Читать книгу La tentación del millonario - Kat Cantrell - Страница 6
Capítulo Dos
ОглавлениеLa sangre huyó del cerebro de Dante.
¿Que estás… qué? –susurró.
–Embarazada –repitió ella.
–¿De un niño?
–La ciencia aún no ha conseguido cruzar el ADN humano con el de otra especie. Así que sí, de un niño. No quería decírtelo así, pero no me has dejado otra opción.
Él extendió la mano para buscar una superficie dura en que apoyarse, que fue una mesita de la habitación adyacente. Las piernas no lo hubieran sostenido mucho más tiempo.
–No lo entiendo. ¿Sales con alguien?
Era imposible. No podía haber nadie a quien ella respondiera con la misma intensidad que cuando la había besado; nadie a quien estuviera tan unida como hubiera jurado que lo estaba a él. Además, le hubiera contado que había un hombre en su vida. Pensó en la última vez que lo había hecho y tuvo que remontarse a la época universitaria.
Harper negó con la cabeza.
–No, ha sido inseminación artificial.
–¿Cómo se te ha ocurrido hacer algo así? –preguntó él con dureza.
Un niño necesitaba una familia, un padre. Ella quería ser madre soltera voluntariamente. Era inexcusable.
–No me interesa compartir la labor de educar a un hijo con nadie, así que me pareció perfecto recurrir a un donante dispuesto a renunciar a sus derechos paternos.
Aquello mejoraba por momentos; mejor dicho, empeoraba. Él rio sin alegría.
–Casi todo el mundo tiene un compañero con quien decide tener hijos, porque están enamorados y quieren formar una familia. ¿Lo has pensado alguna vez?
–Ni una sola. Una relación sentimental lo complicaría todo.
–Un niño necesita un modelo masculino –insistió él–. No es una opinión. Muchos estudios…
–¡Lo sé, Dante! –con los brazos en jarras, lo sobrepasaba en estatura, ya que él se había apoyado en la mesita–. ¿Por qué crees que te he dicho que te necesitaba, tonto? Para eso he venido. Quiero que tú seas ese modelo masculino. Y yo soy tan estúpida que creía que nuestra amistad era lo bastante sólida para incluir a un niño, y tú vas y me besas.
Dante parpadeó, estupefacto.
–¿No pensaste en consultármelo antes de quedarte embarazada?
Harper sabía que, si lo hubiera hecho, él la habría disuadido.
–Es mi vida y es mi cuerpo –afirmó con expresión culpable.
Harper debería haber previsto que reaccionaría así porque sabía su historia y lo que sentía por los niños. Pero, de todos modos, se había quedado embarazada.
–Sabes que un donante anónimo no siempre dice la verdad sobre su historia médica. Vete a saber qué tienes ahí dentro, desde el punto de vista genético.
Le indicó el abdomen con la cabeza. Ella tenía un bebé en el vientre, que, de pronto, se había convertido en un lugar sagrado que no estaba disponible para la clase de actividades en las que estaba pensando hacía unos minutos.
De hecho, buscaba una estrategia para que ella volviera a sus brazos y seguirse besando. ¿Cómo, si no, iba a exorcizar su atracción hacia ella? Lo poco que había probado solo le había abierto el apetito. A ella también, evidentemente, a pesar de que lo negara.
Al fin y al cabo, él era un experto. Ella lo deseaba tanto como él a ella.
Pero Harper ya negaba con la cabeza.
–Por eso mi donante no era anónimo. Investigué antes de tomar una decisión y elegí cuidadosamente al padre. El doctor Cardoza es…
–¿El doctor Cardoza es el padre?
Dante se encolerizó. Abrió y cerró los puños para no descargar su frustración en la pared.
–Es un famoso químico –le explicó ella.
–Lo sé –afirmó él entre dientes–. Por si no lo recuerdas, por su culpa no gané el Nobel.
Harper lo miró con los ojos como platos.
–Bueno, sí, pero eso fue hace siglos. Es indudable que lo habrás superado, sobre todo si tenemos en cuenta que cambiaste de campo.
Sin poder evitarlo, Dante se echó a reír. De todos los hombres que Harper podía haber elegido para ser el padre de su hijo, había seleccionado al ser humano más repugnante del mundo, y ahí incluía a sus propios padres, fueran quienes fueran.
