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EL EXPERIMENTO

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—¡Ya es 1 de junio! ¡Mañana los King se irán a la costa y quedaré libre! ¡Tres meses de vacaciones! ¡Cómo voy a disfrutarlas! —exclamó Meg, al volver a casa, un día de calor. Jo estaba tumbada en el sofá y parecía exhausta, algo poco habitual en ella, mientras Beth le quitaba las botas llenas de polvo y Amy preparaba limonada para todas.

—La tía March se ha ido hoy. ¡Alegraos por mí! —informó Jo—. Temí que me pidiera que la acompañara, porque, de haberlo hecho, me hubiese sentido obligada. Plumfield es tan divertido como un cementerio, así que prefiero ahorrarme la visita. No paramos ni un momento hasta que lo tuvimos todo preparado, y a mí me daba un vuelco el corazón cada vez que me dirigía la palabra, porque en mi ansia por tenerlo todo listo lo antes posible me mostré tan dulce y encantadora que llegué a pensar que no se vería con ánimos de separarse de mí. Estuve temblando hasta que la vi subida al carruaje, y me dio un último susto de muerte cuando, ya en marcha, asomó la cabeza por la ventanilla y preguntó: «Josephine, ¿no podrías…?». No oí el final de la frase porque di media vuelta y puse pies en polvorosa. Eché a correr y no paré hasta que doblé la esquina y me sentí a salvo.

—¡Pobre Jo! Entró en casa como alma que lleva el diablo —explicó Beth abrazando maternalmente los pies de su hermana.

—La tía March es una auténtico «zafiro», ¿verdad? —observó Amy tras probar la limonada con aire crítico.

—Supongo que quieres decir «vampiro», no que sea una joya. En todo caso, no importa, hace demasiado calor para discutir cuestiones lingüísticas —murmuró Jo.

—¿Qué vais a hacer durante las vacaciones? —preguntó Amy, cambiando de tema prudentemente.

—Yo me levantaré tarde y no haré nada —contestó Meg, sentada en la mecedora—. He estado madrugando todo el invierno y he dedicado mis días a trabajar para otros; ahora me apetece descansar y pasarlo en grande.

—¡Vaya! —dijo Jo—. Pues yo no pienso pasarme el día amodorrada. He conseguido una buena pila de libros y disfrutaré del sol leyéndolos encaramada en mi manzano preferido, cuando no esté con Laurie de j…

—Por Dios, no digas «juerga» —imploró Amy, para devolverle el desaire que le había hecho con la corrección de «zafiro».

—Bien, entonces diré «cultivándome»; de hecho, el término es muy adecuado porque Laurie es un caballero muy culto…

—Beth, ¿por qué no dejarnos de estudiar un tiempo y nos dedicamos a jugar y descansar, como ellas? —propuso Amy.

—Si a mamá no le importa, yo no tengo inconveniente. Quiero aprender algunas canciones nuevas y arreglar a mis niñas para el verano; están en muy mal estado y necesitan ropa nueva.

—¿Nos das permiso, mamá? —preguntó Meg volviéndose hacia la señora March, que estaba cosiendo, sentada, en el que todas llamaban «el rincón de Marmee».

—Podéis probar durante una semana y ver qué pasa. Creo que el sábado por la noche habréis llegado a la conclusión de que solo jugar es tan malo como solo trabajar.

—¡Oh, no! Estoy segura de que a mí me parecerá una delicia —elijo Meg, encantada.

—Bien, propongo un brindis. Como dice la buena de Sairy Gamp, «¡Más alegría y menos tonterías!» —exclamó Jo, que se puso en pie y alzó el vaso mientras servían otra ronda de limonada.


