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Capítulo 1

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LO SIENTO, hijo.

Mateo Karavitis se quedó mirando aturdido la pantalla del ordenador. Estaba teniendo una videoconferencia con su madre. El rostro de la reina Agathe reflejaba tristeza y resignación. Tristeza por la tesitura en la que acababa de colocarlo, y resignación por haber tenido que llegar a esa situación: que habiendo tenido tres hijos fuera el menor el que se viera de pronto forzado a ocupar el trono.

–Sé que no es esto lo que quieres –añadió.

Mateo no contestó. Era el tercero en la línea de sucesión, y no lo habían preparado para ocupar el trono. Nunca se había esperado de él que gobernara Kallyria como había hecho durante treinta años su padre, Barak, un monarca respetado, amado por su pueblo y temido por sus enemigos.

Su hermano Kosmos, el primogénito, era a quien habían preparado desde la infancia para suceder a su padre. Había estudiado en una academia militar, se había codeado con dignatarios y diplomáticos, y a los catorce años había sido nombrado príncipe heredero. Sin embargo, a los treinta años había perdido la vida en el mar. De eso hacía ya diez años.

La repentina muerte de Kosmos había supuesto un golpe tremendo para su familia. Su padre había envejecido de golpe varios años: había perdido mucho peso y su figura, antaño corpulenta, parecía haberse encogido, mientras que su pelo, fuerte y entrecano, se había tornado blanco y frágil. Tres meses después de la muerte de su primogénito había sufrido una apoplejía que había afectado a su capacidad del habla y el movimiento, pero había permanecido en el trono. Sin embargo, su salud había continuado deteriorándose, y cuatro años después había muerto y su segundo hijo, Leo, había sido coronado rey. Y ahora, de pronto, sin previo aviso, Leo había abdicado.

–¿Has hablado con Leo? –le preguntó a su madre–. ¿Te ha dado alguna explicación?

–Se… se ve incapaz de seguir… –la voz de su madre, normalmente firme y calmada, sonaba trémula, como si se fuera a quebrar.

Mateo giró la silla hacia un lado para que su madre no viera en su rostro las emociones que se revolvían en su interior. Jamás se hubiera esperado algo así. Diez años atrás Leo había parecido más que dispuesto a ocupar el lugar de su padre; incluso ansioso. Siempre había estado a la sombra de Kosmos, y por fin había llegado su momento. El brillo en sus ojos el día del funeral de su padre le había revuelto el estómago a Mateo, que había abandonado Kallyria decidido a establecerse de forma definitiva en Inglaterra, lejos de las presiones de ser un miembro de la familia real.

Y ahora tenía que regresar porque Leo había levantado sus manos para desentenderse de sus deberes como monarca. Llevaba en el trono más de seis años; ¿cómo podía dejarlo así, por las buenas? ¿Dónde estaba su sentido del deber, del honor?

–No lo entiendo –masculló entre dientes–. ¿De repente ha decidido que lo de ser rey no va con él?

–No es eso –replicó Agathe con suavidad y tristeza–. Tu hermano se ha visto superado por sus obligaciones como rey.

–¿Que sus obligaciones lo han superado? Pues parecía encantado el día de su coronación…

Su madre apretó los labios.

–Se ha dado cuenta de que la realidad dista mucho de lo que él había soñado.

–¿Acaso no es así para todos?

Su madre se encogió de hombros y lo miró con pesar.

–Tú sabes que Leo siempre ha sido más volátil que Kosmos, más sensible. Se toma las cosas muy a pecho y se lo guarda todo para sí hasta que explota. Entre la insurrección en el norte y los problemas económicos que atraviesa el país… –le explicó con un suspiro–. Se derrumbó. Debería haberlo visto venir; debería haber sabido que no sería capaz de aguantar tanta presión.

Su madre le dijo que Leo había ingresado en una clínica privada de Suiza, y eso lo dejaba a él como el único que podía tomar las riendas de su país en esos momentos tan difíciles en que se encontraba sin nadie al timón, a la deriva.

Fuera, las campanas de la capilla de uno de los muchos colleges de Cambridge empezaron a repicar. Su vida estaba allí, en la universidad, donde estaba llevando a cabo una investigación sobre el efecto que determinados procesos químicos tenían en el clima.

Su compañera de laboratorio y él estaban a punto de descubrir cómo reducir ese efecto pernicioso. Y ahora, de pronto, se esperaba de él que dejara todo eso atrás para convertirse en el rey de un país que estaba atravesando una complicada situación económica y política.

–Mateo –le dijo su madre con suavidad–, sé que esto es muy duro para ti, que tu vida ha estado en Cambridge todos estos años. Sé que te estoy pidiendo demasiado.

