error de ocultar sus verdaderos sentimientos a los demás para no preocupar a nadie, era un niño que en su vocabulario no existía la palabra egoísmo. Al final, con mucho disimulo, consiguió convencer a ambas de que el día a día en el colegio era perfecto.

Durante el trayecto, lo que comenzó como un día soleado cambió a un cielo negruzco y con apariencia de comenzar una terrible tormenta. ¿Podría ser esto el preludio de cómo acabaría el día? Julia salió primero del coche para abrir la puerta a su madre y ayudarla a salir, que comenzaban a caer pequeñas gotas de lluvia, pero no le dio tiempo, ya que Jorge se le adelantó y con sumo cuidado sacó a su abuela del coche.

—Vamos, abuelita, cógete a mi mano.

—Ay, mi niño pequeño, que se está convirtiendo en todo un caballero. Muchas gracias, cariño.

A veces era sorprendente cómo con tan solo doce años, una edad en la que casi en lo único que pensábamos era en jugar, podía llegar a ser tan detallista en determinados momentos, aunque era bien sabido en toda la familia que esta actitud era innata en él desde bien pequeño. Cuando ya entraron al gran salón, doña Antonia ya se encontraba con una sonrisa de oreja a oreja que llenaba toda la habitación; hay gente que necesita mucho para ser feliz, pero no era su caso, esas simples visitas cada dos o tres semanas eran un gran soplo de felicidad para ella. Casi nunca nos acordamos de las personas mayores que nos rodean, de que también fueron jóvenes, que se emocionaban, lloraban, amaban y reían como lo hacemos nosotros y que el paso de los años no les quebranta ni prohíbe para que dejen de sentir igual o más, incluso. Y esos instantes junto a ellas era el mejor regalo que le podían hacer a una pobre mujer que ya se encontraba en la más dura y caprichosa soledad que le había amparado la vida.

—¡Pero, bueno, ya estáis aquí! Ya temía yo que con este tiempo no ibais a venir a visitarme.

—Pero qué dices, ya tiene que caer el diluvio universal para que no viniéramos a verte y además, te hemos comprado el pastel de tocino de cielo que tanto te gusta.

—Ángela, no hacía falta. Pues, vamos, sácalo rápido y que no lo vean las enfermeras que ya sabes lo pesadas que se ponen con mi azúcar. Ja, ja, ja.

Fuera caía una tormenta de mil demonios pero dentro solo se respiraba alegría junto a esas mujeres. Se dispusieron a ir a la habitación privada de la señora para poder disfrutar de los pasteles tranquilamente mientras oían el sonido de la lluvia que caía por los alrededores, un sonido que no silenciaba sus risas. Jorge escuchaba atento las conversaciones que tenían esas dos mujeres y se reía con ellas cuando doña Antonia contaba alguna de sus locuras de joven, locuras que en algunas ocasiones estuvieron a punto de costarle alguna que otra noche en un calabozo. Por la década de los 20 ser una mujer poco convencional y luchar por sus derechos no era como salir hoy en día con una pancarta y gritar contra lo que crees indebido. En esos momentos luchar por lo que creías que era justo y que hoy en día lo es podía suponer meterte en graves problemas, a veces incluso se arriesgaba la vida por tener tus propios ideales. Pero eso ya era el pasado y doña Antonia era una mujer sabía y siempre tenía una premisa que a todo el mundo se la hacía saber: que el pasado no arruine tu presente, no te obceques ni te regocijes en él porque te puede arruinar el futuro. La tarde con la mujer ya tocaba su fin.

—Antonia, nos tenemos que ir, son ya las siete y media de la tarde, hoy es el cumpleaños de mi hija y tiene que preparar las cosas —dijo Ángela.

—Felicidades, corazón, ya me podías avisar y te hubiera comprado algún detalle.

—Tranquila, mujer. Vaya, ni me he dado cuenta de la hora madre, sí, discúlpenos, pero tengo que preparar la cena.

—Tranquilas, ya sabéis dónde me podéis encontrar, un día intenté salir corriendo pero mis viejos momentos de atleta ya pasaron. Y de verdad, os agradezco tanto que vengáis a verme… para mí es… Anda, venga, marchaos, que no quiero que miréis cómo llora una pobre vieja.

Y en ese momento, y casi al unísono, a los tres, desde lo más profundo, les salió un simple detalle que deberíamos practicar más a menudo hoy en día: la abrazaron. Ese simple y sencillo gesto, en la terrible soledad rutinaria de aquella mujer, la llenó de felicidad.

—Doña Antonia —dijo Jorge—, no se preocupe porque no vamos a dejar de venir a verla.

Cuando ya se despedían, el niño le lanzó un beso con una mirada tan pura y tan dulce que solo pudo inspirarle tranquilidad a la pobre anciana.

Cuando salieron de la habitación los tres anduvieron absortos en sus pensamientos. Julia no paraba de pensar que se sentía profundamente afortunada en la vida, que a pesar de todo lo acontecido en su juventud, su «complicado» matrimonio, que tenía tanto que dar gracias, sobre todo por sus hijos. Mientras sus pensamientos pasaban por su cabeza, le fue imposible no mirar a su hijo. .

—Mamá, ¿pasa algo?

—No, Jorge, es solo que… Nada, cariño, tonterías de tu madre cuarentona. Bueno, esperad en la puerta que voy a ver si alguna enfermera nos deja un paraguas para tu abuela que menuda está cayendo.

Julia dejó a su hijo y a su madre en la puerta. A continuación se dirigió a recepción, donde no encontró a nadie que la pudiera ayudar. Alrededor había un pasillo donde se encontraba una sala en la que se hacían actividades y tenían juegos de mesa para así poder hacerle los días más llevaderos a aquellas personas que estaban ingresadas; se encaminó para allá esperando encontrarse con alguien que trabajara allí. Una vez dentro, vio al fondo a una enfermera y se dirigió hacia ella, pero en el instante en el que entró a la habitación sintió que algo había cambiado, que una fuerza extraña la sobrecogía y no sabía por qué, pero alguien la observaba. Se vio obligada a pararse y mirar a su alrededor en búsqueda de ese «alguien» que requería de su presencia. A pesar del estruendo de la lluvia y los relámpagos, en ese momento se hizo un silencio en su interior que la hizo estremecerse. Sus ojos comenzaron a buscar de derecha a izquierda y entonces la vio, en una esquina postrada en una silla de ruedas mirándola fijamente. Sabía perfectamente quién era ella, aquella mujer la miraba desde la otra punta con la mirada más triste que había visto en toda su vida, Julia poco a poco se fue acercando a ella.

—Hola, doña Jacinta, ¿se acuerda de mí?

—Claro que me acuerdo, Julia —dijo sin parar de mirarla con detenimiento y atónita, mientras sus ojos intentaban disimular con mucho esfuerzo un mar de lágrimas embravecido.

—Julia… Yo…

—Dígame, doña Jacinta.

—No sé ni por dónde empezar contigo.

—No tiene usted que empezar con nada, eran otros tiempos y usted…

—Calla, muchacha, y por favor te pido que me escuches. Han pasado muchos años, muchísimos, pero lo que pasó, aunque para nosotras ahora solo sea un vago recuerdo que ahora recobra vida, no puedo negar la realidad y la realidad fue…

—Doña Jacinta, por favor, ya no hace falta que removamos el pasado. Yo la verdad es que había olvidado ya esa comida con su marido y su hijo Miguel, pero no voy a mentirle, ha sido verla y no he podido evitar recordar todo lo que sucedió ese día.

—No, Julia, claro que tengo que abrir ese cajón del pasado y no quiero que creas que es porque ahora tengo al fantasma de la muerte rondándome todos los días en este desolador lugar. Desde hace tanto tiempo pienso en lo que te hice, en cómo te tiré de esa casa de opulencia que me hacía sentir mucho mejor persona que tú, de cómo desprecié el intento de querer acercarte a nosotros, pero sobre todo me arrepiento tanto de no ver y haber valorado el amor tan profundo que le querías dar a mi hijo Miguel, un amor más allá de lo que nosotros poseíamos por aquel entonces. Maldito dinero que me hizo comportarme así, fui una necia engreída y estúpida, amargué la vida de lo más preciado que tengo en este mundo, mi hijo.

