Читать книгу Después de la utopía. El declive de la fe política - Judith N. Shklar - Страница 12
La mente romántica. Antecedentes: Rousseau, Godwin y Kant
ОглавлениеEl romanticismo encontró su primera expresión clara en la rebelión estética frente a la Ilustración. Pero antes de la aparición de la escuela literaria romántica ya hubo estallidos de insatisfacción ante las ideas imperantes del siglo XVIII. La conciencia infeliz, en las antípodas de la sociedad, de cualquier fe establecida, incómoda con el escepticismo y con anhelo de algún retiro imaginario, despertó mucho antes de que el romanticismo apareciese en el mundo literario. El propio romanticismo se nutría de dos corrientes de sentimiento: el anhelo por una cultura más puramente estética y un profundo disgusto ante los excesos racionalistas de la Ilustración. Por un lado, estaba la rebelión de la poesía frente a la filosofía; por otro, una simple reafirmación de lo emocional y natural en la experiencia humana frente a la eterna razonabilidad del moralista.
Esta distinción entre sentimiento romántico y romanticismo propiamente dicho es particularmente importante a la hora de trazar los orígenes del movimiento. La intención, como es habitual, precedía al acto. Rousseau es el primer gran ejemplo de sentimiento romántico, pero su filosofía no es del todo romántica, y esta discrepancia entre impulso y deseo es la clave para entenderle. Los románticos estaban totalmente de acuerdo en amarle como a su hermano mayor, pero ninguno de ellos aceptó las conclusiones que esgrimió de su fuente común de experiencia. Compartía la convicción de que la civilización europea era un fracaso, pero no proponía su reconstrucción, pues Rousseau no tenía ninguna teoría estética. De hecho, Schiller no tuvo problemas para dedicarle unos versos de admiración y refutar todas sus ideas sobre arte y sociedad acto seguido.
El único pensamiento serio que Rousseau dedicó alguna vez al arte como tal fue en su Lettre sur la Musique Française. Allí, de hecho, apelaba por una mayor libertad de estilo, más emoción, melodía y drama1. Pero, cuando escuchamos sus propias composiciones, este arrebato parece un tanto vacío. Es evidente que sus inocuas operetas rococó carecen de la más mínima sospecha del ruido y la furia. Aquí, como en todas partes, la protesta es romántica, pero la ejecución entra en las convenciones del siglo XVIII. El arte, en general, no congeniaba con este semicalvinista. Para Rousseau, el arte era una ocupación pecaminosa, signo de decadencia social. Tan solo interfería con nuestros deberes cívicos2. Si detestaba a los filósofos calculadores, estaba muy lejos de admirar a los artistas. Su héroe real era Catón, que había intentado echar a los artistas y autores griegos de Roma3. Su universo social solo contenía tres clases humanas: el hombre natural, el histórico y el ciudadano; es decir, el hombre ideal. El hombre creativo, el genio, era desconocido en este mundo.
Sin duda, Rousseau detestaba a los filósofos como insensibles e irresponsables. El mundo de los salones era infinitamente artificial para él, y su vida personal fue un modelo para todos los bohemios posteriores. No se puede concebir estado o iglesia real que pudieran haberle incluido. Se condenó a la soledad, pues se vio obligado a alienarse de todo lo que le rodeaba. Si bien podría analizarse como un caso psiquiátrico, también fue el prototipo de la generación de intelectuales que le siguieron, pues en Rousseau funcionaban plenamente los anhelos eternos de la conciencia infeliz. Sin embargo, solo era un estado de ánimo, no le llevó a urdir una nueva filosofía. ¿Qué decir del desagrado de Rousseau por lo artificial, su amor por la soledad, la existencia simple, natural, espontánea? En estas reminiscencias arcadianas hay todo un enjuiciamiento real de una sociedad que ha destruido la unidad interior original del hombre. Se trata de un sentimiento que compartieron todos los románticos. Pero Rousseau no sugiere que la obra de la civilización deba deshacerse, sino que tiene que ser completada. La sociedad concede al hombre la idea de moralidad, pero no le ofrece la oportunidad de realizarla. La sociedad debe restaurar al hombre en todo su ser, haciéndole absolutamente social, totalmente moral4. Su fracaso reside en destrozar el instinto sin reemplazarlo completamente por la razón. El hombre queda abandonado en un crepúsculo social en el que no es totalmente inconsciente de la moralidad ni tampoco un ser plenamente moral. El Contrato social pinta el cuadro de una sociedad donde los hombres se ven restaurados en una unidad interior y exterior mediante el triunfo de la voluntad social y moral. Nuevamente, solo en nuestro estado semisocial se convierte la soledad en una necesidad moral. Emilio ha sido educado para la ciudadanía, pero no existe una sociedad donde la ciudadanía pueda ejercitarse activamente. Por eso, debemos vivir en soledad –no porque la sociedad rechace al genio o la originalidad creativa, ni siquiera porque la soledad sea un bien en sí misma–. La verdadera libertad solo puede encontrarse en la sumisión a la ley y a la voz de la conciencia: cuando ambas coinciden, el problema entre uno y muchos queda resuelto.
Rousseau no solo hizo que el individuo se sometiera a la sociedad en términos morales, también ofreció una respuesta muy similar al otro gran problema del romanticismo –el conflicto entre razón y sentimiento–. El gran adversario de todo esto era el romanticismo irracional; Kant difícilmente hubiera admirado a Rousseau tanto como lo hizo si este hubiese preferido el sentimiento. Incluso aquellos que consideran a Rousseau como precursor de Kant, insisten en que Saint-Preux es el modelo de Werther5. Bien es cierto que, al esbozar su autorretrato, Rousseau creó una nueva figura literaria, el hombre sentimental desolado. Incluso la idea de esta recreación de experiencia personal resulta romántica6. En la misma medida en que en El Contrato social representaba una sociedad donde las personas como él no tenían cabida, en La nueva Eloísa, Julia, la heroína, aparece como un ser absolutamente superior a Saint-Preux y demuestra su virtud encontrando una solución racional y moral al problema7. Los moralistas sorprendidos que posteriormente trataron de reescribir Werther con un final más edificante deberían haber recordado que Rousseau ya había escrito un Werther con un último acto aceptable8. Quería que la novela fuese didáctica, y eso es lo que La nueva Eloísa exactamente es9. Al convertirla en una historia de amor frustrada por la convención, asentó el modelo de infinitos relatos románticos. Pero si hubiera sido la típica novela Sturm und Drang, la heroína habría desafiado a sus padres, huido con su amor, habría dado a luz a un hijo ilegitimo y, sacándole de la vergüenza, habría muerto sola en la miseria. El héroe, tras desastres similares, se habría suicidado o sumido en la locura: todo esto se mostraría una y otra vez como el fracaso de una sociedad convencional, sin corazón10. Julia no hace nada de esto. Tras unirse a su amante en su lucha contra los matrimonios forzosos, las inhibiciones sexuales, las distinciones de clase y todas las convenciones artificiales se da cuenta de que su relación amorosa es un error. Se somete a los deseos de sus padres, a los que realmente ama, y se casa con un perfecto caballero dieciochesco, encontrando la felicidad en un matrimonio modelo. Ella muere satisfecha, habiendo logrado sus dos mayores deseos: convertir a su marido a la religión natural y proporcionarle a su amante una vida útil como tutor de sus hijos. Esta historia no es una vacilación inconsistente entre sentimiento y razón11. Es una ilustración clara de la conciencia que tenía Rousseau de la situación romántica y la solución eminentemente racional y convencional a sus problemas. La ética del deber, no del sentimiento, de la conciencia, no del deseo, conforman la verdadera guía del hombre12.
Pero la «conciencia infeliz» no constituye, en sí misma, todo el romanticismo. Rousseau fue capaz de sonsacar una moralidad racionalista de esta mentalidad. Aunque el espíritu romántico sabe de la futilidad de toda filosofía, no se anima a crear una visión agradable del mundo. Del mismo modo que cada demostración del fracaso de la filosofía tampoco supone, en sí, que la mente romántica esté en funcionamiento. Nunca hubo mente menos romántica que la de William Godwin y, sin embargo, se vio obligado a derribar, paso a paso, la base de su propio pensamiento para abrazar ideas románticas, no por anhelos interiores, sino por necesidad intelectual. No se sintió instintivamente repelido, como Goethe, por la filosofía mecanicista de Holbach, tampoco encontró que la ética del puro deber fuese fría. Incluso, aceptó la idea de armonía natural en términos utilitaristas y racionales. Pero al extraer conclusiones excesivamente lógicas de estos principios, al intentar aplicarlos a la vida real, revelaba su vacuidad.
En Inglaterra, Godwin es el predecesor inmediato del romanticismo, incluso cronológicamente. Este hecho ha confundido a muchos. ¿Cómo pudo un hombre tan «pedante», «gris» e incluso «grimoso», gustar a prácticamente todos los poetas románticos ingleses?13 Sospechamos que las atracciones que suscitó el godwinismo fueron excesivas. Es hasta cierto punto razonable, pero bordea lo irracional. Para Shelley fue fácil integrar a Godwin en la expresión más perfecta del romanticismo británico. Sus contemporáneos no consideraban a Godwin como la antítesis del romanticismo. Hazlitt habla de él con afecto, mientras que acumula desprecio contra Bentham por ser lo que en verdad era, el epítome del antirromanticismo14. Más aún, la integridad de Godwin, su determinación por «ver las cosas como son» y su rechazo a solucionar la incongruencia entre vida y pensamiento destruyeron la filosofía, la suya propia incluida, y le obligaron a él y a sus admiradores a buscar soluciones nuevas15. El godwinismo fue un estado mental autoliquidador, incluso para su progenitor, que conservó su personalidad cauta, antirromántica, hasta el final.
Los medios con los que Godwin consiguió arruinar a la filosofía comenzaron con su intento por combinar todas las tendencias del pensamiento decimonónico. Al suscitar confusión, todo cayó en descrédito. Godwin no tenía sistema; era un mero filosofador honesto. Por ejemplo, nunca dejó de creer en el determinismo. Sabía que la libre voluntad era una «fantasía», aunque el determinismo tenía sus ventajas humanitarias al demostrar que los criminales «no podían ayudar», también era una idea «que iba en contra de los sentimientos indestructibles de la mente humana». No podemos juzgar, ni siquiera podemos actuar noblemente sin creer en la libre voluntad. Si lo aplicamos a la vida, admitía Godwin cándidamente, el determinismo es una tontería, incluso aunque el filósofo sepa que es cierto16. Pocos pensadores han estado tan dispuestos a enfrentarse de forma tan abierta a la distancia entre verdad y vida.
