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Capítulo IV

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Mi conversación con el señor Lloyd y la charla que había oído entre Bessie y Abbot me sirvieron de aliciente para querer ponerme bien, pues veía la posibilidad de un cambio, que deseaba y esperaba en silencio. Pero este tardaba en llegar: pasaron días y semanas; había recuperado la salud, pero no se había vuelto a mencionar el asunto que me hacía cavilar. La señora Reed me contemplaba a veces con mirada adusta, pero apenas me dirigía la palabra. Desde mi enfermedad, había trazado una línea más marcada aún para separarme de sus hijos, asignándome una pequeña alcoba, donde dormía sola, y condenándome a comer sin compañía y a pasar el tiempo en el cuarto de los niños, mientras que mis primos estaban casi siempre en el salón. Ni una palabra dijo, no obstante, de enviarme a la escuela, aunque yo tenía el íntimo convencimiento de que no soportaría por mucho tiempo tenerme bajo su techo, ya que su mirada delataba más que nunca la aversión invencible y profunda que le inspiraba mi presencia.

Eliza y Georgiana, supongo que obedeciendo órdenes, me hablaban lo menos posible, y John adoptaba un gesto irónico cuando me veía. Una vez intentó pegarme, pero como me vio dispuesta a resistirme, espoleada por el mismo sentimiento de ira y rebeldía que me había instigado a defenderme en la ocasión anterior, decidió renunciar, y salió corriendo, echando maldiciones y jurando que le había roto la nariz. Verdad es que había asestado a ese atributo prominente suyo el puñetazo más fuerte que había podido, y viéndolo acobardado, no sé si por el golpe o por mi mirada, sentí un fuerte impulso de sacarle partido a mi ventaja, pero ya estaba él con su madre. Oí cómo empezó a balbucear cómo «la antipática de Jane Eyre» lo había atacado como un gato salvaje, pero ella lo interrumpió bruscamente:

—No me hables de ella, John. Te he dicho que no te acerques a ella, que no es digna de tu atención. No quiero que ni tú ni tus hermanas os relacionéis con ella.

En este punto, me asomé por encima de la barandilla de la escalera y dije impulsivamente, sin medir mis palabras:

—Ellos no son dignos de relacionarse conmigo.

Aunque la señora Reed era una mujer algo corpulenta, al oír esta extraña y osada declaración, subió velozmente las escaleras, me levantó en vilo y me llevó al cuarto de los niños, donde me aplastó contra la cama y me prohibió que me moviera de allí o volviera a decir una palabra durante el resto del día.

—¿Qué le diría mi tío si viviera? —pregunté casi involuntariamente. Digo involuntariamente porque fue como si mi boca hubiese pronunciado las palabras sin el consentimiento de mi voluntad: había hablado algo dentro de mí que estaba fuera de mi control.

—¿Qué has dicho? —susurró la señora Reed, y en sus ojos grises, generalmente tan fríos, se asomó un atisbo de miedo. Me soltó el brazo y me contempló como si de verdad no supiera si era una niña o un diablo. ¡Ahora sí la había hecho buena!

—Mi tío Reed está en el cielo y puede ver todo lo que hace y piensa usted, y mi mamá y mi papá también. Todos saben cómo me encierra todo el día, y que le gustaría verme muerta.

La señora Reed se recompuso enseguida, me sacudió violentamente, me dio de bofetones y se marchó sin decir palabra. En cambio, Bessie se ocupó de sermonearme durante una hora, diciéndome que era sin duda la niña más malvada y vil jamás criada en el seno de una familia. La creí a medias, porque en ese momento solo abrigaba en mi pecho malos sentimientos.