No, no lo había superado. Cardoza era el motivo de que se hubiera visto obligado a trabajar en la televisión. Si no hubiera hecho trampas sobre la metodología, no habría ganado el Nobel y Dante habría tenido una oportunidad. Después de que Cardoza lo ganara, el interés de Dante por la investigación desapareció y se quedó sin laboratorio, sin fondos y desesperado por que alguien le diera una oportunidad.
Y así nació La ciencia de la seducción.
Con el programa se había enriquecido, pero una cuenta bancaria de nueve cifras no compensaba que le hubieran arrebatado el trabajo científico.
–Por pura curiosidad –dijo cuando pudo hablar sin revelar la emoción que lo embargaba–. ¿Por qué elegiste a Cardoza?
–Hace poco me encontré con Tomas en un congreso en St. Louis. Creo que te había hablado de él. Tomas presentaba una ponencia y me encantaron sus conclusiones. Cuando lo volví a ver en el vestíbulo del hotel, me presenté y hablamos.
–Os hicisteis amigos, ¿no? –dijo él en tono casi desdeñoso.
–Claro, es un hombre brillante. Tiene unos pómulos preciosos. Pero lo que me interesaba de él era su genética.
Dante sintió una opresión en el pecho.
–Te sedujo.
–¿Qué? No. Bueno sí, si consideras una forma de «seducirme» que me preguntara si pensaba quedarme embarazada de la forma clásica –ella acompañó sus palabras marcando las comillas con los dedos, sin darse cuenta de que a Dante se le había revuelto el estómago–. Entonces, sí, me sedujo.
–Por favor, dime que le dijiste que no.
Ella lo miró con el ceño fruncido.
–Por supuesto. No me interesa esa clase de relación con ningún hombre.
La sensación de alivio que Dante experimentó fue enorme. La idea de que Cardoza hubiera puesto sus sucias pezuñas en Harper… Se tragó la bilis.
En el caso de otra persona que no fuera Harper, ese hubiera sido el momento de preguntarle si prefería a las mujeres. Pero él había notado su reacción al tenerla en los brazos.
Era cien por cien heterosexual.
–Con ninguno salvo conmigo.
–Pues no, contigo tampoco. ¿Es que no has prestado atención a lo que te decía?
Había escuchado cada una de sus palabras, con gran pesar.
–Te intereso, Harper. Te intereso tanto que no lo soportas.
La forma en que ella se le había aferrado, su lengua contra la de él… Reviviría todo eso en sueños cargados de deseo, esa noche.
Claro que le interesaba esa clase de relación con él. Y era evidente que no le hacía gracia, pues su forma de reaccionar ante el beso había provocado aquel jueguecito de las confesiones.
Estaba embarazada. Como confesión para arruinar el momento, se llevaba la palma.
–No sé cuándo has desarrollado ese ego monumental, pero estás equivocado.
Él lanzó un bufido.
–Por favor, engáñate si quieres, pero a mí no me engañas. No lo has hecho cuando mi boca estaba en la tuya. Hasta el último poro de mi piel ha notado tu interés.
No era cuestión de ego. Bueno, un poco sí, porque le enorgullecía mucho, incluso en aquel momento, recordar la fervorosa respuesta de ella. Se había lanzado de cabeza a besarlo, como lo hacía todo. Se le había metido prácticamente en los pantalones mientras la besaba, y él la hubiera dejado.
La atracción era mutua, tanto si le gustaba como si no.
Ella se sonrojó.
–Son las hormonas.
Esa observación le hizo reír.
–Claro, así funcionan normalmente. ¿Te has olvidado de lo que aprendiste en la universidad?
Cuál no sería su sorpresa al ver que ella se sentaba en el sofá y se sujetaba la cabeza con las manos. Los hombros comenzaron a temblarle y ahí fue cuando el mal humor de Dante desapareció en favor de lo que debería haber sentido desde el principio: preocupación por la mujer que le importaba.
Se sentó a su lado y la abrazó sin decir nada, porque ¿qué iba a decirle? Ya le había estropeado la gran noticia, que ella le había dado bajo presión, porque había hecho que se sintiera muy incómoda.
Ella se relajó en sus brazos, como si fuera normal. El olor de su cabello le hizo cerrar los ojos, como siempre, pero había pasado por alto la atracción física de Harper durante mucho tiempo. Seguiría siendo su amigo, que era como ella le había dejado claro que lo necesitaba.
–Lo siento –murmuró él y Harper asintió–. Es que no lo entiendo. ¿Por qué quieres tener un hijo? ¿Y para colmo mediante inseminación artificial?
