Читать книгу El escándalo del millonario - Kat Cantrell - Страница 6

Capítulo Dos

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Phillip no se apartó del lado de Alex en toda la noche.

Era algo dulce y embriagador. Ella perdió la noción del espacio y el tiempo y, como le había dicho él, se olvidó del resto de los invitados, que la estarían juzgando.

Phillip era un hombre increíble, que la hacía sentirse especial. Su alma hambrienta devoraba la atención que le ofrecía y reclamaba más.

Podría acostumbrarse sin problema a ser el centro del mundo de Phillip, al brillo de sus ojos azules al mirarla, a lo ligero que sentía el corazón cuando él…

Alguien le dio un golpecito en el hombro, y se sobresaltó. Miró hacia atrás. Era Cass. Alex casi se había olvidado de la presencia de su amiga en la fiesta.

Phillip la saludó asintiendo con la cabeza.

–Señorita Claremont, lamento no haberle dicho antes que está usted radiante. Gage es un hombre afortunado.

–Sí, ha estado usted muy ocupado para fijarse en mí –afirmó Cass con descaro–. Me aseguraré de que Gage me lo compense después.

Alex tuvo ganas de abofetearla, pero para eso tendría que quitar las manos de los hombros de Phillip.

–Necesito hablar con Alex –explicó Cass, y Alex estuvo a punto de sollozar cuando Phillip la soltó.

Cass se la llevó al tocador y saludó a dos actrices de Hollywood que salían cuando llegaban ellas. Alex no sabía quiénes eran, pero las celebridades vivían en un mundo al que ella no pertenecía. Cass, por el contrario, no solo sabía cómo se llamaban, sino que pertenecía al mundo de la gente guapa que nunca decía nada inadecuado.

Alex no estaba celosa, sencillamente, era un hecho. Quería a la directora general de Fyra como a una hermana. Cass había insistido en que se hiciera cargo de la dirección financiera de la empresa, a pesar de que sabía que, por ser una adolescente rebelde, había sido juzgada y podía haber ido a la cárcel.

Estaba en deuda con ella por haberse arriesgado a hacerla socia de la empresa y, si era necesario, se sumergiría en los números hasta la muerte.

Sin embargo, eso no implicaba que le perdonara la interrupción.

–¿Qué es eso tan importante? –masculló en cuanto se hubo cerrado la puerta del tocador. Estaban solas–. Estaba bailando.

Cass enarcó las cejas.

–Sí, ya lo he visto. Pero Gage y yo nos vamos.

–¿Ya? –Alex había ido a la fiesta en el coche de ellos, porque Gage le había asegurado que había sitio de sobra.

Mientras iban hacia allí, había estado pensando en cómo volvería, ya que pensaba marcharse pronto de la fiesta. Estaba segura de que acudir a la fiesta de Phillip era la peor idea que había tenido en su vida. Era curioso cómo habían cambiado las tornas.

–Es medianoche –afirmó Cassandra señalando el reloj de pared–. Tenemos un hijo que no sabe de horarios y que se despertará a las seis de la mañana.

Alex miró el reloj consternada, con la esperanza de que indicara alguna hora menos. Pero las manecillas no se habían movido. ¿Por qué era ya medianoche? Esa noche no debería acabar nunca porque, por la mañana, ella volvería a ser invisible.

–Habéis contratado a una niñera –dijo a la desesperada–. ¿No puede ella levantar a Robbie?

Era una extraña conversación. Robbie era el hijo que Gage Branson tenía de una relación anterior. Alex nunca hubiera creído que Cass iniciaría una relación sentimental con un padre soltero.

Sin embargo, Gage y ella eran muy felices. Eran muy optimistas al haberse enamorado, a pesar de todas las complicaciones. Alex esperaba que, contra todo pronóstico, tuvieran juntos una vida larga y feliz.

Cass se echó a reír negando con la cabeza.