—Doña Jacinta, tranquila, ahora no es tiempo para que usted abra viejas heridas y que sufra por ello.

—Julia, es algo que me ha atormentado más de lo que te crees. La vida da muchas vueltas y como seguramente bien sepas, no nos fue bien cuando nos marchamos a Argentina, casi obligué a mi hijo a casarse con aquella mujer, le destrocé la vida y sabe Dios que no hay momento en cada día de mi vida que me atormente por ello. He soñado tantas y tantas veces contigo, con esa joven tan perfecta y humilde que vino a esa gran mansión a darle lo más preciado que tenía a mi hijo, su más puro amor, y yo no te valoré lo suficiente, qué tonta fui de no verlo.

—Doña Jacinta, por favor, no siga, no es necesario.

—Sí, sí que lo es. Si te soy sincera, no sé por qué la vida me ha dado esta oportunidad y has aparecido para que yo pueda pedirte disculpas por lo que hice, porque Julia, no lo merezco, no tiene perdón lo que te hice, ni a ti, ni a mi hijo… yo… por favor…

Y esa mujer, postrada en una silla de ruedas viendo pasar los últimos días de su vida, rompió a llorar, lo hizo de una manera sosegada ya que seguía siendo orgullosa y no quería que la vieran, pero clamaba al mundo de una manera que podía romper el alma a todos los allí presentes. Pero cuando Julia más sufrió fue cuando la expulsaron y negaron lo más bonito que te puede pasar en la vida: amar y ser correspondido, porque no hay dinero en el mundo que pueda pagar ese sentimiento, hay cosas en la vida que nunca vienen acompañadas de una etiqueta con un precio.

Julia no pudo evitarlo, se arrodilló y la abrazó como nunca jamás hubiera imaginado que lo podía haber hecho a aquella mujer. Abrió sus brazos para intentar consolar a Jacinta, que había abierto su corazón para suplicar un perdón que le era tan necesario en ese momento como el respirar, que hasta podía parar a un corazón viejo y dolorido.

—Perdóname, Julia.

No nos damos cuenta de cómo a veces las palabras pueden ser tan poderosas, de cómo pueden darte una paz que no altera ni las peores guerras, de cómo pueden abrirte en canal y hacer que cada molécula, célula, centímetro de tu cuerpo te recorra y te haga sentir una explosión de sentimientos que te paralice a ti y a todo lo que te rodea.

Julia no dudó ni por un instante de los recónditos sentimientos que aquella señora derrochaba.

—Shh, cálmese, por favor, no pasa nada, está usted perdonada.

Y seguidamente siguió abrazándola, intentando apaciguar ese mar de dolor por el cual navegaba esa pobre señora mayor entre sollozos.

—¿Julia?

Y cuando el tan inesperado dios de lo casual parecía que ya había hecho acto de presencia, aún nos podía sorprender con otro as en la manga. Se dio la vuelta y era él, el gran amor que la llevó a rincones de felicidad que desconocía que existían pero que también la transportó a lo más profundo del abismo, ese amor que casi le llevó a las puertas de la muerte, era Miguel.

—¿Miguel?...

—¿Estáis bien, os ocurre algo?

—Sí, tranquilo, tu madre que estaba recordando cosas que ya no son necesarias y se ha puesto un poco triste y necesitaba un abrazo, pero estamos bien.

—Mama, ¿seguro que estás bien?

—Sí, tranquilo, hijo.

—Bueno, yo debería de irme ya, voy a ver si consigo que alguien me deje un paraguas para llevar a mi madre al coche. Adiós, Miguel. Adiós, doña Jacinta.

—Espera, Julia, yo te acompaño y te presto el mío.

—No, de verdad, no hace falta, tú quédate con tu madre, será lo mejor.

—Tranquilos. Miguel, acompáñala, créeme, ahora me encuentro mucho mejor. Gracias por todo, Julia.

—De nada, doña Jacinta.

Y ambos dejaron aquella habitación para adentrarse a la salida, después de tantísimos años, el caprichoso destino los reunía de nuevo.

—¿Cómo estás, Julia? Ah, por cierto, feliz cumpleaños —dijo Miguel en un tono que denotaba nerviosismo.

—Bien, he venido a visitar a una amiga de mi madre y fíjate, quién me lo iba a decir, os he encontrado por aquí, nunca os había visto.

No se podía creer que a pesar del paso de los años, Miguel aún seguía recordando la fecha de su cumpleaños.

—Sí , hace poco que la he cambiado de residencia, así que, quién sabe, supongo que nos volveremos a ver.

—Sí, quién sabe… —dijo ella.

—Julia.

—Sí, dime.

—¿Te puedo hacer una pregunta?

Julia se imaginaba perfectamente lo que le iba a preguntar.

—¿Por qué nunca me llamaste?

—Miguel, sabía que me ibas a preguntar eso, no sé ni por dónde empezar.

—Pues empieza simplemente por el principio, aun así no soy nadie para reprocharte que no lo hicieras, después de todo tú eras una mujer casada.

—Y lo sigo siendo, Miguel, no es fácil para mí poder responderte a eso, me gustaría poder contarte tantas cosas sobre ese día, de lo que significó encontrarte allí en la comunión de mi hijo y lo que pasó después…

—Entonces, ¿significó algo para ti cuando me volviste a ver?

—Puede ser… el pasado cuando menos te lo esperas vuelve y menudo pasado tuvimos, pero la vida aunque no queramos nos pone las cosas difíciles. A veces debemos reprimir nuestros sentimientos por otras personas y durante estos años mi familia ha sido mi prioridad.

—Comprendo, pero escuché que no seguías con Ginés.

Pero Miguel por mucho que intentaba disimular que las palabras de Julia no le afectaban, ella seguía conociendo a aquel hombre. Sabía, con solo una mirada a esos preciosos ojos verdes que aun poseía, cómo el hecho de no estar queriendo oír lo que quería desencadenaba en él una atronadora tormenta de sentimientos que lo llevaban a la deriva.

—Los matrimonios, como en la vida, tienen etapas buenas y malas —respondió intentando disimular.

Miguel conocía a Julia, a pesar de los años la conocía muy bien. Tan solo le bastó un sencillo y leve movimiento al articular sus palabras para apreciar el sufrimiento y más escondido dolor que tanto intentaba esconder y muy buenamente lo conseguía, pero no para él, ese hombre que le enseñó el verdadero significado de la palabra amar.

—Entonces espero que estés pasando por una buena etapa.

—Pues todo va genial, Miguel, mi matrimonio es estupendo.

Mientras hablaban, ya habían llegado a la puerta donde su madre y su hijo esperaban pacientemente a que ella viniera.

—Madre, os presento, él es Miguel, un viejo amigo.

—Encantado, señora, es un placer.

—Igualmente.

—Yo te conozco, fuiste camarero de mi mesa en mi comunión.

—Sí, vaya, cómo has crecido Jorge y qué memoria tan buena tienes, campeón.

—Bueno, voy a llevar a mi madre y a Jorge al coche y te devuelvo el paraguas enseguida.

—De acuerdo, tranquila.

Y apenas dos minutos después volvía del coche para despedirse de él.

—Gracias, Miguel.

—De nada. Bueno, espero que tengas un buen fin de semana.

—Lo mismo te digo.

Ella se alejaba bajo la lluvia, de nuevo la distancia se hacía entre ellos, pero esta vez él no estaba dispuesto a perderla como en el pasado.

—¡Julia!… —le chilló de repente, sorprendiéndola.

—Sí…

Y aunque apenas fueron dos segundos donde sus miradas y sus almas se cruzaron, se libraba una batalla en lo más profundo de sus corazones convulsos, donde una explosión de recuerdos los golpeaba haciendo temblar los cimientos del mismísimo mundo donde vivimos.

