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Prólogo

Basta un somero análisis del Nuevo Testamento para concluir que el meollo del mensaje proclamado por los primeros predicadores cristianos fue el señorío de Jesucristo. Para ellos, no había duda de que a Aquel que voluntariamente marcara como límite de su humillación la muerte vergonzosa de la cruz, Dios le había dado el más alto honor y el nombre más importante de todos: Kyrios, Señor. Y, nutridos de la esperanza de que un día la soberanía de Jesucristo sería reconocida universalmente, se esparcieron por el mundo con las buenas nuevas de que “todos los que invocan el nombre del Señor serán salvados”. Es que Jesús mismo les había dicho: “A mí se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, a las gentes de todas las naciones y háganlos mis discípulos”.

Jesucristo es el Señor: esto fue punto de partida a la vez que meta, confesión al mismo tiempo que mensaje, de la misión cristiana en tiempos neotestamentarios. Pero fue también el fundamento sobre el cual la iglesia de los primeros siglos erigió, mediante la reflexión teológica, una fortaleza para hacer frente a los desafíos representados sucesivamente por el judaísmo, el culto imperial y la filosofía pagana. Así lo demuestra este pequeño libro.

Se trata estrictamente de un ensayo histórico. Como tal, se caracteriza por la ya conocida seriedad del autor de esas dos obras monumentales: la Historia del pensamiento cristiano y la Historia de las misiones. Otra vez Justo L. González ha demostrado que en él la iglesia cuenta actualmente con uno de los más competentes narradores de su historia.

Decía José de la Luz y Caballero que “la infancia gusta de oír la historia; la juventud, de hacerla, y la vejez, de contarla”. González parece decirnos que no es necesario esperar la vejez para contar la historia y que, antes de tratar de hacerla, la juventud debe ejercitarse en el arte de escucharla. Su invitación a hurgar en el pasado es urgente, puesto que se dirige a una “iglesia joven” —la iglesia en Latinoamérica— que ha perdido casi por completo la memoria de su origen y desarrollo históricos.

Efectivamente, en estas tierras es muy poco lo que sabemos de nuestro pasado. Tenemos un conocimiento vago de los comienzos de la iglesia según Los Hechos de los Apóstoles y una noción superficial de la Reforma, eso es todo. Los “padres de la iglesia” o los “apologistas griegos” pertenecen a épocas pretéritas y nos tienen sin cuidado; las herejías de los primeros siglos, como el docetismo, el gnosticismo y el ebionismo, a lo mucho las conocemos de nombre. En una palabra, carecemos de perspectiva histórica. Por lo mismo, estamos mal equipados para hacer frente a las cuestiones que el mundo moderno nos plantea como cristianos. Somos una iglesia sin reflexión teológica, lo cual equivale a decir: una iglesia que fácilmente se convierte en presa de las ideologías de turno o los entusiasmos del momento. “Sin mucha teología es posible tener un hombre pero no una iglesia fiel a Dios. Será primero una iglesia débil y luego una iglesia mundana; no tendrá la firmeza nece­saria para resistir la superficialidad del mundo, sus claras definiciones y sus métodos positivos” (P. T. Forsyth).

En este contexto, la labor literaria de González tiene una importancia singular: es una recuperación de la memoria de nuestro pasado como movimiento histórico y como pueblo de Dios. Y esta toma de conciencia del pasado no puede menos que colocarnos en mejores condiciones para el cumplimiento de la misión que como iglesia tenemos en el presente. En el caso de este libro, lo que el autor nos ofrece es más que un nuevo ensayo histórico: es un modelo para la reflexión teológica. A riesgo de caer en una simplificación, nos atrevemos a sugerir brevemente tres pautas que se podrían derivar de ese modelo y que tienen vigencia para la teología de hoy:

1. Pensar teológicamente es pensar desde el punto de vista de Dios, que nos es dado en la revelación, lo cual equivale a pensar desde la perspectiva del Señor Jesucristo, en quien se revela Dios. En otras palabras, el punto de partida de la teología es Jesucristo.

2. La teología solo tiene sentido cuando se pone al servicio de la iglesia. No es un fin en sí, sino un medio para la confirmación de los creyentes y la comunicación del evangelio. Tiene sentido en función de la vida y misión de la iglesia.

3. La teología cumple su propósito en cuanto toma en serio los desafíos que el mundo contemporáneo pre­senta a la fe cristiana. La respuesta a los interrogantes del hombre de hoy, no puede limitarse a apelar a la experiencia cristiana, sino que debe dar “razón de la esperanza” que tienen los seguidores de Jesucristo.

Es probable que el lector avisado discierna en las páginas de este libro otros lineamientos para la teología, aparte de los que aquí señalamos. Basten estos para sub­rayar la actualidad del estudio histórico de esa vieja confesión con que la iglesia primitiva encaró los desafíos de su tiempo: Jesucristo es el Señor.

A su manejo magistral de las herramientas de la investigación científica, González une la claridad propia de un escritor acabado. En contenido y en forma, este libro, aunque pequeño, es un valioso aporte a la literatura evangélica latinoamericana.

C. René Padilla

Buenos Aires, abril de 1971.

Jesucristo es el Señor

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