–Me gusta ser yo la que lo levante, siempre que puedo, ya que Gage y yo, de momento, vivimos en ciudades distintas. Si quieres quedarte, no tienes más que decírmelo. Puedes tomar un taxi para volver.

Así era Cassandra, la que solucionaba los problemas.

–No puedo quedarme –dijo Alex.

Cass sacó del bolso el ultimo pintalabios lanzado por Fyra Cosmetics y se retocó los labios.

–¿Por qué?

Porque la idea de quedarse sin la red protectora de su amiga le producía casi pánico. Aquello era una fiesta, un sitio en el que se sentía muy incómoda.

Mientras bailaba con Phillip no se hacía idea de cómo pretendía él acabar la noche. ¿Y si había malinterpretado los indicios? No tenía mucha práctica en esas cosas.

Se sentía muy bien cuando él le reía los chistes o se mostraba galante. Nunca tenía bastante de esas atenciones. Que le gustaran tanto era probablemente el mejor motivo para alejarse de aquella posible relación, antes de que la cosa fuera a más. Encapricharse de un hombre con esa rapidez solo podía crearle problemas.

–No quiero que las cosas se compliquen entre Phillip y yo.

–Cariño, las cosas ya se han «complicado» –Cass acompañó la palabra entrecomillándola con los dedos, toda una hazaña, considerando que seguía teniendo el pintalabios en la mano–. Te guste o no. Has venido a la fiesta únicamente por él. Te gusta y quieres ver hasta dónde vais a llegar. ¿Me equivoco? Si no, ¿por qué iba a haber dedicado tanto tiempo a convencerte para que te pusieras ese vestido?

–Me gusta Phillip, pero…

–No me digas que es otra vez por tu madre. No eres ella. Que tu padre fuera una rata no significa que todos los hombres lo sean.

Alex apretó los labios. Era cierto que el divorcio de sus padres tenía mucho que ver con su cautela, pero Cass no entendía el profundo daño que le había causado y su influencia en muchas de las decisiones que había tomado y que seguía tomando.

A Alex la habían detenido en la adolescencia porque intentaba vengarse de sus padres por haberse separado. Después, cuando su madre la hubo enderezado con mucha paciencia, se dio cuenta de que las cosas no eran blancas o negras, como suponía. Por eso, los sentimientos no debían intervenir en una relación.

El amor era confuso y complicado.

Era mucho mejor pasar desapercibida y centrarse en las cifras del balance general de Fyra.

–¿Quieres quedarte? –le preguntó Cass a bocajarro. No cabía error posible sobre lo que verdaderamente le estaba preguntando.

Quedarse significaba dar luz verde a Phillip. La llevaba contemplando toda la noche como un caballero, sin presionarla, pero no había que ser un genio para percatarse de que el senador quería algo más que bailar.

De no haber sido Cass, Alex habría mentido.

–Sí, pero…

–Pero nada –Cass la agarró de los hombros. Con tacones, ambas medían casi lo mismo–. Lo estás poniendo muy difícil. Nadie te pide que te cases con él. Se trata de este momento, de ese hombre y de lo que deseas. Ve a por él.

Alex se sintió algo más tranquila.

Parecía muy sencillo. No debía preocuparse por lo que no podía controlar, sino limitarse a disfrutar de la atención que le proporcionaba un hombre por el que llevaba semanas babeando. No debía suponer que él buscaba algo más que sexo; mejor incluso, debía conseguir que este fuera tan bueno que él perdiera todo interés en lo que no fuera lo bien que se hacían sentir mutuamente.

¿Qué mal había en tener una breve aventura con un hombre del que se había encaprichado? La magia no tenía por qué acabar a medianoche.

Se estremeció. Llevaba mucho tiempo sin tener sexo que no fuera con un aparato a pilas, y Phillip era muy adecuado para reintroducirla en los placeres de la carne. Al fin y al cabo, era un excelente ejemplar de la especie.

