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Capítulo 2

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EL POSIBLE vendedor, un hombre que poseía un libro que su padre quería comprar, le había parecido por teléfono un tipo bastante excéntrico; pero cuando Dora vio el hotel de Devon que le había recomendado para que pasara la noche, supo que aquella visita de negocios iba a ser memorable.

Al cruzar las enormes puertas de roble del vestíbulo, sintió como si hubiera entrado en otra época. La minuciosa restauración le había devuelto a Dungelly Court su antiguo esplendor, al menos eso decía el folleto que había leído al entrar. Cuadros antiguos y tapices adornaban las paredes, pintadas en un color morado oscuro, de donde además colgaban ornamentales espejos. En las dos habitaciones que daban al vestíbulo había sendas y enormes chimeneas que, al estar encendidas, creaban un ambiente acogedor.

El lugar era ciertamente surrealista.

–Dentro de un momento vendrá alguien a atenderla.

A Dora estuvo a punto de caérsele la bolsa de viaje que llevaba en la mano al oír aquella voz de hombre, profunda y bien modulada. Miró con cautela hacia la habitación que había a la derecha de la puerta principal, pensando que estaba desierta.

De pie junto a la chimenea había un hombre vestido de negro; tan solo el tono dorado de sus largos cabellos aliviaba en cierto modo la oscuridad de su atuendo. Dora no sabía de dónde había salido, pero estaba segura de que, al mirar hacia la habitación momentos antes, no estaba allí.

Lo miró con inquietud.

–¿Dónde están los demás huéspedes? –preguntó Dora con voz apagada.

Y no era para menos. No solo había retrocedido en el tiempo, sino que lo había hecho con aquel gigante rubio que la miraba con esos ojos verdes de mirada serena.

–No sabría decirle –el hombre se encogió de hombros, quitándole importancia–. ¿Ha reservado habitación? No parece que tengan demasiados huéspedes en estos momentos, con lo cual no importará si no lo ha hecho, pero…

–La reservé –se apresuró a decir Dora–. Soy la señorita Baxter.

El hombre se fue tras el mostrador y hojeó el enorme libro encuadernado en cuero rojo que yacía abierto sobre la mesa.

–Sí –asintió con la cabeza–. Señorita I. Baxter –alzó la cabeza y la miró con esos ojos tan persuasivos–. ¿La I es inicial de qué nombre?

–Isadora –reconoció de mala gana–. Pero mi familia siempre me ha llamado…

–Izzy –añadió el hombre con satisfacción mientras salía de detrás del mostrador, saboreando aquel nombre al pronunciarlo–. Me gusta –asintió, ladeó la cabeza y la miró pensativo–. Le va bien –murmuró finalmente.

Menos mal, porque sin darse cuenta Dora había estado aguantando la respiración hasta escuchar su comentario siguiente. Nadie la había llamado nunca Izzy… Siempre había sido Isadora si sus padres estaban disgustados con ella, y Dora si no lo estaban. Pero, cosa rara, sintió que le gustaba el apelativo de Izzy. La hacía sentirse distinta, más en sintonía con el carácter surrealista de aquella posada campestre.

–Griffin Sinclair –Dora le tendió la mano y él la estrechó con firmeza–. Mi madre me llamó así en recuerdo de su tío menos favorito –añadió como explicación, al tiempo que hacía una mueca–. El que menos le gustaba, pero el que más dinero tenía –añadió en tono seco–. ¿Le traigo algo de beber mientras espera? –le ofreció.

–Lo siento mucho –Dora le sonrió–. No pensaba que trabajaba aquí.

–No lo hago –le aseguró alegremente–. Yo también soy un huésped, pero me encantaría traerle algo de beber.

Dora frunció el entrecejo. ¡Qué hombre más peculiar! Pero desde luego no le hacía falta tomar nada; de hecho ya se sentía ligeramente mareada, como si hubiera bebido.

