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5. Una cerilla les abre nuevas ilusiones

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El primer cuidado de Pencroff, después que la pila de leña estuvo descargada, fue hacer las Chimeneas habitables, obstruyendo los corredores a través de los cuales se establecía la corriente de aire. Arenas, piedras, ramas entrelazadas y barro cerraron herméticamente las galerías de amp;, abiertas a los vientos del sur, aislando el anillo superior. Un solo agujero estrecho y sinuoso, que se abría en la parte lateral, fue dejado abierto, para conducir el humo fuera y que tuviese tiro la lumbre. Las Chimeneas quedaron divididas en tres o cuatro cuartos, si puede darse este nombre a cuevas sombrías, con las que una fiera apenas se habría contentado.

Pero allí no había humedad y un hombre podía mantenerse en pie, al menos en el cuarto del centro. Una arena fina cubría el suelo y podía servir perfectamente aquel asilo mientras se encontraba otro mejor.

Durante la tarea, Harbert y Pencroff hablaban:

—Quizá —decía el muchacho— nuestros compañeros habrían encontrado mejor instalación que la nuestra.

—¡Es posible —contestó el marino—, pero, en la duda, no te abstengas! ¡Más vale una cuerda más en tu arco que no tener ninguna!

—¡Ah! —prosiguió Harbert—, si traen a Smith, si lo encuentran, no me importa lo demás, y debemos dar gracias al cielo.

—¡Sí! —murmuraba Pencroff—. ¡Era todo un hombre!

—Era... —dijo Harbert—. ¿Es que desesperas de volverlo a ver?

—¡Dios me guarde de ello! —contestó el marino.

—Ahora —dijo— pueden volver nuestros amigos. Encontrarán un lugar confortable.

Faltaba establecer la cocina y preparar la cena; tarea sencilla y fácil. Al extremo del corredor de la izquierda, junto al estrecho orificio que se había dejado para chimenea, pusieron grandes piedras planas. El calor que no escapase con el humo sería suficiente para mantener dentro una temperatura conveniente. La provisión de leña fue almacenada en uno de los departamentos y el marino puso sobre las piedras de la hoguera algunos leños mezclados con ramas secas.

El marino se ocupaba de este trabajo, cuando Harbert le preguntó si tenía cerillas. —Ciertamente —contestó Pencroff—, y añadiré felizmente, porque sin cerillas o sin yesca nos hubiéramos visto muy apurados.

—¡Bah! Haríamos fuego como los salvajes —contestó Harbert—, frotando dos pedazos de leña seca el uno contra el otro.

—Bueno, haz la prueba, y veremos si consigues otra cosa que romperte los brazos.

—No obstante, es un procedimiento muy sencillo y muy usado en las islas del Pacífico.

—No digo que no —contestó Pencroff—, pero los salvajes conocen la manera de usarlo y emplean madera especial, porque más de una vez he querido procurarme fuego de esa suerte y no lo he conseguido nunca. Confieso que prefiero las cerillas. ¿Dónde están mis cerillas?

Pencroff buscó en su chaleco la caja de cerillas, que no abandonaba nunca, ya que era un fumador rabioso. No la encontró. Buscó en los bolsillos del pantalón y tampoco halló nada, con lo cual llegó al colmo su estupor.

—¡Buena la hemos hecho! —dijo mirando a Harbert—. Se habrá caído de mi bolsillo y la he perdido. Tú, Harbert, ¿no tienes nada, ni eslabón, ni nada que pueda hacer fuego? —¡No, Pencroff!

El marino salió seguido del joven, rascándose la frente.

En la arena, en las rocas, cerca de la orilla del río, por todas partes buscaron con el mayor cuidado, pero inútilmente. La caja era de cobre y no hubiera podido escapar a sus miradas.

—Pencroff —preguntó Harbert—, ¿no has tirado la caja desde la barquilla?

—Ya me guardé bien —contestó el marino—; pero, cuando ha sido uno sacudido como nosotros por los aires, un objeto tan pequeño puede haber desaparecido. ¡Mi pipa! ¡También me ha abandonado! ¡Diablo de caja! ¿Dónde puede estar?

—El mar se retira —dijo Harbert—; corramos al sitio donde tomamos tierra.