–Despídeme de Gage –dijo con firmeza–. Tengo que seducir a un senador.

Alex se había marchado hacía cinco minutos, pero ya se había formado una cola de gente para hablar con Phillip de cosas importantes y urgentes. Una de esas personas era su padre, al que llevaba más de una semana sin ver fuera de Washington. De todos modos, sus caminos no solían cruzarse, ya que su padre era miembro del Congreso.

Habían hablado de un proyecto secreto sobre energía, pero Phillip no podía concentrarse en lo que el congresista Robert Edgewood le decía, ya que buscaba con la mirada a Alex, de cuya compañía quería seguir disfrutando.

Por fin divisó su brillante vestido. Ya era hora. Lo invadió una sensación de anticipación, la misma que había tenido toda la velada con ella. Lo que había comenzado siendo una forma de conocerla mejor, se había convertido en algo más.

Se separó de su padre con educación.

–Discúlpame.

Se acercó a Alex y el resto de los invitados se esfumó. Se inclinó hacia su oído y aspiró su aroma a pera madura. ¿Tan terrible sería que la probara?

Consiguió contenerse a duras penas. Alex había estado en sus brazos toda la noche, que era justo lo que necesitaba para dejar de pensar en Gina, y ahora quería volver a tenerla contra su cuerpo, aunque solo fuera para bailar.

Le gustaba estar con ella, cómo se sentía a su lado. Estaría de acuerdo con lo que Alex decidiera sobre cómo acabar la noche, pero sabía que ella podría aliviarle el ansia que sentía en el abdomen.

–Tienes razón –le murmuró al oído–. El alcalde es un pesado.

–He intentado decírtelo –ella se rio quedamente.

–Ven conmigo. Quiero enseñarte una cosa.

Ansioso de estar a solas con ella, la condujo al piso superior, a una galería que daba al salón. Su abuelo le había regalado la antigua mansión, con buena parte del mobiliario intacto, al comprometerse con Gina.

Un antiguo canapé se apoyaba en la pared a la suficiente distancia de la barandilla para ocultarlos a la vista de los de abajo.

Se sentaron y él le puso la mano en la espalda.

–Desde aquí se ve el piso de abajo, pero ellos no pueden vernos.

–Muy conveniente –Alex carraspeó–. Gage y Cass se marchan ya. Son ellos los que me han traído.

Phillip se sintió decepcionado. Aquello parecía definitivo.

¿Acaso había malinterpretado las largas y apasionadas miradas que ella le dirigía? Ahora la tenía donde quería que estuviera; bueno, más cerca del sitio al que quería llevarla.

–¿Me vas a dejar plantado? –preguntó tratando de mantener un tono alegre.

Probablemente fuera lo mejor. ¿Qué podía haber entre ellos? ¿Una breve aunque satisfactoria aventura en la que él, al final, se despediría? Una mujer como Alex se merecía promesas que él no podía hacerle. La trataría bien, desde luego, pero si una mujer intimaba con un hombre acababa queriendo enamorarse, casarse y ser dueña de su corazón. Phillip no podía ni quería hacerlo.

Gina había sido suficiente para él. A veces le abrumaba la tristeza por haberla perdido. Como le había sucedido ese día. Alex lo había distraído, y le estaba agradecido.

No obstante, cuando acabara la fiesta, la enorme mansión le parecería aún más vacía. No lo esperaba con agrado.

Alex lo miró con los labios levemente entreabiertos.

–En realidad, te iba a pedir que me llevaras a casa después, si no te importa.

«Después» era una palabra que le gustaba mucho, ya que contenía toda clase de interesantes posibilidades. Sonrió.

–Mi coche está a tu entera disposición, a cualquier hora.

–Parece que la fiesta se acaba –comentó ella. Él tardó unos segundos en dejar de mirar su hermoso rostro para ver a lo que se refería.

