Читать книгу Esposa de nueve a cinco - Kim Lawrence - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеHANNAH metió la llave en la cerradura con mucho cuidado. Dentro sólo se oía el reloj de pared. Por suerte no había nadie levantado. Se apoyó en la puerta y suspiró aliviada. ¡Por fin!
No se molestó en encender la luz, pero se quitó agradecida los zapatos, los tomó y se acercó a la gran mesa que había en el centro de la habitación. Ansiaba una ducha caliente. El que alguien encendiera de repente la luz la hizo quedarse petrificada ada en el sitio.
–¿Son necesarios todos estos subterfugios? –dijo Ethan yendo a sentarse a la mesa con una copa de brandy en la mano.
La vaga ironía de su voz era evidente.
–¿Qué ha sucedido? –añadió.
Lo último de lo que Hannah quería hablar era de la última hora y la última persona con la que quería hacerlo era con Ethan.
Llevó la mano inconscientemente a la abierta camisa, pero ese gesto sólo hizo que él se fijara en ello. ¿Qué había estado él haciendo sentado en la oscuridad? Hizo una mueca y bajó la mirada.
La desagradable luz eléctrica reveló que estaba mucho peor de lo que había pensado. Tenía las piernas llenas de barro y las medias destrozadas, la falda de terciopelo estaba rota por algunos sitios, lo mismo que la camisa de seda.
–Parece mucho peor de lo que es –dijo.
Pero sabía que no era así. Los arañazos de sus mejillas estaban empezando a dolerle.
Con un gesto de impaciencia, Ethan se rebeló contra ese intento de apaciguarlo.
–¿Has tenido un accidente de coche?
–No exactamente.
La verdad era que no se podía decir que saltar de un coche que iba a cincuenta kilómetros por hora fuera un accidente. Sabía muy bien que Ethan diría que había sido una locura. Pero él no había estado allí.
Ethan estiró un brazo y la tocó.
–¡Cielos, estás helada!
Se levantó, se quitó la bata y se la puso a ella antes de añadir.
–Siéntate antes de que te caigas al suelo.
Entonces la hizo sentarse en un sillón.
–Te vas a enfriar –protestó ella.
Bajo la bata, Ethan llevaba sólo unos pantalones de pijama. Habían llevado a los niños al sur de Francia en junio y ella se percató de que él seguía bronceado.
–Bébete esto –dijo él obligándola a tomarse un trago de coñac–. Y ahora dime lo que ha pasado.
–Quiero darme una ducha.
Pero él le puso una mano en el hombro para impedirle levantarse.
–Después de que me lo expliques. Creía que ibas a comer con tus compañeros de la escuela nocturna.
La voz de él reflejaba que pensaba que creía que aquello era mentira.
¿Por qué necesitaría ella mentirle? ¿Se creía que llevaba una doble vida o algo así?
–Yo… lo hice. Debbie y Alan me recogieron. Luego Craig Finch, que ha empezado las clases recientemente, se ofreció a traerme a casa. Me dijo que le pillaba de camino y así le ahorraría a Alan un desvío. Pero él fue el que se desvió y, cuando yo se lo dije, él…
–¿Qué hizo?
Ethan dijo eso tranquilamente, pero sus párpados se habían entornado y un músculo se movió en su mandíbula.
–Se rió.
Ella sintió ganas de vomitar sólo con recordar la expresión de Craig. Ya le habían molestado algunos de los comentarios que él había estado haciendo, pero fue su sonrisa la que la hizo alarmarse.
–¿Se rió?
Estaba claro que no era eso lo que Ethan se esperaba oír.
–¡Tú no estabas allí! Él me había estado… diciendo cosas.
–¿Te hizo daño?
Ethan parecía ahora mucho más amenazador que lo que había sido Craig. Ella se sintió culpable por hacer esa comparación. Ethan tenía sus fallos, pero era un hombre decente, y razonable, a pesar de la forma en que la estaba interrogando ahora. Normalmente no se metía en su vida.
–No, esto me pasó cuando salté del coche.
Algo de la violencia de los rasgos de él se esfumó y fue reemplazada por la sorpresa. Ethan Kemp no era un hombre al que se pudiera sorprender con facilidad. Sus grandes manos dejaron de formar los puños que había apretado instintivamente.
–¿Estaba parado entonces?
Ella negó con la cabeza y lo miró exasperada. Normalmente, Ethan no era tan lento.