Era poco probable que se encontrase la caja, que las olas habían debido arrastrar por los guijarros durante la alta marea; sin embargo, nada se perdía con buscarla. Harbert y Pencroff se dirigieron rápidamente hacia el lugar donde habían tomado tierra el día anterior, a doscientos pasos más o menos de las Chimeneas.

Allí, entre los guijarros y entre los huecos de las rocas, registraron minuciosamente, pero en vano. Si la caja hubiera caído en aquella parte, habría sido arrastrada por las olas. A medida que el mar se retiraba, el marino registraba todos los intersticios de las rocas, sin encontrar nada. Era una pérdida grave en aquellas circunstancias, y por el momento, irreparable.

Pencroff no ocultó su vivo descontento. Su frente se había arrugado gravemente y no pronunciaba ni una palabra. Harbert quería consolarle haciéndole observar que probablemente las cerillas estarían mojadas por el agua del mar y que no valdrían.

—No —contestó el marino—. Están dentro de una caja de cobre que cierra muy bien. ¿Y, ahora, cómo nos las arreglaremos?

Ya encontraremos algún medio de procurarnos fuego —dijo Harbert—. Smith y Spilett no serán tan tontos como nosotros.

—Sí —respondió Pencroff—, pero mientras estamos sin fuego, y nuestros compañeros no encontrarán más que una triste cena a su vuelta.

—Pero —dijo vivamente Harbert-¡es imposible que no traigan cerillas o yesca!

—Lo dudo —respondió el marino sacudiendo la cabeza—. En primer lugar, Nab y Smith no fuman, y temo que Spilett haya preferido conservar su carnet y su lápiz en vez de la caja de cerillas.

Harbert no contestó. La pérdida de la caja era evidentemente un hecho sensible; sin embargo, el joven contaba con poder procurarse fuego de una manera u otra. Pencroff, hombre más experimentado, a quien no le asustaban las dificultades grandes y pequeñas, no era del mismo parecer; pero, de todos modos, no había más que un partido: esperar la vuelta de Nab y del periodista, renunciando a la cena de huevos, que quería prepararles. El régimen de carne cruda no le parecía, ni para ellos ni para él mismo, una perspectiva agradable.

Antes de volver a las Chimeneas, el marino y Harbert, previniendo el caso de que el fuego les faltara definitivamente, hicieron una nueva recogida de litodomos y volvieron silenciosamente a su morada. Pencroff, con los ojos fijos en el suelo, seguía buscando su caja. Remontó la orilla izquierda del río desde su desembocadura hasta el ángulo en que la almadía estaba amarrada; volvió a la meseta superior, la recorrió en todos los sentidos, y registró las altas hierbas y la orilla del bosque; pero en vano.

Eran las cinco de la tarde cuando Harbert y el marino entraron en las Chimeneas. Es inútil decir que registraron todos los corredores hasta los más oscuros rincones, y que tuvieron que renunciar decididamente a sus pesquisas.

Hacia las seis, en el momento en que el sol desaparecía detrás de las altas tierras del oeste, Harbert, que iba y venía por la playa, anunció la vuelta de Nab y de Gedeón Spilett.

¡Volvían solos!... Al joven se le encogió el corazón; el marino no se había equivocado en sus presentimientos. ¡No habían encontrado al ingeniero Ciro Smith!

El corresponsal, al llegar, se dejó caer sobre una roca sin decir palabra. Rendido de cansancio y muerto de hambre, no tenía fuerzas para hablar.

En cuanto a Nab, sus ojos enrojecidos probaban cuánto había llorado, y las nuevas lágrimas que no podía retener decían demasiado claramente que había perdido toda esperanza.

El reportero hizo relación de las pesquisas que habían practicado para encontrar a Ciro Smith. Nab y él habían recorrido la costa en un espacio de más de ocho millas, y, por consiguiente, mucho más allá de donde se había efectuado la penúltima caída del globo, caída a la que siguió la desaparición del ingeniero y del perro Top. La playa estaba desierta. Ningún rastro, ningún vestigio. Ni un guijarro fuera de su sitio, ni un indicio sobre la arena, ni una señal de pie humano en toda aquella parte del litoral. Era evidente que ningún habitante frecuentaba aquella parte de la costa. El mar estaba también desierto como la orilla, y, sin embargo, era allí, a algunos centenares de pies de la costa, donde el ingeniero había encontrado su tumba.