En realidad, Godwin ya había despachado el determinismo incluso antes de realizar esta confesión. En cuanto a la ética del hedonismo, no albergaba más que desprecio. El egoísmo, en la práctica no lleva a la acción beneficiosa, excepto por accidente17. Solo la benevolencia desinteresada suponía virtud; para Godwin, una acción útil era aquella que se dirigía al mayor bien y en el mayor número posible. A veces, estaba más o menos de acuerdo con Kant en que solo la buena voluntad, que actúa en base a normas universalmente válidas, aseguraría la moralidad. Es más, consideraba la verdad como un modelo eterno, que nos vemos absolutamente obligados a seguir18. Este era, de hecho, su primer axioma de moralidad. Todo esto significa claramente que somos libres de elegir el bien o el mal, la verdad o el error. De hecho, esta creencia solo puede conducir a la ética de la razón y el deber puro, y así lo hace – fatalmente, pues Godwin no conocía el compromiso–. En caso de incendio, ¿a quién debo poner a resguardo, a Fénelon o a su criada, que resulta que es mi madre? Claramente a Fénelon, el benefactor de la humanidad; no a mi madre, que puede que sea tonta. «¿Qué magia, pregunta el filósofo eterno, hay en el pronombre “mío”, que anula las decisiones de la verdad eterna?»19. Amor, gratitud y sentimiento no pueden influir en la «benevolencia desinteresada». Este razonamiento hace absurda a la filosofía. Solo Kant llevó aún más lejos la distinción entre sentimiento y deber, y con el mismo efecto. Después de todo, fue él quien señaló que el hombre verdaderamente bueno ni siquiera vive porque lo sienta, solo porque es su deber20. El segundo ejemplo, tanto del intelectualismo ascético de Kant como del de Godwin, tiene que ver con la obligación absoluta de sinceridad: ¿es correcto contar una mentira para salvar la vida de mi vecino? No, dice Godwin, el interés de toda la humanidad en la verdad es anterior a la existencia de una sola persona21. Si Kant se hubiese planteado esta misma cuestión, hubiera contestado exactamente lo mismo que Godwin. Pero era un anciano cuando lo hizo22. Godwin no podía aceptar realmente esa filosofía suicida para siempre. Modificó su postura, tanto en el caso de la «madre o Fénelon» como en el de la sinceridad, pero jamás pudo demostrar que sus primeras conclusiones no eran lógicas. Los críticos románticos de Kant tampoco se preocuparon de si, lógicamente, otro sistema ético era posible. Su única queja era que sus principios se quedaban cortos ante las exigencias de la vida real.
En realidad, en la propia Investigación sobre la justicia política había un principio que se oponía fuertemente a tal racionalismo. El determinismo tenía su valor, después de todo. Pues, si somos criaturas de circunstancias externas, ninguno de nosotros puede ser distinto. Por tanto, es imposible imponer reglas generales al comportamiento humano. La verdadera dignidad de la razón consiste en tomar decisiones sin ayuda de reglas generales23. Las reglas no solo son abstracciones que inventamos para evadirnos de nuestras responsabilidades. Tenemos que tratar a cada persona y cada acontecimiento como si fuese único. Cuando Goodwin analizó por segunda vez sus ideas sobre la sinceridad, decidió que, después de todo, una vida humana merecía más la pena que cualquier principio y que en moralidad no puede existir «un juez absoluto»24. Simplemente, debemos amueblar nuestras mentes de nuevo en cada ocasión. Parece, entonces, que ningún sistema ético es posible; de hecho, que la filosofía, el arte de generalizar, es inmoral y vana a un mismo tiempo. Sin duda, ley y justicia se convierten en algo totalmente incompatible. Si no hay dos personas y dos acciones iguales, no puede inventarse ninguna regla legal que las cubra, ni la misma ley puede aplicarse dos veces con justicia. La ley nunca es justa25. «La fábula de Procusto nos presenta una débil sombra del esfuerzo perpetuo de la ley», señalaba26.
La filosofía sistemática, como la sociedad legal sistemática, es entonces un completo fracaso. Solo un anarquismo perfectamente moral, social e intelectual podría triunfar. Tal era, de hecho, la pretensión de Godwin, pero, ¿cómo podía conseguirse?, ¿qué podía proporcionar ese mínimo de cohesión social que incluso una sociedad anarquista también necesita? Sin duda, no había nada en el estado presente de la sociedad y de la inteligencia humana que garantizase la esperanza.
Nadie ha criticado todas las instituciones existentes de forma más vehemente que Godwin. El efecto perjudicial del orden establecido en las vidas de los individuos era, de hecho, tema constante de sus sombrías novelas27. Sin embargo, Godwin seguía creyendo que la razón arrancaría a los hombres de su presente irracionalidad para mantenerlos después en una eterna y armoniosa anarquía –¡y esto, después de haber demostrado con claridad meridiana que la razón solo puede desintegrar y nunca proporcionar la base para la reconstrucción!–. Su continuado optimismo era un tributo a su propio temperamento clásico, no a su filosofía. Pero esta era la condición necesaria para el florecimiento de una «conciencia infeliz». Pasado y presente se habían descrito como odiosos, y no había forma de rehabilitarlos. La filosofía había caído en desgracia. En Alemania, de hecho, Kant ya había tenido más o menos la misma influencia mucho antes. El más grande e influyente de los filósofos modernos se las arregló para desalentar a los poetas en la misma medida en que incendiaba de admiración a sus compañeros filósofos. En el ámbito de las ideas literarias, produjo una reacción que era del todo hostil a sus pretensiones reales y a los muchos filósofos que continuaron apreciándole. Hoy en día es difícil imaginar el efecto tan demoledor que pudo tener la primera lectura de la Crítica de la Razón pura. No tenemos más que leer la carta de Kleist, con el corazón destrozado, contando cómo había destruido todas sus certidumbres, para recordarlo28. Para Nietzsche, la experiencia de Kleist todavía le parecía muy cerrada29. Por eso, Heine afirmaba que Kant había sido más destructor que Robespierre, por eso también le tacha de «apoético» y «filisteo»30. Al revelar primero los límites de la razón, y asentar después un sistema moral donde la razón vivía a expensas de la experiencia de cualquier impulso natural, Kant contribuyó a que los espíritus poéticos se sumieran en cierto estado de desesperación general e incluso de aversión a la filosofía.
El nuevo mundo de la razón compensaba con mucho a los filósofos y científicos ante la pérdida de un universo religioso seguro, pero para la gente de imaginación más ardiente resultaba intolerable. Para ellos, el reconocimiento de que «Dios ha muerto» era una tragedia. Su única esperanza era encontrar una visión poética de la realidad que pudiera colmar el vacío emocional del mundo de la prosa con máximas políticas y lógica científica. En esto, los jóvenes rebeldes de Sturm und Drang, incluso el maduro Schille, o Goethe, todos los poetas del renacimiento romántico en Inglaterra, Francia y Alemania, así como pensadores posteriores tan imaginativos como Kierkegaard y Nietzsche, estaban de acuerdo. Esta búsqueda de la conciencia infeliz, no solo su sentimiento de alienación del mundo moderno, se hallaba en el corazón del romanticismo del siglo XIX.
El romanticismo no surgió de filosofía alguna, sino que la filosofía asentó el escenario intelectual para el nuevo espíritu y entabló una guerra con la poesía. La propia filosofía proporcionaba ocasiones para la erupción de la «conciencia infeliz» y una gran parte de la historia intelectual del siglo XIX consiste precisamente en la guerra entre filosofía y poesía. La poesía trataba de «curar las heridas que la razón nos había infligido» y la filosofía buscaba defenderse del creciente predominio de las formas de pensamiento antirracional. En el curso de este diálogo, ambas partes se vieron modificadas; incluso hoy, tenemos una poesía y unos filósofos excesivamente intelectuales que constantemente exigen más vida. Al principio, sin embargo, fue la visión estética de la vida la que trató de salvar la existencia humana de los excesos del espíritu analítico.
La contienda entre poesía y filosofía
El hombre que salva a Fénelon sufre de una enfermedad que Coleridge denominaba «la alienación y autosuficiencia de la razón»31. El romanticismo protestó contra esta fragmentación analítica del hombre, más que contra la razón misma. Desde los primeros estertores de Sturm und Drang, el romanticismo se dedicó al ideal de totalidad humana, la integridad de toda la personalidad. Sus excesos de «sentimiento» eran afirmaciones de vitalidad, una fuerza viva antifilosófica. Si el héroe de Sturm und Drang era una mero Kraftgenie, si su culto a la energía y espontaneidad era exagerado, es cuestión que debe verse como un esfuerzo para redirigir el equilibrio que los excesos de la razón analítica habían alterado. La vida no se identificaba solo con la energía; se buscaba la unidad interna de los poderes humanos, en vez de su departamentalización en «sentimiento» y «razón».
Manfred se refería a todo ello cuando afirmaba que «el árbol del conocimiento no es el de la Vida», pero la cuestión real quedaba por formular: «¿qué es la vida en sí?»32. Especialmente para los últimos románticos, más reflexivos, la emoción sola no era suficiente33. Para ellos, la vida nunca estaba realmente allí, en el presente, sino que siempre era una meta distante, una aspiración, algo inalcanzable, un objeto de deseo más que algo experimentado. Para la mayoría de los románticos, la vida era un deseo, no una realidad34. Su deseo constante de más vida y menos pensamiento era, en realidad, la demanda de una nueva forma de mirar la vida –la forma del artista, para ser exactos, creativamente–. Era el deseo intenso de volver a unir todo lo que la filosofía había destrozado, razón y experiencia, deuda e inclinación. No era el análisis, sino los poderes restauradores de la imaginación creativa, los que iban a recrear al hombre y hacerlo más vivo.
La primera objeción a la filosofía, entonces, es que no era creativa. «La mente…no puede crear, solo puede percibir»35. Pero más serio resulta que la «mente» pueda destruir. Puede robarnos nuestra simple conciencia de la existencia, nuestro lugar en la creación, como señalaba Herder. «Una ocupación triste», así decía de la filosofía36. Esta fue la primera voz auténtica del romanticismo, Herder fue el primero en aplicar el punto de vista poético a todo problema intelectual y social37. En literatura, terreno de Herder, no existe «el hombre en general», como a la filosofía le gusta contemplar. Solo hay individuos concretos –el propio artista y sus personajes–. Un autor es grande si es original, es decir, no como «el hombre en general». Su obra es bella en cuanto que sus personajes son seres vivos, no abstracciones representando características aisladas. Según Herder, por eso Homero era un Prometeo creando dioses y hombres vivos, mientras que la poesía didáctica de Horacio y sus imitadores solo trataba de símbolos vacíos38. El poder del poeta, «sus dioses y hombres», depende de la unidad de su ser interior: el poema tiene que ser expresión de toda la personalidad del poeta, sus dioses y hombres tienen que ser creíbles, individuos multifacéticos. Desde este punto de vista, por supuesto, hablar de un hombre dividido en lo racional y emocional se convierte en algo poco fructífero. De nuevo, la idea de una naturaleza común humana, un hombre generalizado, parece irreal, los hombres difieren más entre sí que las diversas especies de animales, insistía Herder39. Contemplaba el proceso de individuación en toda la naturaleza. En vez de convertirnos en «el hombre en general», abstracto, filosófico, deberíamos ser más diferenciados, más «un todo»: «la convicción de nuestro egoísmo, el principio de nuestra individuación, es más profunda que nuestro entendimiento, nuestra razón o nuestra fantasía… Del mismo modo que el sentimiento o la idea residen en la propia palabra ‘ser’. La autoconciencia, la propia actividad, maquillan nuestra realidad, nuestra existencia»40. En vez de luchar contra ello, deberíamos seguir la gran ley de individuación, «despertar nuestro verdadero ser y reforzar el principio de individualidad en nosotros». Para él, no se trataba de ética subjetiva como para los últimos románticos, sino que era la afirmación de los valores de cada ser como un todo, como una simple unidad dada. Tenía la sensación de la mismidad, de la simple existencia que Coleridge vio como la salvación del hombre desintegrado.
