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BALONCESTO

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El chirrido de la puerta de la cocina al abrirse era la señal que catapultaba a los chicos desde el cuarto de estar al jardín. Aquellas tardes, cuando terminaba de lavar platos y cacharros y de recoger y fregar la cocina, la abuela abría la puerta y echaba a las gallinas un cubo con los desperdicios de la comida. Los chicos se arrellanaban en el sofá para ver con el abuelo el partido de baloncesto en la tele. Avivaba el fuego de la chimenea, se fumaba un pito ojeando el periódico y para cuando sonaba la puerta, ya estaba dormido. Saltaban ellos entonces de la penumbra del estar al soleado jardín cruzando a zancadas la cocina reluciente, inundada del mismo olor a jabón detergente y lejía que impregnaba las manos de la abuela y corrían a ver quién cogía primero la pelota mientras ella destendía la ropa que el tibio sol hubiera secado ya. Para cuando se sentaba en el poyete junto a la puerta, sus nietos ya se peleaban por la primera personal en ataque. Miraba un momento el limpio cielo serrano y se enfrascaba después en su quehacer.

Hoy, limpiar las judías verdes para la comida de mañana.

Frente a ella, donde el montón de hojas secas que el viento del otoño había hurtado al rastrillo de Loren, las lombrices y los gusanos que aún se asomaban por allí, servían de postre, a picotazo limpio, al rancho por el que se peleaban las gallinas. En una pared encalada que subía hasta el palomar, el primo Gonzalo había pintado a brochazos un recuadro en añil que, a falta de aro, hacía las veces de canasta. La abuela concedía un tiempo antes de regañarles, hasta que las gallinas, ciegas ya de mondas y gusanos, se refugiaban dentro del corral a sestear a salvo de pisotones y balonazos. Entonces, levantando la vista lanzaba la primera advertencia, un «¡chicos, no os peleéis!» al que no hacían ni caso. Pasado un rato, cuando las rodillas del pequeño ya habían probado la grava del jardín y empezaban los primeros lloros, dejaba su quehacer y se levantaba del poyete:

—¡Carlitos, deja a tu hermano en paz! ¡Todos los días lo mismo! ¡Si no sabéis jugar juntos, le doy la pelota al nieto de Loren!

—¡Es que ha sido canasta, abuela! ¡Ha sido canasta y este dice que no y no me deja sacarla!

—¡Demontre de niños!

Algún día, los padres de sus nietos subirían al pueblo y se los llevarían de regreso a la ciudad y, cuando eso pasara, aquellas tardes se habrían acabado. Sin levantar la vista despaciaba su labor cambiando por un segundo el frenesí de su eterno sin descanso por el disfrute de las voces de los chicos, de los balonazos en el patio, del piar de los pollos, del volumen de la tele y del runrún de una moto al pasar. Entonces suspiraba y vuelta a empezar. Y cuando la pelea de los chicos arreciaba, mentía:

—¡Como sigáis así, llamo a vuestros padres y mañana mismo os llevan de vuelta a casa!

El primo Gonzalo y su hermana Isa, hijos de su cuñada, subían entonces del pueblo en bici y merendaban con ellos. Gonza jugaba con los chicos mientras la niña aprendía a desplegar su coquetería ante los chavales. La prima tendría la misma edad que Carlitos pero el primo era ya un muchacho hecho y derecho. Más grande y más fuerte, les enseñaba trucos y pases, organizaba torneos, hacía de árbitro o lo que se terciara. Con los del pueblo no se entendía bien y se aburría sin amigos que se quisieran escapar al cañaveral, río arriba, a fumar a escondidas.

El siguiente en llegar era Loren, jardinero y hombre para todo del abuelo. A su llegada, este despertaba de la siesta, apagaba la tele y camino del baño, pedía a voces a su mujer que le preparara su whisky. La abuela recogía el barreño con las judías, la bolsa con las patatas, el cesto con las pinzas de tender o lo que hubiera estado haciendo hasta entonces, abandonaba su asiento y entraba en la casa para atender las exigencias de su marido: en vaso alto, con dos hielos, media de whisky y media de agua. Desde la cocina, la mujer escuchaba el ruido de la cisterna, la puerta del baño y los pasos por el pasillo hasta que el hombre de la casa entraba en la cocina a dar cuenta de su refrigerio servido justo a tiempo con unas galletas saladas, aceitunas, o panchitos.