En aquel momento, Nab se levantó y con una voz que denotaba los sentimientos de esperanza que quedaban en él exclamó:

—¡No!, ¡no!, ¡no está muerto! ¡No!, ¡no puede ser! ¡El, morir! Yo o cualquier otro hubiera sido posible, ¡pero él, jamás! ¡Es un hombre que sabe librarse de todo!

Después las fuerzas le abandonaron.

—¡Ah!, ¡no puedo más! —murmuró.

Harbert corrió hacia él.

—Nab —dijo el joven—, ¡lo encontraremos! ¡Dios nos lo devolverá! ¡Pero, entretanto, necesita reponerse! ¡Coma, coma un poco, se lo ruego!

Y, al decir esto, le ofrecía al pobre negro unos puñados de mariscos, triste e insuficiente alimento.

Nab no había comido desde hacía muchas horas, pero rehusó. Privado de su dueño, Nab ¡no quería ni podía vivir!

En cuanto a Gedeón Spilett, devoró los moluscos y después se tendió sobre la arena, al pie de una roca. Estaba extenuado, pero tranquilo.

Entonces Harbert se aproximó a él y, tomándole la mano, le dijo:

—Señor, hemos descubierto un abrigo en donde estará mejor que aquí. La noche se acerca; venga a descansar; mañana veremos...

El corresponsal se levantó y, guiado por el joven, se dirigió a las Chimeneas.

En aquel momento Pencroff se acercó a él y con el tono más natural del mundo le preguntó si por casualidad le quedaba alguna cerilla.

Gedeón Spilett se detuvo, registró sus bolsillos, no encontró nada y dijo: —Tenía, pero he debido tirarlas...

El marino llamó entonces a Nab, le hizo la misma pregunta y recibió la misma respuesta.

—¡Maldición! —exclamó el marino, sin contenerse.

El reportero lo oyó y, acercándose a él, le preguntó:

—¿No tiene una cerilla?

—Ni una, y por consiguiente no hay fuego.

—¡Ah! —exclamó Nab—, si estuviera mi amo, él sabría hacerlo.

Los cuatro náufragos quedaron inmóviles y se miraron no sin inquietud. Harbert fue el primero en romper el silencio diciendo:

—Señor Spilett, usted es fumador y siempre ha llevado cerillas. Quizá no ha buscado bien... Busque aún; una nos bastaría.

El periodista volvió a registrar los bolsillos del pantalón, del chaleco, del gabán, y al fin, con gran júbilo de Pencroff y no menos sorpresa suya, sintió un pedacito de madera en el forro del chaleco. Sus dedos lo habían sentido a través de la tela, pero no podían sacarlo. Como debía ser una cerilla y no había más, había que evitar se encendiese prematuramente.

—¿Quiere usted que yo la saque? —dijo el joven Harbert.

Y muy diestramente, sin romperlo, logró extraer aquel pedacito de madera, aquel miserable y precioso objeto, que para aquellas pobres gentes tenía tan grande importancia. Estaba intacto.

—¡Una cerilla! —exclamó Pencroff—. ¡Ah! Es como si tuviéramos un cargamento entero.

Lo tomó y, seguido de sus compañeros, regresó a las Chimeneas.

Aquel pedacito de madera que en los países habitados se prodiga con tanta indiferencia, y cuyo valor es nulo, exigía en las circunstancias en que se hallaban los náufragos una gran precaución. El marino se aseguró de que estaba bien seco. Después dijo: —Necesitaría un papel.

—Tenga usted —respondió Gedeón Spilett, que, después de vacilar, arrancó una hoja de su cuaderno.

Pencroff tomó el pedazo de papel que le tendía el periodista y se puso de rodillas delante de la lumbre. Tomó un puñado de hierbas y hojas secas y las puso bajo los leños y las astillas, de manera que el aire pudiera circular libremente e inflamar con rapidez la leña seca.

Dobló el papel en forma de corneta, como hacen los fumadores de pipa cuando sopla mucho el viento, y lo introdujo entre la leña. Tomó un guijarro áspero, lo limpió con cuidado y con latido de corazón frotó la cerilla conteniendo la respiración.