Pasaron noviembre, diciembre y la mitad de enero. La Navidad y el Año Nuevo se celebraron en Gateshead con la alegría acostumbrada: intercambiaron regalos, celebraron cenas y fiestas nocturnas. Por supuesto, yo era excluida de todas las diversiones. Mi parte de la diversión consistía en ver cómo acicalaban todos los días a Eliza y Georgiana, cómo bajaban estas al salón ataviadas con finos vestidos de muselina con fajines de color escarlata, peinadas con complicados tirabuzones; en oír cómo se tocaba el piano o el arpa, las idas y venidas del mayordomo y el lacayo, el tintineo de cristal y porcelana cuando se servía el refrigerio y el ronroneo de la conversación cada vez que se abrían las puertas del salón. Cuando me cansaba de esta distracción, me retiraba del descansillo de la escalera al silencioso y solitario cuarto de los niños, donde me sentía triste, pero no desconsolada. A decir verdad, no me apetecía en absoluto estar en compañía, ya que entre la gente solía pasar desapercibida. Si Bessie se hubiera mostrado amable y simpática, habría considerado un privilegio pasar las veladas tranquilamente con ella, y no bajo la mirada terrible de la señora Reed en una habitación repleta de damas y caballeros. Pero Bessie, en cuanto vestía a sus señoritas, se iba a las bulliciosas regiones de la cocina o al cuarto del ama de llaves, llevando la vela consigo. Me quedaba sentada con una muñeca en el regazo hasta que agonizaba el fuego, mirando de vez en cuando por encima del hombro para asegurarme de que no hubiera en el cuarto sombrío nada peor que yo misma, y, cuando no quedaban más que las brasas, me desnudaba deprisa, desatando lo mejor que podía los nudos y cintas de mi ropa, y me refugiaba del frío y la oscuridad en mi camita. Siempre llevaba conmigo mi muñeca; los seres humanos necesitamos algo para amar, y, a falta de objetos más merecedores de mi amor, procuraba hallar placer en el cariño hacia una figura fea y ajada como un espantapájaros. Recuerdo con perplejidad el absurdo amor que sentía por esa muñeca, casi imaginándome que tenía vida y sentimientos. No podía dormir sin tenerla envuelta en mi camisón, y, cuando la tenía ahí, sana y salva, era relativamente feliz por creerla feliz a ella.

Las horas se me hacían eternas mientras esperaba la partida de los invitados para oír los pasos de Bessie en la escalera. Algunas veces subía antes, para buscar el dedal o las tijeras, o para llevarme un pequeño tentempié: un bollo o una tarta de queso. Se sentaba en mi cama mientras comía, y cuando acababa, me remetía la ropa, me besaba dos veces y decía: «Buenas noches, señorita Jane». Cuando estaba así de cariñosa, Bessie me parecía la persona más guapa y amable del mundo, y deseaba con todo mi ser que estuviese siempre tan amable y que dejara de reñirme y castigarme sin motivos, cosa que a veces ocurría. Creo que Bessie Lee debió de ser una joven de grandes cualidades naturales, puesto que lo hacía todo con inteligencia, y tenía un gran don para contar historias, o, por lo menos, así la juzgaba yo, gracias a los cuentos que relataba. También era bonita, si no me falla la memoria. Recuerdo una mujer esbelta con el pelo negro, ojos oscuros, facciones agradables y cutis transparente; pero tenía un genio caprichoso y vivo, con una idea escasa de lo que era la justicia; pero, así y todo, no había en Gateshead Hall nadie a quien quisiera más.

Era el quince de enero, sobre las nueve de la mañana: Bessie había bajado a desayunar y mis primos aguardaban la llamada de su madre. Eliza se estaba poniendo el sombrero y el abrigo para salir a dar de comer a las gallinas, ocupación que era de su gusto, como lo era también vender los huevos al ama de llaves y guardarse el dinero así ganado. Tenía talento para el comercio, y una gran afición al ahorro, que demostraba no solo vendiendo huevos y pollos, sino también regateando con el jardinero para proporcionarle semillas, plantas e injertos. Este obedecía órdenes de la señora Reed de comprar a la señorita todo lo que quisiera venderle. Eliza hubiera vendido su propio cabello con tal de sacar beneficio. En cuanto al dinero, al principio lo guardaba en lugares diversos, envuelto en un trapo o un papel de papillotes, pero como una criada descubrió algunos de estos escondrijos y tenía miedo de quedarse sin su tesoro, consintió en confiarlo a su madre, al interés abusivo del cincuenta o sesenta por ciento, que recogía puntualmente cada trimestre, llevando las cuentas en una libreta con afanosa exactitud.