–Esperaré y tomaré un café después, gracias –contestó algo aturdida mientras miraba a su alrededor–. ¿No le parece algo… extraño que no haya nadie aquí en recepción? –murmuró.

–Es parte del encanto del hostal –Griffin se encogió de hombros de nuevo y se sentó en uno de los taburetes que había delante del mostrador–. Descubrirá que eso es algo que sobra en este lugar –añadió con satisfacción–. Incluso hay un pasadizo secreto que lleva directamente a la playa. Para los contrabandistas –añadió al ver que lo miraba con perplejidad–. Solía ser un negocio bastante lucrativo por esta zona.

¿Pasadizo secreto…?

–La entrada no estará en esta habitación, ¿verdad?

Dora tenía sus dudas; después de todo aquel hombre tenía que haber salido de algún sitio.

Griffin sonrió, seguramente adivinando la razón de su desasosiego inicial.

–Detrás de la armadura –dijo y señaló con la cabeza hacia una hornacina que había en un rincón de la habitación, donde estaba colocada una armadura–. Uno de los paneles es movible. Se bajan unas escaleras y luego se recorre un pasillo que lleva hasta una cueva por donde se sale a la playa, a unos cuatrocientos metros.

Como no era muy amante de los sitios oscuros y cerrados, Dora no se imaginó a sí misma haciendo esa excursión en particular. Además, solo estaba allí para pasar la noche. Tenía que ver al vendedor ese mismo día, horas más tarde, y a la mañana siguiente conduciría de vuelta a Hampshire, donde vivía.

–No creo… ¡Santo cielo! –exclamó Dora al ver uno de los perros más grandes que había visto en su vida, sentado tranquilamente junto a la puerta–. ¡Griffin! –se echó a sus brazos lo más rápido que su miedo le permitió.

¡Desde luego Griffin era muy real! Dora sintió el calor de su torso musculoso bajo la mejilla y aspiró el aroma masculino de su cuerpo.

Griffin la rodeó con sus brazos con toda naturalidad al tiempo que se echaba a reír con una risa ronca y aterciopelada que le retumbó por el pecho.

–Pero si no es más que Derry –dijo–. Reconozco que tiene una pinta muy fiera, pero en realidad es de lo más gentil. Más que un perro, es una gatita.

A pesar de que Dora, horrorizada, no le quitaba ojo, el perro caminó hasta la chimenea y se dejó caer delante de ella; apoyó la cabeza entre las patas delanteras y se puso a mirar hacia las llamas, despreocupándose totalmente de los humanos.

Pero a Dora le dio la impresión de que el perro no se quedaría tan tranquilo si alguno de los dos decidiera moverse. ¿Qué clase de hotel era aquel?

Sin embargo, mucho se temía que iba a tener que moverse en algún momento. Seguía aún entre los protectores brazos de Griffin Sinclair, tremendamente consciente de la calidez de su cuerpo.

Pero antes de que le diera tiempo a apartarse de él, una mujer alta y rubia de unos cuarenta años entró tranquilamente en la habitación. Vaya, parecía que todo el mundo hacía todo con calma en aquel hotel; la eficiencia del servicio dejaba mucho que desear. Pero, a pesar de ello, todo estaba limpio y a punto, desde las chimeneas hasta los jardines que rodeaban la posada.

Aun así, a Dora no le hizo ninguna gracia el comentario que hizo la mujer al verlos.

–Al final has encontrado una amiga para compartir tu cama con dosel, Griffin –dijo en tono agradable, mientras sonreía a Dora, deteniéndose a acariciarle la cabeza al perro antes de meterse tras el mostrador.

–¿Os apetece tomar algo? Invita la casa, por supuesto.

Dora se apartó de él con indignación y a Griffin le dio la risa.

–Esta es la señorita Izzy Baxter… tu nueva huésped –añadió, claramente divertido con el malentendido que se había producido–. Y ya ha rechazado mi invitación a tomar algo. Izzy, esta es la dueña de Dungelly Court, Fiona Madison.