–Ya te lo he dicho –masculló ella contra su camisa–. El amor romántico no es lo mío. Es un conjunto de reacciones químicas que la gente confunde con un sentimiento. Cuando dichas reacciones cesan, ¿qué te queda? Mi forma de hacerlo es mucho más fácil.
A él se le acumularon en el cerebro todos los argumentos en contra de los de ella, y a punto estuvo de comenzar a enumerarle hechos que había descubierto en sus investigaciones sobre la química entre dos personas, pero se contuvo. Ella no necesitaba su opinión personal ni profesional. No era el momento adecuado, pues ya había tomado la decisión.
–Pues felicidades –dijo escuetamente. Haber vivido en familias de acogida había influido en su consideración de las personas que tenían hijos y de las diversas formas en que acababan convirtiendo la vida de los niños en un infierno. Callaría hasta que pudiera ser objetivo sobre aquel bebé–. Y que sepas que esas reacciones químicas son muy potentes.
–No puedo opinar al respecto –dijo ella con una voz tan apagada que apenas la oyó.
De repente, entendió el subtexto: ella no hablaba únicamente del amor.
–¿Sigues siendo virgen?
Las piezas del rompecabezas comenzaron a encajar rápidamente. Ella se lo había confesado una noche en la universidad, pero él suponía que, posteriormente… Claro que, de haber sido así, se lo hubiera contado. Se reprochó su estupidez.
–He estado muy ocupada estudiando el doctorado y creando la línea de productos de Fyra. No he tenido tiempo.
Él apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y miró al techo. ¡Menudo seductor estaba hecho! Le había pasado totalmente desapercibido el aspecto más importante de la dinámica que estaba teniendo lugar allí. Harper tenía miedo de lo que él la hacía sentir. Había asustado a alguien que normalmente era valiente porque ella desconocía los placeres entre hombre y mujer. Era una metedura de pata de primer grado.
Y una bendición. Su determinación se consolidó. Dante tenía la increíble oportunidad de ser el primero. Así, por fin llevaría ventaja a Cardoza, indudablemente, y no iba disculparse por presumir de ello. Harper y él se librarían de su mutua atracción, volverían a ser amigos y todo seguiría igual. Todos saldrían ganando.
–Eso no cambia nada –dijo ella a la defensiva–. Sigo estando embarazada y necesitando tu apoyo, con independencia de lo que pienses sobre mi elección de donante o de método de impregnación. Esto no lo puedo hacer sola. ¿Cuento contigo como amigo? ¿Me ayudarás?
La realidad de la situación se le vino encima. Su mejor amiga estaba embarazada del hijo de su rival más odiado, y lo único en que pensaba era en arrastrar a Harper a un terreno plagado de testosterona.
Ella lo conocía lo bastante bien para saber cuáles eran sus mayores conflictos, pero eso no cambiaba la opinión de él sobre el hecho de tener hijos. Si le decía que la apoyaría, tendría que hacerlo. Cumplir la palabra dada era importante para él, al igual que su amistad con Harper. Había que predicar con el ejemplo.
–Desde luego que puedes contar conmigo.
Era verdad, pero no iba a echarse atrás con respecto a la atracción que había entre ambos. En vez de desanimarlo, ella le había desafiado de un modo que no podía pasar por alto. La deseaba, incluso más ahora que antes, gracias a su confesión.
Necesitaba un plan nuevo. Solo serviría la seducción en toda regla. Además, tenía una necesidad innegable de dedicar toda su energía a comprobar que las estrategias que promovía en el programa de televisión funcionaban, incluso con una mujer que no había tenido un amante. Incluso con una amiga, una amiga embarazada. ¿Era un experto o no?
Tenía dos semanas para averiguarlo.
La casa de Dante en Hollywood Hills era preciosa y a Harper le encantó. El ama de llaves la condujo a la suite de invitados y le mostró la cocina, el comedor y la terraza con la piscina.
¡Madre mía! Harper estiró el cuello cuando la mujer atravesó la triple puerta que daba a piscina. El agua ondeaba al sol; más allá las buganvillas y palmeras camuflaban la valla de hierro forjado que rodeaba la propiedad. Los Ángeles se extendía en la base de las colinas.
A Dante le había ido muy bien.
El ama la condujo a la parte trasera de la casa. Abrió una puerta. Harper parpadeó ante el lujoso salón a un lado, con una televisión de pantalla plana. Al otro había una gran cama. Era una habitación preciosa.