Georgiana se encontraba sentada en una banqueta delante del espejo, peinándose y adornando sus cabellos con flores artificiales y plumas descoloridas, encontradas, entre otros muchos tesoros, en un cajón del desván. Yo estaba haciendo mi cama, ya que Bessie me había ordenado terminar antes de que volviese (a menudo me utilizaba como una especie de doncella para ordenar el cuarto y quitar el polvo, y otras cosas). Después de estirar la colcha y doblar mi camisón, me acercaba a la repisa de la ventana para ordenar algunos cuentos y muebles de juguete que estaban desperdigados allí, cuando me detuvo una orden de Georgiana de no tocar sus cosas (las pequeñas sillas, espejos, platos y tazas eran de su propiedad). Luego, a falta de otra cosa que hacer, me puse a echar el aliento sobre las flores de escarcha de la ventana para despejar un sitio en la luna por donde mirar los jardines, donde todo estaba dormido y petrificado por la helada intensa.

Desde esta ventana se podía ver la casita del portero y la entrada de coches, y en cuanto hube limpiado un hueco en la escarcha lo bastante grande para mirar a su través, vi abrirse de golpe la puerta y entrar un carruaje. Lo observé con indiferencia mientras subía por la calzada de entrada; venían muchos coches a Gateshead, pero ninguno traía a nadie que a mí me interesase. Se detuvo en la puerta de la casa, sonó el timbre, y entró el recién llegado. Como todo aquello no me importaba, mi atención se fijó enseguida en el espectáculo más interesante de un petirrojo hambriento, que piaba entre las ramitas peladas de un cerezo clavado en la pared junto a la ventana. Las sobras de mi desayuno estaban aún en la mesa, así que desmenucé un panecillo y estaba forcejeando con la ventana para dejar las migas en el alféizar, cuando entró Bessie corriendo al cuarto de los niños.

—Señorita Jane, quítese el delantal. ¿Qué hace ahí? ¿Se ha lavado la cara y las manos esta mañana?

Pegué otro tirón a la ventana antes de contestar, porque quería asegurarme de que el pajarito tuviera su pan. La ventana cedió, eché las migas, cayendo algunas sobre el alféizar y otras sobre el cerezo. Luego cerré la ventana y respondí:

—No, Bessie. He terminado de quitar el polvo ahora mismo.

—¡Qué niña más pesada y descuidada! Y, ¿qué hace ahora? Está toda colorada como si hubiese estado tramando algo: ¿para qué quería abrir la ventana?

No tuve que molestarme en contestar, pues Bessie tenía demasiada prisa para oír mis explicaciones. Me llevó a la fuerza al lavabo, donde me restregó enérgicamente y muy deprisa la cara y las manos con agua y jabón. Me cepilló el cabello con fuerza, me quitó el delantal, me llevó apresuradamente a lo alto de la escalera y me ordenó que acudiera enseguida a la salita, donde me esperaban.

Le habría preguntado quién me esperaba, y si la señora Reed estaba allí, pero Bessie ya se había marchado, cerrando la puerta a sus espaldas. Bajé lentamente. Hacía casi tres meses que no me llamaba la señora Reed a su presencia, y, confinada durante tanto tiempo en el cuarto de los niños, tenía miedo ahora de invadir las terribles regiones del salón y el comedor.

Me quedé de pie en el desierto vestíbulo, con la puerta de la salita enfrente, temblando y acobardada. ¡Qué timorata me había vuelto en aquellos tiempos el miedo, nacido de los castigos injustos! Me daba miedo volver a subir las escaleras, y me daba miedo entrar en la salita. Estuve ahí dudando agitada durante diez minutos, pero debía entrar.

«¿Quién querrá verme a mí?» me pregunté, forcejeando con ambas manos con el duro picaporte, que se resistió unos segundos a mis esfuerzos. ¿A quién iba a ver además de la señora Reed: a un hombre o a una mujer? El picaporte cedió, la puerta se abrió, pasé y, haciendo una gran reverencia, levanté la vista para contemplar ¡una columna negra! o así me pareció a primera vista la figura alta y estrecha, vestida de negro, que se erguía sobre la alfombra. La cara severa que hacía las veces de capitel en lo alto de este pilar se asemejaba a una máscara tallada.