—Julia, quiero que sepas que aquí estoy para lo que necesites, y que sigo estando aquí, por favor no lo olvides nunca… —le dijo Miguel en un acto de valentía.

Julia no fue capaz de responder, no pudo reaccionar. Se metió en el coche de nuevo y con gran esfuerzo tuvo que reprimir lo que dictaminaban sus sentimientos. En esos instantes no solo llovía en la calle, también en su corazón, no pudo ganar la batalla a esa lágrima que salió de su ojo e irrumpió con fuerza desde su interior.

LA VIDA ES MUY INJUSTA

El corazón de Julia volvió a latir de una manera diferente de camino a casa, de un modo que ya había olvidado, como hacía tantos y tantos años que no lo hacía. El destino había decidido jugar a la ruleta esa tarde y le había dado todos los números buenos, a su mente le venían ráfagas de imágenes y emociones de los últimos instantes de la tarde. Jamás pensó en volver a encontrarse a su primer amor, esa persona que nunca olvidas y mucho menos a la que en su momento fue una mujer tan horrible con ella, su madre doña Jacinta. Aun así, con los años había aprendido a olvidar y a perdonar, sabe Dios que lo había aprendido muy bien porque si plantas la semilla del rencor el único árbol que nace es el de la maldad, agonía y amargura.

Conducía con la mirada perdida, casi como una autómata. Su cuerpo estaba dentro de ese coche mientras la envolvía una tormenta atronadora, pero ella seguía estando en ese geriátrico reviviendo cada segundo una y otra vez, sobre todo ese último instante donde le dijeron «sigo estando aquí».

Esas tres palabras que le acompañarían resonando en su cabeza sin cesar hasta la puerta de su casa.

—Venga, que ya hemos llegado, vamos a subir a casa.

—Julia, cariño, ¿te encuentras bien? Pareces algo ausente…

—Sí, madre, es que estoy pensando en cosas del trabajo para el lunes, tenemos muchos pedidos para la semana que viene. Bueno, en fin, tonterías que no debería de darle vueltas ahora.

—Bueno, si tú lo dices, ahora de lo único que te tienes que preocupar es de que vas a estar con tu familia y tus amigas cenando, y de que vas a ser un año más vieja.

—Tiene razón, madre.

Digna de una estatuilla honorífica a toda la carrera artística en la entrega de los Oscar, qué grandísima actriz había sido toda la vida actuando en los momentos más difíciles y más comprometedores, y qué bien salía de ellos, siempre tenía una respuesta creíble y adecuada para que nadie notara lo que realmente pasaba por sus adentros.

Se le había hecho algo tarde, así que mandó a su madre Ángela a que estuviera con Jorge en el salón mientras ella hacía la cena. Su madre insistió en ayudarla, pero esa noche no iba a acceder a recibir ayuda. Julia se había edificado a lo largo de los años un castillo indestructible a su alrededor, pero muchas veces por los palos recibidos, otras por autoengañarse, esa noche, esa fortaleza comenzaba a tener pequeñas grietas de fragilidad. Ahora mismo lo único que necesitaba urgentemente eran unos momentos para ella misma. Como siempre, era meticulosa y detallista a la hora de preparar sus cenas para los que ella quería y esta noche no iba a ser diferente. Se esmeró tremendamente preparando el asado, cortando las verduras en pequeñas piezas y especiándolo delicadamente, luego hizo una ensalada y más tarde cortaría el jamón curado y pondría algo de queso manchego, también una ensaladilla rusa que tanto le gustaba a su hijo Jorge, pero eso sería luego, ahora necesitaba meterse en el baño y que el agua caliente de la ducha recorriera su cuerpo. Salió y avisó a su madre que iba a ducharse.

Una vez dentro del baño, comenzó a quitarse la ropa despacio, necesitaba alargar el momento de enfrentarse a la normalidad y negar la realidad de todo lo que había significado para ella ese inesperado encuentro. Se metió en la ducha y dejó que las gotas del agua abrazaran su piel, estuvo bajo el contacto del aterciopelado líquido todo lo que pudo. Todavía no quería salir de esa pequeña y frágil burbuja que había en esa habitación pero tenía que hacerlo. Salió de la ducha y el vapor de la habitación había creado una penumbra que distorsionaba su cara en el espejo empañándolo. Se puso la toalla al pecho y pasó la mano para limpiar esa fina capa de vaho que lo cubría, pero al hacerlo y verse la cara no solo vislumbró su rostro, sino también su ser.

Lo que solo fue una pequeña lágrima que las gotas de lluvia pudieron disimular cuando subió al coche, ahora se convertía en una catarata de ellas que caían sin cesar frente al espejo, su castillo había cedido en el momento menos inesperado. No pudo tenerse en pie, sus pies comenzaron a temblar y tuvo que sentarse en la cornisa de la bañera y taparse los ojos.

¿Por qué?¿Por qué?¿Por qué? No paraba de repetirse en su interior.

Por qué la vida me vuelve a poner a Miguel en mi camino, lo amé tanto, dios mío, tú lo sabes. No puedo dejar de agradecerte los tres hijos que he tenido que si hubiera acabado junto a él no existirían hoy por hoy, pero quise tanto a ese hombre, no nos merecíamos lo que su madre nos hizo, no me merecía cómo se comportó conmigo. ¿Por qué no luchó por mí? A veces, por mucho que me esfuerce en entender mi vida, más incomprensible me parece todo.

Julia no podía soportarlo más y había roto a llorar, se sentía frágil y abatida dentro de esas cuatro paredes que retenían el verdadero tormento que había supuesto ese inimaginable encuentro.

—Mamá, ¡tengo que entrar!

Y el ruido de su hijo golpeando la puerta la obligó a volver a la realidad, era Jorge que irrumpía sorprendiéndola con los ojos rojos y sus últimas lágrimas todavía resbalándole por su cara.

—Mamá, ¿estás bien?

—Sí, cariño, no pasa nada, estoy bien. Venga, entra, que ya me termino de vestir en mi cuarto.

—¿Seguro que estás bien? ¿Te puedo dar un abrazo?

—Claro, hijo mío, cómo no vas a poder dármelo.

Jorge no estaba seguro de lo que ocurría, pero se percataba de que su madre no era la misma que había entrado minutos antes y la conocía muy bien. Muchas veces ella lo engañaba con su personalidad tan fuerte pero eran doce años junto a esa mujer, años de los cuales tuvo que vivir momentos muy duros junto a ella, y aunque aparentemente todo iba bien últimamente, justo al abrir esa puerta supo muy bien que su madre estaba vulnerable en ese momento y que lo mejor que podía hacer era fundirse con ella en un cariñoso abrazo.

Deberíamos de abrazar más, recuperar el contacto real con las personas. En resumidas cuentas, sentir, sin ningún canal de por medio que no sea nuestro propio cuerpo y nuestra propia alma. A veces, no nos damos cuenta del valor que pueden llegar a tener pequeños gestos como es este, o una caricia, un susurro, en un determinado momento, sobre todo cuando la otra persona lo necesita tan urgentemente como era el caso de Julia. Ese simple contacto la hizo más fuerte y le sirvió para salir disparada y dejar atrás, al menos de momento, todos esos ecos del pasado. Cuando llegó a la habitación y se quitó la toalla, abrió el armario y se dijo:

Hoy voy a ponerme guapa, hoy cumplo 40 años y es mi día…

Aunque solo iban a celebrar el cumpleaños en casa, a pesar de los años seguía siendo una mujer coqueta y esa noche necesitaba mirarse de nuevo al espejo y darse ella misma ánimos antes de salir al ruedo. El fin de semana pasado había pasado por la tienda de ropa de su amiga Paquita y había visto un vestido al que no pudo decir que no, y mucho menos cuando se enfundó en él, un precioso vestido en dos piezas; la parte de abajo, una falda roja vaporosa hasta los tobillos que dejaría a relucir esos sencillos pero fantásticos salones negros ligeramente acharolados de tacón fino que tanto estilizan, y la parte de arriba, un cuerpo negro de manga corta y cuello redondo exquisitamente brocado a mano con ligeros hilos plateados haciendo formas geométricas. Aunque habían pasado los años seguía siendo una mujer que arreglándose un poquito no había alterado ese atractivo especial y casi mágico que poseía, innato en ella. Ya estaba lista para salir, se dio un último vistazo frente al espejo y no había ni un solo rescoldo aparente de hace unos minutos cuando se derrumbó en el baño. Sacó su mejor sonrisa y con su cabeza bien alta, como decía Freddy Mercury, el show debía continuar y desde luego que continuaría.

