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No vuelve Nab y tienen que seguir a Top

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Gedeón Spilett, inmóvil, con los brazos cruzados, estaba en la playa, mirando el mar, cuyo horizonte se confundía al este con una gran nube negra que subía rápidamente hacia el cenit. El viento era fuerte y refrescaba a medida que declinaba el día. Todo el cielo tenía mal aspecto y los primeros síntomas de una borrasca se manifestaban.

Harbert entró en las Chimeneas y Pencroff se dirigió hacia el corresponsal. Este estaba muy absorto y no lo vio llegar.

—Vamos a tener una mala noche, señor Spilett —dijo el marino—. Lluvia y viento suficientes para alegrar a los petreles.

El periodista, volviéndose, vio a Pencroff, y sus primeras palabras fueron las siguientes:

—¿A qué distancia de la costa cree usted que la barquilla recibió el golpe de mar que se ha llevado a nuestro compañero?

El marino, que no esperaba esta pregunta, reflexionó un instante y contestó: —A dos cables, al máximo.

—Pero ¿qué es un cable? –preguntó Spilett.

—Cerca de ciento veinticuatro brazas o seiscientos pies.

—Por tanto —dijo el periodista—, Ciro Smith habrá desaparecido a mil doscientos pies de la costa.

—Aproximadamente —contestó Pencroff.

—¿Y su perro también?

—También.

—Lo que me admira —añadió el corresponsal—, admitiendo que nuestro compañero haya perecido, es que Top haya encontrado igualmente la muerte, y que ni el cuerpo del perro ni el de su amo hayan sido arrojados a la costa.

—No es extraño, con una mar tan fuerte —contestó el marino—. Por otra parte, quizá las corrientes los hayan llevado más lejos de la playa.

—¿Cree usted que nuestro compañero ha perecido en las olas? —preguntó una vez más el periodista.

—Es mi parecer.

—Pues el mío —dijo Gedeón Spilett—, salvo el respeto que debo a su experiencia, Pencroff, es que el doble hecho de la desaparición de Ciro y de Top, vivos o muertos, tiene algo inexplicable e inverosímil.

—Quisiera pensar como usted, señor Spilett —contestó Pencroff—. Desgraciadamente, mi convicción es firme.

Esto dijo el marino, volviendo hacia las Chimeneas. Un buen fuego crepitaba en la lumbre. Harbert acababa de echar una brazada de leña seca, y la llama proyectaba grandes claridades en las partes oscuras del corredor.

Pencroff se ocupó en preparar la comida. Le pareció conveniente introducir en el menú algún plato fuerte, ya que todos tenían necesidad de reparar sus fuerzas. Las sartas de curucús fueron conservadas para el día siguiente, pero desplumó los tetraos y, puestas en una varita las gallináceas, se asaron al fuego.

A las siete de la tarde Nab no había vuelto todavía. Aquella ausencia prolongada inquietaba a Pencroff. Creía que le había ocurrido algún accidente en aquella tierra desconocida o que el desgraciado había cometido algún acto de desesperación; pero Harbert deducía de aquella ausencia consecuencias diferentes. Para él, si Nab no volvía, era porque alguna nueva circunstancia le había obligado a prolongar sus pesquisas; y toda novedad en este caso no podía ser más que en dirección de Ciro Smith. ¿Por qué Nab no habría vuelto si una esperanza cualquiera no lo retuviera? Quizá habría encontrado algún indicio, una huella de su paso, un resto de naufragio que le había puesto sobre la pista. Quizá seguía en aquel momento una pista verdadera y tal vez se hallaba al lado de su amo.

Así razonaba el joven y así habló. Sus compañeros le dejaron decir cuanto quiso; sólo el reportero lo aprobó con un gesto; mas, para Pencroff, lo más probable era que Nab había llevado más lejos que el día anterior sus pesquisas por el litoral y no podía estar aún de vuelta.

Entretanto, Harbert, muy agitado por vagos presentimientos, manifestó repetidas veces su intención de ir en busca de Nab; pero Pencroff le hizo comprender que sería inútil, que en aquella oscuridad y aquel tiempo tan malo no podría encontrar las huellas de Nab y que sería mejor esperar su vuelta; si al día siguiente no había aparecido el negro, Pencroff no titubearía en unirse a Harbert para ir a buscarlo.

Gedeón Spilett aprobó la opinión del marino sobre este punto, añadiendo que no debían separarse, y Harbert tuvo que renunciar a su proyecto; pero dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.

El periodista no pudo menos que abrazar al generoso joven.