Cuando él, por sagrada simpatía pueda hacer
de todo un ser, ¡el ser que nadie conoce!
Ser, ¡tan difuso como pueden volar las alas de la fantasía!
Ser, ¡todavía extendiéndose! ¡Pero olvidándose de sí
y de todas y todas sus posesiones! ¡Esto es fe!41
Herder tenía un sentido de la unidad no solo del interior humano, sino también de toda la existencia. Para él, la idea de que la experiencia y el conocimiento puedan no ser uno, es absurda. La prueba cartesiana de la existencia o el examen hipercrítico kantiano de la prueba de la existencia de Dios solo eran ejemplos de oscurantismo intelectual. Sabemos que existimos, que Dios existe, no porque pensamos, sino porque todo nuestro ser nos dice que es así. Somos directa e inevitablemente conscientes de la existencia, del mismo modo que no podemos imaginar el no ser. No puede haber separación entre pensamiento y experiencia, porque nuestra conciencia de la existencia, de Dios, es más que eso. Es la base de todo nuestro conocimiento y nuestra felicidad, pues es expresión de todo nuestro ser como parte de una Existencia universal42. Una y otra vez, Herder subraya cómo nuestro sentimiento de lo bello nos ayuda a verlo.
Y en el fondo de todo esto, subyace la convicción herderiana de que la intuición es nuestra guía real para descubrir la verdad; que es la forma más alta de conciencia –lo cual puede ser cierto en el arte, pero es dudoso en filosofía–. Mientras Herder se enzarzaba en lo que confundía como debates filosóficos, Goethe era muy sincero en su antipatía por la especulación y la metafísica43. Prefería partir del ámbito kantiano, con sus conflictos sin resolver, «huir a la poesía»44. Mientras Herder desarrollaba sus ideas sobre la existencia, malinterpretando a Spinoza, este último era el filósofo favorito de Goethe. Para él, Spinoza significaba que no necesitamos diseccionar el universo para entenderlo, sino que nuestro propio genio se construye una imagen del universo a partir de sus propios pensamientos y sentimientos internos45. Al contrario que Herder, no sentía la necesidad de vincular su apreciación de la vida a un sistema teleológico de la naturaleza, planeado por Dios. «La eternidad está en el momento», y la energía que desplegamos en nuestra vida, la creatividad que llevamos dentro, es la verdadera justificación de nuestra existencia46. Nuevamente, la personalidad en su conjunto, no las virtudes de libro de texto, es la que nos hace felices y buenos47. Cada uno de nosotros está bendecido por un «daimón» interior que podemos desarrollar, pero que nunca cambia. Aunque esto supone un cierto grado de fatalismo, no termina en el pesimismo, sino en el reconocimiento de que la expresión es la mayor ambición del hombre48.
Sin embargo, esta serena indiferencia de la intuición poética ante los problemas de la metafísica, no era habitual. Muchos románticos tendían a adoptar el método de Herder: reformar la filosofía imponiendo una nueva concepción de la vida. La imaginación creativa, la poesía, estaban para suplir las necesidades de un «anhelo metafísico». La imaginación no era una cualidad que el clasicismo valorase enormemente. De hecho, Hobbes, uno de los pilares de la crítica neoclásica inglesa, había sostenido que la ficción nunca debía «exceder las posibilidades de la naturaleza»49. Sin embargo, para los románticos, la imaginación no solo era una «fantasía»; era el núcleo de todos los poderes humanos, racionales y emocionales, de donde surgía la acción creativa. Era, por definición, esa fuerza en el hombre que podía completarlo de nuevo, e incluso recrearlo en una forma más alta. La imaginación, sus creaciones, su originalidad –estos eran los elementos divinos del hombre, la cualidad primaria de Prometeo–. No podemos olvidar los orígenes religiosos de estas ideas. El hombre piadoso se veía conmocionado positivamente por estas pretensiones50. Era la aspiración humana a ser Dios. «Sostengo que (la Imaginación)», escribió Coleridge, «es el Poder vivo y el primer Agente de toda Percepción Humana, como una repetición de la mente finita del eterno acto de creación en el infinito Yo Soy»51.
Scheleiermacher, que al igual que Coleridge se consideraba un hombre absolutamente religioso, hablaba del «divino poder de la imaginación, que solo puede liberar al espíritu y llevarlo más allá de la coerción y limitaciones de cualquier tipo»52. Esto, sin embargo, solo es retórico. La cuestión real es, ¿cómo? Solo dos autores románticos, Schiller y Shelley, fueron capaces de conjeturar una respuesta realmente convincente –la misma respuesta, de hecho, por lo que nos vemos tentados a conjeturar si «Shelley no será el Schiller inglés»53–. Al contrario que algunos románticos, ninguno abusó de la filosofía como tal. Schiller solo quería hacer la ética kantiana más viable. Aceptó el escenario kantiano de perfección moral, pero dudaba de que la razón pudiera llegar al fin que le correspondía. Lo que se necesitaba era alguna facultad que «pudiera abrir el camino… del ámbito de la mera fuerza, al imperio de la ley»54. En el «impulso del juego» encontró un medio hacia la moralidad. Pero Schiller no se detuvo aquí. Incluso aunque acepta la idea kantiana de «la oposición radical y primitiva entre naturaleza y razón», no podía resignarse a ella55. La vida estética donde el hombre se hace uno reemplazó insensiblemente al ideal kantiano.
El «impulso del juego» es para Schiller lo que la imaginación creativa era para la mayoría de los románticos –la necesidad de crear belleza–. Une «los sentidos y los impulsos formales», nuestra necesidad de variación e identidad» y, de hecho, pone en armonía «nuestra perfección y nuestra belleza»56. Su fin, la belleza, se convierte en «nuestro segundo creador», pues su pretensión es cultivar el conjunto de todos nuestros poderes sensuales e intelectuales en la armonía más plena posible»57. Por eso, «el hombre solo es realmente hombre cuando está jugando»58. Debemos «dar el salto al juego estético» para terminar «la guerra entre razón intuitiva y especulativa» que había dejado «del propio hombre… solo un fragmento»59. Solo así podremos alcanzar la humanidad. Y la humanidad es el ideal real de Schiller, un estado de perfección que solo lograron los griegos, «combinando la plenitud de la forma con la plenitud de su contenido, creativo y filosófico, tierno y energético a un mismo tiempo…, uniendo toda la juventud de la fantasía con la masculinidad de la razón en una humanidad espléndida»60.
Pero esto está muy lejos de Kant, no solo de la letra, como pensaba Schiller, sino también del espíritu de su filosofía. La separación absoluta entre el deber y todo motivo emocional es la base de la ética kantiana, Kant nunca habría permitido la mediación de la belleza en la educación moral. Insistía en que el deber podía enseñarse mediante el ejemplo que, en su opinión, despertaría una respuesta racional incluso en el villano más depravado61. «¡La majestuosidad del deber no tiene nada que ver con el disfrute de la vida!»62. Schiller simplemente pospuso la regla del deber indefinidamente y Hegel tenía mucha razón al señalar que había liberado a la filosofía de la ética del deber63. Aunque admiraba a Schiller, ni Hegel –ni ningún otro filósofo– podía aceptar la idea de que la cultura estética es la verdad y el último fin del hombre, y que el artista es el único educador de la humanidad.
Shelley hizo con Godwin exactamente lo que Schiller hizo con Kant. Aceptando la moralidad desinteresada como el verdadero fin del hombre, procedió a mostrar que la razón no puede lograr por sí misma ese fin, sino que precisa de la ayuda de la imaginación creativa, de la poesía. Pero, finalmente, encontró en la poesía fines que trascendían a la propia moralidad:
La ética organiza los elementos que la poesía ha creado y propone modelos y ejemplos de vida civil y doméstica: no es por falta de doctrinas admirables, si los hombres odian y desprecian y censuran y engañan y se subyugan uno a otro. Pero la poesía actúa de una manera distinta y divina… La poesía levanta el velo que cubre la belleza oculta del mundo y hace aparecer los objetos familiares como si no lo fueran… El gran secreto de la moral es el Amor, o bien un salir de nuestra propia naturaleza para identificarnos con la belleza que existe en un pensamiento, acción o persona ajenos. Un hombre, para Ser excelso, debe imaginar intensa y comprehensivamente, debe ponerse a sí mismo en el lugar de otro y de muchos otros, debe aceptar como propios los placeres y dolores de toda su especie. El gran instrumento del bien moral es la imaginación y la poesía administra el efecto actuando sobre la causa. La poesía amplía la circunferencia de la imaginación64.
Como Schiller, Shelley pensaba que no era mediante la oración, sino mediante la verdadera conciencia de la belleza, como el arte hacía buenos a los hombres. «Me horroriza la poesía didáctica», escribió65. Aunque Prometeo encadenado celebra la revolución godwinista del hombre frente a la injusticia y el prejuicio social, su héroe está concebido primordialmente como un «personaje poético», la perfecta imagen de la nobleza titánica. Shelley también vio a los artistas como los grandes reformadores de la sociedad, como alguien más allá de su época. El poeta también participa en «el eterno, el infinito y el Uno» y la poesía «redime ante la escasez de visitas divinas que recibe el hombre»66, es decir, la belleza no solo es el instrumento de reforma, es el reflejo de una armonía universal en forma individual. Como Schiller, tenía la sensación de que la razón había traído discordia a los hombres y la sociedad: «Tenemos más sabiduría moral, política e histórica de la que podemos reducir a la práctica: queremos que la facultad creativa imagine lo que sabemos…, queremos la poesía de la vida; nuestros cálculos han sobrepasado su concepción, hemos comido más de lo que podemos digerir»67. Por eso, la poesía puede salvarnos, pues «nos obliga a sentir que nosotros… percibimos»68. La poesía era algo más que una reconstituyente, un placer o guía a la acción. Era «la verdadera imagen de la vida expresada en su verdad eterna»69. Este idealismo estético ha sido la contribución más profunda y duradera del romanticismo. De hecho, Sir Herbert Read regresa a la idea de educación de Schiller a través del arte como nuestra única esperanza, y Albert Camus encuentra comodidad en un mundo desolado en las célebres palabras de Shelley, «los poetas son los legisladores no reconocidos del mundo»70.
No todos los románticos fueron capaces de llegar a este nivel de controversia. La mayoría de ellos simplemente rechazaban la filosofía y hacían aclamaciones asistemáticas por la poesía. No hay nada cierto en los aforismos de Friedrich Schlegel y Novalis. «La poesía comienza donde termina la filosofía», señalaba el primero71. Y «cuanto más poético, más verdadero», concluía el último72. La antigua queja de que la filosofía estaba divorciada de la vida se repetía una y otra vez. Por ello, Schleiermacher rechazaba a Fichte como «virtuoso, pero nunca como hombre»73. El joven Schelling observaba que nadie «puede convertirse en virtuoso o en un gran hombre mediante la razón pura» –e incluso propagar la especie–74. La filosofía tenía que ser poetizada –¿pero, con qué fin?–. Aquí, se añadía una nota mística a la discusión. Lo que Novalis realmente detestaba de la filosofía de Fichte era que no conducía al éxtasis75. Thomas Carlyle, el eco tardío de todo lo que fue tan discutible en el romanticismo alemán, exclamó: «a saber, llegar a la verdad de algo es siempre un acto místico –donde la lógica más sofisticada solo consigue balbucear en la superficie–»76. No es poesía ni filosofía; es un deseo no resuelto de dos cosas muy diferentes –la pura vida, inmediata, y la exaltación mística–. Este tipo de romanticismo no es más que «un encuentro entre materialismo y misticismo»77.