A pesar de que iban a estar esa noche las personas más importantes de su vida, bueno, o casi todas, iba a tener dos grandes ausencias, una de ellas irremediablemente imposible, su tía Carmen, que hacía décadas que dejó ya este mundo, pero que en su momento fue un pilar sumamente importante en su vida y su ángel de la guarda, pero que en tantos momentos seguía notando su presencia en pequeños gestos que el mundo expresaba a su alrededor. Julia tenía una pequeña parcela en su corazón donde la tenía instalada, un lugar que jamás podría ser sustituido. Esa noche decidió colocarse la medalla de oro que le dejó en herencia como pequeño homenaje a ella y tenerla más presente. Y la otra gran ausencia, su padre, Jesús, el cual decidió desvincularse de su hija casi por completo por haber vuelto con su marido después de todo lo ocurrido, pero la relación con él siempre había sido así, con grandes altibajos, muchos de ellos por razones culturales y machistas; su mentalidad seguía siento antigua y para empeorar esto, se le sumaba su tremendo orgullo. El orgullo, ese sentimiento que todos tendríamos que tener encerrado en un frasco pequeño y en su justa medida.

Era ya la hora de poner todo el aperitivo en la mesa y apagar el horno, ahora sí que se encontraba dispuesta a recibir ayuda de su madre Ángela.

—Y padre, ¿cómo se encuentra?

—Bien, hija mía. Bueno, con las tonterías de la edad, pero lo normal. Le he insistido en que viniera, pero ya sabes cómo se pone de terco. Julia, lo siento, lo he intentado, pero ha sido imposible.

—No me digas más, lo conozco perfectamente…

Pero la conversación entre ellas se detuvo, se escuchó el timbre de la puerta.

—Chicos, que salga alguno a abrir.

Y a los pocos minutos apareció una de sus dos amigas de siempre, con una gran bolsa con un regalo dentro, Sofía, que este año coincidían sus vacaciones en España con el día que ella celebraba su cumpleaños.

—Pero Julia, cariño, tú no vas a envejecer nunca o qué…

—Anda, ven aquí y dame un abrazo. Un año y medio sin vernos ya, vamos a tomarnos una copita de vino que hay que celebrar que hayas venido, no se cómo agradecértelo. Por cierto, ¿y las niñas y tu marido Andrés cómo van?

—Muy bien, están todos genial, pero no han podido venir.

—Qué pena. Bueno, vamos a brindar por nosotras.

Pero la única en tomar un sorbo de vino blanco fue Julia, Sofía volvió a dejar su copa tal como estaba en la mesa.

—¿No te gusta? Es un vino muy bueno, seguro que te va a encantar.

—Seguro que está buenísimo pero ahora mismo no puedo tomar alcohol, mejor tomaré agua.

—¿Y eso por qué?

—Es que estoy con medicación y no creo que me siente bien si tomo vino.

—¿Medicación para qué? —dijo Julia visiblemente preocupada.

Aunque Sofía ponía todo su empeño en aparentar que se encontraba perfectamente, el instinto de Julia la avisaba de que algo estaba pasando. Además, la había visto visiblemente más delgada de cara y cuerpo que la última vez que la vio.

—No es nada importante, hoy es tu cumpleaños, cariño, y estoy aquí para que lo pasemos bien.

—¡Cómo que no es nada importante, Sofía! Eres de mis mejores amigas, para mí tú eres importante y seré muchas cosas, pero tonta no y te ocurre algo. ¿Qué clase de tratamiento estás tomando?

—Déjalo estar, de verdad, no te preocupes.

—Sofía, no me puedes engañar, dímelo.

Entonces, su amiga miró para todos los lados, no quería que nadie escuchase la mala noticia que tenía que dar.

—Quimioterapia. Bueno, de momento no es muy fuerte, me encontré un pequeño bulto en el pecho y me dijeron que es… Lo siento, Julia, no soy capaz ni de nombrar esa palabra…

—CÁNCER…

Esa palabra que aunque se dijo en el más absoluto de los silencios, resonó y caló en lo más hondo de Julia revolviéndola, desencadenando en ella una tristeza y un dolor por su amiga que aunque intentó disimular buenamente, no pudo evitar que dos grandes lágrimas se derramaran por sus ojos, dos gotas que eran como ácido que le quemaba mientras recorría los surcos de su piel.

—Sí, Julia, cáncer, tengo tanto miedo a pronunciarlo.

—Tranquila, ven aquí, cariño.

Y Julia la tomó entre sus brazos y la abrazó con todo su amor. En esos momentos, aunque no hacía falta decir la enfermedad en alto para saber por lo que estaba sufriendo, todos sabemos lo terrible que es esa dolencia cuando nos golpea duramente y sin piedad a las personas que amamos y son importantes para nosotros.

—Mira, Sofía, mañana mismo llamo a la clínica privada a la que yo voy y pregunto por un buen oncólogo y te pido cita antes de que te vayas.

—Julia, yo no puedo pagar eso.

—Y quién dice que tengas que pagarlo tú, de eso no te tienes que preocupar, quiero que sepamos todos los tratamientos posibles en este momento.

—Eres un ángel…

—No soy un ángel, solo soy tu amiga y ahora cambia esa cara que todo va a salir bien.

—Sí, sí lo eres y no entiendo como una mujer tan buena como tú volvió con un monstruo como Ginés.

—Eso no importa. Ahora tú eres lo importante.

—Julia, ¿por qué nunca quisiste contar la razón de volver con él? Ni siquiera a tus amigas, mereces ser feliz.

El tiempo se paró. Julia dejó ese salón con su amiga para trasladarse por unos terribles y angustiosos instantes a ese horrible día donde todas sus convicciones, todas sus luchas y horrores con su marido pasaron a un segundo plano, donde todo el dolor quedó en el olvido y rogó al cielo que lo que estaba pasando no fuera cierto.

—Shh, tranquila, ya está bien de malos momentos por esta noche.

—Julia, te pido que no digas nada a nadie, esta noche no, ya se lo diré en otro momento a Paquita.

La noticia de la enfermedad de su amiga fue como una jarra de agua helada para Julia, pero ella tenía que ser un ejemplo de optimismo para Sofía y hacer de tripas corazón para que no notara la preocupación que le había dado el saber por lo que estaba pasando, así que pusieron las dos su mejor cara e hicieron como si nada hubiera ocurrido.

La siguiente en venir fue su queridísima Paquita, de nuevo las tres juntas, toda una vida, casi cuarenta años habían pasado desde que se conocieron, pero ni el tiempo ni la distancia habían roto ese vínculo soldado a fuego entre ellas, su unión perduraría para siempre.

—Qué ganas tenía de veros, os echo tanto en falta en Francia, a veces os necesito tanto.

—Y nosotras a ti —dijo Paquita con los ojos vidriosos por las lágrimas que estaban a punto de estallar.

—Oye, pero nada de llorar, eh, que hoy es mi cumpleaños.

—Tienes razón, Julia. Anda, dónde tienes el vino que me apetece un buen copazo.

—Ja, ja, ja. —Rieron las tres.

—Bueno, contadme, ¿cómo estáis?, ¿cómo llevas el divorcio, Paquita? Porque aquí en España no es como allí que está más normalizado.