–Tuve suerte de que él no hubiera echado el seguro a la puerta.
–Ya veo que puedes darle las gracias a tu buena estrella –comentó irónicamente.
–Aterricé en unas zarzas y la ropa se me rompió al salir de ellas. Me escondí en una zanja un rato, por si se le ocurría volver. Luego volví aquí andando por el campo.
–¿Dónde sucedió todo esto?
–En el cruce cerca de Tinkersdale Road.
–Eso está a más de diez kilómetros.
–Me pareció más, pero puede que tengas razón. No te preocupes, no me vio nadie.
Eso lo dijo para tranquilizarlo. El que vieran a la esposa de Ethan Kemp andando por el campo en ese estado no era algo que él aprobara, seguro. A Ethan le preocupaba la imagen que daban a los demás.
–¿No se te ocurrió llamarme, o a la policía?
–Dejé el bolso en el coche cuando salté; no tenía dinero. Y a la policía no le interesan los delitos que no han sucedido. La verdad es que él no me tocó.
–¿Estás segura de que lo iba a hacer?
–Fue una de esas situaciones en las que prevenir es mejor que curar –dijo ella, enfadada–. No suelo dejar que la imaginación me domine, Ethan.
Aquello no había manera de discutirlo. Hannah Smith era la mujer más plácida y práctica que él había conocido en los treinta y seis años de su vida. Frunció el ceño. Después de un año de matrimonio, todavía pensaba en ella como Hannah Smith, no Kemp. Si esa mañana alguien le hubiera dicho que ella era capaz de saltar de un coche en marcha, se habría reído por lo absurdo de la idea.
Hannah no era exactamente tímida, aunque sus maneras reservadas hacían que algunos lo pensaran, pero no era de la clase de mujer que se pusiera a andar tranquilamente por el campo después de salir de una situación peligrosa. Por lo menos, él no había pensado que lo fuera. ¿Le habría contado ella todo aquello si no la hubiera esperado allí? ¿Habría pretendido aparecer en el desayuno como si nada hubiera sucedido?
–Tendríamos que llamar a la policía.
–¿Por qué? No ha pasado nada. Me imagino que pensarían que soy otra neurótica más. Pero sí que me gustaría que me devolviera el bolso. Llevaba dentro la cartera.
–¿No querrías ver a ese cerdo detenido? –gruñó él incrédulamente.
Le resultaba difícil identificarse con la gente que ponía la otra mejilla.
–¿Si me gustaría? Lo que me gustaría sería hacerle experimentar por cinco minutos la clase de impotencia y terror que yo… Raramente obtenemos lo que queremos, Ethan –dijo ella conteniendo la furia.
–Esa es una filosofía muy deprimente.
La profundidad de la pasión de ella le sorprendió. ¡El que tuviera pasión era lo que le sorprendía! Más que eso, lo hacía sentirse incómodo. ¿Qué otras sorpresas se esconderían bajo ese plácido exterior?
–Es sólo una observación. Ahora, si no te importa, me gustaría irme a la cama.
Él la agarró del brazo, como si se esperara que se fuera a caer en cualquier momento. En la puerta de su dormitorio, ella se quitó la bata.
–Gracias. Lo siento si he estado un poco gruñona. Buenas noches, Ethan.
Esa despedida, educada pero firme, pareció hacer que él cambiara de opinión acerca de lo que iba a decir. Ella le sonrió vagamente y luego entró en su dormitorio. Segundos más tarde, oyó cerrarse la puerta del dormitorio de Ethan.
Mientras se desnudaba hizo una mueca de disgusto. Aunque hubiera podido salvar sus ropas, las habría tirado a la basura.
Se miró al espejo de cuerpo entero y se sorprendió. Llevaba el castaño cabello despeinado y salpicado de barro. Se le notaban mucho los arañazos de la mejilla derecha. Los restos de maquillaje le daban el aspecto de un panda asustado. Y la cantidad de piel que se veía por los agujeros de la camisa era hasta indecente. No le extrañaba que Ethan se hubiera sorprendido tanto.
Fue un alivio meterse bajo la cálida ducha y dejar que el agua se llevara algo de la tensión que la embargaba. Pero por mucho que se frotara, pensar en Craig seguía haciéndola sentirse sucia. ¿Cómo podía un hombre que parecía tan normal actuar de esa manera? ¿Le habría dado ella la impresión de que accedería a sus pretensiones? Apartó ese horrible pensamiento. No, aquello no había sido culpa suya.