Como era natural, los filósofos se alzaron contra tales planteamientos. Hay un conflicto real entre filosofía y todo el esteticismo, no solo de tipo espurio. El filósofo recuerda al «sacerdote de la verdad» en palabras de Fichte y, como tal, es verdadero guía de los jóvenes –al menos en su opinión–78. En esto, por ejemplo, Fichte no difiere de sus predecesores del siglo XVIII. En su opinión, el fin del hombre todavía estaba «sujeto a la naturaleza irracional que le es propia, y sujeto a ella sin reservas, según sus propias leyes»79. Pero, aunque no podamos lograr esta meta, nuestra tarea más importante es hacernos cada vez más razonables. En cuanto a las bellas artes, Fichte esperaba que el estado perfecto las promoviese como una buena salida para el exceso de energía que quedaba después de que el hombre hubiese conquistado la naturaleza80. Sin embargo, filosofía y religión nunca pueden ser tema de regularización estatal, pues están por encima de la sociedad. Solo vinculan al hombre con lo absoluto y, por tanto, representan sus más altas aspiraciones81. Aquí, Fichte estaba abriendo la contienda de los filósofos contra los poetas, pero fue Hegel quien realmente emprendió la guerra con ardor, no al reducir la posición kantiana, sino al apropiarse para la razón de todo lo que el romanticismo había reclamado para el arte.
La fenomenología de Hegel señala esta abdicación del romanticismo; también supone, paradójicamente, el ataque filosófico más romántico al romanticismo82. No la belleza, sino la verdad, es «una rebelde bacanal donde ninguno de sus participantes está sobrio»83. La razón, no el arte, es unir la vida externa e interna del hombre. En cuanto a la obra de los filósofos poetas, solo albergaba el más profundo desprecio –«las creaciones de ficción que no son ni carne ni pescado, ni poesía ni filosofía»–84. La tarea de la filosofía no es, como suponen estos diletantes, «restaurar el sentimiento de existencia o servir al entusiasmo y los anhelos del éxtasis»85. «La belleza», dice amargamente, odia el entendimiento porque es demasiado débil para soportar «la muerte», que es inherente al proceso analítico. Sin embargo, la razón soporta este sufrimiento, surge de él y finalmente alcanza el conocimiento absoluto en el que se resuelven todas las contradicciones86. En cuanto a la conciencia-Fausto de Sturm und Drang, que niega todos los límites objetivos de los derechos de la personalidad, termina en desesperación. Como solo busca disfrutar, se encuentra encadenada férreamente a la necesidad material y el destino. «En vez de haber escapado de la teoría de la muerte y haberse sumergido en la vida real, solo… se ha precipitado en la conciencia de su propia falta de vida y disfruta simplemente como una necesidad desnuda y extraña, realmente sin vida»87. Hegel pensaba que ni siquiera era capaz de crear un gran arte, pues el genio incontrolado es incapaz de tales alturas88.
Sin embargo, no fue en su desdén por la personalidad poética, sino en su concepción de la relación entre arte y filosofía donde se hace evidente la deuda de Hegel y su antagonismo con el romanticismo. Al haber resistido a sus tentaciones y aceptado el mundo, trató de demostrar que se había alineado con lo inevitable, lo racional y la única realidad viva. Como los románticos, deseaba la unión de lo objetivo y subjetivo en el espíritu humano. Afirmaba que, al final, el Espíritu había triunfado en su esfuerzo por ser consciente de esta unión. El Arte y la religión eran, de hecho, expresiones de esta evolución, pero la «filosofía» era la fase más alta, más libre, más sabia»89. Aunque no es la intuición, sino el sentimiento, lo que nos lleva a la verdad. Más aún, el Arte es grande hasta el punto en que expresa la Idea. Por tanto, se reduce desde un punto de vista histórico a una forma inferior de filosofía90. Era lógico, aunque no muy feliz por su parte, criticar la literatura romántica moderna por tratar con sentimientos que solo interesan a individuos comprometidos, pero que no tienen importancia universal en absoluto91. De nuevo, la poesía era para Hegel la más alta forma de arte, porque es «el arte universal de la mente, que se ha hecho libre en su propia naturaleza… (aquí) el arte se transciende, en la medida en que abandona el medio de una encarnación armónica de la mente en una forma sensual, y pasa de la poesía de la imaginación a la prosa del pensamiento»92.
El destino del arte es, entonces, morir convirtiéndose en filosofía. Aquellas expresiones más altas del Espíritu, la filosofía y el estado, no acaban con el arte; nada podría haber gustado más a Hegel. Pero el Espíritu ha sobrepasado al arte. El arte está muerto y ha ido más allá de toda recuperación. Al principio, en la Fenomenología, el arte significaba arte griego; Hegel, como su amigo Hoelderlin, sentía que el arte había muerto con el olvido de los dioses antiguos93. En su última obra sobre estética, el arte cristiano recibía su atención, pero el cristianismo estaba tan muerto como Grecia.
Podemos admirar el arte del pasado, pero no podemos revivir las experiencias que lo crearon; ya no podemos adorar el arte, y nunca volveremos a ser artistas de nuevo94. La edad de la poesía ha dado paso a la edad de la prosa y Hegel se resigna a ello –nos preguntamos si felizmente.
La reivindicación hegeliana de la filosofía fue tan poco moderada como la de los poetas por las artes. Le siguió una forma aún más extrema de «conciencia infeliz» que encontró su expresión en oposición a él, al igual que sus predecesores lucharon una vez contra Kant y Fichte. Desde el punto de vista romántico, un sistema filosófico que trata de absorber toda la vida es objetable como algo que, simplemente, ignora la vida por completo. Kierkegaard, como Hegel, había pasado por un período estético, pero cuando salió de él, no abandonó su inspiración, solo su objetivo. La importancia de vivir por encima de la reflexión seguía siendo su pensamiento central95. Para él, como para todos los románticos, la filosofía no «estaba en el juego»; la vida pasaba a su lado96. De hecho, es una forma de escapismo, una ficción sistemática, un retiro de la naturaleza trágica de la vida. Los filósofos saben todo sobre las abstracciones, sobre la muerte, por ejemplo, pero nada sobre la muerte97. Hegel simplemente era un «pedante»98. Nunca supo lo que era vivir. Aceptar el mundo objetivo, reconciliarlo con el ámbito subjetivo, con ideas confortables sobre meditación, es mera cobardía. El «hombre general» de la filosofía está hecho para «perderse en la objetividad»99. Se le permite negar su situación personal y sus más altos intereses. Este es el tesoro de la vida –y es inherente a toda filosofía–. Para todos los filósofos, no solo para Descartes, se comenzaba con la duda, solo después se buscaba alguna respuesta satisfactoria. La verdadera persona viva comienza no con la duda, sino con la desesperación, y busca a Dios100. Obviamente, no se trata de la antigua controversia entre religión y filosofía. A Kierkegaard le gustaba menos el cristianismo tradicional que a Hegel. Lo que le importaba era la intensidad con que los hombres vivían y experimentaban sus momentos más vitales, su relación con Dios. Sus improperios contra los «profesores» tildándoles de «eunucos», de casi inhumanos, se inspiraban en su resentimiento hacia la indiferencia intelectual que estos esgrimían frente a los hombres reales101. Como Hegel, reducían la persona a «un animal dotado de razón», a un objeto dentro de un sistema102. Para él, no era un problema vivir apartado, como lo había sido en Sturm und Drang; tampoco lo era la vida estética; se trataba de una vida religiosa distinta, pero concebida en términos de conciencia romántica como algo irreflexivo, que se experimenta directamente, que absorbe toda la personalidad del individuo. Cuando las astillas están a punto de arder, como en el caso del sacrifico de Abraham, el juicio ético es tan inútil como la apreciación estética103. En su experiencia más crucial, frente a Dios, el individuo también trasciende. El hombre ético, en toda su superioridad frente al hombre estético, también es una «afrenta a Dios»104.
Para Kierkegaard, la elección de enfrentarse al mundo estaba clara, estética o religión105. Él eligió la religión romántica. Nietzsche, sin embargo, se decidió en favor del arte, el arte trágico y dramático. Aunque permaneció junto a Kierkegaard al rechazar las ilusiones optimistas de toda la filosofía del pasado, no estaba dispuesto a descartar toda filosofía. En él revivió la antigua esperanza de hacer una filosofía estética y creativa. Por eso se consideraba como el «primer filósofo trágico», el único en decir sí a la vida y no a la abstracción106. A veces, incluso, deseaba escapar de la verdad; pues, «la verdad es fea» y el «conocimiento mata la ilusión» que la vida activa exige107. «Solo el arte hace la vida posible», decía, proclamando «una visión antimetafísica del mundo –sí, pero artística–»108. Rechazar la metafísica no es negar la propia filosofía. Era más bien una demanda de «artistas- filósofos»109. Solo quiere decir que los sistemas filosóficos no logran la verdad y no pueden crear cultura. Quería escapar del ascetismo de toda la filosofía pasada, que simplemente había dado una nueva capa de pintura a los valores cristianos, también de «la objetividad, la reflexión y la supresión de la voluntad», las condiciones no artísticas que todos sufrían110.
Aunque Nietzsche siempre estableció una aguda distinción entre la esperanza socrática de comprender la realidad mediante la lógica y las necesidades trágicas del arte, no desdeñaba todo el pensamiento griego. En la filosofía presocrática reconoció ideas consonantes con las exigencias de la vida, no como la filosofía moderna, que languidece «en los rescoldos del deseo insatisfecho de la vida»; quería una filosofía que regresase a la primera cuestión griega, «¿cuál es el valor real de la vida?111 Más aún, una filosofía genuina como la poesía expresa la naturaleza personal del filósofo. Es algo que ha estado vivo112. Crear cultura, filosofía, puede descartar el «esse» vacío, el «cogito» a-creativo de Descartes en favor del «vivir en la naturaleza», «vivo ergo sum»113. Nietzsche no solo proclamaba la vida, sino toda la creación, unos hombres que debían completar la aspiración final de la naturaleza, la construcción de cultura. La naturaleza necesita «artistas, filósofos y santos»114. Es la proclamación de Prometeo. La filosofía es absorbida por el arte, y el arte por la creación de cultura, por una forma más alta de humanidad.