El mal tiempo se había desencadenado. Una borrasca de sudeste pasaba sobre la costa con violencia. Se oía el reflujo del mar que mugía contra las primeras rocas a lo largo del litoral. La lluvia, pulverizada por el huracán, se levantaba como una niebla líquida, semejante a jirones de vapor que se arrastraban sobre la costa, cuyos guijarros chocaban violentamente, como carretones de piedras que se vacían. La arena, levantada por el viento, se mezclaba con la lluvia y hacía imposible la salida del punto de abrigo; había en el aire tanto polvo mineral como agua. Entre la desembocadura del río y el lienzo de la muralla, giraban con violencia grandes remolinos, y las capas de aire que se escapaban en aquel maelstrom, no encontrando otra salida que el estrecho valle en cuyo fondo corría el río, penetraban en él con irresistible violencia. El humo de la lumbre, rechazado por el estrecho tubo, bajaba frecuentemente llenando corredores y haciéndolos inhabitables.

Por eso, cuando los tetraos estuvieron asados, Pencroff dejó apagar el fuego y no conservó más que algunas brasas entre las cenizas.

A las ocho de la noche aún no había vuelto Nab; pero podía suponerse que aquel terrible tiempo le había impedido volver y que había tenido que buscar refugio en alguna cueva para esperar el fin de la tormenta o por lo menos la vuelta del día.

En cuanto a ir en su busca, tratar de encontrarlo en aquellas condiciones, era imposible.

La caza formó el único plato de la cena. Se comió con ganas aquella carne, que estaba excelente. Pencroff y Harbert, a quienes su excursión les había abierto el apetito, la devoraron.

Después cada uno se retiró al rincón donde habían descansado la noche precedente. Harbert no tardó en dormirse cerca del marino, que se había tendido a lo largo, próximo a la lumbre.

Fuera, la tempestad, a medida que avanzaba la noche, tomaba proporciones mayores. Era un vendaval comparable al que había llevado a los prisioneros desde Richmond hasta aquella tierra del Pacífico; tempestades frecuentes durante la época del equinoccio, fecundas en catástrofes, terribles sobre todo en aquel ancho campo, que no ponía ningún obstáculo a su furor. Se comprende, pues, que una costa tan expuesta al este, es decir, directamente a los golpes del huracán y batida de frente, lo fuese con una fuerza de la cual ninguna descripción puede dar idea.

Por suerte, la agrupación de las rocas que formaban las Chimeneas era muy sólida. Eran enormes bloques de granito, de los cuales, sin embargo, unos, insuficientemente equilibrados, parecían temblar sobre su base. Pencroff sentía que bajo su mano, apoyada en la pared, tenían lugar unos estremecimientos; pero al fin, se decía, y con razón, que no había que temer nada y que aquel refugio improvisado no se hundiría. Sin embargo, oía el ruido de las piedras, arrancadas de la cima de la meseta y arrastradas por los remolinos de viento, que caían sobre la arena. Algunas rodaban sobre la parte superior de las Chimeneas o volaban en trozos cuando eran proyectadas perpendicularmente.

Por dos veces, el marino se levantó llegando al orificio del corredor para observar lo que ocurría fuera; pero aquellos hundimientos poco considerables no constituían ningún peligro y volvía a su sitio delante de la lumbre, cuyas brasas crepitaban bajo las cenizas. A pesar de los furores del huracán, el ruido de la tempestad, el trueno y la tormenta, Harbert dormía profundamente. El sueño acabó por apoderarse de Pencroff, que en su vida de marino se había habituado a todas aquellas violencias. Solamente Gedeón Spilett había permanecido despierto, se reprochaba no haber acompañado a Nab, pues la esperanza no le había abandonado. Los presentimientos de Harbert no habían cesado de agitarlo, su pensamiento estaba concentrado en Nab. ¿Por qué no había vuelto el negro? Daba vueltas en su cama de arena, fijando apenas su atención en aquella lucha de los elementos. A veces, sus ojos, fatigados por el cansancio, se cerraban un instante, pero algún rápido pensamiento los abría casi enseguida.

Entretanto la noche avanzaba. Podían ser las dos de la mañana, cuando Pencroff, profundamente dormido entonces, fue sacudido vigorosamente.

—¿Qué pasa? —exclamó, incorporándose completamente despierto con la prontitud de las gentes de mar.

El periodista estaba inclinado sobre él y le decía:

—¡Escuche, Pencroff, escuche!

El marino prestó oídos y no distinguía ningún ruido distinto al de las ráfagas de viento.

—Es el viento —dijo.

—No —contestó Gedeón Spilett, escuchando de nuevo—; me parece haber oído...

—¿Qué?

—Los ladridos de un perro.

—¡Un perro! —exclamó Pencroff, que se levantó de un salto.