—Hoy toca traer el estiércol —rumiaba el abuelo desde la puerta dando el primer sorbo al whisky—. Hay que echar el mantillo antes que empiece a helar —masticando su tentempié—. Me llevo a Loren al Nitratos, a recoger los sacos.

Cada tarde los hombres emprendían una nueva tarea: hoy traer el estiércol, ayer arreglar el corral, antes, preparar los semilleros, mañana reparar la verja, después tapar una zanja, cortar los setos, talar un árbol.

—¡Gonzalo! ¿Te quieres venir con Loren y conmigo a por el estiércol?

—¿A dónde?

—¡Al almacén de nitratos! —decía limpiándose el bigote con el dorso de la mano—. ¡Si nos ayudas, te dejo conducir la furgoneta un trecho!

—¡No, gracias, tío, me quedo jugando con los primos!

En eso, se acercaba Loren desde el garaje pertrechado ya con el mono azul, las botas de goma, y dos pares de guantes de jardinero.

—Buenas tardes, don Emilio, Señora…

—¿Gustas? —ofrecía cada tarde el abuelo tintineando los hielos en su vaso.

—No, gracias —rechazaba ritualmente Loren—, ya he merendao en casa.

—Tú te lo pierdes —zanjaba acabándoselo de un trago—.Venga, vamos pues al almacén.

Loren entregaba al abuelo un par de guantes y preguntaba:

—¿Nos ayuda su sobrino al final?

—No. Ha salido tan gandul y fino de esfuerzos como mi hermana. De tal palo, tal astilla. Vámonos.

Lo siguiente para la abuela era la merienda de los chicos, bocadillos de pan con chocolate que preparaba vigilando por la ventana. Cortaba grandes rebanadas de pan y las abría por el medio, abría la tableta de chocolate con leche y la rompía en onzas, colocaba las onzas dentro del pan y cerraba. Para Carlitos, el más goloso, rellenaba de chocolate el pan sin cortarlo, hurgando dentro del mendrugo con un dedo y sacando toda la miga. Así es como le gustaba al niño. Cada tarde, mientras hacía los bocadillos, observaba cómo su sobrina pellizcaba la inocencia de los niños roneando con descaro de un lado a otro del jardín y a ellos, embriagados por la coquetería de la prima, reclamando su atención, peleando como gallos tras la pelota, enzarzándose en peleas y sembrando, en fin, los reproches y envidias de las mañanas que seguían a cada tarde de esos días. Entonces, tras servir los vasos de leche y guardar el pan y el chocolate sobrante en la despensa, zanjaba el asunto llamando a todos a merendar. Y si podía, algún que otro día se apretaba ella también una copita de anís con cortezas de cerdo.

Pero esta tarde, los sollozos de Carlitos la sorprenden aún dentro de la despensa.

—¡Demontre de niños! —sale a toda prisa limpiándose las manos en el delantal. Carlitos llora en el suelo rodeado por los demás.

—¿Qué ha pasado? —pregunta agachándose para levantarle.

—¡Mi hermano me ha empujado y me ha hecho esto! —responde el accidentado rechazando la ayuda de un manotazo y enseñando una rodilla sangrante.

—¡Eso es mentira! —grita Tomás—. ¡Es él el que se ha caído al coger el rebote! ¡Es un mentiroso!

—¡El mentiroso eres tú! —chilla Carlitos.

La abuela consigue incorporar al chico e inquiere con la mirada a sus sobrinos. La niña está embriagada con el alcance de su poder seductor y su sobrino, presumiendo del rango que se le concede sobre los demás, explica engolado:

—No ha sido nada, tía. Carlitos estaba enfadado porque le había pitado una falta y al sacarla, él y Tomás se han chocado.

—¡Venga, todos para dentro! ¡A merendar! —zanja ella empujándoles a la cocina—. ¡Lavarse todos las manos! ¡Y a ti vamos a curarte eso!

Mientras se lavan las manos, limpia la rodilla de Carlitos con agua fría y jabón natural. El herido se queja del escozor.

—Anda, Gonzalo, alcánzame la Mercromina del armario.

—¡No! ¡Mercromina no! ¡Que escuece! —se queja Carlitos.

—¡Mercromina sí! Para que no se te infecte la herida y no tengamos que llevarte a poner una inyección —Carlitos se resigna y se sorbe los mocos.

—¡Aquí no está, tía! —dice Gonzalo.

—Entonces estará en el armario de mi cuarto. Ve a buscarla, anda, hijo, y los demás ¡a tomar la merienda mientras veis la tele! Y no digáis al abuelo que os he dejado merendar allí, ¿eh? ¡Que ya sabéis como se pone cuando se enfada!

