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IV

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A las siete y veinticinco, Phileas Fogg, después de haber ganado unas veinte guineas al whist, se despidió de sus honorables colegas y abandonó el Reform-Club.

Passepartout, que había empezado a estudiar concienzudamente el programa de sus actividades, quedó sorprendido al ver a su amo culpable de inexactitud acudir a tan inusitada hora, pues, según la nota, el inquilino de Saville Row no debía volver sino a medianoche.

Phileas Fogg subió a su cuarto y llamó a su sirviente: ¡Passepartout!

Passepartout no respondió, porque no creyó que pudieran llamarlo. No era la hora.

—¡Passepartout! —repuso el señor Fogg sin gritar más que antes.

Passepartout apareció. —Es la segunda vez que te llamo —dijo el señor Fogg. —Pero no son las doce —respondió Passepartout sacando el reloj. —Lo sé, no te culpo. Partimos dentro de diez minutos

para Dover y Calais. Al rostro redondo del francés asomó una especie de

mueca. Era evidente que había oído mal. —¿El señor va a viajar? —preguntó. —Sí —respondió Phileas Fogg—. Vamos a dar la vuelta al mundo. Passepartout, con los ojos excesivamente abiertos, los párpados y las cejas en alto, los brazos caídos, el cuerpo abatido, ofrecía entonces todos los síntomas del asombro llevado hasta el estupor.

—¡La vuelta al mundo! —dijo entre dientes.

—En ochenta días —respondió el señor Fogg—. No tenemos un momento que perder.

—¿Y el equipaje? —dijo Passepartout, moviendo, sin saber lo que hacía, su cabeza de derecha a izquierda.

—No hay equipaje. Sólo un saco de noche, con dos camisas y tres pares de medias, lo mismo para ti. Ya compraremos ropa en el camino. Baja mi impermeable y mi manta de viaje y un buen calzado, aunque no andaremos mucho a pie. ¡Date prisa!

Passepartout hubiera querido responder, pero no pudo. Salió del cuarto del señor Fogg, subió al suyo, cayó sobre una silla, dijo para sí: —¡Esto sí que es... ! ¡Yo que quería estar tranquilo!

Y maquinalmente hizo los preparativos de viaje. ¡La vuelta al mundo en ochenta días!

¿Estaba su amo loco? No. ¿Era broma? Si iban a Dover, bien. A Calais, conforme. En suma, esto no podía contrariar al buen muchacho, que no había pisado el suelo de su patria en cinco años. Quizás se llegaría hasta París, y ciertamente que volvería a ver con gusto la gran capital, porque un caballero tan economizador de sus pasos se detendría allí indudablemente; pero no era menos cierto que partía este caballero tan casero hasta entonces.

A las ocho, Passepartout había preparado el modesto saco que contenía su ropa y la de su amo; y después, perturbado todavía de espíritu, salió del cuarto, cerró cuidadosamente la puerta, y se reunió con el señor Fogg.

Phileas Fogg ya estaba listo. Llevaba debajo del brazo el Brandshaw’s Continental Railway, Steam Transit and General Guide, que debía suministrar todos los horarios de los barcos y los ferrocarriles. Tomó el saco de las manos de Passepartout, lo abrió, y deslizó en él un paquete de esos hermosos billetes de banco que corren en todos los países.

—¿No has olvidado nada? —preguntó. —Nada, señor. —¿Mi impermeable y mi capa? —Aquí están.

—¡Bien! Toma este saco —el señor Fogg entregó el saco a Passepartout. —Y cuídalo mucho —añadió—. Hay veinte mil libras dentro.

Por poco se escapó el saco de las manos de Passepartout, como si las veinte mil libras hubieran sido oro y pesado considerablemente.

Amo y el criado bajaron entonces, y la puerta de la calle se cerró con doble vuelta. Al final de Saville Row tomaron un taxi y se dirigieron rápidamente a la estación de Charing Cross. A las ocho y veinte, el taxi se detuvo un poco antes de la estación. Passepartout bajó, seguido de su amo quien, después de pagar al chofer, estaba a punto de entrar a la estación cuando una pobre mendiga con un niño de la mano, con los pies descalzos en el lodo, y cubierta con un sombrero desvencijado, del cual colgaba una pluma lamentable, y con un chal hecho jirones sobre sus andrajos, se acercó a el señor Fogg y le pidió limosna.

Phileas Fogg sacó del bolsillo las veinte guineas que acababa de ganar al juego, y dándoselas a la mendiga, le dijo:

—Tome, buena mujer, me alegro de haberla encontrado. —Y pasó de largo.

Passepartout tuvo como una sensación de humedad alrededor de sus ojos. La acción de su amo había tocado su corazón susceptible.

Después de haber comprado dos boletos en primera clase a París, entraron en la gran sala de la estación y donde se encontró con sus cinco amigos del Reform-Club.

—Señores, me voy; y como he de visar mi pasaporte en diferentes puntos, eso les servirá para comprobar mi itinerario. —Oh, señor Fogg —respondió cortésmente Ralph— eso es innecesario. Confiaremos en su palabra, como un caballero de honor.

—No olvide cuando debe estar de vuelta —observó Stuart.

—Dentro de ochenta días —respondió el señor Fogg—; el sábado 21 de diciembre de 1872 a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche. Hasta entonces, señores.

A las ocho y cuarenta, Phileas Fogg y su criado tomaron asiento en el mismo compartimento. A las ocho y cuarenta y cinco resonó un silbido, y el tren se puso en marcha.

La noche estaba oscura. Caía una lluvia menuda. Phileas Fogg, arrellanado en un rincón, no hablaba. Passepartout, atolondrado todavía, oprimía sobre sí el saco con los billetes de banco.

Pero el tren no había pasado aún de Sydenham cuando Passepartout dio un verdadero grito de desesperación.

—¿Qué es lo que pasa? —Preguntó el señor Fogg. —Que en mi precipitación... he olvidado... —¿Qué? —¡Apagar el gas de mi cuarto!

—Pues muy bien, muchacho —respondió fríamente el señor Fogg—, se quemará a tu expensa.

La vuelta al mundo en 80 días

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