–No más de lo que se esperaba de mis hermanos cuando les llegó su turno –respondió él.

Su madre suspiró.

–Sí, pero a ellos se les había preparado para afrontar ese deber.

Y él no estaba preparado; era más que evidente. ¿Cómo podría ser un buen rey? Sin embargo, se debía a su país y a su gente.

–¿Mateo? –lo llamó su madre, al ver que se había quedado callado.

Él asintió con la cabeza, a modo de claudicación.

–Regresaré a Kallyria.

La reina Agathe no pudo ocultar su alivio y dejó escapar un suspiro tembloroso.

–Debemos movernos deprisa para asegurarte el trono –murmuró.

Mateo se quedó mirándola con los ojos entornados y la mandíbula apretada.

–¿Qué quieres decir?

–La abdicación de Leo ha sido tan repentina, tan inesperada, que ha provocado una cierta… inestabilidad en el país.

–¿Te refieres a los insurgentes?

Hasta donde él sabía no eran más que una tribu nómada que detestaba cualquier innovación, cualquier atisbo de modernización, porque lo veían como una amenaza a su modo de vida y su cultura.

Agathe asintió y frunció el ceño con preocupación.

–Están adquiriendo más poder y también están aumentando en número. Sin una cabeza visible en el trono… ¿quién sabe qué serían capaces de hacer?

A Mateo se le encogió el estómago solo de pensar en que pudiera desatarse una guerra.

–Haré todo lo que pueda para detenerlos –le prometió a su madre.

–Sé que lo harás –contestó ella–. Pero hay algo más.

Al verla quedarse vacilante, Mateo frunció el ceño.

–¿A qué te refieres?

–Tenemos que proporcionar estabilidad al país cuanto antes –le explicó Agathe–. Después de la muerte de tu padre, de la de Kosmos, de la abdicación de Leo, de tanta incertidumbre… no puede quedar ninguna duda de que nuestra dinastía continuará en el poder, de que la Casa Real no se tambaleará frente a cualquier revés que pueda venir. Tienes que casarte –le dijo sin rodeos– y dar a la Casa Real un heredero tan pronto como sea posible. He hecho una lista de candidatas que podrían resultar adecuadas…

Mateo apretó la mandíbula. ¿Casarse? No solo detestaba la idea de tener que contraer matrimonio, sino también la de hacerlo con una desconocida por muy adecuada que fuera para convertirse en reina consorte.

–¿Y a quiénes has incluido en esa lista? –preguntó, sin poder reprimir una nota de ironía–. Solo por curiosidad.

–La mujer que se case contigo desempeñará un papel muy importante. Tiene que ser inteligente, alguien que no se amilane con facilidad, y por supuesto tendrá que ser alguien de buena familia y que haya recibido una buena educación…

Mateo apartó la mirada.

–No has respondido a mi pregunta; ¿quiénes están en esa lista?

–Pues, por ejemplo, Vanesa Cruz, una joven emprendedora española. Es la propietaria de una importante firma de ropa.

Él resopló.

–¿Y por qué querría renunciar a todo eso?

–Pues porque eres un buen partido, hijo –dijo Agathe con una sonrisa.

–Si ni siquiera me conoce… –masculló él. No quería casarse con una mujer que se casaría con él solo por su título, para ascender en la escala social–. ¿Quién más hay en tu lista?

–La hija de un magnate francés, la hija del presidente de una compañía turca… En el mundo en el que vivimos necesitarás a tu lado a una mujer que sea independiente, no a una princesa que solo esté esperando para conseguir protagonismo.

Su madre mencionó los nombres de otras candidatas de las que Mateo apenas había oído hablar. Eran todas perfectas extrañas para él, mujeres a las que no tenía ningún interés en conocer y con las que tenía aún menos interés en casarse.

–Piénsalo –le insistió su madre con suavidad–. Ya lo hablaremos con calma cuando llegues.

Mateo asintió y unos minutos después terminaba la videollamada con su madre. Paseó la mirada por su estudio y, cuando sus ojos se posaron en el informe de la investigación que estaba haciendo, no le quedó más remedio que aceptar que su vida había cambiado para siempre.

–Me ha surgido un imprevisto.

Rachel Lewis levantó la vista del microscopio sobre el que estaba inclinada y sonrió a modo de saludo a su colega de laboratorio, Mateo Karras. Por suerte hacía mucho que había dejado de abrumarla su atractivo físico, pero su lado científico no podía dejar de admirar la perfecta simetría de sus facciones cada vez que lo tenía ante ella. Tenía el cabello negro y lo llevaba muy corto. Sus ojos eran de un increíble azul verdoso, idéntico a las aguas del mar Egeo, en el que se había bañado hacía unos años, durante unas vacaciones. Tenía la nariz recta y una mandíbula recia, y bajo la camisa y el pantalón que vestía se adivinaba el físico de un atleta.