Los chicos se marchan con los bocadillos al cuarto de estar y allí les sirve la leche, enciende la tele y atiza la lumbre mientras el primo Gonzalo busca la Mercromina por el interior de la casa. Los dos se reencuentran en la cocina.

—Tía, ahora que me acuerdo, la Mercromina está en el garaje. Ayer la dejó allí Loren, que se cortó con un alambre arreglando el corral.

—Muy bien, hijo, pues tráela, anda.

Como todas las tardes de aquellos días, en ese momento suena el teléfono y la abuela corre al pasillo a cogerlo.

—¿Dígame? ¿Diga? ¿Reme? ¡Hooola Reme! ¿Cómo estás hija…?

Su amiga Reme llama siempre a la misma hora y se entretienen las dos echando un párrafo sobre los acontecimientos del pueblo.

Desde el pasillo, Gonzalo otea el cuarto de estar.

—Tía —sugiere—, si quiere, mejor le pongo yo mismo a Carlitos la Mercromina en el garaje y así no manchamos aquí, no sea que el tío se enfade al llegar.

—Muy bien, hijo, muy bien —susurra ella, tapando el auricular y haciendo un gesto de aprobación con la mano—. Anda, dale, dale.

Enfrascada en la charla con Reme, la abuela deja paso a los chavales por el angosto chiscón. Carlitos, con un gran bigote blanco de leche bajo la nariz, deja el bocadillo en la encimera de la cocina y sale cojeando de la mano de Gonzalo. Fuera, como todas aquellas tardes a esas horas, el sol va apoyando las sombras del jardín sobre la pared del garaje, donde Carlitos entra ya con el primo, que le anima acariciándole la cabeza.


Cada mañana Carlos emerge de su pesadilla catapultado por el timbre del despertador y se ducha con agua tan caliente que con el vapor apenas ve los azulejos. Sale del baño, hace café, se afeita, se viste y desayuna. Para cuando se hace el nudo de la corbata mirando su reflejo en el cristal de la ventana, ya sólo piensa en la oficina, en la hipoteca, en su ex suegra y en qué hará el fin de semana. Entonces se concede un momento para saborear el café caliente mirando el amanecer. Hasta él llegan los pasos de los madrugadores que van o vienen del metro, que entran o salen del bar o pasean a sus perros. Hasta él suben también los bocinazos de los coches pitando al camión de la basura, al de reparto o al autobús municipal cuando atascan el tráfico en el giro al final de la calle. Observa los balcones de los pisos de enfrente, unos con los trastos que no caben en las casas, otros cerrados con mamparas que transparentan plantas apoyadas en cortinas arrugadas, bultos amontonados, cosas. Aquí y allá sombras cruzando apresuradas, interiores poco iluminados y señoras que ventilan sábanas y manteles. Carteles de SE VENDE y SE ALQUILA y la silla vacía del anciano al que con este frío hace días que no sacan a tomar el aire al balcón. Un triciclo roto, un cenicero lleno, una ventana cerrada. Cada mañana Carlos apaga la luz y su reflejo se desvanece en la claridad del amanecer sobre el vecindario. Cada mañana coge su maletín y sale de casa. Entonces, en la soledad del pequeño piso, el vapor del baño alcanza la ventana empañándola mientras abajo Carlos sale del portal incorporándose a otra jornada en la que las obligaciones y los conflictos se irán enganchando unos a otros hasta ocupar toda su atención.

En el metro recrea mentalmente las situaciones que podrían acontecerle durante la jornada: la discusión con fulano sobre las vacaciones mientras revisa la estrategia de compras para la reunión de la tarde, o la disputa con mengano sobre la renovación de tal o cual contrato mientras termina de preparar el cursillo sobre procedimientos internos. Siempre hay algún músico que interfiere en sus pensamientos con melodías andinas, el kasachof o temas de siempre, pero él sigue su hilo mental y prevé los posibles obstáculos a sortear para poder cumplir con su quehacer en la oficina fabricando eventuales discusiones con contabilidad, con ventas, con informática, con recursos humanos o con la secretaria del departamento. Elabora persuasiones que nunca planteará y disfraza de fingidos triunfos sus previsibles claudicaciones, igual que hacía con su exmujer, siguiente parada de su pensamiento inundado de agravios que se desvanecen hoy viernes, como cada mañana, cuando el vaivén de cuerpos que se agarran a la barra del vagón junto a él, marca la llegada a su destino y Carlos pugna, como todo el mundo, por un hueco por el que salir de allí.