Ambas mujeres se miraron ya con otros ojos; Fiona Madison adoptó una expresión más formal, y Dora puso cara de pocos amigos. Griffin había dicho que también estaba allí hospedado, pero él y Fiona Madison parecían tener bastante confianza…

–Siento lo de antes, Izzy –dijo Fiona, echándose a reír desdeñosamente–. Pensé… Bueno, da lo mismo –dijo enérgicamente mientras Dora no dejaba de mirarla con serenidad–. ¿Quiere firmar en el registro? Luego le enseñaré su habitación. ¿Ha hecho un viaje muy largo? –continuó charlando mientras Dora firmaba.

¿Un viaje muy largo? Estando allí, parecía que había retrocedido cientos de años en el tiempo.

Fiona se echó a reír de nuevo al observar la expresión atolondrada de Dora.

–Este lugar es especial, ¿verdad? –dijo con cariño–. Mi difunto esposo se pasó los últimos cinco años de su vida restaurándolo al detalle –añadió con añoranza.

¿Difunto? ¿Aquella bella mujer, de tan solo cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años, estaba viuda?

Dora se volvió a mirar a Griffin Sinclair pensativa. ¿Por qué le habría preguntado Fiona Madison a Griffin si había encontrado una amiga para compartir su cama… ?

–Hizo un trabajo estupendo –le dijo Dora a Fiona cortésmente.

–Sí –comentó Fiona en un tono que no dejaba duda en cuanto a sus prioridades: hubiera preferido tener a su marido aún junto a ella antes que el visible encanto que le había devuelto a Dungelly Court–. Te acompaño a tu dormitorio –añadió Fiona mientras abandonaba el mostrador.

–Hasta luego, Izzy –dijo Griffin Sinclair en tono burlón, como si hubiera adivinado los pensamientos de Dora acerca de él y Fiona Madison, y eso lo divirtiera.

¡Pues vaya! ¡Aquel hombre se reía de todo, sobre todo de ella!

Y teniendo en cuenta que ella se tomaba la vida tan en serio, no permitiéndose jamás adoptar el aire de frivolidad que parecía poseer Griffin Sinclair, encontraba el hecho de lo más irritante, por no decir más.

–¿Qué le parece si comemos juntos? –le preguntó en tono afable, cuando Dora estaba ya junto a la puerta.

Se volvió pausadamente, sin saber si hablaba con ella o con Fiona Madison. Pero Griffin la miraba a ella con aquellos deslumbrantes ojos verdes.

Dora aspiró profundamente.

–Me temo que ya he quedado para comer –dijo sin mentir y, desde luego, aliviada.

El hotel no estaba nada concurrido y se veía que Griffin estaba aburrido allí solo; pero Dora no pensaba entretenerlo.

Su negativa lo dejó impertérrito.

–Nos veremos más tarde entonces –dijo, quitándole importancia, pero no le quitó la vista de encima mientras salía de la habitación.

Para desgracia de Dora, el perro lobo irlandés se levantó y las siguió.

–Derry es totalmente inofensivo –le aseguró Fiona al ver que Dora lo miraba de soslayo–. No le haría daño a una mosca, ¿verdad, chico? –añadió, entonces se volvió hacia el perro y le acarició la enorme cabeza con afecto–. Debería verlo con los niños –Fiona sacudió la cabeza con pesar–. Se tumba de espaldas para que le hagan cosquillas en la barriga.

–Qué tierno –murmuró débilmente.

Subieron un corto tramo de escaleras y Fiona descorrió el cerrojo de una puerta, que seguidamente abrió de par en par para que Dora le echara un buen vistazo a la habitación.