Todas bebieron satisfechas y, para comenzar el experimento, pasaron el resto del día descansando. A la mañana siguiente, Meg no se despertó hasta las diez; desayunar sola no fue de su agrado y el comedor, además de estar vacío, tenía un aspecto descuidado, porque Jo no había llenado los floreros, Beth no había limpiado el polvo y Amy había dejado sus libros esparcidos por doquier. Lo único que seguía pulcro y agradable era el «rincón de Marmee», que conservaba el aspecto de siempre. Meg se sentó allí para leer y descansar aunque, en realidad, se dedicó a bostezar y pensar en los bonitos vestidos que compraría con su sueldo. Jo pasó la mañana con Laurie, en el río, y por la tarde leyó con lágrimas en los ojos Un ancho, ancho mundo, encaramada en el manzano. Beth empezó a ordenar el contenido del armario grande, donde vivía la familia de muñecas, pero pronto se cansó y lo dejó todo manga por hombro para irse a tocar el piano, feliz de no tener que lavar ningún plato. Amy arregló su emparrado, se vistió con su mejor traje blanco y se sentó bajo la madreselva a dibujar, con la esperanza de que alguien la viese y se preguntase quién era aquella joven artista. Como no se acercó nadie, salvo una araña curiosa que examinó con interés su obra, se fue a dar un paseo, le sorprendió un chaparrón y volvió a casa calada hasta los huesos.

A la hora del té, intercambiaron impresiones y todas estuvieron de acuerdo en que había sido un día delicioso, aunque se les había hecho más largo de lo habitual. Meg, que había salido de compras por la tarde y regresado con una muselina azul fantástica, descubrió, tras cortar la tela, que no se podía lavar, lo que la contrarió bastante. Jo se había quemado la piel de la nariz mientras remaba en el río y, de tanto leer, ahora le dolía la cabeza. Beth estaba preocupada por el desorden del armario y por lo mucho que le estaba costando aprender tres o cuatro canciones a la vez. Amy, por su parte, lamentaba que el chaparrón le hubiese estropeado el vestido, porque la habían invitado a una fiesta en casa de Katy Brown al día siguiente y ahora, al igual que Flora McFlimsy, no tenía nada que ponerse. Pero todo eso no eran más que nimiedades y las muchachas aseguraron a su madre que el experimento iba estupendamente. Ella sonreía, no decía nada y, con la ayuda de Hannah, hacía el trabajo que ellas habían desatendido para que fuese un lugar acogedor y todo funcionase como era debido. Resultaba desconcertante la situación, incómoda y peculiar, a que estaba dando lugar su voluntad de «descansar y disfrutar». Cada día parecía más largo que el anterior y el tiempo era más inestable que de costumbre, al igual que el carácter de las muchachas, que se sentían inquietas. Satán encontró un terreno abonado para sembrar malentendidos. Meg dejó de coser y, al sobrarle tiempo, se aburrió tanto que empezó a estropear sus vestidos en su afán de renovarlos al estilo Moffat. Jo leía hasta que se le cansaba la vista y empezaba a estar harta de libros; eso le agrió tanto el carácter que ni siquiera el bueno de Laurie pudo evitar discutir con ella, lo que sumió a la joven en un estado de desánimo tan grande que llegó a arrepentirse de no haberse ido con la tía March. Beth lo llevaba mejor porque, de vez en cuando, olvidaba la consigna de «todo juego y nada de trabajo» y retomaba alguna de sus tareas habituales. Sin embargo, el ambiente que se respiraba en la casa acabó por afectarle, su calma se vio perturbada en más de una ocasión, hasta el punto de que un día llegó a zarandear a su querida muñeca Joanna y llamarla «espantajo». Amy lo pasaba peor que ninguna porque contaba con menos recursos propios. Cuando sus hermanas la dejaron a sus anchas y hubo de jugar sola y cuidar de sí misma, descubrió que su propia afectación era una pesada carga. No le gustaban las muñecas, los cuentos de hadas le parecían demasiado infantiles y no podía pasarse el día dibujando, por mucho que le gustara. Las fiestas y los picnics ya no despertaban su interés, a menos que estuvieran muy bien organizados.