En la oficina, tras haber despachado los asuntos de primera hora y haber aguantado alguna discusión estéril, baja a fumar junto al arbusto de hojas mortecinas de la entrada. En el corrillo se habla de planes para el «finde» y de los jefes. Él asiente distraído a los razonamientos y como muchos otros días, lee un mensaje de texto de su exmujer avisándole de que mañana sábado tampoco verá a los niños. No importa, sabe que sus hijos prefieren no tener que sufrirle y no les culpa por ello.

—¿Te apuntas, Carlos? ¡Lo pasaremos bien! —le pregunta una compañera.

—No, gracias, este finde me tocan mis hijos —miente mientras su pensamiento se acomoda dentro de uno de los aviones que en esos momentos dibujan delgadas estelas blancas sobre sus cabezas.

Viaja por unos instantes a cualquier destino lejos de allí y como todos los días apaga el cigarro y sube a la oficina para continuar con lo que le toque. Hoy, terminar el dichoso informe para la reunión de compras de la tarde. Mañana, como tantos otros sábados, irá a visitar a su abuela a la residencia de ancianos.

Regresa a casa a tiempo de pasear un rato antes de que anochezca. Desde que se divorció no le llega ni para gastar por ahí con las pocas amistades que no le rehúyen. Atraviesa el barrio hasta el parque y cruza la autopista por el puente hasta llegar a unos desmontes cercanos por los que vaga cruzándose ocasionalmente con algún ciclista, algún caminante con perro, o gitanos errabundos. Aislado por la música con que se machaca los tímpanos, no escucha ni el golpe de sus deportivas sobre la tierra ni la respiración por la que entra el olor a cardo seco, a charco sucio, a caca de oveja y ahora, al pasar esa loma, también a la carbonilla que desprende el coche que alguien ha quemado por la noche en la vega arenosa de ahí abajo. Rodea la huella chamuscada con los restos del violento desguace y regresa sobre sus pasos. Al atravesar de nuevo el parque acelera para evitar sorpresas con los que a esas horas ya se juntan al botellón donde los columpios infantiles.

Por la noche se sienta frente al televisor y fuma y bebe sin parar para no dar más vueltas a si aquello pasó o es sólo un mal sueño. Sin respuesta, se duerme en el sofá.


Hace un buen rato que la abuela ha colgado el teléfono, ha puesto a hervir las judías verdes y se emplea a fondo con las patatas para la tortilla, cuando repara en el bocadillo olvidado sobre la encimera. Cae en la cuenta de que su marido está a punto de llegar y aún no ha recogido la merienda de los chicos.

—¿Y Carlitos? ¿Y Gonzalo? —pregunta al no verlos en el comedor, ausente como ha estado durante su trance telefónico con Reme.

Tomás y la prima se encogen de hombros. La abuela se asoma a la ventana y ve el garaje cubierto por las sombras del anochecer. Llama a voces a Carlitos y a Gonzalo. Silencio. Llama de nuevo. Nada. Entonces el corazón le da un pálpito y ahora chilla llamando a los dos a voz en grito. Cuando Carlitos y el primo salen por fin del garaje, este susurra algo al oído del niño, se sube en su bici y se marcha deprisa despidiéndose con un gesto.

Al cabo de un minuto Carlitos entra y se sienta muy callado en el sofá. La abuela se arrodilla frente a él y sin atreverse a mirar al crío a la cara le revisa la herida de la rodilla. Está embadurnada de Mercromina mal vendada con algodón y esparadrapo. Un hilo de sangre baja por su pierna hasta el calcetín. Carlitos tiembla.

—¿Y Gonzalo?

—Se ha ido a su casa —responde con un hilo de voz.

—¿Y yo? —salta la prima.

—Ha dicho que te bajes con Loren.

—¿Y mi bici? —insiste Isa.

Carlitos se encoje de hombros. No tiene ánimo para más charla.

—¿Quieres que te acompañe yo en mi bici? —se ofrece solícito Tomás.