Aquel dormitorio no se parecía en nada a ninguno de los dormitorios de hotel que había visto en su vida. Las paredes estaban pintadas de amarillo, y el suelo cubierto por una gran alfombra roja, similar a la del vestíbulo; también había tapices por las paredes, y una chimenea donde habían colocado un enorme jarrón con flores secas. En la pared del fondo había una cama con dosel.

Dora se puso colorada al recordar el comentario de Fiona sobre la cama de Griffin…

–Solo tenemos diez habitaciones –le dijo Fiona en tono conversacional–. El restaurante, un asador, es nuestra principal atracción –añadió–. ¿Quiere que le reserve una mesa para la cena de esta noche? –le preguntó en tono afable.

Dora seguía algo desorientada, y aquella habitación no hacía más que aumentar su confusión.

–Desde luego –aceptó agradecida mientras observaba con atención el tapiz que colgaba sobre la chimenea apagada. Había representados un león y un unicornio… ¡Qué apropiado!

–Yo colecciono libros y figuras de unicornios –le dijo a Fiona Madison con timidez, al ver que la mujer observaba su fascinación por el tapiz.

Aquel era un tema en el que Dora y su padre jamás se ponían de acuerdo; el señor Baxter sostenía que la bestia era simplemente mítica, y por lo tanto ridícula. Así que los dos habían acordado no hablar de ese tema y Dora tenía su colección en su dormitorio, donde solo ella la veía.

–Entonces esta es la habitación adecuada para usted –la mujer le dio una apretón en el brazo, como si la entendiera–. Póngase cómoda, está en su casa –añadió con simpatía–. Y si necesita algo, no dude en bajar a pedírmelo… Le prometo que habrá alguien en la recepción –añadió–. No hay teléfono en las habitaciones, me temo; alterarían la paz deseada por nuestros clientes.

Dora se dejó caer sobre la cama cuando la mujer se marchó, pensando que no le importaba en absoluto el hecho de que no hubiera teléfono allí. El silencio de la habitación, tan solo turbado por el canto de los pájaros del jardín, no hacía sino contribuir a la aureola de misterio que rodeaba Dungelly Court.

En realidad, la paz, la tranquilidad y la ausencia de formalidad por parte de la dueña del hotel le produjeron un extraño letargo, y se resistía a salir de nuevo al mundo real.

Pero tenía una cita para comer con el vendedor. Estaba segura de que una vez se hubiera tomado el café que había pensado antes, se sentiría mejor. Una ducha y ropa limpia completarían la trasformación, y quizá después sería capaz de contemplar aquel lugar con la objetividad que se le antojaba necesaria.

También debía mirar a Griffin Sinclair con objetividad, desde luego. Tendría unos treinta y pocos años y aquella melena por los hombros estaba de lo más pasada de moda, la verdad. Sin embargo, el aire confiado de aquel hombre parecía demostrar que la moda le importaba muy poco. Desde luego esa era la impresión que le había causado a Dora. Por poner un ejemplo, bastaba el hecho de que la hubiera invitado al poco de conocerla.

Dora se puso colorada al recordar cómo la había mirado el señor Sinclair. Jamás se había hecho ilusiones en cuanto a su aspecto: un poco más del metro cincuenta, delgada, de piel blanca y pelirroja. Griffin Sinclair debía de estar o muy aburrido o tomándole el pelo; y ninguna de las dos posibles explicaciones le hizo demasiada gracia.

«Olvídate de Griffin Sinclair», se dijo para sus adentros media hora después mientras iba conduciendo camino de su cita. Con un poco de suerte, quizá cuando volviera al hotel se habría marchado.

Pero Griffin no había abandonado el hotel. ¡Todo lo contrario!

Cuando Dora bajó esa noche, poco antes de las ocho, vio que el bar estaba lleno de gente; tanta que ni siquiera fue capaz de encontrar un asiento. La chimenea había calentado el ambiente de la habitación y Dora se alegró de haberse puesto una blusa de seda color crema y una falda negra por la pantorrilla.

–Tenemos mesa reservada.