–El baño está al otro lado de esas puertas –le indicó el ama de llaves sonriendo cortésmente–. Si necesita algo, dígamelo. Soy la señora Ortiz y mi hija, Ana Sophia, cocina para el señor Dante. Vivimos en la antigua cochera, cerca de la valla. Juan, mi esposo, es el encargado del mantenimiento.
–Muy bien.
Dante tenía empleados, más de uno ¿Habría oído alguno la conservación que habían tenido en el vestíbulo? Harper cerró los ojos. Ya era tarde. Dante podía haberla avisado de que no estaban solos en la casa, mientras ella se dedicaba a hablar de asuntos personales.
Pero parecía que sorprenderla se estaba convirtiendo en una costumbre. Le daba igual.
–Gracias, señora Ortiz –dijo muy amablemente. La mujer no tenía la culpa de que el patrón se dedicara a hacer locuras.
El ama de llaves asintió y cerró la puerta al salir. Harper deshizo el equipaje en unos minutos, pero no los suficientes para que dejara de temblar.
Después de que el desastre del beso la hubiera obligado a soltar la noticia bomba de su embarazo, Dante se había evaporado, probablemente para darle tiempo a que se instalara, pero más probablemente para concederles a ambos un respiro. ¿O era solo ella la que lo necesitaba?
Antes de subirse al avión con destino a Los Ángeles, la relación con Dante tenía sentido. Sus sentimientos hacia él eran sencillos y eternos, a diferencia de lo que inevitablemente sucedería en una relación romántica. Por eso nunca se había planteado tenerla con ningún hombre, y mucho menos con alguien que le caía tan bien como Dante.
Pero él lo había vuelto todo del revés al besarla.
¿Qué podía hacer ella para volver a tener a su amigo a su lado agarrándole la mano en aquella nueva aventura?
Porque lo necesitaba. Y mucho.
El embarazo comenzaba a ponerle los pelos de punta.
Le asustaba haber tomado una decisión errónea.
Le asustaba haber elegido el momento inadecuado, ya que su carrera profesional podía irse a pique. Le asustaba no haber cubierto todos los aspectos legales de la utilización de un donante. Nunca se cuestionaba a posteriori decisiones como aquella, pero ahora lo único que deseaba era meterse debajo de una manta, que Dante le acariciara el cabello y le dijera que todo iba a salir bien.
Las cosas no estaban yendo como esperaba. Quería que el embarazo fuera una experiencia hermosa con la que establecer un nuevo vínculo con Alex y Cass, que acababan de ser madres o iban a serlo, y reforzar el que ya tenía con Dante, porque él sería, desde luego, el tío preferido de su hijo.
O eso esperaba.
No quería volver a ver la expresión de su rostro al decirle que estaba embarazada. Pero la seguía viendo en su mente una y otra vez. Había juzgado equivocadamente cuál sería su reacción, pero no sabía si estaba enfadado porque no se lo había consultado o porque seguía sintiendo cierta amargura por no haber ganado el Nobel. O por las dos cosas.
Cabía la posibilidad de que Dante, a pesar de haberle dicho que la apoyaría, cambiase de idea y no quisiera saber nada del bebé, lo cual la destrozaría.
La angustia se apoderó de ella. ¿Dónde estaban la lógica y la razón habituales en ella? Aparecía un bebé y no sabía qué hacer.
Se quitó la ropa del viaje y se puso un vestido veraniego de tirantes.
Toda aquella introspección no resolvería el problema principal: cómo volver a la normalidad. Harper se guiaba por verdades absolutas, y solo Dante podía proporcionárselas.
«Obtén los datos, formula el problema y resuélvelo».
Su relación con Dante sería la misma ese día que el anterior o, al menos, se esforzaría al máximo para que así fuera. Se negaba a que el bebé o el beso los separaran, cuando tantas otras cosas escapaban a su control; la primera de ellas, el rechazo de la FDA.
Muy decidida, deambuló por la casa buscando la cocina, con la esperanza de encontrar a Dante y tomarse un té. Vio su cabeza inclinada sobre algo.
Entró y rodeó la mesa de la cocina. Dante alzó la vista.
Su mirada se suavizó y sus ojos cobraron el color del chocolate derretido. Si miraba a otras mujeres así, no era de extrañar que hicieran cola para estar con él.
Una idea muy desagradable. ¿Miraba a otras mujeres así, con esa mezcla de preocupación y afecto? ¿Y a ella qué le importaba? Dante era su amigo y podía mirar a una mujer como le diera la gana.
Salvo a ella. A ella no podía mirarla así.