Se escucha el motor de la furgoneta parando frente a la cancela del jardín. Loren y el abuelo han regresado. La abuela saca un pañuelo de la manga de su rebeca y después de humedecerlo con la escasa saliva que sale de su vieja boca, mira a su nieto a los ojos y limpia los churretones de lágrima y baba que le ensucian los mofletes. Ni rastro del bigote blanco. Le aprieta suavemente los labios temblorosos e hinchados con el pañuelo, silenciando su congoja con complicidad y disimulo hasta que al niño se le cae la mirada y los dos se aguantan las ganas de abrazarse y llorar. La abuela le aplica ese alivio ancestral pasándole una y otra vez el pañuelo ensalivado por la cara. Carlitos respira la mezcla del olor a saliva y lejía. Ella, por dentro, se va cagando en Dios y en todas las criaturas celestiales que están ahí para protegerles y no lo hacen. Una por una, hasta que la puerta se abre y el abuelo entra ruidosamente llamando a Gonzalo para que ayude con la descarga del estiércol.

—Ya se ha ido —declara la abuela poniéndose en pié tras besar en la mejilla a su nieto.

Se mete el pañuelo por la manga y estirándose dignamente el delantal, recoge los restos de la merienda y se los lleva a la cocina. Allí, se apoya en la encimera apretando los nudillos contra el mármol, mirando por la ventana empañada del vapor de las judías y el humo de las patatas al fuego, hasta que las manos se le quedan blancas, sin sangre. ¡Si no se hubiera distraído tanto con Reme! Pero ya es tarde; de sobra sabe que sería inútil contárselo a su marido, un pelele en manos de su hermana. Respira hondo y después de enjuagarse la cara con el delantal sucio, se enfrasca en la tarea que aún le queda antes de la cena. Arroja a la basura el bocadillo de Carlitos, enciende la luz amarillenta, saca de la nevera unos huevos, los bate con fuerza en un plato de loza blanco y los mezcla después con las patatas. Echa todo de nuevo en la sartén, echa la sal y vigila que la tortilla quede bien cuajada, como le gusta a su marido, que a esas horas de la noche, al otro lado de la ventana, prepara con Loren los sacos de estiércol para empezar con esa tarea mañana temprano.

Carlitos se propasó unos días después con Isa y recibió su merecido de manos del abuelo, por guarro. La abuela, de rebote, lo recibió también por distraída. Los padres llegaron y se llevaron a los nietos castigados de vuelta a la ciudad.


Hoy ya nadie recuerda aquel disgusto. Es sábado y Carlos cruza la entrada de la residencia de ancianos respirando los vapores de cientos de pañales de viejo mal aseado. Se encamina a la isleta de recepción dejando a un lado una fila de abuelos que, aparcados frente a un ventanal por el que hace rato que el sol ya no entra, contemplan como la tarde se va echando sobre el jardinero que limpia de caca de paloma el paseo de acacias peladas. Carlos se cruza con los que se apresuran después de una breve visita. «Ya vendré otro día con más tiempo», escucha. Pregunta por su abuela y espera, observando a los que deambulan empujando a sus mayores en sillas de ruedas mientras hablan por sus móviles, a los críos que corretean entre la gente, a los familiares que se apiñan junto a las puertas metálicas de los ascensores esperando devolver sus abuelos, padres, madres o tíos segundos, al control de planta. A la auxiliar que ayuda a un anciano de paso quedo a alcanzar la cafetería donde le espera una hija, una sobrina, o nadie.

La anciana está en una sala oyendo misa, adormilada mientras el sacerdote oficia sobre las quebradas voces de los internos. Carlos la saca de allí empujando la silla de ruedas y ella se agita creyendo que otra vez la castigan por hablarle en alto a sus recuerdos. Salen entre las miradas envidiosas de tantas almas a punto de zarpar, cruzan el vestíbulo y entran en la cafetería donde sólo queda algún sitio al fondo, junto al televisor. La coloca junto a una mesa libre y ahora sí, deja que le vea.

En la tele están dando una película de indios y vaqueros.

—¡Hiiiiiijo! ¡Tomasín! ¡Qué alegría verte! Qué guapo estás, ya era hora de que vinieras. ¡Qué sola estoy! Nadie me viene a visitar. ¿Cuándo me lleváis a casa?

—No soy Tomás, abuela, soy Carlitos. Carlitos, tu otro nieto, abuela. El mayor.

—¿El mayor? ¿El nieto mayor? ¿Carlitos?

—Sí, abuela, Carlitos

—¿Carlitos? —busca en su memoria—. ¡Ah, Carlitos! Pues eso, ¡qué alegría me das! —empieza a llorar—. Estoy muy sola, hijo, al abuelo no le he visto en todo el día.

La muerte del abuelo murió también hace ya tiempo en su memoria.

—Qué guapa te veo, abuela —Carlitos cambia de tema—. Qué bien peinada estás, qué colgante tan bonito. ¡Y vaya bolso elegante!