Dora se volvió y vio a Griffin Sinclair detrás de ella, pero antes de que pudiera decir nada él la agarró del brazo con firmeza y la condujo a través de los comedores que parecían componer la planta baja: salas acogedoras con tan solo tres o cuatro mesas en cada una, pero en las que no faltaban las correspondientes chimeneas.

–Como ve, esta noche hay mucha gente –Griffin se detuvo junto a una mesa, retirando una de las sillas para que Dora se sentase–. Le aseguré a Fiona que no nos importaría en absoluto compartir una mesa en lugar de ocupar dos.

Dora lo miró con cara de pocos amigos. ¡Qué desparpajo tenía ese hombre!

Pero lo cierto era que el restaurante estaba abarrotado; la mayoría de los que habían estado bebiendo en el bar, empezaban a ocupar sus asientos.

–¿También vamos a compartir la factura? –preguntó Dora cuando finalmente se sentó.

La habitación estaba iluminada por el fuego de la chimenea, además de una docena de velas. ¡Muy romántico!

–Eso sería muy poco galante por mi parte –Griffin se sentó frente a ella y le sirvió una copa de vino de una botella que debía de haber pedido para su mesa–. Y aunque mi madre crea que fracasó conmigo –añadió con dureza–, sí que me educó para ser un caballero.

Al hablar de su madre lo hizo con cierta aspereza, el mismo tono que había empleado antes al hablar del tío de su madre que se había llamado igual que él. Dora pensó en su propia madre. Llevaba ya ocho años muerta, pero Dora seguía añorando su serenidad y su sentido del humor.

–En ese caso, le doy las gracias por la cena –dijo, aceptando su invitación con una sonrisa.

Griffin se recostó en el respaldo y la observó.

–Encajas bien en este lugar, ¿sabes, Izzy? –murmuró finalmente.

A Dora no se le había pasado por alto su manera de mirarla, y al oír aquel comentario se ruborizó. Jamás había vestido demasiado a la moda, anteponiendo siempre la comodidad a la elegancia.

Después de volver de la cita con el vendedor, se había lavado el pelo y maquillado discretamente: los labios en un tono melocotón y un toque de máscara en las pestañas para realzar el gris de sus ojos.

En realidad se había encontrado bien al mirarse al espejo del armario hacía unos minutos, pero era consciente de que seguramente no era lo suficientemente sofisticada y bella para Griffin Sinclair.

–Te lo he dicho como un halago, Izzy –dijo con su voz ronca y sensual–. Yo me he enamorado del encanto de este lugar –miró a su alrededor–. Mi intención inicial era quedarme tan solo una noche, pero llevo aquí casi una semana.

–¿Estás aquí por negocios, Griffin? –decidió pasar por alto lo que él había llamado halago y también el hecho de que insistiera en llamarla Izzy.

Aquella visita estaba adoptando un tinte de ensueño, con lo cual Griffin Sinclair podría convertirse en parte de aquella irrealidad. ¡Qué emocionante poder dejar de ser Dora durante unas horas!

Pero no porque su vida fuera mala. Se ocupaba de la casa y ayudaba a su padre en la librería durante la semana. Se trataba de que el simple hecho de que ese hombre la llamara Izzy hacía que se sintiera distinta; ya no era la cauta y tímida de Dora. O quizá, como decía Griffin, fuera el efecto de aquel lugar.

Él se echó a reír.

–Izzy, este es mi trabajo. Me dedico a escribir guías de viaje y reseñas sobre lugares de interés turístico –le explicó al ver la curiosidad reflejada en su rostro.

–¿Para suplementos dominicales y cosas así?

–Más o menos –contesto en tono seco.

–Qué interesante –dijo y dio un sorbo de vino, que resultó ser del tipo que a ella le gustaba: blanco y seco.

Griffin se echó a reír a carcajadas, sin importarle las personas que se volvieron para mirarlo.