Prometeo
La rebelión contra el mundo intelectual del siglo XVIII solo fue el primer acto de una tragedia romántica. El sentido dramático de la vida no queda satisfecho por el mero acto negativo de atacar la abstracción. Su objetivo real es revelar y experimentar las fuerzas contendientes en el entorno humano, en la naturaleza y en el universo entero. En un primer momento, hubo una enérgica generación que pensó en captarlas, aprovecharlas e incluso mejorarlas. Prometeo desafió a los dioses; incluso quería «ser mejor artista que Dios»115. La naturaleza iba a impartir todos sus secretos en él, de tal forma que pudiera imitar su fecundidad e incluso completar sus más altas aspiraciones, sobrepasando al hombre en la creación de cultura. Las ambiciones de Prometeo no duraron, pronto solo quedó el desafío. Al final, el estoico Titán se vio superado por la autocompasión, de tal forma que uno de los románticos más genuinos puede definir el romanticismo como «el sentido de victimismo» en un universo hostil116. Se descubrió que la naturaleza no era más que un matadero, y el hombre creador se vio incapaz de cumplir con su propia visión. El salto entre lo real y lo posible se hizo más grande; el anhelo se expresaba en la ironía, a veces en la desesperación, y en la huida del mundo romántico al del estado y la religión ortodoxa. «El verdadero dolor de la humanidad consiste en esto –no en que la mente del hombre fracase, sino que el curso, la exigencia de acción y vida raramente se corresponden con la dignidad e intensidad de los deseos humanos–»117. Así hablaba Wordsworth en su desilusionada madurez, y fue este hecho lo que marcó el fin de las aspiraciones románticas. Pero antes de este triste final, Prometeo había luchado y creado brillantemente; con Nietzsche, por última vez la antigua imagen surge de nuevo en todo su vigor.
Y en el principio fue el acto, el acto de creación, Prometeo, y no Dios, es el verdadero modelo de creador para el hombre. De hecho, la idea de Dios como artista ya había predominado en la filosofía de Plotino y Giordano Bruno. Incluso Kierkegaard pensó en un momento «estético» en Dios como poeta, que crea un mundo aparte de él, pero que después no se identifica con él118. Para la mayoría de los románticos, el poeta era el mayor de los creadores humanos: «el poeta no es más que, a pequeña escala, el imitador del Creador, también recuerda a Dios al crear a sus personajes según su propia imagen», dijo Heine acerca de Goethe y Schiller119. Todos los románticos consideraron al poeta como un profeta, casi un dios, semidivino. «Como un Prometeo bajo Júpiter», así llamaba Shaftesbury al poeta120. Pues es como Dios, pero no es Dios. Al vivir en un mundo imperfecto, donde los dioses y la naturaleza todavía no han sido dominados, debe aceptar la posición de Prometeo o del creador desafiante, luchador, no de deidad omnipotente. En cuanto que espera «la conciencia infeliz», es Prometeo, el Creador. En su anhelo insaciable, es Prometeo, el Titán desafiante. Y así, el héroe de Esquilo asaltó la imaginación romántica. Para Goethe, él siempre fue el más desafiante de los dioses, también el amable benefactor del hombre. El Prometeo de Shelley es más bien un rebelde, pero también un héroe moral mucho más explícito que se erige sobre los enemigos. Nietzsche le vio como el creador de cultura, «el bárbaro que cae de los cielos»121, para moldear a los hombres. Erigirse sobre la simple humanidad, sobrepasar al hombre como tal, esa es la verdadera tarea del romántico Prometeo. «Tenemos que ser más que el hombre», escribió Novalis. Y «el hombre tiene que ser un dios», «una autocreación»122. El primer paso de Prometeo es la autotrascendencia. Nietzsche, simplemente evoca a Novalis cuando exige que los hombres no solo deben vivir, que es lo que hacen las bestias, sino que tenemos que aspirar a una imagen del hombre que esté por encima de nosotros123. Solo Prometeo, que es poeta, filósofo y santo, puede lograrlo, el fin de la naturaleza, un fin que la naturaleza es incapaz de lograr por sí misma124.
Echar una mano a la naturaleza era la mayor ambición del romanticismo. Se ha dicho que los románticos idealizaron la naturaleza. Nada más lejos de la verdad. Ellos admiraron la eterna creatividad de la naturaleza, sus calidades dramáticas, que son las que querían imitar. «La naturaleza tiene instintos artísticos», observaba Novalis125. Pero emular a la naturaleza significaba, tan solo, ser muy enérgico en la producción. El fin de la creación humana era un nuevo hombre y una nueva cultura, mayores pretensiones que las que la propia naturaleza podía detentar. No es que los primeros románticos temieran la naturaleza. Ella era su verdadera aliada. De hecho, la naturaleza solo se revela realmente al poeta. En consecuencia, el científico era enemigo mortal de todos los poetas románticos. «Los poetas», escribió Novalis, «conocen la naturaleza mejor que los científicos»126. «No podemos entender la naturaleza por pura razón», continuaba Coleridge, «el verdadero naturalista es un poeta dramático»127. Todos ellos experimentaban con las ciencias, pero no en busca de datos empíricos, sino como una forma de magia negra. Ni Schiller ni Goethe pensaron mucho en Alexander von Humboldt como científico, puesto que empleaba su tiempo en investigaciones exactas, empíricas, que no parecían conducir a nada trascendental128. No hay muchos incidentes tan lamentables en la historia intelectual como la inútil guerra emprendida por Goethe contra Newton. Incluso se engañaba a sí mismo pensando que este era su gran logro, con el que «había hecho historia en el mundo»129. La finalidad de sus esfuerzos, sin embargo, no era descubrir la verdad científica, sino salvar la naturaleza para la imaginación creativa, para la vida interior del hombre, defendiéndola contra la obra diseccionadora, mecanizada y alienada de la ciencia. Aunque el hombre es una parte integral de la naturaleza, esta solo puede ser entendida por aquellos que están preparados para su mensaje, unos cuantos creativos –de ahí su oposición a instrumentos mecánicos como el microscopio y el telescopio–130. Schelling, cuyas ideas admiraba, hablaba en el mismo tono cuando exclamó que, «solo el investigador inspirado (la naturaleza) es la bendición de la tierra, creando eternamente energía primaria, que engendra y hace que todas las cosas broten». Copiarla significaría entonces, «emular su energía creadora», y en esto, los científicos, «que se han alejado de la naturaleza», no pueden triunfar, pues la han reducido a materia muerta. En cualquier caso, el artista no debe subordinarse a la naturaleza. Tiene que erigirse por encima de sus productos, «aprehenderla espiritualmente» y crear algo verdadero, algo que sea más que lo simplemente natural131. Este fue también el sentimiento de Nietzsche. La ciencia debe verse «a través de los ojos del artista y el arte a través de los ojos de la vida»132. Su aversión hacia el científico como el peor enemigo del artista, como «un ser humano bajo», no tiene límites. Era Prometeo y solo Prometeo quien conocía la naturaleza –y también cómo sobrepasarla–. Esta enemistad hacia la ciencia y el científico como plebeyo especializado permaneció durante todo el romanticismo. Solo Byron aceptó el universo newtoniano, algo que resulta inquietante: indicaba que reconocía la exclusión del poeta de la naturaleza, que Prometeo había sido rechazado por un universo hostil.
Incluso para los románticos, que adoraban la naturaleza, esta nunca había sido un asunto fácil. Su sentido dramático de la vida estaba fascinado ante su violencia y destructividad. «La semilla de la creación divina se revela en el éxtasis de la destrucción», escribió Friedrich Schlegel a su hermano133. Un año más tarde, Nietzsche todavía se maravillaba ante la explosión y destrucción inherente en toda vida orgánica y creativa134. «Todas las criaturas vivas dependen de la destrucción de otras especies…, el hombre vive en los animales, los animales en otros… Percibo muerte y asesinato en la creación»135. Estas no son las palabras del sombrío De Maistre o del perverso marqués de Sade, sino del apacible Herder. La creación es trágica, solo surge de la destrucción. Todo romántico, de Herder a Nietzsche, lo sabía. Solo con los románticos tardíos, especialmente Baudelaire, cesó la necesidad de justificar tanta crueldad. Es entonces cuando la naturaleza se convierte en el horror inexplicable que Sade había sentido136. Prometeo ya no puede enfrentarse a su enemigo final, la muerte. Pues la muerte es el gran obstáculo en su camino a la omnipotencia. La muerte apresa la conciencia prometeica, la muerte es su derrota final.
La muerte está aquí y allí
La muerte siempre anda ocupada
A nuestro alrededor, más allá
Está la muerte –y somos la muerte
La muerte ha dejado su impronta y su sello
En todo lo que somos y sentimos
En todo lo que sabemos y tememos137.
«¿Cómo se puede ser feliz en este mundo –cuando todo termina en la muerte?», se preguntaba Novalis, pregunta que se repetía una y otra vez138. Pero en principio, el romanticismo no perdió la esperanza. La vida estaba subyugada a la muerte. Herder, que no podía amar la vida como Goethe, aunque la naturaleza no tuviera propósito ni sentimiento, encontraba sosiego en la idea de palingenesia. La muerte no existe realmente en la creación. Solo es una apariencia; la raíz de nuestro ser vivo, de alguna forma transformado. La muerte no es falta de vida, sino metamorfosis139. Aunque Goethe no utilizaba conceptos teleológicos de la naturaleza, la muerte tampoco le asustaba. La muerte, le dice Prometeo a Pandora, es el momento sentimental más intenso de nuestra vida, en el que nos perdemos solo para vivir de nuevo. Al final, Demogorgon agradece al Prometeo de Shelley la victoria sobre «el azar, la muerte y la mutabilidad» que él no había conseguido. Pero para Shelley no era suficiente. La muerte debe ser abolida del todo y transformada en una forma más alta de vida, no en su antítesis. Por eso Adonais no muere realmente, «se confunde con la naturaleza». Y su muerte no es tal: «indestructible es la Unidad del Mundo/ solo apariencia son cambio y olvido». Al final, la muerte se convierte en un fin deseado; «muere, muere/si a confundirte plenamente aspiras». El miedo a la muerte se ha transformado en un deseo de muerte. Novalis pasó exactamente por el mismo proceso. Incluso, llegó a convencerse de que el poder del espíritu humano sobre la vida y la muerte era tal que se podía morir deseando intensamente unirse a los amigos muertos140. «Quizá mi mayor objetivo es poder desear morir», repetía Schleiermacher141. Kleist, que vivió toda su vida torturado por el pensamiento de los millones de personas que ya habían muerto, sucumbió a la muerte deseando que terminase en suicidio142. Prometeo conquista el olvido y se convierte en algo más que sí mismo. Tal era el significado final que el poeta compartía con la eternidad.
La muerte, sin embargo, no se conquista tan fácilmente. Hegel avisaba que la muerte vencería a Prometeo. El hombre fáustico, que trata de «tomar» y «poseer» la vida, encuentra que solo «tiene que aguantar la muerte». Hegel no se sorprendió de que estas vehementes aspiraciones condujesen a la impotencia y al misticismo143. Había abandonado a Prometeo con el resto del romanticismo. Un filósofo sensible siempre puede evitar la desesperación, a pesar de que, como Hegel, sepa que el conocimiento absoluto está siempre detrás de la vida, que solo recuerda la vida para «pintarla gris sobre gris», en el crepúsculo, cuando la vida misma se ha ido144. Pero Prometeo no es capaz de resignarse de esta manera. Ante la derrota, es Manfred pidiendo el puro olvido, una muerte que ponga final a una vida de desdichas. Los héroes de Byron ya no abolen la muerte; solo se condenan infligiendo muerte, como Caín,
¡Yo, que aborrezco el nombre de la muerte,
cuyo solo concepto ha envenenado mi vida antes de ver
en qué consiste! Aquí la traje yo para entregarle,
para dar a su frío y mudo abrazo el cuerpo de mi hermano,
como si ella no hubiese, inexorable,
requerido su terrible favor sin mí145
Dios también ha muerto, aunque Satán no. Si Dios existe, es tan injusto como omnipotente: «El día del Juicio», escribió Alfred de Vigny, «será el día en que la humanidad juzgue a Dios»146. «La terre est recolté des injustices et de la création… elle s’indigne en secret contre le Dieu qui a crée le mal et la mort…Tous ceux qui luttèrent contre le ciel injuste ont eu l’admiration et l’amour secret des hommes»147. Esto es, de hecho, titanismo en rebeldía contra un Dios implacable, que solo se ríe de nosotros148. Pero es un gesto vano, sin justificación artística o moral más allá de sí mismo.