Mientras llora sin lágrimas contándole al nieto sus penas, él le coloca bien el bolso en el regazo y le pasa la cadenita dorada por el hombro estirándole de paso el cuello de la blusa. Tiene los ojos vidriosos y los lagrimales colorados. Saca del bolso unas gafas, se las pone y le acaricia con cariño las manos arrugadas y suaves, de piel moteada y uñas comidas por los hongos. Poco a poco ella va callando, callando, hasta que interrogándole con la mirada, comienza a jugar con la dentadura postiza moviéndola de un lado a otro con la lengua. Carlos rebusca en la manga donde sabe que ella siempre guarda un pañuelo, lo saca y le limpia cuidadosamente las babas. En una mesa junto a ellos, dos ancianas hacen que juegan a las cartas y que se hacen trampa y más allá un abuelo gasta cartuchos galantes con una mujer de visita. Una interna bajita, descentrada, recorre la sala pidiendo tabaco a voces.

—Abuela, ¿quieres merendar? ¿Te traigo un café y un bollo?

—Lo que tú quieras, hijo.

—No te me escapes, ¿eh? —bromea él.

—Pues, ¿y cómo me iba a escapar? ¡Ya ves cómo estoy!

Los dos ríen.

Se acerca al mostrador y pide un café cortado, un descafeinado, un bollo suizo para la abuela y otro de chocolate para él. Mientras espera, el canal de la tele cambia y en la pantalla se ve ahora, con gran estruendo, la retransmisión de un partido de baloncesto. Carlos la vigila de lejos, viendo cómo al otro lado de la sala ella no deja de jugar con la dentadura postiza sin mirar la televisión. La abuela escucha el partido sin prestar atención hasta que de repente fija sus ojos secos en la pantalla. Observa unos instantes las imágenes, se coloca la dentadura en su sitio y habla como si tuviera aún a su nieto sentado a su lado:

—Tomás, Tomasín, por lo que más quieras, si esta tarde Gonza te quiere llevar al garaje a solas, tu no vayas, por Dios, que no te haga lo mismo que a Carlitos —juega de nuevo con la dentadura y sigue—. Y si ves que se lo lleva a él, me avisas corriendo, ¿vale? Aunque me cueste otro disgusto con tu abuelo, por Dios Santo que esta vez se va a enterar.

Una lágrima surca despacio las arrugas de su cara.

Carlos observa cómo su abuela habla sola, sin oír lo que dice, con pena. Le sirven los cafés y los bollos, paga y cuando lleva todo a la mesa, alguien cambia otra vez el canal y los vaqueros vuelven a disparar a los pieles rojas desde unas rocas de cartón piedra. Los tiros resuenan en la cafetería y dejan nubecillas blancas en las áridas tierras del lejano oeste americano.

—¡Hiiiiiijo! —otra vez—. ¡Tomasín! ¡Qué alegría verte! Qué guapo estás, ya era hora de que vinieras. ¡Qué sola estoy! Nadie me viene a visitar. ¿Cuándo me lleváis a casa?

—No soy Tomás, abuela —repite él—, soy Carlitos. Carlitos, tu otro nieto, abuela. El mayor.

—¿El mayor? ¿El nieto mayor? ¿Carlitos?

—Sí, abuela, Carlitos.

—¿Carlitos? —rebusca en su memoria—. ¡Ah, Carlitos! ¡Qué alegría me das! —llora otra vez—. Estoy muy sola, hijo, al abuelo no le he visto en todo el día…

—Qué guapa te veo abuela, qué bien peinada estás, qué colgante tan bonito… ¡y vaya bolso elegante!

—¿Y tú te casaste? —le espeta la anciana.

La mujer pasa el resto de su última tarde mirando entretenida las fotografías que ese amable joven le muestra. No sabe quién es la familia retratada ni quién el que la acompaña, que está también en las fotos junto a una mujer y unos críos, pero por el aire que tiene a su nieto Tomasín, si no es él, seguro que es algún otro familiar cercano que, con suerte, puede que por fin la saque hoy mismo de allí, de vuelta a casa.

Al salir de la residencia Carlos pasa junto al jardinero que aún trajina por el paseo, ahora con una carretilla cargada de estiércol. Hacía mucho que no lo olía. El olor de su zozobra, el final de sus jornadas, el principio de sus pesadillas. Guarda las fotos y se abriga bien. Cualquier noche de estas empieza a helar.

En la cafetería, el bollo de chocolate va a la basura con el resto de desperdicios.

Huéspedes

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