En su inocencia, se había imaginado que llevar una alianza en el dedo le daba a una chica una protección instantánea ante los flirteos no deseados. Miró automáticamente el dedo y le pareció extrañamente desnudo sin la alianza. Se puso de rodillas y buscó en el fondo del baño. No estaba allí. Un pánico fuera de toda proporción se apoderó de ella.
Salió de la ducha y se rodeó el cuerpo con una toalla. Siguió sus pasos hasta el dormitorio. La alianza no estaba por ninguna parte.
–He llamado –dijo Ethan cuando apareció en la puerta que comunicaba los dos dormitorios.
Era la primera vez que la utilizaba y, aunque sabía que era ridículo, se sentía un extraño en su propia casa. Al principio no vio a Hannah, pero luego la descubrió en cuclillas cerca de la mesa, con las lágrimas corriéndole por las mejillas. La conclusión evidente a la que llegó fue que ella no le había contado todo lo que había sucedido. Cuando pensó lo peor, su rostro se ensombreció.
–¡He perdido mi anillo! –gimió ella.
–¿Qué anillo?
–Mi alianza.
Él se sintió aliviado.
–¿Eso es todo?
Hannah no pareció oírlo.
–Puede que esté en la cocina. O en las escaleras. Tengo que ir a ver –dijo ella poniéndose en pie demasiado rápidamente.
–No vas a hacer nada de eso –dijo él tomándola por los brazos desde detrás, impidiendo que se cayera.
Luego la tomó en brazos. Era increíblemente ligera. ¿Era así naturalmente o todavía le quedaban más sorpresas en forma de desórdenes alimenticios? ¡Nada le sorprendería después de lo de esa noche!
–La alianza no importa; te puedo comprar otra.
Cuando él la dejó en la cama, Hannah se dijo a sí misma que no debía extrañarle la falta de emoción en él. ¿Por qué habría reaccionado ella de esa manera? ¿Por qué un anillo que simbolizaba su matrimonio de conveniencia debía ser tan precioso para ella? Debía tener más cuidado. Probablemente él estaría sospechando que se había casado con una loca.
–Lo siento –susurró.
–Has tenido una mala noche.
Las lágrimas de ella lo hacían sentirse incómodo. Se le ocurrió que no había visto tanto anteriormente de su esposa. Incluso en la playa ella siempre había llevado una gran camiseta sobre el bañador y, ni siquiera los ruegos de los niños la habían hecho meterse en el agua.
La toalla que la cubría le llegaba justo sobre la curva de sus pequeños senos y terminaba… Sus piernas eran muy largas en comparación con su pequeño tamaño. Entonces su mirada se encontró con un par de solemnes ojos azules que lo observaban, así que apartó la mirada repentinamente.
–Te he traído esto para los arañazos –le dijo mostrándole un tubo de crema de antibióticos.
–Eras muy amable, Ethan.
–Tienes la espalda muy arañada.
–No la puedo ver.
–Ni tocar. Me imagino que ya lo notarás mañana. Algunos de los arañazos son muy feos. ¿Estás vacunada del tétanos?
–Creo que sí.
–Eso no es suficiente. Mañana deberías ir al ambulatorio. Ahora date la vuelta, que te pondré un poco de crema en la espalda.
Su contacto era impersonal, firme pero delicado. Ella se sintió cálida, relajada y, por primera vez desde que saltó del coche, a salvo.
–Vas a tener que soltarte un poco esto –dijo él tirando del borde de la toalla.
La sensación de calidez que la había envuelto se vio sustituida por una ansiedad irracional.
–No, así está bien.
–Probablemente seré capaz de contenerme al verte la piel.
–No creo que…
Ella sabía que él no la encontraba atractiva, pero aun así sus siguientes palabras le dolieron.
–Estás demasiado delgada.
–Ya lo sé.
Cuando era adolescente, había fantaseado con que una mañana se despertaría y se encontraría con que sus líneas angulosas habían desaparecido y se habían transformado en bonitas curvas. Pero ahora sabía que nunca sería así.
–¿Comes bien?
–Ya sabes que sí.
Pero la verdad era que normalmente era raro que comieran juntos, sólo cuando cenaban fuera o tenían invitados. Ella solía comer con los niños y Ethan lo hacía solo más tarde. Además, él siempre estaba muy ocupado con sus negocios.