—Sí, ladridos...

—¡No es posible! —contestó el marino—. Y por otra parte, cómo, con los mugidos de la tempestad...

—Escuche... —insistió el periodista.

Pencroff escuchó más atentamente, y creyó, en efecto, en un instante de calma, oír ladridos lejanos.

—¡Y bien! —dijo Spilett, oprimiendo la mano del marino.

—¡Sí, sí! —contestó Pencroff.

—¡Es Top! ¡Es Top! —exclamó Harbert, que se acababa de levantar, y los tres se lanzaron hacia el orificio de las Chimeneas.

Les costó trabajo salir; el viento los rechazaba; pero, por fin, salieron y no pudieron tenerse en pie sino asiéndose a las rocas. Se miraban sin poder hablar.

La oscuridad era absoluta; el mar, el cielo y la tierra se confundían en una igual intensidad de tinieblas. Parecía que no había un átomo de luz difundida en la atmósfera.

Durante algunos minutos el corresponsal y sus compañeros permanecieron así, como aplastados por la ráfaga, mojados por la lluvia, cegados por la arena. Después, oyeron una vez los ladridos en una calma de la tormenta y reconocieron que debían estar aún bastante lejos.

No podía ser más que Top el que ladraba así, pero ¿estaba solo o acompañado? Lo más probable era que estuviese solo, porque, admitiendo que Nab se hallara con él, se habría dirigido a las Chimeneas.

El marino oprimió la mano del periodista, del cual no podía hacerse oír, indicándole de aquel modo que esperase, y entró en el corredor.

Un instante después volvía a salir con una tea encendida y, agitándola en las tinieblas, lanzaba agudos silbidos.

A esta señal, que parecía esperada, los ladridos respondieron más cercanos y pronto un perro se precipitó en el corredor. Pencroff, Harbert y Gedeón Spilett entraron detrás de él. Echaron una brazada de leña seca sobre los carbones y el corredor se iluminó con una viva llama.

—¡Es Top! —exclamó Harbert.

En efecto, era Top, un magnífico perro anglonormando, que tenía de las dos razas cruzadas la ligereza de piernas y la finura del olfato, las dos cualidades por excelencia del perro de muestra. Era el perro del ingeniero Ciro Smith. ¡Pero estaba solo! ¡Ni su amo ni Nab lo acompañaban! Pero ¿cómo lo había podido conducir su instinto hasta las Chimeneas, que no conocía aún? ¡Esto parecía inexplicable, sobre todo en medio de aquella negra noche y de tal tempestad! Pero aún había otro detalle más inexplicable: Top no estaba cansado, ni extenuado, ni sucio de barro o arena...

Harbert lo había atraído hacia sí y le acariciaba la cabeza con sus manos. El perro le dejaba y frotaba su cuello sobre las manos del joven.

—¡Si ha aparecido el perro, el amo aparecerá también! —dijo el periodista. —¡Dios lo quiera! —contestó Harbert—. ¡Partamos! ¡Top nos guiará!

Pencroff no hizo ninguna objeción, comprendiendo que la llegada de Top desmentía sus conjeturas. —¡En marcha! —dijo.

Pencroff recubrió con cuidado el carbón del hogar, puso unos trozos de madera bajo las cenizas, de manera que, cuando volvieran, encontraran fuego, y, precedido del perro, que parecía invitarlo con sus ladridos, y seguido del corresponsal y del joven, se lanzó fuera, después de haber tomado los restos de la cena.

La tempestad estaba entonces en toda su violencia y quizá en su máximum de intensidad. La luna nueva entonces, por consiguiente, en conjunción con el sol, no dejaba filtrar la menor luz a través de las nubes. Seguir un camino rectilíneo era difícil; lo mejor era dejarse llevar del instinto de Top; así lo hicieron. El reportero y el muchacho iban detrás del perro, y el marino cerraba la marcha. No hubiera sido posible cambiar unas palabras. La lluvia no era muy abundante, porque se pulverizaba al soplo del huracán, pero el huracán era terrible.

Sin embargo, una circunstancia favorecía felizmente al marino y a sus dos compañeros: el viento venía del sudeste y, por consiguiente, les daba de espalda. La arena, que se levantaba con violencia, y que no hubiera podido soportarse, la recibían por detrás, y no volviendo la cara podían marchar sin que les incomodase. A veces caminaban más de prisa de lo que hubieran querido, para no caer; pero una inmensa esperanza redoblaba sus fuerzas; esta vez no corrían por la costa a la aventura. No dudaban de que Nab había encontrado a su amo y que había enviado a su fiel perro a buscarlos. Pero ¿estaba vivo el ingeniero, o Nab enviaba por sus compañeros para tributar los últimos deberes al cadáver del infortunado Smith?