La señora Reed estaba en su puesto acostumbrado junto a la chimenea. Me hizo señal de que me acercase, y así lo hice. Me presentó al pétreo forastero diciendo:

—Esta es la niña de la que le he hablado.

Él, porque era un hombre después de todo, volvió lentamente la cabeza hacia mí y, después de examinarme con ojos inquisitivos y brillantes bajo unas pobladas cejas, dijo con voz solemne y grave:

—Es pequeña. ¿Cuántos años tiene?

—Diez años.

—¿Tantos? —respondió incrédulo, mientras seguía escudriñándome durante algunos minutos. Luego se dirigió a mí:

—¿Cómo te llamas, niña?

—Jane Eyre, señor.

Al pronunciar estas palabras, alcé la vista: me pareció muy alto, pero yo era muy pequeña; tenía grandes facciones, tan duras y severas como todas las líneas de su cuerpo.

—Dime, Jane Eyre, ¿eres buena?

Me era imposible responderle afirmativamente; el mundillo que yo habitaba opinaba lo contrario, por lo que me quedé callada. La señora Reed respondió en mi lugar, sacudiendo la cabeza expresivamente y diciendo:

—Cuanto menos se diga sobre ese asunto, mejor, señor Brocklehurst.

—Siento mucho oír eso. Tenemos que hablar, ella y yo —y abandonando su postura perpendicular, se acomodó en un sillón enfrente de la señora Reed—. Acércate —me dijo.

Crucé la alfombra, y me colocó justo delante de él. Ahora que lo tenía a mi altura, ¡qué cara tenía, con una gran nariz y una boca de enormes dientes!

—No hay nada más triste que ver a un niño malo —dijo— y peor todavía, a una niña. ¿Sabes adónde van los niños malvados cuando mueren?

—Van al infierno —fue mi respuesta rápida y ortodoxa.

—Y ¿qué es el infierno? ¿Puedes decírmelo?

—Un pozo lleno de fuego.

—¿Te gustaría caer en ese pozo y arder para toda la eternidad?

—No, señor.

—¿Qué debes hacer para evitarlo?

Pensé un momento y, cuando por fin contesté, mi respuesta fue algo menos ortodoxa:

—Debo mantenerme sana y no morirme.

—¿Cómo vas a mantenerte sana? Mueren niños más pequeños que tú todos los días. Hace un par de días, enterré a un niño de cinco años, un niño bueno, cuya alma estará en el cielo. Me temo que no se podría decir lo mismo de ti si te fueras a morir.

Como no sabía despejar sus dudas al respecto, bajé los ojos y miré los dos grandes pies plantados sobre la alfombra. Suspiré, deseando estar muy lejos de allí.

—Espero que haya salido del corazón ese suspiro y que te arrepientas de haberle causado molestias a tu bondadosa benefactora.

«¡Benefactora, benefactora! —dije para mí—, todos la llaman mi benefactora. Pues, si es así, ¡vaya cosa desagradable que es una benefactora!».

—¿Rezas tus oraciones por la mañana y por la noche? —prosiguió mi interlocutor.

—Sí, señor.

—¿Y lees la Biblia?

—A veces.

—¿Disfrutas de ello?

—Me gustan el Apocalipsis y el libro de Daniel, el Génesis y el de Samuel, y parte del Éxodo, y algunos trozos del de los Reyes, las Crónicas, Job y Jonás.

—¿Y los Salmos? Espero que también te agraden.

—No, señor.

—¿No? ¡Qué escándalo! Tengo un niño más pequeño que tú que se sabe de memoria seis Salmos, y cuando se le pregunta qué prefiere, si una galletilla de jengibre para comer o un Salmo para memorizar, dice: «¡El Salmo! Los ángeles cantan Salmos y yo quisiera ser un angelito aquí en la tierra», y le damos dos galletas para premiar su devoción infantil.

—Los Salmos no son interesantes —comenté.