«Si le Ciel nous laissa, comme un monde avorté,
Le juste opposera le dédain à l’absence
Et ne répondra plus que par un froid silence
Au silence éternel de la Divinité»149.
El silencio es el último recurso de Prometeo derrotado.
Religión romántica
Solo Nietzsche fue capaz de imaginar un Prometeo activo en un mundo sin Dios. Para él, de hecho, el final de la fe significaba el comienzo del reinado de los Titanes. Era una condición necesaria del titanismo150. Sin embargo, muchos románticos no estaban preparados para hacerlo sin Dios. Incluso el joven ateo Shelley sentía que «hay un poder que nos rodea, como la atmósfera en la que una lira inmóvil está suspendida, cuya respiración visita nuestros coros silenciosos a voluntad»151. Pero, como todos los románticos, también sentía la poderosa urgencia de confundirse con Dios, con el universo. La autoafirmación solo es una parte de Prometeo; la otra es un intenso deseo de perder el ser en la infinitud. Apolo, el espíritu de lo individual; Dionisos, el de la totalidad, de la autoaniquilación, dominaron la escena romántica mucho antes de que Nietzsche les reconociese explícitamente como las dos almas de todo drama trágico152. En el alma de Prometeo, el anhelo de armonía, de síntesis, siempre está en lucha con el deseo de distinción y rebeldía. De hecho, en años posteriores, Nietzsche se preguntaría si su primer concepto de Dionisos, como música, como «un consuelo metafísico», un descanso de las cargas de la individualidad, no había sido romántico. Decidió que no, puesto que no suponía nada cristiano153. La fe cristiana había sido, de hecho, el final de la necesidad de Dionisos entre los primeros románticos. Huyeron de su propio mundo. Nietzsche, como Goethe, permaneció fiel a su impulso original.
Al principio, la muerte iba a unir a Prometeo con el Todo. Novalis, poeta de la muerte, jugueteó incluso con la idea de crear una Biblia nueva, elaborar la doctrina de que toda emoción absoluta es religiosa y que, en consecuencia, la belleza es el primer objetivo de toda religión154. Ciertamente, la fe estética no era ortodoxamente cristiana. El pecado, la moralidad y la redención no formaban parte de ella, solo la inmortalidad a través del amor y el éxtasis personal. La personalidad tampoco tenía que sacrificarse completamente a la totalidad. Dios tiene que encontrarse en nuestro interior, nos vemos conducidos hasta él por la naturaleza, la poesía y el amor, según Scheleiermacher155. El verdadero sacerdote es el poeta, como el antiguo vates y, milagrosamente, Apolo y Dionisos se reconcilian en nosotros al revelar que nos confundimos con el Todo.
Lo que en Schleiermacher se convertía en sentimentalismo estético del peor tipo no era suficiente para las naturalezas más violentas, como la de los Schlegel, Schelling, Brentano y mucho, mucho después, Dostoyevski, que solo conocía dos extremos, un salvaje individualismo, el culto al yo, o el completo colapso ante la cruz. Sin embargo, esta sumisión a menudo fue estetizada. Chateaubriand no se preocupaba de la verdad, solo de la belleza del cristianismo. La suya era una especie de teología poética que consideraba al cristianismo como una necesidad para el genio156. La fe estaba justificada por sus resultados estéticos y, entre los decadentes del fin de siècle, por sus sensaciones voluptuosas157. Este pseudocatolicismo solía ir de la mano del nuevo nacionalismo de «sangre y tierra», otro medio para escapar del «cult du moi», como iba a descubrir Barrès de nuevo158. Esto es lo que Goethe, Heine y Nietzsche después odiaban del romanticismo. «Das klosterbrudrisierende, sternbaldisierende Unwesen», Goethe lo llamaba el nuevo arte «cristiano- patriótico»159. Para Heine había dos tipos de hombres, los nazarenos, que negaban la vida, cobardes moralizantes, y los Helenos, que se parecían a Goethe160. Por esta idea le admiraba Nietzsche. Por ella, Wagner permaneció como el asombroso ejemplo de lo que les sucede a los románticos ; Tristán termina en Parsifal 161. Heine fue en su pensamiento fundamental un romántico, como Nietzsche, campeón del «pensamiento trágico». Sin embargo, ambos fueron capaces de resistir las tentaciones de «las comodidades metafísicas», y los dos dioses de la tragedia, Dionisos y Apolo, se unen en su oposición a Cristo. Este es el espíritu real del romanticismo. Es una afirmación de la vida; solo el cansancio romántico de la creación, de lucha y drama, se hunde en el pesimismo. Cuando la «conciencia infeliz» pierde toda energía y busca refugio en el olvido, el romanticismo muere. La historia reivindicaba a Hegel absolutamente, pero su derrota no supuso el final del espíritu romántico, tampoco la medida de sus logros.
Notas al pie
1 Se ha dicho que la Lettre fue la base de la teoría musical francesa posterior, especialmente de Berlioz. Tal fue el destino de muchas de las obras puramente polémicas de Rousseau. J. Berzun, Berlioz and the Romantic Century (Boston, 1950), vol. 1, p. 371. (Rousseau, Carta a d’Alambert sobre los espectáculos, traducción de Q. Calle, Tecnos, Madrid, 2009. N.T.)
2 Tal es toda la carga del primer Discourse y la Lettre à d’Alambert; también de su «Lettre à Voltaire», 10 de septiembre, 1755, Citizen of Genova, trad. y ed. C. W. Handel (Nueva York, 1937), p. 135. (Rousseau, Carta a d’Alambert, cit.); Escritos polémicos: carta a Voltaire, cit. N.T.)
3 Discourse on Political Economy, p. 502; Discourse on the Arts and Sciences, pp. 155-157. (Rousseau, Discurso sobre la economía política, ed. Fabio Vélez, Maia, Madrid, 2011; Discurso sobre las ciencias y las artes, trad. Mauro Armiño, Alianza Ed., Madrid, 2012.)
4 «Le Bonheur Publique», The Political Writings of Rousseau, ed. C. E. Vaughan (Cambridge, 1915), vol. I, p. 326. (Rousseau, Escritos políticos, trad. J. Rubio, Trotta, Madrid, 2006.)
5 E. Cassirer, The Question of Jean-Jacques Rosseau, trad. de P. Gay (Nueva York, 1954), p. 88.
6 Según Dilthey, Rousseau es el primer romántico porque creó una obra de arte a partir exclusivamente de la experiencia interna, sin interesarle el comportamiento o circunstancias de otros hombres. Das Erlebnis und die Dichtung (Leipzig, 1929), pp. 217-221.
7 La siguiente interpretación de la novela debe mucho al estudio detallado de M. B. Ellis, Julie ou la Nouvelle Heloïse (Toronto, 1949). (Rousseau , Julia o la Nueva Eloísa, trad. Pilar Ruiz Ortega, Akal, Madrid, 2007. N.T.)
8 R. Pascal, The German Sturmn und Drang (Manchester, 1953), pp. 150- 151.
9 Su segundo prefacio a la novela enfatiza precisamente este punto, pues Rousseau se había dado cuenta de que el público ignoraba su mensaje. Œuvres (París, 1826), vol. III, pp. 27-55. También señalaba que su novela era mucho menos romántica que los cuentos de Richardson, puesto que no dependía de acontecimientos improbables y elucubraciones de la imaginación, Confessions (Modern Library Edition, Nueva York, n. d.), pp. 565-566. (Rousseau, Las confesiones, trad. Mauro Armiño, Alianza Ed., Madrid, 1997.)
10 L. Kahn, Social Ideas in German Literature, 1770-1830 (Nueva York, 1938), pp. 12-16.
11 Esta contención es el principal argumento del estudio crítico del barón E. Seillière, Jean-Jacques Rousseau (París, 1921), pp. 105-112 y 330-379. El disgusto del barón de Seillière por todo lo romántico no le ciega a la singularidad de la postura de Rousseau dentro del movimiento. En este sentido, es mucho más discriminatorio que yo. Babbitt, Rousseau and Romanticism (Boston, 1919), que es un refrito de todas las ideas tempranas de Seilllière, pero sin su cautela y humor.
12 Este aspecto de la filosofía de Rousseau, por supuesto, le convierte en el gran precursor de Kant. Hegel, por una vez, vio las ideas de Rousseau como la piedra de toque de la ética kantiana del deber puro y su visión encuentra hoy un número cada vez mayor de defensores. G. W. F. Hegel , Lectures on the History of Philosophy, trad. E. S. Haldane y F. H. Simson (Londres, 1896) vol. III, pp. 400-402. Cassirer, op. cit., pp. 96, 99-100. (Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia, trad. José Gaos, Alianza Ed., Madrid, 2004.)
13 C. Brinton, The Politicals Ideas of English Romantics (Oxford, 1926), p. 70; C. E. Vaughan, The Romantic Revolt (Edimburgo y Londres, 1923), pp. 142-143. Para un análisis más amable de las relaciones de Godwin con los poetas, especialmente con Shelley, debemos leer a H. N. Brailsford, Godwin, Shelley and their Circle (Londres, 1951), especialmente, pp. 38-41, 113-114, 121-123.
14 W. Hazlitt, The Spirit of the Age (Everyman’s Library, Londres, 1910), pp. 171-194.
15 Respecto a la importancia de esta frase favorita de Godwin y otras nuevas apreciaciones, estoy en deuda con D. H. Monro, Godwin’s Moral Philosophy (Oxford, 1953).
16 W. Godwin, Thoughts of Man (Londres, 1831), pp. 226-242.
17 Political Justice, ed. F. E. L. Priestley (Toronto, 1946), vol. I, pp. 433-438. (Salvo que se indique lo contrario, esta es la edición a la que nos referiremos a continuación. Se trata de una copia de la tercera y última edición.) Thoughts on Man, pp. 205-225. (Parece que existía una traducción de la obra de Godwin al castellano , Investigación sobre la justicia política, Ed. Jucar, Gijón, 1993, que puede conseguirse bajo pedido en la Ed. Katakrak. N.T.)
18 Political Justice, vol. I, pp. 307-315.
19 Political Justice (1ª edición, Londres, 1793), vol. I, pp. 81-83. Más tarde Godwin cambiaría «madre» por «una maleta y hermano».
20 «Critical of Practical Reason», en Critical of Practical Reason and Other Writings in Moral Philosophy, trad. y ed. L. W. Beck (Chicago, 1949), p. 194.
21 Political Justice (1ª ed.), vol. I, p. 282.
22 «On the Supposed Right to Lie from Altruistic Motives» trad. de L. W. Beck, loc. cit., pp. 346-350.
