Читать книгу Marzahn, mon amour - Katja Oskamp - Страница 9

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Annie Dillard se definió en su primer libro, Una temporada en Tinder Creek, como alguien que explora y acecha, reconociéndose a sí misma como el «mismísimo instrumento de caza». Para ello, contaba como algunos indios tallaban largos surcos a lo largo de los astiles de sus flechas. Los llamaban marcas del rayo, porque les recordaban a las grietas que provocaba el rayo al caer sobre los troncos de los árboles. Estas señales hechas a conciencia, hijas y hermanas del rayo, servían como pista de rastreo para los que disparaban las flechas. Si la presa no moría y comenzaba la huida (no olvidemos que los animales siempre buscan sitios difíciles para parir y morir), la sangre se convertía en las miguitas de pan que señalaban el camino a seguir. Al tener la madera esas marcas del rayo trazadas, la sangre que brotaba se canalizaba desde la herida por ellos, siguiendo gota a gota todo el astil hasta llegar al suelo, manchando musgo, hojas, tierra seca, pequeños charcos… da igual el sustrato, la sangre siempre termina marcando el camino. La escritora estadounidense se declara como astil de la flecha, un cuerpo tallado de arriba abajo por luces inesperadas e incisiones del mismo cielo, y nombra a su escritura como el mismísimo rastro perdido de la sangre. Teresa Moure, en Hierba mora, escribe que «dicen que el tiempo es una flecha, siempre disparada hace un rato.» Tenemos nosotras la fortuna de sentir el aire que rompe la flecha de la escritura de Teresa en este libro como las urracas juegan en la mañana a romper la niebla con sus alas entre árboles y tejados. Porque la escritura de Teresa alcanza, enseña, nombra, deslumbra, traza una estela inigualable y nos cuida. Aquí no hay rastro de sangre ni animales moribundos. Hay una pasión por la escritura, por lo que no nos enseñan desde los relatos oficiales y los libros de texto, por esas vidas y latidos que comienzan una vez que alguien se decide a buscar y se deja llevar por los márgenes, explora lo que siempre se ha apartado y no se ha considerado importante, lo que se deja atrás. Indaga en todos los cuerpos y voces que han sostenido y hecho posible a los narradores, historiadores, filósofos, inventores y demás hombres de nuestra historia. Rompe como nadie las dualidades de cuerpo-alma y naturaleza-conocimiento, para desgranarlas y jugar con ellas y ayudarlas a volver a la vida y formar parte de. Porque la autora en Hierba mora no hace como se pensaba hasta hace poco que hacía el viento con las semillas del diente de león (Taraxacum officinale) para su transporte. No, ella se convierte en el vilano, esa corona de pelusa y filamentos, que rodea las semillas y les sirve para ser transportadas por el aire. Gracias a su estructura, los vilanos permiten que se forme una burbuja de aire, lo que genera empuje suficiente para que los dientes de león puedan levantarse y volar más de un kilómetro sin tocar el suelo. Porque Teresa no es el viento, no es nadie de fuera, no se convierte en un agente externo que descubre y nombra, sino en una parte más de todos los elementos que hacen posible que este libro a la vez se desprenda de la autora y siga siendo parte inconfundible de ella misma.

Teresa Moure se sirve de la planta hierba mora y de la figura del filósofo Descartes para llevarnos a través de cartas, poemas, fragmentos, encuentros, diálogos, notas y correos electrónicos a lo que permanece oculto, a aquello que tarda en aparecer y reconocerse. La escritora anuda un herbario único y exquisito lleno de memoria y genealogía. Tira y enhebra entre sus palabras tallos, hilos, savias, flores, frutos y pétalos. Anota, da luz, remarca. No, ella no es el mismo instrumento de caza que visibiliza el rastro y da muerte, ella es la mano que recoge con cuidado las plantas medicinales del suelo, la mano que cuida, que teje, que borda, que pespunta, que aliña y remueve un guiso, que toma notas en un cuaderno, la mano que clasifica y guarda con mimo las primeras gotas de lluvia. Teresa Moure es una narradora que ampara y escribe de forma maravillosa todo lo que puede suceder en una casa: las confesiones, los pucheros, los conjuros, las costuras, los cuidados, los paños, los amores, los hijos y las no-madres… Pone en el centro la vida de tantas que nunca pudieron serlo, repara, hurga en la memoria, hace justicia poética en nuestra genealogía. Ella, como las mujeres que conoceréis dentro de unas pocas páginas —pensadoras maravillosas de la vida cotidiana—, consigue adelantar la primavera con su narrativa, y la iguala y la pone en valor junto a las «labores de amistad» que tantas mujeres han hecho juntas por el bien común y de los demás a lo largo de la historia. Cuántas de ellas, pensadoras de vidas cotidianas, hay en nuestras casas, y a cuántas hemos llegado irremediablemente, sin darnos cuenta, demasiado tarde. Porque en todas las casas y desvanes hay un arca llena de objetos esperando la luz, impacientes, aguardando que alguien les quite el polvo y les dé la oportunidad de poder contar ellos mismos sus historias. Remedios, conjuros, tareas domésticas, recetas, embrujos, nanas, creencias… escribir también es saber dejarse llevar por todas las mujeres que nos antecedieron, por todas aquellas con las que compartimos células, átomos, manías, gestos, lunares, manchas de nacimiento… es saber compartir con aquellas manos que tocarán las páginas todos los caminos y multitudes que llevan a una mujer a ser una misma. Temblorosa, pero libre. Escribir también es trenzar, como hace Teresa Moure, una genealogía marcada por la ausencia, el patriarcado y el peligro de la historia única. Dejar otra vez que algo empiece de nuevo, pero partiendo de lugares y espacios reconocidos y propios a los que nunca, lamentablemente, les dimos valor.

Marzahn, mon amour

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