Miró hacia abajo. El salón estaba casi vacío. ¿Qué hora era? Había perdido la noción de todo: de la hora, los invitados y la gente con la que hubiera debido relacionarse. Y en menos de un minuto iba a tener que echar a los remolones como un mal anfitrión. Y lo peor de todo era que iba a encargar al mayordomo que fuera él quien los echara.

Hizo una seña a George, que estaba acompañando a los invitados a la puerta de forma coordinada con el aparcacoches.

George llevaba más de cuarenta años trabajando para los Edgewood, debido, sobre todo, a su especial capacidad para adivinar el pensamiento. Asintió y se acercó a los grupos de invitados que seguían en el salón para conducirlos a la puerta.

–En el momento justo, diría yo –afirmó Phillip.

–Estoy de acuerdo. Estaba deseando tenerte solo para mí.

Una corriente eléctrica se deslizó entre ambos y a él le recorrió la entrepierna y le despertó los sentidos.

–A no ser que prefieras que me vaya –añadió ella.

–¿Cómo puedes pensar eso?

Alex se mordió el labio inferior, una costumbre que él había observado en ella cuando trataba de decidir lo que iba a decir. No era que él se dedicara a mirarle la boca. Bueno, lo hacía más tiempo del debido, pero las reuniones que tenían sobre el proceso de aprobación por parte de la FDA eran interminables y ella se sentaba enfrente.

–Solo quería comprobarlo. No se me da muy bien darme cuenta de lo que quiere la gente.

Él se percató inmediatamente de lo que ella buscaba.

Le tomó el rostro entre las manos. Sus ojos verdes brillaban cálidos y esperanzados. Incluso la mancha marrón parecía vibrar bajo su escrutinio. Eso le produjo una punzada de puro deseo.

–Esta noche se trata de ser espontáneos –dijo él–. A ninguno de los dos se nos da bien, lo cual significa que no debe haber expectativas. Haz lo que desees.

Lo decía en serio. Si ella quería pasarse la noche hablando, le parecería bien. Claro que no iba a rechazar a una mujer que estuviera dispuesta a acostarse con él. Pero lo único que deseaba era estar con ella, aunque se daba cuenta de que era egoísta, ya que no podía ofrecerle gran cosa. También era consciente de que debería encaminar en otra dirección la búsqueda de una esposa de conveniencia.

Pero no tener expectativas implicaba que tampoco tenía que pensar en eso. Al menos, esa noche.

–Sin expectativas –dijo ella sonriendo aún más–. Me gusta. Me gusta que entiendas que me cuesta ser espontánea. Pero quiero que esto sea algo que los dos deseemos, suponiendo que sea lo mismo.

Él sonrió a su vez.

–Eso espero.

Una gran noche juntos sin compromiso ni ataduras, tomara la forma que tomara.

–¿Mañana no nos sentiremos raros? Seguimos trabajando juntos –le recordó ella–. A algunos les resulta difícil estar sentados frente a frente en la sala de reuniones, después de haber estado desnudos.

Muy bien. No había dudas de que ambos estaban pensando en lo mismo. El fuego de su entrepierna aumentó cuando deslizó la mano hasta la nuca de ella atrayéndola hacia sí para quitarle las horquillas del cabello.

Le quitó una y la tiró. Había pensado en hacerlo desde el momento en que pisaron la pista de baile.

–No, no nos sentiremos raros –murmuró–. Lo que pase en esta casa no saldrá de aquí.

Ella se estremeció y sacudió la cabeza. Él fue buscando las horquillas y quitándoselas una a una. Ella alzó la barbilla para traspasarlo con la mirada, mientras el cabello le caía por los hombros.

–¿Puedo contarte un secreto? –preguntó ella con voz ronca.

–Lo que quieras.

–A veces pierdo el hilo en las reuniones porque quiero echar a todos y dejar que me beses. Tal vez de pie y contra la mesa.