—Pues no me ves, divinamente…

Y de pronto el ruido de cómo se cerraba una puerta resonó en la casa, rompiendo ese divertido momento, era Ginés.

—Y hablando del rey de Roma, espero que esta vez venga en condiciones y no nos monte uno de sus numeritos —dijo Sofía.

Y por la puerta aparecía su marido , pero esta vez sin rastro de oler a alcohol como tantas otras veces ellas recordaban. A las amigas de Julia las saludó con un frío y protocolario hola, se podía notar la tensión cada vez que se encontraban los tres después de lo ocurrido en la comunión de Jorge, pero si su esposa lo había perdonado y aceptado de nuevo en su casa, ellas, por muy amigas que eran, tenían que asumirlo. Aunque esa frialdad no fue para todas por igual, a Julia le dio un beso en la mejilla y seguidamente de acariciarle el pelo le dijo:

—Estás preciosa, feliz cumpleaños, esto es para ti.

A continuación apareció un ramo de rosas que escondía detrás de su espalda.

—Oh, qué bonito. Gracias, Ginés, ve a cambiarte, te he preparado la ropa limpia.

—Ahora vengo, voy a darme una ducha rápida.

—Bueno, chicas, sentaos que voy a llamar para que vengan todos a la mesa, solo falta que venga mi hijo Miguel.

—Antes brindemos por nuestro encuentro.

—Yo prefiero tomar agua —dijo Sofía.

—Chica, una copita solamente, además brindar con agua da mala suerte —dijo Paquita que no tenía ni idea de la situación.

—No, de verdad, es que no me apetece tomar alcohol.

—¿Y eso?

—Nada, no os preocupéis, anda ve y llámalos a todos y ve con cuidado no te vayas a caer con esos tacones.

Sofía intentó quitarle importancia al asunto con disimulo con una broma para salir airosa de su negativa a tomar una simple copa de vino para no levantar sospechas en la cena.

Todos sabemos muchos refranes, muchos de ellos ciertos, aunque algunos más que otros, y el de «la vida da muchas vueltas» en ese instante, todos junto a esa mesa, era dolorosamente cierto. Cuántos de nosotros y nosotras que sabemos del tormento de vida que llevó Julia con su marido se podía imaginar de nuevo un cumpleaños sentados a la mesa con él, pero a pesar de todo ello, y sin nadie saber las verdaderas razones de su vuelta, allí se encontraban de nuevo todos juntos celebrando ese día.

La cena ya había comenzado, todos comían y bebían mientras hablaban y reían entre ellos, pero alguien comenzaba a desentonar y esta vez no era Ginés, era su hijo José Ángel que apenas probaba bocado pero que copa tras copa de vino comenzaba a tener un humor irónico y a hacer comentarios que eran más propios de su padre que, para sorpresa de todos, su comportamiento estaba resultando muy correcto.

—José Ángel, podrías hacer el favor de probar algo del asado que ha preparado tu madre.

—Sí ya lo he probado, pues otro asado más de los que ella hace, al final siempre hace lo mismo —dijo su hijo con una actitud chulesca.

—Bueno, déjalo, Ginés, no tendrá mucha hambre hoy —dijo Julia intentando restarle importancia, pero todos se estaban dando cuenta del estado de embriaguez en el que comenzaba a encontrarse.

—Hambre no sé si tendrá pero por lo visto tiene bastante sed. ¿Cuántas copas de vino llevas?

—Papa, solo es vino, además tú…

—Además, yo qué, termina la frase.

—Que tú eres el menos indicado en esta casa para venir a decirme cuándo tengo que parar de beber.

—José Ángel, ya basta, no nos des la noche, por favor te lo pido —dijo Julia levantándose de la silla y quitándole la copa de vino mientras pensaba: «No voy a poder celebrar ningún día importante en esta casa sin que me amargue la existencia alguien».

Y es que efectivamente así era, había una maldición en su familia desde que ella tenía memoria y es que temblaba cuando se acercaba algún día importante o evento en que cualquier familia se reunía para pasar un buen rato porque siempre tenían el mismo final: alguien tenía que acabar llorando y hoy tampoco iba a ser la excepción a la regla. Su otro hijo Miguel decidió no intervenir, él era el mayor de los tres y hacía años dio el paso de irse de esa casa donde el dolor estaba tan presente y decidió no inmiscuirse en lo que se venía encima, pero su otro hijo Jorge no pudo reprimir las ganas de hablar.

—¿Quieres callarte y dejar a mamá en paz que hoy es su cumpleaños?

—Mira, mañaco asqueroso, tú no eres nadie para decirme a mí lo que tengo que hacer y menos una nenaza como tú.

Mientras, cogía de nuevo la copa y se la volvía a llenar y seguidamente se la bebía de un trago ante el asombro de todos .

Entonces, Ginés se levantó de la mesa y se fue directamente a donde estaba su hijo con la cara que tantas veces había visto Julia, levantó la mano y le lanzó una bofetada dejando a todos los presentes sorprendidos por lo que acababa de hacer.

—¡Pero quién te crees que eres para pegarme! Yo no voy a aguantar que me pegues como lo haces con tu mujer, me dais pena, siempre aparentando delante de todos con vuestro matrimonio, que es una farsa.

Y acto seguido se levantó y salió de la casa dando un portazo.

Julia no podía creer lo que estaba ocurriendo. Por mucho que ella intentaba esforzarse, sacar lo mejor de sí, sin importar como ella se encontrase, para que todo saliera perfecto, el destino siempre le tenía guardado un gran bofetón para estas ocasiones. Se levantó de la mesa haciendo soberanos esfuerzos por no ponerse a llorar allí en medio y les dijo a todos:

—Por favor, espero que no os moleste, pero prefiero terminar la fiesta y que cada uno se vaya a su casa. Miguel, lleva a la abuela, yo necesito acostarme, lo siento.

—Pero, mamá, si todavía no has soplado las velas —dijo su hijo Miguel.

—Disculpadme, pero hoy no me queda una pizca de ilusión.

Y entonces se encerró en su habitación, mañana sería otro día, intentaría levantarse con una sonrisa, sacaría las fuerzas de donde no las tenía, como hacía siempre, llamaría a sus amigas y terminaría de soplar las velas con ellas, e intentaría hablar y calmar a Sofía con el tema de su enfermedad, pero ese día la había superado. El encuentro con Jacinta la había dejado tocada, ver a Miguel herida, el cáncer de su amiga desecha, pero el comportamiento de su hijo ya la había dejado enterrada. Solo necesitaba meterse en la cama, cerrar los ojos muy fuerte y llorar mientras rezaba para sus adentros. «Señor mío, dame fuerzas para seguir adelante».

MANUEL

Pero en esa casa había más dolor y sufrimiento del que parecía a simple vista. Esa noche no solo había una persona que acabaría llorando sola en su habitación, otro miembro de la familia se encontraba inmerso en otra batalla en la que luchar día a día y en la más absoluta soledad, era el pequeño Jorge. Al igual que su madre, tomó la decisión de no manifestar el tormento por el que estaba pasando, sabía perfectamente la situación por la que atravesaban en casa: un hermano que con el paso de los años era extremadamente rebelde, un padre que solo acarreaba disgustos de todo tipo a su madre, un abuelo terco y orgulloso que aunque a él lo quería muchísimo, había decidido rehuir de su hija. Aunque solo tenía doce años era un chico que tenía un sexto sentido para percibir los sentimientos de los demás y esto, para desgracia suya, le hacía guardar los suyos propios y anteponer los del resto.

Jorge tampoco había tenido un buen día, hasta para eso a veces tenía conexión con su madre. Su extremada sensibilidad hacia el mundo, las personas, lo que le hacía brillar del resto, era motivo de envidia y maldad para otros niños. Desde hacía varios meses la situación en su clase no era la ideal para un chico de su edad. Salir al recreo, casi todos los días de su vida, era un verdadero suplicio.

