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Prólogo
ОглавлениеEl profeta, reconocida como su obra maestra, fue labor de muchos años. Al parecer, la primera versión en árabe fue iniciada en el periodo de sus estudios en Beirut (1896-1903). Abandonado ese original, durante los cinco años siguientes Gibrán volvió a escribir otra versión, también en árabe. Leído el manuscrito a su madre, según su biógrafa Barbara Young, esta le dijo: «Es muy hermoso, hijo mío, pero no es todavía tiempo de publicarlo». Sobre esos borradores volverá en el periodo 1917-1922, todavía en árabe; pero a partir de entonces elabora en inglés el texto definitivo que publica en 1923. No pararán ahí las peripecias de El profeta, libro ideado como una trilogía. Lo seguirían El jardín del profeta, póstumo, que apareció al cuidado de Barbara Young, donde Gibrán explica las relaciones del hombre con la naturaleza. Y la tercera parte, La muerte del profeta, que en principio iba a tratar de las relaciones del hombre con Dios, no llegó a escribirse.
Libro clave para las «nuevas culturas» que desde entonces se han sucedido en el mundo occidental, El profeta expone las teorías de Gibrán sobre las relaciones del hombre con el hombre. No debe buscarse en el texto un sistema filosófico cerrado ni coherente porque no trata de serlo; tiene más puntos de unión con los libros religiosos, con los manuales de comportamiento moral del hombre para con los demás y para consigo mismo, teniendo siempre presente su destino final. En efecto, la meta que pretende Gibrán es la búsqueda de la felicidad personal, la búsqueda de Dios, pero de un Dios que tiene muchos puntos de contacto con la vieja filosofía árabe. De ahí que en El jardín del profeta reniegue de la aparatosidad de la religión, considerando esta como asunto individual, como expresión mística del hombre.
En última instancia, para Gibrán, Dios es nosotros mismos; Dios pasa de los remotos mundos donde vive, del empíreo, a la vida cotidiana, hecho prójimo, animal, objeto, naturaleza. A lo largo de los veintisiete capítulos que configuran El profeta, se analizan, con una estructura narrativa muy simple, los «temas» esenciales del hombre. Lo vemos abandonando un mundo que no es el suyo, a orillas del mar, para dirigirse, purificado y convertido en voz de la verdad, a sus discípulos, que se limitan a acompañarlo, seguirlo y preguntar sobre el amor, el matrimonio, los hijos, el trabajo, la alegría, la belleza, la religión, la muerte, etc. En resumidas cuentas, los problemas capitales a que se enfrenta el hombre no de nuestro tiempo, sino de todos los tiempos.
La estructura no puede ser más sencilla. Almustafá, el profeta, es preguntado por el tema apuntado en el título de cada capítulo y él responde evangélicamente, como maestro que adoctrina a sus discípulos enseñando el bien, los caminos rectos, los senderos que llevan a la paz, a la tranquilidad anímica, a la compenetración con los demás, con la naturaleza. Pero no todo es bondad; porque para sanar el mundo, para acabar con la corrupción, el egoísmo, el desamor y la maldad, la bondad sola no basta. De ahí que Gibrán abogue en ocasiones por el látigo para enfrentarse a las plagas que sufre el mundo: la ironía y el rechazo de unos valores negativos, que Gibrán sitúa por regla general en el exterior. Ése es el camino de la mística; el apartamiento del mundo, la interiorización en el yo hasta «conversar» consigo mismo, único juez, único dios que guía en medio de un nimbo del que se han apartado todas las cosas mundanas; ahí, en esa estratosfera del ser, distanciado de las miserias del cuerpo y de la mente, desde enfermedades a envidias, desde lacras a odios, el individuo puede «realizarse», y por lo tanto ser. Ahí radica la única vida del hombre.
De ese modo, Gibrán aboga por un sincretismo que reúne dos ideologías: el pensamiento oriental y el occidental, los dos mundos a los que por vida perteneció. Y ese sincretismo lo conduce a una simbiosis de elementos que también puede visualizarse en Nietzsche o en Rabindranath Tagore; la vida se convierte en misticismo, lo existencial se hace purificación. El fuego de ese crisol lo lleva el hombre en sí, hasta el punto de que el individuo contendría en su ser absolutamente todo, desde la naturaleza hasta la divinidad. Gibrán alcanza un panteísmo de raíz oriental: «¿No son todos los actos y todos los pensamientos religión?», dirá como resumen de un pensamiento que sintetiza milenios de orientalismo.
Del encuentro con uno mismo nacen las virtudes, la bondad, la fraternidad, y en el fuego catártico de ese encuentro desaparecen la maldad, el pecado, el odio, los egoísmos. Así el alma puede entregarse al amor, incluso al amor carnal, porque la carne está trascendida por el espíritu.