23 Political Justice (Priestley ed.), vol. I, pp. 344-347.
24 Ibid., vol. I, pp. 351-356.
25 Ibid., vol. II, pp. 347-352 y 397-419.
26 Ibid., vol. II, p. 403.
27 A. Wilson, «The Novels of William Goldwin», World Review, junio de 1951, pp. 37-40.
28 J. C. Blankenagel, The Dramas of Heinrich von Kleist (Chapell Hill, N. C., 1931), pp. 14-15; P. Kluckhohn, Das Indeegut der Deutchen Romantik (La Haya, 1942), pp. 6-9; W. Silz, Early German Romanticism (Cambridge Mass., 1929), pp. 6-8; O. Walzel, German Romanticism, trad. de A. E. Lussky (Nueva York, 1932), pp. 250-54.
29 «Schopenhauer as Educator», Thoughts out of Season (II), trad. de A. Collins, Works, ed. O. Levy; vol. V, pp. 123-4. (La editorial Tecnos inició hace tiempo la labor ingente de traducir las obras completas de Nietzsche, en cuatro volúmenes, en edición de Diego Sánchez Meca y un quipo de traductores, Nietzsche, Obras Completas, Tecnos, Madrid, 2016. Remitiremos a estas traducciones y a las de Andrés Pascual, en Alianza Editorial. N.T.)
30 «’Zur Geschichte der Religion und Philosophie in Deutchland», Werke, ed. E. Elster, vol. IV, pp. 249-261. (Heine, Sobre la Historia de la religión y la filosofía en Alemania, traducción de Manuel Luzón, Alianza Ed., Madrid, 2008.)
31 «‘The Stateman’s Manual’», en The Political Tracts of Wordsworth, Coleridge y Shelley, ed. R. J. White (Cambridge, 1953), p. 37.
32 Manfred, Acto I, escena I.
33 El grado de actividad reflexiva es lo que diferencia básicamente a Sturm und Drang del romanticismo. Walzel, op. cit., pp. 7-9.
34 Kluckholm, op. cit., p. 12.
35 Shelley, «On Life», Essays and Letters, ed. E. Rhys (Londres, 1887), p. 76.
36 Vom Erkennen und Empfinden der Menschlichen Seele», Werke, ed. Suphan, vol. II, p. 311.
37 T. Litt, en su estudio Kant und Herder (Heidelberg, 1949) ilustra con bastante habilidad cómo Herder aplicaba modelos estéticos a todos los problemas filosóficos, y cómo esta orientación subyace en todas sus diferencias con Kant.
38 Kritische Wälder, Werke, vol. III, pp. 94-104.
39 Von Erkennen, etc., pp. 314-315.
40 God: Some Conversations, trad. y ed. F. H. Burckhardt (Nueva York, 1949), pp. 211 y 213.
41 Religious Musings.
42 God, pp. 122-124, 149-155, 165-167 y 211-212.
43 K. Viëtor, Goethe the Poet, trad. Moses Hadas (Cambridge, Mass., 1949), p. 14, y Goethe the Thinker, trad. de B. Q. Morgan (Mass., 1950), p. 70. A pesar de la vasta literatura sobre Goethe y la gran variedad de interpretaciones posibles, me he basado casi en exclusiva en Viëtor. Aunque he consultado otros autores, ninguno resultaba lo suficientemente adecuado para los objetivos del presente estudio. Viëtor presenta un análisis detallado de las obras poéticas y una interpretación de los escritos filosóficos y científicos de Goethe, pero los mantiene separados. Aunque esto pueda inducir a reiteraciones, es conveniente para el no especialista. Más aún, Viëtor tiende a adoptar una postura más moderada en la mayoría de las grandes controversias.
Entre las presentaciones absolutamente no-biográficas de las ideas de Goethe, el filósofo H. Siebeck, en su Goethe als Denker (Stuttgart , 1922), tiene más o menos la misma orientación que Viëtor, pero no trata individualmente las obras poéticas. La obra de B. Fairley, A Study of Goethe (Oxford, 1947), es bastante completa, pero pone al poeta en un vacío intelectual y analiza su pensamiento solo como emanación de su personalidad. En cuanto a los demás estudios biográficos, Goethe, de F. Gundolf (Berlín, 1922) es el más impresionante. Sin duda, está muy por encima del catálogo habitual de los amoríos de Goethe, pero es más un esfuerzo por crear una imagen de Goethe como Superhombre creativo que un estudio de sus ideas.
De los estudios más especializados, aquellos que tratan las relaciones de Goethe con el movimiento romántico son los únicos realmente vitales para el presente estudio. F. Strich, Goethe and World Literature, trad. C. A. M. Sym (Londres, 1949), analiza en extensión la influencia de las ideas literarias de Herder en Goethe, así como el impacto de este último en el movimiento romántico en Europa en su conjunto. El autor, sin embargo, tiende a separar demasiado el primer Goethe del más tardío. Quizá no haya nada que pueda ilustrar mejor el grado de romanticismo de Goethe que su actitud hacia Kant. E. Cassirer, en un breve ensayo, trata de probar que, aunque siguieron caminos totalmente distintos, poeta y filósofo llegaron más o menos a las mismas conclusiones, Rousseau, Kant, Goethe, trad. J. Gutmann, P. O. Kristelles y J. H. Randall Jr. (Princeton, 1945), pp. 61-98 (Cassirer, Rousseau, Kant, Goethe: Filosofía y cultura en la Europa del siglo de las Luces, traducción de R. R. Aramayo, S. Más, Fondo de Cultura Económica, México, 2014). Por otro lado, G. Simmel, en su Kant und Goethe (Leipzig, 1916), muestra de forma mucho más convincente que los dos representan dos formas totalmente opuestas de pensamiento humano. El presente estudio analiza a Goethe como un autor romántico, pero eso no quiere decir que solo pueda considerarse como miembro de esta o cualquier otra escuela «literaria».
44 E. Heller, The Disinherited Mind (Cambridge, 1952), pp. 24-25; Viëtor, Goethe the Thinker, pp. 65-68.
45 Pascal, op. cit., pp. 170-216; Viëtor, Goethe the Thinker, pp. 65-68.
46 Goethe the Thinker, pp. 103-116 y 135-160.
47 Ibid., pp. 145-146.
48 Ibid., p. 95, y Goethe the Poet, pp. 38-48.
49 L. P. Smith, Words and Idioms (Boston y Nueva York, 1925), p. 77.
50 Ibid., pp. 101-105.
51 «Biographia Literaria». en Selected Poetry and Prose of Coleridge, ed. D. A. Stauffer (Modern Library, Nueva York, 1951), p. 263; Philosophical Lectures, ed. K. Coburn (Nueva York, 1949), p. 452, n. 25.
52 Schleiermacher’s Soliloquies, trad. y ed. H. L. Fries (Chicago, 1926), p. 81.
53 F. A. Lea, Shelley and the Romantic Revolution (Londres, 1945), pp. 221-227 y 253-254.
54 On the Asthetic Education of Man, trad. y ed. R. Snell (Londres, 1954), p. 30.
55 Ibid., p. 67.
56 Ibid., pp. 74-75.
57 Ibid., pp. 101-102 y 99.
58 Ibid., p. 80.
59 Ibid., pp. 39-40.
60 Ibid., p. 37.
61 Foundations of the Metaphysics of Morals, trad. L. Beck, loc. cit., pp. 108-109; Critique of Practical Reason, pp. 180-195. (Hay varias traducciones al castellano, desde Crítica de la razón práctica, trad. Roberto R. Aramayo, Alianza Ed., Madrid, 2013, hasta la famosa traducción de M. García Morente y E. Miñana, recuperada por Tecnos, Madrid, 2017. N.T.)
62 Ibid., p. 195.
63 The Introduction to Hegel’s Philosophy of Fine Art, trad. y ed. B. Bosanquet (Londres, 1905), pp. 152-155.
64 «A Defence of Poetry», Essays and Letters, p. 12. (Shelley, En defensa de la poesía, trad. Carlos Sahagún, Libros de la Frontera, Alicante, 2013. N.T.)
65 «Prefacio» a Prometeo encadenado.
66 «A Defence of Poetry», pp. 6 y 36. (Defensa de la poesía, op. cit.)
67 Ibid., pp. 32-33.
68 Ibid., p. 37.
69 Ibid., p. 9.
70 H. Read, Education through Art (Londres, 1943), pp. 1, 263 y 278; A. Camus, The Rebel, trad a. Bower (Londres, 1953), p. 237. Esta es la frase que cierra Defensa de la Poesía.
71 Friedrich Schlegel, «Ideem», Athenaeum (Berlín, 1800), vol. III, p. 13. (En castellano tenemos Conversación sobre la poesía, Biblos, Buenos Aires, 2005, que recoge varios de los artículos publicados en Athenaeum. N.T.)
72 Novalis, Fragments, Werke, ed. H. Friedmann, vol. III, p. 211. (Novalis, Gérmenes o fragmentos, trad. J. Gebsner, Ed. Renacimiento, Sevilla, 2006.)
73 Kluckholm, op. cit., p. 11.
74 Of Human Freedom, trad. y ed. J. Gutman (Chicago, 1936), p. 95.
75 Fragmente, Werke, vol. III, p. 54.
76 On Heroes and Heroworship (T. Y. Crowell & Co., Nueva York, n.d.), p. 78.
77 H. U. von Balthasar, Prometheus (Heidelberg, 1947), p. 637.
78 The Vocation of the Scholar, Popular Works, trad. W. Smith (Londres, 1889), vol. I, p. 193.
79 Ibid., p. 156. X. Léon, Fichte et son Temps (París, 1924), vol. II, pp. 180-226.
80 Fichte, The Present Age, Popular Works, vol. II, pp. 183-190.
81 Ibid., pp. 62-63.
82 Un análisis breve pero iluminador de las complejas relaciones entre Hegel y los románticos puede encontrarse en R. Kroner, «Introduction» a Early Theological Writing de Hegel, ed. T. M. Knox (Chicago, 1948), pp. 1-66. También R. Haym, Hegel und seine Zeit (Berlín, 1857), pp. 31-37.
83 Phenomenology, p. 105. (Traducción al castellano, op. cit.)
84 Ibid., p. 126.
85 Ibid., p. 72 (la cursiva es del propio Hegel).
86 Ibid., p. 93.
87 Ibid., p. 387 (la cursiva es del propio Hegel).
88 Philosophy of Fine Art, pp. 87-88. (Hegel, Filosofía del arte o estética, trad. Domingo Hernández, Abada, Madrid, 2008.)
89 G. W. F. Hegel, The Philosophy of History, trad. J. Sibree (Nueva York, 1900), p. 49. (Hegel, Filosofía de la historia, trad. José Gaos, Losada, Madrid, 2011.)
90 Philosophy of Fine Art, pp. 177-180; B. Croce, What Is Living and What is Dead in the Philosophy of Hegel, trad. D. Ainslie (Londres, 1915), pp. 120-133.
91 Hegel’s Philosophy of Right, trad. y ed. T. M. Knox (Oxford, 1942), p. 112, s. 162.
92 Philosophy of Fine Art, pp. 208-209. (Traducción al castellano, op. cit.)
93 Phenomenology, pp. 735-755. (Para la traducción al castellano, op. cit.)
94 Philosophy of Fine Art, pp. 52-56. (Para la traducción al castellano, op. cit.)
95 J. Wahl, Etudes Kierkegaardiennes (París, 1949).
96 S. Kierkegaard, Either/Or, trad. W. Lowrie (Princeton, 1949), vol. II, pp. 144-149. (Kierkegaard, O lo Uno o lo otro, trad. Darío González, Trotta, Madrid, 2007.)