Normalmente, a ella no le importaban sus ausencias, ya que se sentía mucho más cómoda cuando él no estaba. No era que encontrara su compañía opresiva, pero siempre que estaba con él era muy consciente de sus propias deficiencias. Cuando él la miraba, siempre estaba segura de que la estaba comparando desfavorablemente con su primera esposa. Como siempre, pensar en Catherine la hizo estremecerse.
–La señora Turner te puede confirmar que como estupendamente.
No quiso poner por testigos a los niños, ya que no serían imparciales, pero supuso que él se fiaría del ama de llaves.
–Bueno, yo sólo te he visto juguetear con tu comida –dijo él subiéndole de nuevo el borde de la toalla–. Ya está. Los arañazos no son muy profundos, así que no te quedarán cicatrices.
¿Debía decirle que, normalmente, estaba tan nerviosa por no equivocarse en las ocasiones a las que él se refería que su estómago se negaba a aceptar nada? Decidió que no.
–Creo que, bajo estas circunstancias, esas clases de francés no son una buena idea –murmuró él.
Esas palabras provocaron en ella un principio de rebelión.
–Pero el jueves es mi noche libre, Ethan.
¿Tu noche libre? Ya no eres la niñera, Hannah. Eres mi esposa.
–Pero sigo trabajando para ti, Ethan. Ahora te llamo así, no «señor Kemp». El contrato es más permanente y menos flexible. Eso es todo.
Él no podía haber parecido más sorprendido si le hubiera tirado de la nariz. Se puso tenso y la miró fijamente.
–No es necesario que pienses de esa manera de ti misma –dijo él irritado.
–Entonces, como tu esposa, no es necesario que acepte tu… consejo.
Consejo era una palabra más suave que orden.
–Tal vez debieras pensar un poco en tus últimas decisiones antes de tirarme a la cara mi consejo.
–¿Te refieres a alguna decisión en particular?
–¿Tal vez la de meterte en un coche con un perfecto desconocido? Sólo una completa idiota haría algo tan irresponsable. Emma, con sus siete años, tendría más sentido común.
Había sido una estúpida por imaginarse que podría ganar en una discusión con Ethan.
–No dirías eso si yo fuera un hombre.
Ethan parpadeó. ¡Ella estaba haciendo pucheros! ¡Hannah! La visión de esos inesperadamente llenos labios rosados tuvo un efecto de lo más inesperado en su cuerpo.
–Bueno, pero no eres un hombre. Y, tal como estás ahora, es de lo más evidente.
Hannah se ruborizó y, después de mirarse el cuerpo, empezó a tirar más de la toalla, pero no pudo hacerlo mucho porque se le subía por debajo.
–Lo siento si mi delgado cuerpo te ofende la vista, pero yo no te he invitado a entrar en mi habitación.
–Tendré en cuenta eso en el futuro.
–No he querido decir… Mira, esas clases de francés significan mucho para mí.
–Eso es evidente.
–Necesito sentirme yo misma.
–¿Significa eso quitarte habitualmente el anillo de bodas?
Hannah sólo lo pudo mirar sorprendida. No podía creerse de verdad…
–Lo he perdido.
Siempre le había quedado grande. Si no le desagradara tanto pedirle algo, se lo habría dicho.
–Pareces muy apasionada por esas clases nocturnas.
–¡Para ti es sólo eso, una clase! –le gritó ella–. Pero tú tienes docenas de amigos. Sales todos los días y conoces a gente. Yo sólo veo a los niños.
Y, por mucho que quisiera a Emma y Tom, eso no era suficiente.
–Tenemos una vida social muy activa. Mis amigos…
–Tus amigos me desprecian. Sólo me soportan porque me tienen por un apéndice tuyo. Y, además, a mí tampoco me caen nada bien. Por lo menos, no la mayoría.
–¿Entonces por qué no me lo has dicho antes?
–No pensé que fuera algo relevante. Estoy dispuesta a aceptar tanto lo bueno como lo malo.
Pero no estaba dispuesta a dejar las clases de francés. No fue necesario que añadiera eso, ya que Ethan no era tonto.
–Eso es muy generoso por tu parte. ¿Consideras que ha habido mucho más de eso malo durante este año pasado?
–Lo siguiente que vas a decir es que yo estaba en el arroyo cuando me conociste –lo cortó ella impacientemente–. Puedes esperar mi lealtad, pero no mi gratitud servil, Ethan. Si lo recuerdas, te advertí que podría ser que yo no fuera la mejor anfitriona, pero soy una buena madre.