—Eso demuestra que tienes mal corazón, y debes rezar para que Dios lo cambie y te dé uno puro, que te cambie el corazón de piedra por otro de carne.

Estaba a punto de preguntarle cómo se iba a llevar a cabo esta operación de cambio de corazón, cuando interrumpió la señora Reed diciéndome que me sentara, antes de reemprender ella misma la conversación.

—Señor Brocklehurst, creo que insinué en la carta que le escribí hace tres semanas que esta niña carece del carácter y la naturaleza que desearía que tuviese. Si la quisiera admitir usted en la escuela Lowood, agradecería que la vigilaran de cerca la directora y las profesoras, para corregir su peor defecto: una tendencia a la mentira. Menciono este hecho en tu presencia, Jane, para que no intentes abusar de la confianza del señor Brocklehurst.

Con razón temía y odiaba a la señora Reed, ya que gustaba de herirme de forma cruel. Nunca fui feliz en su presencia; por mucho que me esforzara por obedecerle y agradarle, rechazaba siempre mis esfuerzos y me pagaba con sentencias como esta. Al pronunciarla ante un extraño, su acusación me llegó al corazón. Percibí veladamente que conseguía eliminar toda esperanza de la nueva fase de mi vida, que iba a empezar por deseo de ella. Aunque no hubiera sabido expresar el sentimiento con palabras, sentí que sembraba la aversión y la crueldad en mi camino futuro, y me vi transformada, ante los ojos del señor Brocklehurst, en una niña astuta y maliciosa, pero ¿qué podía yo hacer para remediar esta impresión?

«Nada puedo hacer», pensé, mientras luchaba por suprimir un sollozo y enjugaba algunas lágrimas, testimonio impotente de mi angustia.

—La mentira es realmente un defecto odioso en un niño —dijo el señor Brocklehurst—, se aproxima a la falsedad, y todos los mentirosos tendrán su lugar en el fuego y el azufre del infierno. Sin embargo, se la vigilará, señora Reed. Hablaré con la señorita Temple y las profesoras.

—Me gustaría que se la educara de acuerdo con sus expectativas —prosiguió mi benefactora—, para que sea útil y se mantenga humilde. En cuanto a las vacaciones: con su permiso, las pasará en Lowood.

—Encuentro muy juiciosas sus decisiones, señora —respondió el señor Brocklehurst—. La humildad es una virtud cristiana, especialmente oportuna para las alumnas de Lowood. Por lo tanto, doy instrucciones para que sea cultivada con gran esmero. He estudiado la mejor manera de subyugar sus tendencias mundanas hacia el orgullo, y el otro día tuve una agradable prueba de mi éxito. Mi segunda hija, Augusta, fue a visitar la escuela con su madre, y a su vuelta exclamó: «Vaya, papá, ¡qué discretas y modestas son todas las chicas de Lowood, con su cabello recogido y sus largos delantales con las faltriqueras de hilo colgando, casi parecen las hijas de gente pobre!». «Miraron mi vestido y el de mamá como si nunca hubieran visto ropa de seda».

—Apruebo totalmente ese estado de cosas —respondió la señora Reed—. Aunque hubiera buscado por toda Inglaterra, no habría encontrado un sistema más apropiado para una niña como Jane Eyre. La conformidad, señor Brocklehurst, defiendo la conformidad en todas las cosas.

—La conformidad, señora, es la más importante de las obligaciones cristianas, y se observa en todas las disposiciones de la institución de Lowood: comida sencilla, ropa sin adornos, alojamiento sobrio, disciplinas espartanas. Tal es la norma de la casa y sus habitantes.

—Muy bien, señor. Entonces ¿puedo contar con la admisión de la niña como alumna de Lowood, donde la educarán según su posición y expectativas?

—Sí, señora, la colocaremos en ese jardín de plantas escogidas, y confío en que mostrará agradecimiento por el privilegio inestimable de haber sido elegida.

—La enviaré allí tan pronto como sea posible, señor Brocklehurst, pues le aseguro que estoy ansiosa por librarme de una responsabilidad que se estaba haciendo demasiado fastidiosa.