97 Concluding Unscientific Postcript, trad. D. F. Swenson y W. Lowrie (Princeton, 1944), pp. 147-152. (Kierkegaard, Postcriptum no científico y definitivo a migajas filosóficas, trad. J. Teira, N. Legarreta, Sígueme Ed., Salamanca, 2011.)
98 The Journal of Soren Kierkegaard, trad. A. Dru (Londres, 1938), s. 610.
99 Concluding Unscientific Postcript, p. 55. (Para la traducción en castellano, op. cit.)
100 Either/Or, vol. II, pp. 177-79. (Para la traducción al castellano, op. cit. N.T.)
101 E.g., ibid.., ss.1239, 1264, 1268, 1269, 1323 y 1324.
102 The Journal, s. 1050. (Toda la obra de Kierkegaard ha tenido muy mala fortuna en traducciones penosas, mayormente realizadas del francés. Afortunadamente, Trotta inició hace años la traducción de la obra completa con editores y traductores de prestigio, pero todavía no ha publicado los diarios. Tenemos la nada despreciable traducción del Diario de un seductor de Jesús Pardo, Losada, Oviedo, 2006.)
103 S. Kierkegaard , Fear and Trembling (Anchor Books, Nueva York, 1954), pp. 91-129. (Kierkegaard, La repetición. Temor y Temblor, traducción de Darío González y O. Parcero, Trotta, Madrid, 2019.)
104 Concluding Unscientific Postscript, pp. 78-79 y 225-266; Either/Or, vol. II, pp. 283-294; Sickness unto Death (Anchor Books, Nueva York, 1954), pp. 184-194. (De las traducciones al castellano, op. cit., La enfermedad mortal, traducción de Demetrio Gutiérrez, Trotta, Madrid, 2008.)
105 Journal, s. 991.
106 Ecce Homo, trad. C. P. Fadiman, en The Philosophy of Nietzsche (Modern Library, Nueva York, n.d.), pp. 868-869. (Nietzche, Ecce Homo, traducción de Andrés Sánchez Pascual, Alianza Editorial, 2011.) El profesor C. J. Friedrich ha sugerido que las ideas de Nietzsche cambiaron de forma muy radical al menos dos veces durante su vida. Aunque ciertamente hubo cambios, Nietzsche nunca fue, en cualquier caso, un pensador consistente. Pero en su pensamiento hay una unidad básica que permite que lo tratemos como un todo único e indiferenciado, y es el romanticismo el que proporciona el elemento unificador.
107 The Will to Power (II), trad. A. M. Ludovici, Works, vol. XV, p. 822; The Birth of Tragedy, trad. C. P. Fadiman (Modern Library), pp. 984-985; «The Use and Abuse of History», Thoughts out of Season (II), Works, vol. V, pp. 60-61. (La voluntad de poder se incluye en Friedrich Nietzsche. Fragmentos póstumos [1885-1889], traducción de J. L. Vermal y J. B. Llinares, Editorial Tecnos, Madrid, 2008; El origen de la tragedia, trad. E. Ovejero Mauri, Austral, Madrid, 2013; Consideraciones intempestivas, traducción de Andrés Pascual, Alianza Ed., Madrid, 2015.)
108 The Will to Power (II), núms. 853 y 1048.
109 Ibid. (II), p. 239.
110 Genealogy of Morals, trad. H. B. Samuel, en The Philosophy of Nietzsche, pp. 717-793; Will to Power, vol. II, p. 257. (Las mejores traducciones de Nietzsche siguen siendo la de Andrés Pascual, La genealogía de la moral, Alianza Ed., Madrid, 1996. N.T.)
111 «Schopenhauer as Educator», pp. 131-133.
112 Ibid., p. 126.
113 «The Use and Abuse of History», p. 94.
114 «Schopenhauer as Educator», pp. 152-155.
115 Citado en L. P. Smith, op. cit., p. 128.
116 Alex Comfort, Art and Social Responsability (Londres, 1946), p. 14.
117 W. Wordsworth, «The Convention of Cintra», en Political Tracts, p. 192.
118 Journals, s. 1377.
119 The Romantic School, trad. S. L. Fleishman (Nueva York, 1882), p. 57.
120 O. Walzel, Das Prometheussymbol von Shaftsbury zu Goethe (Munich, 1932), pp. 12-15.
121 The Will to Power, II, nr. 900.
122 Fragmente, Werke, vol. III, p. 131, y vol. IV, p. 74.
123 «Schopenhauer as Educator», pp. 149-50.
124 Ibid., pp. 152-155.
125 Fragmente, Werke, vol. III, p. 195.
126 Ibid., p. 217.
127 The Statesman’s Manual, loc. cit., pp. 39-40.
128 Silz, op. cit., pp. 135-6.
129 J. P. Eckermann, Gespraeche mit Goethe (2 de mayo, 1824).
130 Viëtor, Goethe the Thinker, pp. 12-52; Heller, op. cit., pp. 3-49.
131 F. W. J. von Schelling, «Concerning the Relation of the Plastic Arts to Nature», trad. M. Bullock, en H. Read, The True Voices of Feeling (Londres, 1953), pp. 325-332.
132 Ecce Homo, p. 937.
133 Citado en Silz, op. cit., p. 164.
134 Beyond Good and Evil, trad. H. Zimmern (Modern Library), p. 577; The Will to Power (I), Works, vol. xiv, nr. 416; (II), nrs. 768 y 769.
135 Herder, God, p. 185.
136 C. Baudelaire, «L’Art Romantique», Œuvres (París, 1868), pp. 99-104; M. Praz, The Romantic Agony, trad. de Davidson (Londres, 1933), pp. 95-186. (Existe una traducción de El arte romántico de Baudelaire ya descatalogada, de Carlos Wert, La Fontana Mayor, Madrid, 1977; M. Praz, La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, traducción de Rubén Mettini, El Acantilado, Barcelona, 1999. N.T.)
137 Shelley, Death. La muerte era el interés fundamental de Shelly, incluso en su juventud y en sus días más godwinianos. Al final de su vida se convirtió casi en una obsesión –así como en tema de su mejor poesía–. De hecho, es más que probable que el apasionado marino que no sabía nadar, no hiciera en su vida nada más que esperar pasivamente a la muerte; B. Kurz, The Pursuit of Death (Nueva York, 1933). (Shelley, Prometeo liberado, traducción de Alejandro Valero, Hiperión, Madrid, 1994.)
138 Citado en Silz, op. cit., p. 175.
139 God, pp. 187-188; Viëtor, Goethe the Thinker, pp. 35-38; Pascal, op. cit., pp. 203-216.
140 God, pp. 187-188; Viëtor, Goethe the Thinker, pp. 35-38; Pascal, op. cit., pp. 203-216.
141 Dilthey, op. cit., pp. 283-288.
142 R. Unger, Herder, Novalis und Kleist (Frankfurt a.M., 1922), pp. 94-114 y 143.
143 Phenomenology, p. 388, e History of Philosophy, vol. III, pp. 505-508. (Para la traducción al castellano, op. cit.)
144 Philosophy of Right, pp. 12-13. Para un eminente historiador católico del pensamiento alemán del siglo XIX, Fichte parecía un Prometeo de la ética y Hegel un «Prometeo conocido», pero lo crucial es el acto de desafío, la propia aspiración, no el carácter esencialmente poético de Prometeo; Balthasar, op. cit., pp. 139-157 y 611-619. En realidad, un Prometeo filosófico es inimaginable.
145 Cain, acto III, escena I. (Hay una muy buena traducción al castellano de Caín, a cargo de Enrique López Castellón, que además recoge la carta abierta que, en su día, Menéndez Pelayo escribió al primer traductor de Byron, José Alcalá Galiano, publicada en 1873, felicitándole por su traducción en endecasílabos, que es la opción que también escoge nuestro traductor, Caín, ed. bilingüe, Abada, Madrid, 2011. N.T.)
146 Journal d’un Poète, ed. P. Flottes (París, 1949), p. 145.
147 Ibid., pp. 46-47.
148 Ibid., p. 146.
149 Le Mont d’Oliviers.
150 Thus Spake Zarathustra, trad. T. Common (Modern Librry), pp. 310-320. (Así habló Zaratrusta, traducción de Andrés Pascual, Alianza Ed., Madrid, 2011.) Esta diferencia entre Nietzsche y los primeros románticos ha hecho que el profesor Kaufmann rechace que fuese un romántico real en su excelente estudio sobre Nietzsche; W. A. Kaufmann, Nietzsche (Princeton, 1950), pp. 8-16, 100-105, 113-117, 282-283 y 327-337. Por supuesto, tiene toda la razón al enfatizar esta diferencia entre Nietzsche y los primeros románticos, pero la inclinación hacia una fe sentimental religiosa no es una cualidad genuina del romanticismo. En muchos otros aspectos –en el concepto de vida dramática, Prometeo, la ética del genio y la individualidad, en su odio a los filisteos– Nietzsche fue un romántico. Por otro lado, es una exageración presentar a Nietzsche como una edición tardía del primer romanticismo en todos los aspectos. Romántico era, si se le concede a la palabra un significado amplio. Y no lo era, si tratamos de demostrar su acuerdo con los primeros románticos en todo detalle, como intenta hacer Karl Joël en su Nietzsche und die Romantik (Jena, 1923).
151 Essay on Christianity, loc. cit., p. 87.
152 R. Huch, Die Bluethezeit der Romantik (Leipzig, 1899), pp. 82-118; Kluckhohn, op.cit., pp. 125-140; Silz, op. cit., pp. 205-235; Welleck, op. cit., pp. 155-156.
153 La primera declaración de los dos espíritus de la tragedia aparece en El nacimiento de la tragedia, el segundo pensamiento en «An Attempt at Self-Criticism», Ecce Homo, pp. 944-946.
154 Fragments, Werke, vol. II, 179, 180, 217, 241; Dilthey, op. cit., pp. 312-321.
155 Schleiermacher, Ueber die Religion, ed. M. Rade (Deutsche Bibliothek, Berlín, n.d.), pp. 58-60 y 121-127.
156 Chateaubriand, «Le Génie du Christianisme» , Œvres (París, 1874), vol. II, pp. 375-380; G. Boas , French Philosophies of the Romantic Period (Baltimore, 1925), pp. 94-102; B. Croce, European Literature in the Nineteenth Century, trad. D. Ainslie (Nueva York, 1924), pp. 2 y 45-51.
157 Praz, op. cit., pp. 289-411.
158 C. Buthman, The Rise of Integral Nationalism in France, pp. 56-64 y 75-86. C. J. H. Hayes, The Historical Evolution of Modern Nationalism (Nueva York, 1950), pp. 184-202.
159 Citado en Silz, op. cit., p. 56; Viëtor, Goethe the Poet, pp. 150-158.
160 Ludwig Boerne, Werke, vol. VII, pp. 23-25.
161 Human-all-too-Human (II), trad. P. V. Cohn, Works, vol. VII, nr. 3. (Humano demasiado humano, traducción de Marco Parmeggeani, Tecnos, Madrid, 2019); G. de Huszar, «Nietzsche’s Theory of Decadence and the Transvaluation of all Values», Journal of the History of Ideas, 1945, vol. VI, pp. 259-272; Kaufmann, op. cit., pp. 129-131, 295-341.