–Sigue mi consejo, Izzy, y nunca te dediques a la interpretación… ¡No es lo tuyo!

–Pero claro que me parece interesante –se apresuró a rectificar lo que seguramente había parecido un insulto–. Siempre he querido viajar –añadió con anhelo, sabiendo que mientras trabajara para su padre no lo haría, a no ser que fuera en viaje de negocios, como en esa ocasión. Y solo lo había hecho porque su padre se sentía ya demasiado mayor para conducir hasta tan lejos.

Dora solía pasar las vacaciones en casa porque la mayoría de sus amistades se habían marchado a vivir a otras zonas o se habían casado, y no le apetecía viajar sola.

–Puede resultar interesante –Griffin se encogió de hombros–. Aunque mi familia no hace más que preguntarme cuándo voy a tener un trabajo como Dios manda.

Por lo que Griffin había dicho de su familia, en particular de su madre, a Dora le daba la sensación de que se sentía feliz de seguir como estaba, si con ello molestaba a su familia, aparte de que aquello le proporcionaba un medio de vida.

Dora no podía imaginar vivir con esa tensión entre ella y su padre, el único pariente que le quedaba vivo. Prefería llevar una vida tranquila y cómoda, y no estar en conflicto constante con las personas que la rodeaban. Griffin le dio la impresión de ser una persona a la que no le importaba molestar a los demás.

–Estoy segura de que están orgullosos de ti –dijo, haciendo una mueca.

–Y yo estoy seguro de que no lo están –contestó como si no le importara.

Dora bebió un poco de vino; en realidad no dejó de beber durante las dos horas siguientes, mientras disfrutaba de la comida, y Griffin pidió otra botella cuando iban por el segundo plato.

Dora no estaba segura de si resultaba prudente o no beber más, pero como no iba a conducir y se lo estaba pasando bien, decidió que no era tan importante. Griffin amenizó la cena contándole algunas historias de sus viajes. Incluso Derry, que entró en el restaurante, no le pareció tan grande y fiero como por la mañana. Al contrario, el perro debió de decidir que Dora le gustaba y se tumbó a sus pies sobre la alfombra.

–Apenas sobrepasas el metro cincuenta y en cambio pareces tener una especie de poder sobre un macho tan solitario como Derry –Griffin murmuró pensativo.

Dora lo miró fijamente, buscando algún significado oculto tras el comentario. Griffin sin duda era muy masculino, eso lo había notado en el nerviosismo que le había hecho sentir durante toda la velada; en cuanto a solitario… ¡Desde luego era el hombre más extraño que había conocido jamás! No se había vestido de gala para cenar: llevaba puestos los mismos vaqueros de por la mañana aunque la camiseta negra se la había cambiado por una verde, que acentuaba el color de sus ojos. Pero quizá no fuera eso a lo que él se había referido.

–Eso es exactamente a lo que he querido referirme, Izzy –le dijo mientras se inclinaba hacia delante y le tomaba de la mano de pronto, mirándola con intensidad–. ¿De dónde diablos has salido? –murmuró con tristeza.

Ella tragó saliva. Estaba jugando con ella, no podía ser de otra manera. En realidad, llevaba toda la noche preguntándose por qué un hombre como aquel se molestaba en cenar con alguien tan ordinario como ella. Al final decidió que el motivo era que no había nadie más con quien cenar.

–De Hampshire –le contestó, aunque sabía que no le había preguntado eso.

Dios mío, qué tentación… ¿Qué mujer no se sentiría tentada a seguirle el juego, a continuar con aquel coqueteo, al menos por una vez en la vida…

¡Ni hablar! Ella era Isadora Baxter, nunca había tenido una relación seria en toda su vida y no pensaba ponerse a flirtear con un hombre que había conocido esa misma mañana; y que era la antítesis de todo lo que ella deseaba en un hombre. Quería a alguien serio, trabajador, un yerno que fuera el orgullo de su padre.