El primer frotamiento no produjo ningún efecto; Pencroff no había apoyado la mano bastante, temiendo arrancar la cabeza de la cerilla.

—No, no podré —dijo—; me tiembla la mano... La cerilla no se enciende... ¡No puedo..., no quiero!

Y, levantándose, encargó a Harbert que lo reemplazara.

El joven no había estado en su vida tan impresionado. El corazón le latía con fuerza. Prometeo, cuando iba a robar el fuego del cielo, no debía de estar tan nervioso. No vaciló, sin embargo, y frotó rápidamente en la piedra. Oyóse un pequeño chasquido y salió una ligera llama azul, produciendo un humo acre. Harbert volvió suavemente el palito de madera, para que se pudiera alimentar la llama, y después aplicó la corneta de papel; éste se encendió y en pocos segundos ardieron las hojas y la leña seca.

Algunos instantes después crepitaba el fuego, y una alegre llama, activada por el vigoroso soplo del marino, se abría en la oscuridad.

—¡Por fin! —exclamó Pencroff, levantándose—, ¡en mi vida me he visto tan apurado!

El fuego ardía en la lumbre formada de piedras planas; el humo se escapaba por el estrecho conducto; la chimenea tiraba, y no tardó en esparcirse dentro un agradable calor.

Mas había que impedir apagar el fuego y conservar siempre alguna brasa debajo de la ceniza. Pero esto no era más que una tarea de cuidado y atención, puesto que la madera no faltaba y la provisión podría ser siempre renovada en tiempo oportuno.

Pencroff pensó primeramente en utilizar la lumbre para preparar una cena más alimenticia que los litodomos. Harbert trajo dos docenas de huevos. El corresponsal, recostado en un rincón, miraba aquellos preparativos sin decir palabra. Tres pensamientos agitaban su espíritu. ¿Estaba vivo Ciro Smith? Si vivía, ¿dónde se hallaba? Si había sobrevivido a la caída, ¿cómo explicar que no hubiese encontrado medio de dar a conocer su presencia? En cuanto a Nab, vagaba por la playa como un cuerpo sin alma.

Pencroff, que conocía cincuenta y dos maneras de arreglar los huevos, no sabía cuál escoger en aquel momento. Se tuvo que contentar con introducirlos en las cenizas calientes y dejarlos endurecer a fuego lento.

En algunos minutos se verificó la cocción y el marino invitó al corresponsal a tomar parte de la cena. Así fue la primera comida de los náufragos en aquella costa desconocida. Los huevos endurecidos estaban excelentes, y como el huevo contiene todos los elementos indispensables para el alimento del hombre, aquellas pobres gentes se encontraron muy bien y se sintieron confortados.

¡Ah!, ¡si no hubiera faltado uno de ellos a aquella cena! ¡Si los cinco prisioneros escapados de Richmond hubieran estado allí, bajo aquellas rocas amontonadas, delante de aquel fuego crepitante y claro, sobre aquella arena seca, quizá no hubieran tenido más que hacer que dar gracias al cielo! ¡Pero el más ingenioso, el más sabio, el jefe, Ciro Smith, faltaba y su cuerpo no había podido obtener una sepultura! Así pasó el día 25 de marzo. La noche había extendido su velo. Se oía silbar el viento y la resaca monótona batir la costa. Los guijarros, empujados y revueltos por las olas, rodaban con un ruido ensordecedor.

El corresponsal se había retirado al fondo de un oscuro corredor, después de haber resumido y anotado los incidentes de aquel día: la primera aparición de aquella tierra, la desaparición del ingeniero, la exploración de la costa, el incidente de las cerillas, etc., y, ayudado por su cansancio, logró encontrar un reposo en el sueño.

Harbert se durmió pronto. En cuanto al marino, velando con un ojo, pasó la noche junto a la lumbre, a la que no faltó combustible. Uno solo de los náufragos no reposaba en las Chimeneas; era el inconsolable, el desesperado Nab, que, toda la noche y a pesar de las exhortaciones de sus compañeros que le invitaban a descansar, erró por la playa llamando a su amo.

La isla misteriosa

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