–¿Un imprevisto? –repitió arrugando la nariz, extrañada por el tono algo tenso de su voz–. ¿A qué te refieres?

–Es que… –Mateo sacudió la cabeza y exhaló un suspiro–. Voy a estar fuera… un tiempo. He pedido una excedencia.

Rachel se quedó mirándolo aturdida.

–¿Una excedencia?

Mateo y ella habían trabajado juntos durante los últimos diez años en una investigación pionera sobre las emisiones químicas y el cambio climático. Estaban tan cerca, tan, tan cerca de descubrir la manera de reducir el efecto tóxico que los productos químicos tenían en el clima… ¿Cómo podía marcharse así, de repente, y dejarla tirada?

–No lo entiendo –murmuró.

–Me ha surgido una emergencia familiar.

–Pero…

La conmoción inicial de Rachel se transformó en una mezcla de angustia y algo más profundo que prefirió ignorar. No es que sintiera nada por Mateo, no albergaba esa clase de sentimientos hacia él; es que no podía imaginarse trabajando sin él. Habían sido compañeros de laboratorio durante tanto tiempo que casi podían adivinar lo que el otro estaba pensando sin intercambiar palabra. No podía ser verdad que fuera a marcharse…

–¿Pero qué ha pasado? –quiso saber.

Después de diez años trabajando juntos le parecía que tenía derecho a saberlo, aunque nunca hubieran hablado de su vida privada. Bueno, en realidad ella no tenía vida más allá del trabajo, y Mateo siempre había sido muy reservado. Había visto a unas cuantas mujeres de su brazo a lo largo de los años, pero ninguna le había durado demasiado; una cita o dos, nada más. Él nunca hablaba de esas cosas, y ella no se atrevía a preguntar.

–Es difícil de explicar –contestó él, pasándose una mano por la cara, como cansado.

Aquel no era el Mateo de encanto magnético, comentarios agudos y ojos brillantes al que adoraba. De pronto parecía distante, frío… Era como si se hubiera convertido en un extraño.

–Lo único que puedo decirte es que es un asunto de familia –reiteró Mateo.

Rachel cayó entonces en la cuenta de que no sabía nada de su familia. En esos diez años no los había mencionado ni una sola vez.

–Espero que estén todos bien –dijo, aunque no sabía ni cuántos eran de familia.

–Sí, bueno, todo se arreglará, aunque… –Mateo no terminó la frase.

Su rostro reflejaba tal desolación que Rachel sintió un impulso casi irrefrenable de ir a darle un abrazo, pero no le parecía que hubiera la suficiente confianza entre ellos como para eso.

–Si puedo hacer algo para ayudar, no dudes en decírmelo. Lo que sea –le dijo–. ¿Necesitas que cuide de tu casa durante el tiempo que estés fuera?

–Es que… no sé cuándo volveré –contestó él en un tono apagado.

Rachel se quedó boquiabierta.

–Vaya. Entonces debe ser algo serio.

–Lo es.

–Pero… ¿volverás, verdad? –preguntó Rachel. Era incapaz de imaginar Cambridge sin él–. Cuando esté todo resuelto, quiero decir. No puedo hacer esto sin ti –añadió, señalando el microscopio para referirse a su investigación.

Una sombra de tristeza cruzó por el rostro de Mateo.

–A mí también me duele tener que dejar a medias nuestra investigación; lo siento.

–¿Estás seguro de que no hay nada que pueda hacer para ayudarte?

Mateo sacudió la cabeza.

–Todo este tiempo has sido una compañera increíble, la mejor que podía haber tenido.

Rachel contrajo el rostro y bromeó diciendo:

–¿A qué vienen esos cumplidos? Ni que te estuvieras muriendo…

–La verdad es que me siento un poco así.

–Mateo…

–No, no te preocupes; solo estoy siendo un poco melodramático –la tranquilizó él con una sonrisa forzada–. Perdona, es que esto me ha pillado desprevenido… En cuanto pueda te llamaré para explicártelo. Entretanto… cuídate.

Y entonces hizo algo que Rachel jamás habría esperado que hiciera: se inclinó y la besó en la mejilla. Aquel repentino asalto a sus sentidos le cortó el aliento: el fresco olor a cítricos de su aftershave, la suavidad de sus labios, el roce algo áspero de su barba de unos días…

Con una sonrisa triste, Mateo la miró a los ojos y retrocedió. Se despidió de ella con un breve asentimiento de cabeza. Cuando salió, Rachel se quedó allí de pie, como paralizaba, escuchando el ruido de sus pasos alejándose por el corredor.

Un príncipe de incógnito

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