–Iba a preparar té –dijo él, como si nada hubiera cambiado.
Ella se dijo que así era. La había besado inducido por la idea equivocada de que había algo entre ellos. Ella se la había quitado de la cabeza, y ya estaba.
–Estupendo.
Tragó saliva para deshacer el nudo que notaba en la garganta y deseó que la tensión se pudiera eliminar tan fácilmente.
El té era una de las pasiones que ambos compartían. Cuando Dante iba a Dallas le llevaba un paquete de su marca de té verde preferida, que compraba en el aeropuerto, y se lo tomaban en el jardín de casa de ella, con vistas a un parque.
A ella le encantaba ese ritual, más por la conversación que por el té, aunque le bastaba con aspirar su aroma para que la boca se le hiciera agua.
Dante le indicó con la cabeza el recipiente del té a granel, que estaba en la encimera, cerca de su codo.
–Voy a hervir el agua. Llena tú en huevo del té.
La conocida rutina la tranquilizó. Tal vez fuera ella sola la que se sentía rara. Si se comportaba como si todo fuera bien, iría bien.
Una vez preparado el té, llevaron las tazas a la terraza que daba a la piscina. Dante se sentó en un sofá y dio unas palmadas en el cojín al lado del suyo para que ella lo imitara.
–Tienes una casa preciosa –comentó ella–. ¿Cómo he tardado tanto en venir a verla?
–Buena pregunta. ¿Cuál es la respuesta?
–Que siempre estoy muy ocupada. Últimamente ha habido muchos problemas en Fyra, y Cass y Alex tienen asuntos personales que resolver, lo que solo nos deja a Trinity y a mí para que las cosas funcionen.
Sin embargo, Dante siempre sacaba tiempo para ir a verla. Ella lo atribuía a su agenda viajera, ya que a él le resultaba mucho más fácil pasarse por Dallas que a ella ir a Los Ángeles.
En ese momento, en que estaba analizando cada detalle de su relación, le pareció que existía un desequilibrio.
–¿Por qué has venido ahora? –preguntó él, lo cual le dio a ella la oportunidad que esperaba.
–Me he hecho la primera prueba de embarazo esta mañana –dijo, por muy incómodo que le resultara. Con independencia de lo que le había contado antes, era un tema delicado del que tenían que seguir hablando–. Y luego me hice otras tres.
Él sonrió.
–Porque con cuatro tienes más posibilidades de que el resultado sea acertado.
–¡Cómo me conoces! –bromeó ella de forma automática, pero se arrepintió de haberlo hecho.
–¿Qué sentiste cuando viste que el resultado era positivo?
Había sentido muchas cosas. ¿Cómo describírselas a otra persona, a un hombre, para colmo?
–Temor, alegría, haber alcanzado un logro personal…
Había elegido al donante adecuado, ya que el procedimiento había funcionado a la primera. Por supuesto. Había llevado a cabo una amplia investigación sobre genética, aspectos legales y probabilidades, y el doctor Cardoza resultó ser la elección evidente.
Tomas tenía dos doctorados, antepasados españoles y una piel oscura que, con suerte, le garantizaría que su hijo no tendría que embadurnarse de protector solar como su madre irlandesa. Había accedido a ser el donante y a renunciar a sus derechos paternos.
A Harper le pareció que a Dante no le gustarían semejantes detalles.
–Esto no me gusta nada –ella dejó la taza y se volvió a mirarlo–. Me parece estar pisando huevos, que debo tener cuidado con lo que digo para que no iniciemos otra pelea.
Él ladeó la cabeza.
–¿Otra pelea? No nos estamos peleando.
–Antes sí, cuando te dije que estaba embarazada. Eso fue una pelea –él se había sentido muy decepcionado y se había enfadado con ella.
–Fue una conversación –la corrigió él y dejó la taza para agarrarla de la mano con fuerza y mirarla a los ojos–. Sobre algo de tu vida. Y no lo supe encajar. Me sorprendiste. Pero me importas, y quiero saberlo todo. No está bien que creas que no puedes contármelo todo.
Ella notó la calidez de su mano. Lo miró y, de repente, se transformó en el hombre que quería desde hacía diez años. Y la calidez le llegó al pecho, cuando él le sonrió. Era tan normal, y le supuso tal alivio, que estuvo a punto de llorar.
Sin embargo, ella había cambiado las cosas. Lo que más miedo le daba era haber dañado irrevocablemente la relación al quedarse embarazada. Dante y ella se contaban chistes sobre químicos y hablaban de la mecánica cuántica, no de pañales ni de lactancia.