Él gimió al formársele la imagen en el cerebro sin impedimentos, ya que no le quedaba sangre en la cabeza para detenerla. Entendía a Alex perfectamente.

–Yo a veces pierdo el hilo porque me pongo a pensar en el sabor que tendrás aquí.

Le recorrió la línea del cuello con el dedo, comenzando por la oreja y acabando en la clavícula, para después sustituir el dedo por la boca. Su sabor le colmó los sentidos al hacer realidad su fantasía de saborearla.

Ella gimió y a él le sonó a música celestial.

Necesitaba más, más contacto, más música, más Alex.

La atrajo más hacia sí, casi hasta sentársela en el regazo. Al agarrarle el vestido se lo subió por encima de la cadera.

Y ella, sin saber cómo, se giró y acabó en su regazo, sentada a horcajadas. Sin decir nada, porque no podría haber hablado aunque le fuera la vida en ello, le agarró las nalgas y la alineó con su cuerpo, antes de unir su boca a la de ella.

El beso lo encendió por dentro produciéndole una descarga de adrenalina y un estado de euforia.

Quería más.

Se lo debió de comunicar a Alex telepáticamente, porque ella abrió la boca mientras movía las caderas sensualmente contra la excitación más intensa que él recordaba en mucho tiempo.

El deseo estalló en él y se situó en el punto de contacto entre sus cuerpos. Estuvo a punto de acabar antes de haber comenzado. Separó la boca de la de ella jadeando.

–Espera –murmuró levantándose con ella en brazos. Ella le enlazó las piernas en la cintura y él se dirigió con paso inseguro a su dormitorio mientras ella le besaba y le chupaba eróticamente el cuello. Él creyó que iba a volverse loco.

–Eso no es esperar –dijo con voz ronca mientras la dejaba en el suelo y cerraba la puerta con el pie.

–No tengo mucha paciencia –para demostrarlo, se volvió de espaldas mostrándole la cremallera del vestido.

Él se la bajó y el vestido cayó a los pies de ella mientras se volvía hacia él. Estaba desnuda. Y sus senos lo cautivaron.

Phillip profirió un improperio.

–¿Intentas acabar conmigo?

–No, intento llevarte a la cama. Parece que no lo estoy haciendo muy bien, ya que sigues vestido.

Él se echó a reír, se desvistió, la tomó en brazos y la dejó delicadamente en la cama. Se tumbó a su lado dejándose envolver por su fragante y afrutado aroma.

–Llevo mucho tiempo fantaseando con este momento –confesó ella.

Su sinceridad lo conmovió.

Notó una dulce calidez en el pecho mientras se miraban. Se suponía que aquello solo iba a ser un encuentro entre dos personas, sin expectativas. Pero se percató de que no iba a ser posible con alguien tan especial como Alexandra Meer.

Ella le despertaba emociones que hubiera jurado que estaban congeladas, sentimientos que no querría experimentar por otra mujer. Pero era difícil reprimirlos.

Ella le gustaba. Era inteligente y emprendedora, con un toque de vulnerabilidad que la diferenciaba de las mujeres que había conocido. Le había gustado desde que la había conocido.

Reconocía que a él le pasaba lo mismo.

–Yo también.

La besó y ella deslizó su suave pierna entre las de él, provocándolo, tentándolo y torturándolo a la vez. La deseaba tanto como parecía que ella a él.

Buscó en la mesilla de noche un preservativo. Estaba seguro de que quedaban desde la última vez que había llevado a una mujer a su casa, tal vez hiciera ocho meses. ¿Un año? Al principio no los encontró, pero, finalmente, halló uno.

Lo abrió, se lo puso y ella volvió a colocarse a horcajadas sobre él. Al cabo de una eternidad, él la penetró y sus cuerpos se unieron de golpe. La sensación fue tan maravillosa que Phillip apenas pudo soportarla. Ella era increíblemente exuberante y sensual.