—Si viviese en una casa llena de compañeras estupendas o pudiese viajar, el verano sería fantástico; pero quedarme en casa con tres hermanas egoístas es muy duro y pone a prueba mi paciencia —se quejó la señorita Malaprop tras varios días consagrados al ocio, la despreocupación y el ennui.

Ninguna quería reconocer que estaba cansada del experimento pero, el viernes por la noche, todas suspiraron aliviadas en secreto, pensando que la semana estaba a punto de terminar. La señora March, que estaba de muy buen humor, decidió llevar la lección al extremo y rematar el experimento con un final adecuado. Así pues, concedió el día libre a Hannah para que las chicas conocieran el resultado de un sistema de vida basado en el entretenimiento.

Cuando las muchachas se levantaron el sábado por la mañana, no había fuego encendido en la cocina, ni desayuno sobre la mesa del comedor, ni rastro de su madre.

—¡Válgame el cielo! ¿Qué habrá ocurrido? —exclamó Jo mirando alrededor con espanto.

Meg corrió escaleras arriba y bajó de nuevo enseguida, más tranquila pero también perpleja e incluso algo avergonzada.

—Mamá no está enferma, sino muy cansada. Dice que se va a quedar todo el día en su habitación, reposando y que hagamos lo que podamos. Todo esto es muy raro, esta actitud no es propia de mamá. Dice que ha tenido una semana muy difícil y me ha pedido que nos ocupemos de nosotras en lugar de quejarnos.

—Es fácil y me gusta la idea. Me muero de ganas de hacer algo… quiero decir, de buscar un nuevo entretenimiento… Ya me entendéis —se apresuró a añadir Jo.

De hecho, todas se sintieron muy aliviadas ante la perspectiva de poder ocuparse en algo útil y se pusieron manos a la obra llenas de buena voluntad. Sin embargo, no tardaron en comprobar que Hannah tenía razón cuando afirmaba que «las labores del hogar no son ninguna broma». La despensa estaba llena de comida y, mientras Beth y Amy ponían la mesa, Meg y Jo prepararon el desayuno, maravilladas de que las sirvientas considerasen duro el trabajo.

—Aunque mamá me ha dicho que no nos preocupemos por ella, le subiré algo de desayuno —dijo Meg, que se sentó presidiendo la mesa y se sentía muy maternal detrás de la tetera.

Prepararon una bandeja y se la subieron a su madre antes de empezar a desayunar, con los mejores deseos de la cocinera. El té estaba amargo, la tortilla francesa, quemada, y las galletas tenían grumos de bicarbonato, pero la señora March agradeció la comida y no rió con ganas hasta que Jo se hubo retirado.

¡Pobrecillas, mucho me temo que van a pasar un mal día! Pero no les hará ningún daño y les vendrá bien, se dijo, y se dispuso a comer unos manjares más apropiados que había preparado ella misma con antelación, después de vaciar los platos del horrendo desayuno. No quería herir los sentimientos de sus hijas mostrando su desaprobación.

En la planta de abajo se oyeron muchas quejas y se criticó con dureza a la cocinera.

—No importa, yo prepararé la comida y haré de criada. Tú puedes ser la señora de la casa, mantendrás tus manos cuidadas, vigilarás a los demás y darás instrucciones —dijo Jo, que sabía todavía menos que Meg de asuntos culinarios.

Meg aceptó agradecida la amable oferta y se retiró a la sala, que medio adecentó escondiendo los papeles bajo el sofá y cerrando las persianas para que no se viese el polvo. Jo, con una gran fe en sus capacidades, y deseosa de borrar los efectos de su discusión, dejó una nota en el buzón para invitar a Laurie a comer.

—Sería conveniente que miraras qué puedes preparar para comer antes de invitar a nadie —advirtió Meg al enterarse del amable pero impulsivo gesto de Jo.

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