Después de haber pasado el muro y la tierra alta de que se habían apartado prudentemente, Harbert, el periodista, y Pencroff se detuvieron para tomar aliento. El recodo de las rocas los abrigaba contra el viento, y respiraron más tranquilos después de aquella marcha de un cuarto de hora, que había sido más bien una carrera.

En aquel momento podían oírse, responderse y, habiendo el joven pronunciado el nombre de Ciro Smith, Top renovó sus ladridos, como si hubiera querido decir que su amo estaba salvado.

—Salvado, ¿verdad? —repetía Harbert—. ¿Salvado, Top? Y el perro ladraba para contestar.

Emprendieron de nuevo la marcha: eran cerca de las dos y media de la madrugada; la marea empezaba a subir e, impulsada por el viento, amenazaba ser muy fuerte. Las grandes olas chocaban contra los escollos y los acometían con tal violencia, que probablemente debían pasar por encima del islote, absolutamente invisible entonces.

Aquel largo dique no cubría la costa, que estaba directamente expuesta a los embates del mar.

Cuando el marino y sus compañeros se separaron del muro, el viento los azotó de nuevo con extremado furor.

Encorvados, dando la espalda a las ráfagas, marchaban de prisa, siguiendo a Top, que no vacilaba en la dirección que debía tomar. Subían hacia el norte, teniendo a su derecha una interminable cresta de olas, que se rompían con atronador ruido, y a su izquierda una oscura comarca de la cual era imposible distinguir su aspecto; pero comprendían que debía ser relativamente llana, porque el huracán pasaba por encima de sus cabezas sin rebotar sobre ellos, efecto que se producía cuando golpeaba en la muralla de granito.

A las cuatro de la mañana podía calcularse que habían recorrido una distancia de cinco millas. Las nubes se habían elevado ligeramente y no lamían ya el suelo. Las ráfagas, menos húmedas, se propagaban en corrientes de aire muy vivas, más secas y más frías. Insuficientemente protegidos por sus vestidos, Pencroff, Harbert y Gedeón Spilett debían sufrir cruelmente, pero ni una queja se escapó de sus labios. Estaban decididos a seguir a Top hasta donde quisiera conducirles el inteligente animal.

Hacia las cinco, comenzó a despuntar el día. Al principio, en el cenit, donde los vapores eran menos espesos, algunos matices grises ribetearon el extremo de las nubes, y pronto, bajo una banda opaca, una claridad luminosa dibujó netamente el horizonte del mar. La cresta de las olas se tiñó ligeramente de resplandores leonados, y la espuma se hizo más blanca. Al mismo tiempo, en la izquierda, las partes quebradas del litoral comenzaron a tomar un color confuso gris sobre fondo negro.

A las seis de la mañana era ya de día. Las nubes corrían con extrema rapidez en una zona relativamente alta. El marino y los compañeros estaban entonces a seis millas de las Chimeneas, siguiendo una playa muy llana, bordeada a lo largo por una fila de rocas, de las cuales emergían solamente las cimas, porque era la hora de pleamar. A la izquierda, la comarca que se veía cubierta de dunas erizadas de cardos ofrecía el aspecto salvaje de una vasta región arenosa. El litoral estaba poco marcado y no ofrecía otra barrera al océano que una cadena bastante irregular de montículos. Aquí y allí uno o dos árboles agitaban hacia el oeste las ramas tendidas hacia aquella dirección; y detrás, hacia el sudoeste, se redondeaba el lindero del último bosque.

En aquel momento Top dio signos inequívocos de agitación. Corría hacia delante, volvía hasta el marino y parecía incitarlo a ir más de prisa. El perro había abandonado entonces la playa impulsado por su admirable instinto y sin mostrar ninguna vacilación les metió entre las dunas. Le siguieron. El país parecía estar absolutamente desierto, sin que ningún ser vivo lo animase.

La linde de las dunas, bastante ancha, estaba compuesta de montículos y colinas caprichosamente distribuidas. Era como una pequeña Suiza de arena, y sólo un instinto prodigioso podía encontrar camino en aquel laberinto.

Cinco minutos después de haber abandonado la playa, el periodista y sus compañeros llegaron a una especie de excavación abierta en el recodo formado por una alta duna. Allí, Top se detuvo, dando un ladrido sonoro. Spilett, Harbert y Pencroff penetraron en aquella gruta. Nab estaba arrodillado, cerca de un cuerpo tendido sobre un lecho de hierbas.

Era el cuerpo del ingeniero Ciro Smith.

La isla misteriosa

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