Su padre la quería, lo sabía bien, pero siempre había deseado tener un hijo varón; pero, después de nacer Dora, su madre no había podido tener más hijos. Por esa razón Dora siempre había deseado darle a su padre el yerno ideal; para que él se sintiera orgulloso de su hija. ¡Sin embargo, estaba segura de que la atracción que sentía hacia Griffin lo horrorizaría!

–¿Te apetece tomar café ahora o esperamos hasta después del paseo?

¿Paseo? ¿Qué paseo?

–Yo…

–Hace una noche maravillosa, Izzy –añadió Griffin con ánimo mientras se ponía de pie para retirarle la silla.

Dora se levantó. Se sentía demasiado afable, a causa del buen vino, eso lo sabía, como para ponerse a discutir. Además, la brisa nocturna la ayudaría a despejarse un poco.

Al salir, se estremeció ligeramente.

–Creí que habías dicho que hacía una noche maravillosa –dijo con pesar.

–Maravillosa no tiene por qué implicar que haga buen tiempo –se echó a reír–. Toma –se quitó la chaqueta y se la echó por los hombros, agarrándola de los brazos suavemente mientras cruzaban el patio en dirección a los jardines.

Dora intentó desesperadamente no reaccionar a la delicadeza de aquel gesto, cosa que no le resultaba fácil con la cazadora de Griffin sobre los hombros; el cuero olía a él, a una mezcla de hombre y loción para después del afeitado.

Dora se sentó a una de las mesas que había desperdigadas por el jardín, iluminado este por algunas farolas colocadas estratégicamente para realzar los macizos de flores y los arbustos, podados con formas geométricas. Desgraciadamente, Griffin eligió sentarse a su lado; y lo hizo tan cerca que el calor de su aliento le acarició los cabellos.

Aun así, no fue capaz de apartarse. Ese hombre la tenía hechizada con su presencia y su mirada.

–Supongo que vas a escribir una buena reseña sobre el hotel –dijo, para romper el hielo.

–¿Qué quieres decir con eso exactamente? –le preguntó en tono suave, fingiendo confusión.

Dora se ruborizó.

–Bueno, pensé que siendo tan amigo de Fiona… –farfulló con torpeza.

–Entiendo lo que quieres decir, Izzy –dijo divertido–. ¡Solo quería saber si tenías el descaro suficiente para expresarlo en voz alta!

Ella lo miró con rabia.

–No juegues conmigo, Griffin…

–Y tú no saques conclusiones erróneas, Izzy –le contestó con dureza–. Fiona es una mujer muy agradable; quizá yo merezca tu sarcasmo, pero ella no.

Maravilloso. ¡Qué mal se sentía de repente! Pero él no tenía razón. Su sarcasmo no había sido dirigido hacia la dueña del hotel, sino hacía él.

–Además, te has equivocado –murmuró Griffin en tono apacible–. Fiona estaba muy enamorada de su marido.

Pero su marido estaba muerto…

Además, esa explicación no excluía que Griffin se sintiera atraído por la bella viuda. Y Griffin era un hombre muy atractivo, a pesar de dar la impresión de no importarle nada ni nadie.

Ella tragó saliva.

–Griffin…

–Izzy… –murmuró con voz ronca antes de besarla.

¡Y lo hizo con una intensidad desconocida para Dora!

De estar sentados en un banco, pasaron a ponerse de pie. La cazadora que llevaba sobre los hombros se le resbaló al suelo mientras él la abrazaba y besaba con pasión.

No hubo delicadas caricias, ni esperó la reacción de Dora; simplemente tomó su boca por asalto, como si todo el tiempo hubiera sido consciente de su conformidad.

¿Tan clara había sido la atracción que había sentido hacia ese hombre? ¿O peor aún, se habría aprovechado de que era una joven soltera de veinticuatro años, que sin ser una belleza tampoco era fea, y habría decidido que podía conquistarla con facilidad?