Pero esa mañana con motivo del cumpleaños de su madre pidió a su profesora que si podía ayudarle a hacer una tarjeta de felicitación con recortes de fotos que tenía junto a Julia y que había llevado de su casa. La profesora accedió encantada a ayudarle y entre los dos consiguieron hacer una tarjeta de felicitación maravillosa.

El recreo había terminado y de nuevo tendría que verse la cara con el típico chulito de la clase que le hacía la vida imposible, pero hoy la maldad de ese niño llegaría a puntos insospechados.

La clase continuaba con total normalidad, delante de la profesora nunca lo insultaban ni humillaban. En ese aspecto, era un niño muy inteligente, pero por desgracia para Jorge ese día la profesora tuvo que ausentarse unos minutos para hacer unas fotocopias que había olvidado hacer, y entonces Manuel aprovechó la ocasión para hacer lo que tanto le gustaba hacer: machacar al pobre Jorge.

—¡Qué! ¿Te tienes que quedar con la profe como un niño pequeño que tiene miedo de salir al recreo?

—Quería que me ayudara con unos deberes, Manu.

—Para ti Manuel, mis amigos me llaman Manu, y tú y yo no somos amigos, no soy amigo de mariquitas.

La clase se había paralizado para observar lo que estaba ocurriendo en ese momento. Si ya de por sí es doloroso que te humillen, que encima de eso hayan más de veinte niños mirando a la vez y ninguno sea capaz de decir nada por miedo es una situación tremendamente embarazosa para cualquiera.

—Manuel, por favor déjame en paz, la profesora va a venir.

—Como le digas algo a la profesora te vas a enterar, uy, esto que asoma por aquí qué es.

Debajo del pupitre asomaba la tarjeta que acababa de terminar.

—Feliz cumpleaños, mamá. Ja, ja, ja, ja, pero qué mierda es esta.

—Dame eso , ¡dámelo ya! —Jorge se levantó de la mesa de un salto y le chilló.

—¿Esto?

—Que me lo des —volvió a repetir en un tono que asombró a todos y hasta a él mismo.

Y entonces, con un gesto rápido y de una maldad propia de un demente, mientras Jorge escuchaba su risa estridente y casi demoniaca, rompió en todos los trozos que pudo la tarjeta dejando totalmente impotente y destrozado al joven.

Aunque quería llorar de la rabia e impotencia, no iba a hacerlo, no podía darle el lujo a ese niño ni a nadie de la clase. Ese despreciable niño con total falta de humanidad había roto la tarjeta pero también las ilusiones que había depositado en ese sencillo recorte de cartulina con fotos para su madre.

Se agachó a recoger todos los trozos que habían por el suelo. Mientras lo hacía, intentaba recomponer la felicitación, pero lo más duro, recomponerse a el mismo, y aparentar delante de todo el mundo que no había ocurrido nada. La profesora estaría a punto de llegar y no quería levantar sospechas de lo ocurrido.

Y al igual que su madre, cuando esa tarde la vio junto a su abuela en ese coche, eran dos las personas que estaban interpretando de nuevo ese papel, la cual muchos admiramos o incluso podemos sentir envidia, porque siempre parecen inalterables al dolor, que desprenden una fuerza, a veces casi ilógica, pero que en la más oscura soledad de una habitación con las luces apagadas son una rabiosa tormenta de sensibilidad deseando estallar.

ORGULLO

Y después de la noche siempre llega el día. Cuántas veces no hemos deseado al levantarnos no querer salir de la cama y pensar que lo que nos ha ocurrido sea un efímero y olvidado sueño, unos segundos en nuestro inconsciente nocturno que ha deseado jugar con nosotros a un cruel juego. Nos abrazamos fuertemente a la almohada o nos tapamos como si fuera el último suspiro que nos queda a ese falso momento en que creemos que nada ha pasado. Pero ya era hora de abrir los ojos, Ginés no estaba, se encontraba sola en la habitación con la mirada perdida pensando en salir o no de la cama. Venga, despierta y levántate, José Ángel, ¿dónde estará? Por favor, que haya llegado ya a casa, me da igual lo que pasó anoche pero que esté en su cama .

El problema de su hijo, en la cena, salió a la palestra delante de todos. Ella se había dado cuenta de que desde hacía unos años eligió un camino fácil: el de no querer aceptar los problemas que había en casa, prefirió evadirse en compañías más que dudosas y buscándose problemas que podrían desencadenar disgustos muy serios para la familia, pero sobre todo para el mismo. Hay tantas y tantas maneras de superar los obstáculos con esfuerzo, con entereza, pero también con trampas y creando heridas, y su hijo mediano, en este aspecto, sería una persona débil.

Al abrir la puerta, pudo respirar aliviada, el ritmo de su corazón se calmó: José Ángel estaba durmiendo tranquilo en su cama. Con todo el cuidado que pudo se acercó, se puso de rodillas frente a él y le dio un beso en la mejilla. Ya habría momento de pedir explicaciones de su comportamiento pero no ahora. En la imagen de su hijo, que aunque ya era adolescente y para ojos del mundo era casi un adulto, ella veía a su pequeño renacuajo que tan follonero fue de niño.

Se dirigió a la cocina y había alguien que con mucho cariño y preocupación le había preparado el desayuno, era su hijo Jorge.

—Pero, chico, ¿qué, me has preparado el desayuno?

—Sí, mamá, espero que te guste: tostadas. Ahí tienes un plato con jamón y queso, un zumo de naranja que he exprimido, el café y esto…

El pequeño Jorge se dio la vuelta: había cortado un pequeño pedazo de tarta y le había puesto las velas de la tarta que no sopló la anterior noche. Julia no pudo evitar tener esa sensación tan adorable que todos tenemos de reír y llorar a la vez de felicidad.

—Muchísimas gracias, si es que eres un primor, un encanto. Ven aquí, que te como —decía Julia entre lágrimas y risas, que no podía disimular el asombro del pequeño gesto que significaba tanto para ella.

—Tenía también un regalo para ti, pero creo que me lo he dejado en clase, perdóname —mintió, pero ¿qué podía hacer en ese momento?

El lunes aprovecharía para hacer de nuevo un regalo para ella, no era capaz de decir la verdad, tampoco quería asumirlo, fue muy humillante para él cuando sufrió el odio sin sentido de su compañero de clase Manuel.

—Jorge, cariño, ahora mismo tú eres el mejor regalo que puedo tener.

RING, RING… Sonó el teléfono.

—Yo voy, mamá, no te preocupes. Tú siéntate que además te he subido el periódico.

Jorge fue corriendo por el pasillo en dirección al salón con una sonrisa de oreja a oreja de ver cómo le había alegrado la mañana a su madre.

—¿HOLA? ¿HOLA?

De primeras solo escuchó silencio, pero a los pocos segundos pudo notar una ligera agitada respiración que reconoció al instante.

—¿Abuelo?

—Sí, Jorge. Hola, grandullón. ¿Cómo estás?

Su voz resonaba entrecortada, llamar a casa de su hija era una lucha con su orgullo, tenía hasta dudas en ese momento de hablar con su amado nieto. Si en vez de él lo hubiera cogido su hija, hubiese colgado en el acto .

—Abuelo, muy bien, voy a desayunar con la mamá.

—Así me gusta, que quiero que te hagas un hombretón.

—JE, JE.

—Tengo muchas ganas de verte, que lo sepas, algún día te doy una sorpresa, ya lo verás.

—¿Vas a venir a casa? —dijo con ingenuidad.

—Bueno, ya veremos, pero una sorpresa seguro que te doy.

—Yo también tengo muchas ganas de verte, anoche vino la abuelita al cumpleaños.

—Sí, lo sé, pero yo no me encontraba bien y me tuve que quedar en casa.

—Pero estás bien, ¿no?

—Sí, Jorge, no te preocupes, estoy hecho un chaval, si seguro que te gano jugando al pilla pilla.

—JA, JA. Abuelo, no se pase.

—Oye, rey , ten… ten… tengo que… colgar .

Durante unos segundos tartamudeó, su voz sonó frágil como el cristal.