–Pues empecemos de nuevo, Dante. Estoy embarazada.
Él enarcó las cejas, falsamente sorprendido.
–Es una noticia estupenda. Felicidades. Me muero de ganas de conocer a esa pequeña versión de ti que tienes nadando en tu interior.
Y, contra todo pronóstico, eso convirtió el embarazo en algo real.
Una vida se desarrollaba en su vientre. Un niño que sería suyo y solamente suyo y que sería una brillante adquisición para el mundo de la ciencia desde muy joven. Le ofrecería las mejores oportunidades educativas y lo sería todo para él, ya que sería su único progenitor.
Ahí comenzó a sentir pánico.
Era un bebé, un pequeño ser indefenso, incapaz de comunicar sus necesidades. Ella tendría que adivinarlas, sola. El pulso se le aceleró y le resonó en los oídos.
«Respira. Otra vez». Ella lo había querido así. El amor entre una madre y su hijo era absoluto. Estaba predeterminado. No había posibilidad de error, a diferencia del amor romántico, que todo lo volvía confuso con señales que el cerebro era incapaz de interpretar. Aquel niño satisfaría una necesidad de su vida que ningún hombre podría satisfacer. No volvería a estar sola ni anhelaría algo que no sabía cómo denominar.
Además, consolidaría su posición entre sus socias, que valoraban la maternidad. Al menos, Cass y Alex. Trinity iba a su aire, pero Harper y ella estaban de acuerdo en que el valor de un hombre de forma permanente en la vida de ambas era nulo.
Salvo el de Dante. Le apretó la mano y trago saliva.
–Tengo miedo.
–¿De qué? –desconcertado, le colocó un mechón de cabello tras la oreja–. Eres la mujer más capaz que conozco. No me cabe la menor duda de que podrás hacerlo.
–Hay más cosas. Tenemos problemas en Fyra.
–¿Qué pasa? Sea lo que sea, buscaremos la solución.
La opresión que sentía en el pecho disminuyó. Había ido a Los Ángeles precisamente porque Dante era la única persona a la que podía recurrir. Si podía hablar con él, tal vez se le ocurriera un plan, un modo de salir del agujero profesional en el que había caído. Entonces, la decisión de quedarse embarazada no le parecería tan inoportuna.
–Ha sucedido algo con la aprobación por parte de la FDA de la nueva fórmula de Fyra –los ojos comenzaron a escocerle. Ella no lloraba. ¿Iban a ser así las cosas en adelante? ¿Un sinfín de emociones las veinticuatro horas del día?
–¿El qué?
La Fórmula-47 había sido su primer hijo, concebida y creada en el laboratorio con el propósito de eliminar las cicatrices y las arrugas mejor que la cirugía plástica, mediante el empleo de una clase de nanotecnología que ella había desarrollado. Era brillante, pero tal vez no vería la luz.
No, ella lo solucionaría.
Respiró hondo.
–Sabes que Phillip, el senador Edgewood, nos estaba ayudando con el proceso de aprobación de la fórmula por parte de la FDA.
–Sí, lo recuerdo.
–Pues el comité ha suspendido la petición.
Oírselo decir a Phillip había sido casi el peor momento de su vida. El proceso debería haber sido sencillo: solicitar la aprobación de la fórmula, que ella llevaba dos años perfeccionando, enseñarle al comité de la FDA el laboratorio, explicarle la metodología y enviar muestras. La aprobación para la venta de la fórmula era cosa segura.
Nada había salido como estaba previsto.
–¿Qué? –la expresión de Dante acompañó el tono indignado de su voz–. ¿Por qué?
–Porque tienen dudas sobre las muestras y sobre el laboratorio.
El improperio que profirió él la hizo sonreír.
–Tus métodos son irreprochables. ¿Cómo se atreven a dudar de algo de tu laboratorio?
Ella no pudo evitar deleitarse en su apoyo incondicional, que era precisamente lo que había ido a buscar. Sus socias no entendían lo que las alegaciones del comité significaban para ella tanto en el terreno profesional como en el personal.
Dante lo había entendido inmediatamente.
–Y hay más. Creo que las dudas han surgido porque alguien ha saboteado las muestras –la mera mención de la odiosa sospecha le revolvió el estómago.
Es era lo esencial. Había un traidor en el laboratorio. En su laboratorio, en su santuario. Se temía que, hasta que no lo solucionara, no disfrutaría de los nueve meses siguientes.