Se movieron a un ritmo que les pareció nuevo y electrizante. Ella le daba tanto como recibía, y la mente de él se vació de todo salvo de devolverle el placer. Fueron elevándose cada vez más. Los gemidos de ella lo impulsaban a seguir. Alcanzaron el clímax a la vez.

Él apretó el cuerpo tembloroso de ella contra el suyo sin querer volver a soltarlo.

Seguía deseándola, a pesar de que acababan de terminar. Normalmente prefería recuperarse solo, pero no se cansaba de aquella mujer increíble.

Claro que la deseaba, pero el sexo no era el principio y el fin. Quería explorar la conexión que habían sentido desde el principio.

El sexo había sido tan estupendo como pensaba, pero creía que, con una vez, la atracción desaparecería y pasaría página. Se había equivocado de medio a medio. No había desaparecido, lo cual era un problema.

Debía lograr que ella se fuera de su cama antes de comenzar a ensayar mentalmente un precioso discurso para convencerla de que se quedara a pasar la noche. Era más que un aviso para que él se levantara. Nunca había dormido con una mujer que no fuera Gina. Y esa noche no iba a empezar.

Más tarde llevó a Alex a su casa personalmente, en vez de pedirle a Randy, el chófer, que lo hiciera. No se animaba a dejarla marchar. La noche había acabado demasiado pronto.

Y, aunque no podía darle todo lo que se merecía, no quería que Alex saliera de su vida.

Aunque habían dicho que no se crearían expectativas, eso no implicaba que no le pidiera que se volvieran a ver. Al fin y al cabo, no sabía lo que ella buscaba en una relación. ¿Cómo sabía que lo que le podía ofrecer no era suficiente, si no hablaban del asunto?

En la puerta de la casa de ella, al norte de Dallas, la besó para despedirse y volvió a mirar su hermoso rostro. Al día siguiente llevaría de nuevo vaqueros y camiseta.

Quería volver a verla, con independencia de lo que llevara puesto.

–¿Puedo llamarte? –preguntó con voz ronca–. Te invito a cenar.

Ella le sonrió.

–Acepto encantada.

Phillip repasó mentalmente su calendario y lanzó una maldición. Debía volver a Washington al día siguiente y no planeaba regresar a Dallas en un futuro próximo.

–No puedo darte una fecha, pero no es porque no quiera. Tengo que volver a Washington. El deber me llama.

–Recuerda, Phillip, nada de expectativas –ella le tomó el rostro entre las manos–. Me gusta estar contigo, pero no voy a sentarme al lado del teléfono a esperar a que llames. Tengo que dirigir una empresa. Yo también estoy ocupada. Llámame cuando tengas tiempo.

La miró un poco sorprendido. Ninguna de las mujeres que había conocido le hubiera dicho algo así. Alex era otra cosa.

–Eres muy amable.

Ella se encogió de hombros.

–Merece la pena esperarte.

Aquello era una locura. En vez de explorar su mutua atracción y tratar de eliminarla, estaba intentando hacer malabarismos con su horario para volver a verla. Debería regresar corriendo al coche y alejarse a toda velocidad en busca de una mujer más adecuada para ser la esposa que necesitaba.

Esa mujer entendería que no podía serle desleal a Gina, estaría a su lado en las reuniones sociales de Washington y se sentiría a gusto llevando un modelo de alta costura y maquillaje. La esposa que necesitaba entendería que su carrera exigía que ella sacrificara la suya.

Y, sobre todo, no le provocaría todas aquellos sentimientos confusos e inesperados.

Alex no era lo que necesitaba.

Su carrera lo era todo para él. Lo había salvado de ahogarse en la pena, hacía dos años. Con la vista puesta en la Casa Blanca, Alex solo le complicaría la vida.

No, no era la mujer que necesitaba, pero era todo lo que deseaba, lo cual la hacía verdaderamente peligrosa.

El escándalo del millonario

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