—¿Le pasa algo?, ¿quieres hablar con mamá?

—Tengo que colgar ya, Jorge.

—Vale, le quiero.

—Y yo, Jorge, muchísimo.

—Adiós, abuelito.

—¡Espera!

—¿SÍ?

—Deséale a tu madre feliz cumpleaños con retraso de mi parte.

Y entonces, y sin dejar un segundo para reaccionar, colgó, dejando a Jorge pensativo con las últimas palabras. Cabizbajo volvió de nuevo a la cocina.

—¿Quién era, cariño?

—Era el abuelo.

La última persona que en ese momento se podía imaginar Julia que llamaría era su padre. Su relación, como con casi todos los hombres de su vida, también había sido tan tormentosa. Se quedó helada, le costó hasta reaccionar unos segundos.

—¿Y qué quería?

—Me ha dicho que te diga que feliz cumpleaños.

A Julia le dio un vuelco el corazón. Jamás hubiera pensado que su padre dejara a un lado su gran orgullo y se dignase a marcar el teléfono y felicitarla. Le sorprendió muchísimo, y para bien. Sabía que, aunque a su manera, su padre la quería, pero ese pequeño gesto le alegró todavía más la mañana. Y es que, de vez en cuando, tenemos que presuponer o dar por sentado que alguien nos quiere, pero nunca vienen mal unos pequeños gestos, un toque de atención, un «que sepas que no te olvido», algo fácil, pero que amarra los lazos más fuertemente con esa persona a la que queremos.

LAZOS DE SANGRE

Para suerte de todos, y sobre todo para nuestros queridos Jorge y Julia, el fin de semana pasó sin sobresaltos. Tanto ella como Ginés intentaron hablar con su hijo José Ángel, estaban preocupados por él, sobre todo Julia , pero con el poco tiempo que pasó en casa, les fue casi imposible. Además, su hijo no atendía a razones , no quería escuchar nada. Pidió disculpas casi obligadas a su madre, que carecían de verdadero arrepentimiento, pero una madre es una madre y ellas se conforman con tan poco… Julia aceptó las disculpas de su hijo buenamente, aun así, no paraba de darle vueltas y vueltas a la cabeza intentando entender por qué su hijo se estaba comportando así últimamente. Pero en su cabeza, en sus pensamientos que tanto iban y venían bombardeándola sin cesar no solo estaba su hijo, estaba su amiga Sofía. Estaba realmente intranquila por ella, quería ayudarla como pudiera, haría todo lo posible por ella. El sábado por la tarde, después de comer, y cuando su marido no estuviera, ya que no quería que Ginés se enterase de que tenía pensado costearle a su amiga la visita al medico, cogió el teléfono y llamó a su clínica privada. Al ser fin de semana tuvo que remover cielo y tierra para que al siguiente lunes le dieran una cita, pero para ella era de extrema urgencia, su amiga tenía que volver la semana siguiente a Francia con su familia y tenían que verla antes de su marcha. Así fue, obtuvo su cita para Sofía, tuvo hasta que amenazar con que se iba a personar ella misma esa tarde para darse de baja si no se la concedían, pero después de varias llamadas, atendieron conformes a sus exigencias. En cuanto lo supo, llamó a su amiga.

Ese mismo lunes, a mediodía, se pasó por casa de los padres de Sofía, que era donde ella se quedaba cuando venía de visita, y la recogió para llevarla a la clínica. Allí le explicó su caso y la medicación que ella estaba tomando, y el doctor las calmó a ambas. Les dijo que no se preocuparan, que lo habían cogido a tiempo y que los pasos que estaban siguiendo con ella eran los adecuados y los normales. No obstante, le presentó otras alternativas a seguir, pero debería abandonar su casa, su vida y su familia, y comenzar en esa clínica, siempre y cuando billetera en mano, algo que Sofía no podía permitirse. Julia, como prometió, le pagó la consulta a su amiga y en cuanto salieron de la clínica, algo más tranquilas, insistió en que contara con ella.

—Sofía, por favor, júrame que si algo va mal, me vas a llamar, que cuentes conmigo para lo que sea, que en la medida que esté en mi mano, te voy a ayudar en todo lo que pueda.

—Julia, gracias, pero ya has oído al médico: en principio todo es correcto y no debo preocuparme, y además esos tratamientos son carísimos.

—Vale, pero júramelo.

—Te lo juro.

Pero Sofía, por mucho que le había jurado a su amiga que lo haría, no lo podía cumplir. Ya no era el hecho de dejar a su familia y la vida que ya tenía establecida en Francia y afrontar la enfermedad sin ellos, cosa que la destruiría, los costes de poder luchar contra esa enfermedad eran casi insultantes y no se los podía permitir, ni tampoco iba a permitir que su amiga se gastara ese dineral.

—Julia.

—¿Sí?

—Te quiero mucho, amiga.

—Y yo a ti, Sofía. Prométeme que no te vas a rendir, que vas a seguir luchando.

—Te lo prometo, Julia.

Justo al terminar esas palabras, Julia corrió a darle un abrazo. En ese momento deseó ser Dios y tener el poder en sus manos de quitarle de un plumazo todo ese mal que recorría cada célula del cuerpo de Sofía, pero por desgracia, nadie de nosotros, por mucho que deseemos desde lo más profundo de nuestra alma y con el mayor de nuestros deseos, no podemos, es una impotencia tan exasperante, irritante y dolorosa. Sofía rompió a llorar, tenía que explotar, necesitaba hacerlo. Al igual que Julia , delante de todos había cogido las riendas de su situación con la mayor fuerza y entereza posible, pero hasta los grandes héroes de todas las historias tienen miedo. Había que tirar para adelante, eran dos grandes luchadoras incansables e iban a luchar con garras y dientes, como siempre habían hecho y esta iba a ser una batalla extremadamente dura.

Golpes como estos en la vida son como pasar de cero a cien en un solo frenazo te hacen replantear todo; tu día a día, tu trabajo, tu familia, amigos, absolutamente todo. Cualquier enfermedad y está, en este caso, es un duro bofetón que te dan sin previo aviso y que te va a doler durante mucho tiempo, pero también nos hace reflexionar y en la mayoría de casos nos permite ver con otra perspectiva a qué cosas le damos excesiva importancia cuando en realidad no la tienen, menospreciando tal vez lo que tenemos más cercano y que realmente sí que la tiene, como nuestros abuelos, padres, hijos y personas a las que queremos pero que están ahí, nos rodean en nuestra rutina y desgraciadamente pasan a ser, en muchas ocasiones, eso, rutina. A veces, y para muchas personas, son las desgracias y los palos que nos da la vida lo que nos hacen reaccionar y ver el verdadero valor que tiene la vida. En cuántas ocasiones no se nos pasa por la cabeza la siguiente pregunta cuando algo se escapa de nuestra comprensión lógica: «Por qué me está pasando esto». Pero no hemos venido a la vida para entenderla, sino para vivirla con lo malo y si somos inteligentes, exprimiendo al máximo lo bueno.

Todas estas cosas y más volaban por la cabeza de Julia en el viaje de camino a casa. ¿Lo estaré haciendo bien con mis hijos? ¿Con mi padre? ¿Debería seguir con Ginés? No paraba de preguntarse una y otra vez , pero al igual que Roma no se construyó en un día, las respuestas, aunque a veces las sepamos, no podemos o no queremos afrontarlas y otras, sencillamente, no las sabemos.

Julia llegó a casa con el corazón a flor de piel, se había tomado el día libre en la fábrica y esa tarde en cuanto acabase su hijo Jorge iría a por él y volvería a por su otro hijo, José Ángel, y se los llevaría a merendar y pasar la tarde con ellos de compras. Hoy necesitaba imperiosamente ver a sus dos hijos sonreír junto a ella y olvidar un poco que la vida en cualquier momento puede ganarte la batalla de la forma más cruel posible.