–Madre sustituta.
Nada más decir eso, la expresión de él indicó que se arrepentía de esa desagradable respuesta, así que añadió:
–Los niños te quieren mucho. ¿Y tú? ¿Te parezco un marido tan poco generoso?
–Yo no he dicho eso.
–No, no lo has hecho. Pero es evidente que estás descontenta. Y yo no tenía ni idea hasta ahora.
–¿Cómo podías?
Esas palabras se le escaparon a ella antes de poder evitarlo. Pero algunos días apenas intercambiaban palabra.
–No estoy descontenta, sólo cansada –añadió.
La soledad de la posición en que se encontraba le fue evidente una vez más, y aquello era más de lo que podía soportar por una noche. Deseó mentalmente que él se fuera y la dejara en paz.
Como si le leyera el pensamiento, Ethan se volvió repentinamente y le dijo:
–Ya hablaremos tú y yo por la mañana.
Hannah pensó entonces que ahora ya tenía algo que esperar. La puerta se cerró y ella se quedó allí, pensando. En sus sueños más secretos, se había imaginado que él entraba por esa misma puerta. Pero lo cierto era que él siempre había parecido inmune a sus encantos. Y, en ninguno de esos sueños, ella había tenido tantos arañazos ni los ojos llorosos.
Enamorarse de Ethan Kemp era la única cosa realmente espontánea que recordaba haber hecho en su vida. No había que ser una fantasiosa creyente en el amor a primera vista como para eso sucediera. Y ella era la prueba viviente de aquello. Su alma prosaica se había rendido desde el mismo momento en que lo vio. Él era alto, con un cuerpo atlético, y unos ojos brillantes que indicaban que su cerebro estaba a la altura de esos músculos. Ella, que nunca antes se había dejado impresionar por la belleza superficial, se había visto inexplicablemente atraída por él. Pero, por suerte, ninguna de sus coloristas fantasías se le habían notado durante la primera entrevista. Si así hubiera sido, estaba segura de que no habría conseguido el trabajo.
Por suerte también, no tenía que verlo mucho y, como él estaba contento con su trabajo como niñera, su interés por ella había sido mínimo.
Pero cuando él empezó a mostrar algún interés por su amistad con Matt Carter, un profesor de la escuela local, ella casi se había permitido a sí misma pensar que él podría estar empezando a verla como una persona, no como un mueble.
Luego resultó que él sólo había temido que la historia se repitiera. Emma y Tom habían tenido tres niñeras el año antes de que ella llegara. Tom entonces tenía un año y simplemente respondía a cualquiera que le ofreciera cariño. Pero su hermana era otra cosa. Cuando Hannah llegó a la casa tenía cinco años y había tenido que luchar para ganarse la confianza de la niña. Su corta vida le había enseñado a Emma que era doloroso amar a alguien y que luego desapareciera. Pero lentamente se había ganado la confianza y el amor de la niña, hasta que, al final de ese primer año, se había transformado en una parte integral de las vidas de los niños.
Fue entonces cuando Ethan pensó en las posibilidades de que Hannah siguiera el ejemplo de los dos niñeras anteriores e hiciera algo inconveniente, tal como enamorarse o quedarse embarazada. Realmente no quería una esposa y, por si a ella le quedaba alguna duda, se lo había hecho saber muy claramente.
Cuando le ofreció un hogar y seguridad económica, ya conocía su historia. No le cabía duda de que él creía irresistible la oferta para una mujer que estaba completamente sola en el mundo. Ella nunca tendría que volver a ganarse la vida, tendría la familia que había soñado siempre.
El «pero» era que él nunca la había visto como nada más que una empleada a la que pagaba. El acuerdo pre matrimonial que habían firmado sólo había servido para recalcar ese hecho.
Probablemente, él se habría congratulado a sí mismo por su sutil pero inteligente presentación de la oferta cuando ella apareció a la mañana siguiente, más pálida que de costumbre y había dado el sí más importante de su vida.
Ethan no habría parecido tan feliz si hubiera sospechado que, sin importar lo tentadora que pudiera parecer su oferta a una chica que ansiaba tener raíces y estabilidad, era el amor el ingrediente vital para la ecuación. El amor la había hecho ignorar la parte lógica de su cerebro que le decía que semejante unión sólo podía darle dolor.