Dora se apartó de él.

–¡Ya basta, Griffin! –le dijo con frialdad.

–Pero si apenas hemos empezado, Izzy –le aseguró en tono sensual.

Dora tragó saliva con dificultad y lo miró. Sabía que hacer el amor con aquel hombre sería algo bello y salvaje, todo lo que ella siempre había soñado. Pero era un desconocido, un hombre que quería una aventura.

–Estás equivocado, Griffin. Se acabó –le dijo con dureza, apartándose de él totalmente–. Ha sido un interludio encantador…

Su expresión se volvió pétrea y su mirada glacial.

–No me despidas como si fuera un acompañante para pasar la noche.

–Entonces no me trates tú a mí como tal –le contestó indignada, con las mejillas ardiendo de humillación–. La cena ha sido agradable, la conversación animada, hasta cierto punto. Pero por la mañana debo regresar a mi vida de siempre y tú a la tuya. ¡No te engañes pensando que este lugar es la realidad, Griffin! –miró a su alrededor significativamente.

Griffin entrecerró los ojos y la miró.

–¿Y cuál es tu realidad, Izzy? –dijo con aspereza–. ¿Hay algún hombre en tu vida?

Tan solo su padre. De momento, no parecía tener demasiado tiempo para otros hombres. Hacía más de un año que no tenía una cita con uno y recordó que la última no había sido demasiado productiva.

Pero eso no significaba que hubiera descartado la posibilidad de enamorarse, de casarse o de tener hijos. Solo tenía veinticuatro años, y sentía todos esos deseos tan naturales; lo único era que aún no había conocido al hombre adecuado. ¡Y desde luego no había sitio en su vida, aunque fuera brevemente, para un hombre como Griffin Sinclair!

Alzó la vista para toparse con el furioso desafío de su mirada.

–Sí, hay un hombre en mi vida –le dijo en tono cortante–. ¡Y estoy segura que hay docenas de mujeres en la tuya! –añadió de modo insultante.

–No estábamos hablando de mí –se apresuró a contestar Griffin .

–Por supuesto que no –dijo con brusquedad–. Estoy segura de que nunca respondes a ese tipo de preguntas acerca de ti mismo –estaba tan enfadada que tenía ganas de llorar; lágrimas de rabia hacia sí misma por haber permitido que Griffin la besara.

Sin duda volvería a su vida de siempre y se olvidaría de que un día había conocido a alguien llamado Isadora Baxter.

Sin embargo, no estaba segura de si ella podría olvidarlo con la misma facilidad.

–Debo volver al hotel –dijo con voz entrecortada.

–¿Debes? –estaba enfadado–. ¿Y por qué?

Pues porque ese hombre la ponía nerviosa y turbaba la paz de su vida. Jamás debería haber accedido a cenar con él.

–Porque tengo que levantarme temprano mañana –le soltó y se dio medio vuelta.

Y con cada paso que daba esperaba que Griffin la agarrara del brazo y la obligara a volverse. Pero eso no ocurrió.

Cuando Dora alcanzó la tranquilidad de su habitación, temblaba tanto que tuvo que sentarse un momento en la cama. Qué tonta había sido. Griffin Sinclair solamente había jugado con ella.

¿Pero hasta dónde hubiera sido capaz de llegar?

Hasta donde ella le hubiera permitido, pensó Dora con pesar.

Cuanto antes saliera de aquel hotel y olvidara que había conocido a un hombre llamado Griffin Sinclair, mejor. Al menos para ella.

¿Cómo podía haber imaginado en aquel momento que seis meses después de aquella breve estancia en Dungelly Court conocería al hombre ideal para ella; al hombre con quien se prometería en matrimonio? ¿Y, sobre todo, cómo podía haber adivinado que ese hombre resultaría ser Charles Sinclair, el hermano mayor de Griffin Sinclair?

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