Sin darse cuenta, eran ya las cuatro y media de la tarde. Se vistió y se marchó rápidamente a por su hijo, que salía a las cinco. Justo cuando salió del coche, y sin esperárselo, una ligera brisa acarició todo su cuerpo. Al instante, se le puso la piel de gallina, esa brisa que apareció de la nada la quiso abrazar. Lejos de asustarla, la hizo sonreír. Inmediatamente vino a su cabeza la imagen de su tía Carmen. Muchos y muchas podréis pensar: casualidad, pero para ella no lo era. Aunque su tía Carmen hacía décadas que ya no se encontraba entre nosotros, no solo perduraba en ella su recuerdo, sino también en muchas ocasiones lo que ella creía que era su presencia. Estuviera donde estuviera, Julia sentía en pequeños detalles que estaba allí, a veces imperceptibles, como por ejemplo una brisa, otras un atardecer o un dulce olor que le recordaba a su perfume.

Se encaminó a la puerta del colegio, aún quedaban diez minutos para que saliera Jorge, pero así se pondría al día con las madres y escucharía algún chismorreo, pero esa tarde no encontró a nadie que conociera con la que tuviera mucha confianza, así que se limitó a esperar. Pasaban los minutos, pensando en sitios a dónde ir con sus dos hijos, cuando una voz que reconoció perfectamente sonó detrás de ella.

—Hola, Julia.

—¿Padre, qué hace usted aquí? —dijo Julia visiblemente sorprendida.

—El otro día hablé con Jorge y esta tarde había pensado en darle una sorpresa y traerle la merienda, pero, bueno, ya veo que has venido tú a recogerlo, así que me voy.

No le dejó ni un segundo de réplica para poder contestarle y se dio la vuelta. Jesús seguía tremendamente enfadado con su hija por haber vuelto con su marido. Desde casi el principio que ellos se conocieron, nunca quiso a ese hombre para su hija. Le dolía ver cómo seguramente desperdiciaba su vida junto a él, habiendo aguantado y sufrido tanto.

—Padre, espere…

Julia lo detuvo, ella sabía cuánto quería a su nieto Jorge y su hijo a él, así que en el último momento decidió cambiar de planes y sorprender a su padre.

—Dime, Julia.

—Ya que has venido hasta aquí y le has traído la merienda, ¿por qué no te lo llevas al campo y lo traes esta noche?

—Vaya, pues si a ti de verdad no te importa…

—De verdad que no, padre. Pues entonces me voy, ya me lo traes luego.

—De acuerdo.

—Julia —le dijo con su típica cara seria y ruda de siempre, pero con una diferencia: un brillo en los ojos que hacía tiempo que no le veía—, gracias.

—De nada, padre.

El corazón de Julia rebosaba sensibilidad y emoción en ese momento. Volver a ver a su padre después de años hacía en ella sentir una descarga de felicidad contenida.

Muy a su pesar, no le dio tiempo para mucho más, el timbre había sonado, el encuentro inesperado entre ellos silenció todo a su alrededor, hasta los griteríos de los niños, y Jorge ya aparecía corriendo por el patio, aunque de pronto se paró. Manuel salía corriendo detrás de él y le había intentado poner la zancadilla, que muy a su pesar pudo esquivarla.

—¿Por qué corres, gallina? ¿Qué, me tienes miedo?

—Déjame en paz de una vez.

—Te vas a salvar porque he visto que ha venido tu madre a por ti porque si no la próxima vez te comes el suelo para merendar.

Jorge le lanzó una mirada de rabia, pero sentía una mezcla de impotencia e indefensión frente a él. Manuel era el chico que todos admiraban en la clase porque era el más chulito, el que tenía más amigos, casi siempre iba con su séquito de matones detrás para hacerle sentir más fuerte, el que ligaba con todas las chicas. Un niño, con esa edad, luchar contra alguien así puede llegar a ser casi imposible. Puso todo el esfuerzo que tenía para cambiar su cara y sacar una sonrisa en ese momento al ver a su madre y su abuelo juntos. Después de tanto tiempo le resultó sencillo, sabía disimular muy bien en sus peores momentos, esa cualidad la había heredado de su madre y se encaminó de nuevo corriendo hacia ellos. Por desgracia para Jorge, este suceso pasó inadvertido para su madre y su abuelo al encontrarse a una larga distancia todavía.

—¡Abuelo! Era verdad que me ibas a dar una sorpresa.

—Claro, grandullón, cómo te iba a mentir. Te he traído la merienda. ¿Oye, pasaba algo con ese chico?

—Ah, no, nada, abuelo, que me estaba preguntando por unos deberes de inglés, que si lo podía ayudar.

No quería levantar sospechas con lo que estaba pasando con Manuel, así que hasta se inventó que necesitaba su ayuda, aunque por dentro rabiase de dolor cada vez que le venía a la mente.

—Bueno, Jorge, esta tarde te vas a ir al campo del abuelo. ¿Qué te parece? —dijo Julia con una pequeña sonrisa en la boca mientras miraba fijamente a su padre, donde en su mirada quería agradecerle el profundo amor que tenía por su nieto.

—¿De verdad? ¡Bien!

—Pórtate bien y haz caso a los abuelos en todo lo que te digan.

—Sí, mamá, tranquila.

—Abuelito, ¿cómo está mi pato?

Cada nieto había llevado un animal para cuidarlo en la pequeña granja que tenía Jesús y él decidió llevar un patito pequeño que era la envidia del resto.

—Bueno, ya lo verás cuando vayamos, pero está grande y bien hermoso.

—Padre, yo ya me voy, en fin…

Julia en ese momento deseó darle un abrazo y decirle que lo quería, pero no pudo hacerlo, una fuerza indeseada le resistió a hacerlo, pero sus ojos, a veces ese reflejo de lo más profundo de nuestra alma y nuestro ser, clamaban el amor que tenía por él a pesar de todo.

SORPRESA, SORPRESA

Jorge se juntaba de nuevo con su abuelo, aunque hacía unos años tuvo que pasar una larga temporada en el campo con ellos por la situación tan tremendamente complicada que se estaba dando en casa con sus padres, y añoraba mucho a su madre. Qué niño no lo haría si de la noche a la mañana te tienen que arrancar de su vida por complicaciones que no llegas a entender bien. Aún así, tenía muy buenos recuerdos de su estancia con ellos. El amor que tenían sus abuelos por él era claramente palpable, casi podríamos decir que era su nieto favorito, con el que más congeniaban y con el que más reían.

—¿Qué tal en el colegio, Jorge? Espero que lleves bien las notas.

—Sí, todo bien, aunque la verdad es que las matemáticas me cuestan un poco.

—Cómo te entiendo, a mí me pasaba igual de pequeño, pero ya sabes, a ponerle más empeño.

—Pues no será que no se lo pongo, pero me cuesta mucho, abuelo.

—Se te resisten, pero no podrán contigo, Jorge, ya lo verás.

—Abuelo, me gustaría hacerte una pregunta, pero no quiero que te enfades si te la hago.

—¿Por qué me iba a enfadar? Dime.

—¿Por qué nunca vienes a casa? ¿Ya no nos quieres?

—Pero qué tonterías estás diciendo, Jorge. ¿Cómo no os voy a querer? Lo que pasa es que hay cosas que tú no sabes o no puedes llegar a entender. A veces la vida es muy complicada.

—¿Y no crees que al igual se más de lo que todos creéis?

—¿A qué te refieres?

—Nada, abuelito, déjalo, que ya casi hemos llegado y quiero jugar a la pelota con Diana y ver cómo está mi patito.

Jorge sabía perfectamente a lo que se refería su abuelo. Aunque habían intentado protegerlo desde pequeño de la cruda y dura realidad a la que se enfrentaba su madre día a día en casa, a las palizas, insultos y abusos, sabía perfectamente qué ocurría en su hogar. Su padre había vuelto y por mucho que intentaran disimular la espantosa rutina en la que había entrado su madre, había pequeños detalles que no se le escapaban, algo no iba bien en casa.

Sigo estando aquí

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