—No lo dudo, señora. Y ahora me despido de usted. Volveré a Lowood en una semana o dos; mi buen amigo, el archidiácono, no me permitirá dejarlo antes. Mandaré avisar a la señorita Temple que debe esperar a una nueva niña, para que no haya problemas con su llegada. Buenos días.

—Adiós, señor Brocklehurst. Dé recuerdos de mi parte a la señora Brocklehurst y a su hija mayor, y a Augusta y Theodore, y al pequeño Broughton.

—Así lo haré, señora. Niña, aquí tienes un libro que se llama La guía de los niños. Léelo piadosamente, en especial la parte que trata de «la historia de la muerte terriblemente repentina de Martha G…, una niña mala entregada a la falsedad y la mentira».

Con estas palabras, el señor Brocklehurst me entregó un librito encuadernado, y, habiendo pedido su coche, se marchó.

Nos quedamos a solas la señora Reed y yo. Pasaron en silencio algunos minutos; ella cosía y yo la observaba. En aquel entonces, la señora Reed debía de tener unos treinta y seis o treinta y siete años. Era una mujer de complexión robusta, cuadrada de hombros y con extremidades fuertes, no muy alta y corpulenta sin ser obesa. Tenía la cara algo grande con la mandíbula desarrollada y sobresaliente, la frente baja, la barbilla prominente, mientras que la boca y la nariz eran de formas regulares. Bajo las claras cejas brillaban unos ojos sin compasión; el cutis era oscuro y opaco y el cabello rubio. Tenía una constitución sana y nunca caía enferma. Era una administradora capaz e inteligente, que tenía totalmente bajo control su casa, sus propiedades y sus inquilinos. Solo sus hijos desafiaban y burlaban su autoridad. Vestía bien, con una presencia y un porte que realzaban sus ropas elegantes.

Sentada en un taburete bajo, a unos metros de su sillón, observaba su figura y examinaba sus facciones. Sujetaba en la mano el librito que relataba la muerte fulminante de la mentirosa, que me había sido entregado como advertencia intencionada. Lo que acababa de suceder, lo que había dicho sobre mí la señora Reed al señor Brocklehurst y el tono de su conversación reciente me herían. Cada palabra que había oído pronunciar me había dolido vivamente, y una oleada de resentimiento me invadió.

La señora Reed levantó la vista de su labor y sus ojos se fijaron en los míos, y, al mismo tiempo, sus dedos interrumpieron sus ligeros movimientos.

—Sal de la habitación y vuelve al cuarto de los niños —me ordenó. Debió de encontrar insolente mi mirada, porque habló con una ira exacerbada que intentaba contener. Me levanté, me dirigí a la puerta; volví, crucé la habitación hasta la ventana y luego me acerqué a ella.

Sentía la necesidad de hablar: me habían agraviado, y tenía que desquitarme, pero ¿cómo? ¿Qué fuerza tenía yo para vengarme de mi adversaria? Hice acopio de energía y me lancé con estas palabras:

—No soy mentirosa. Si así fuera, diría que la quiero a usted. Pero le aseguro que no la quiero: me desagrada usted más que nadie en el mundo a excepción de John Reed. En cuanto a este libro sobre la mentirosa, puede usted dárselo a su hija Georgiana, puesto que ella es la que dice mentiras y no yo.

Las manos de la señora Reed yacían quietas sobre su labor, sus ojos gélidos seguían fijos en los míos.

—¿Qué más tienes que decir? —preguntó, con un tono más apropiado para hablar con un adversario adulto que con una niña.

Su mirada y su voz despertaron en mí una gran antipatía. Con todo el cuerpo temblando, dominado por un nerviosismo incontrolable, proseguí:

—Me alegro de que no sea pariente mía. En toda mi vida volveré a llamarle tía. Nunca vendré a visitarla cuando sea mayor, y si me preguntan si la quería o cómo me trataba usted, diré que solo pensar en usted me pone enferma y que me ha tratado con una crueldad despiadada.

—¿Cómo te atreves a hablar así, Jane Eyre?

—¿Que cómo me atrevo? ¿Cómo me atrevo, señora Reed? Porque es la verdad. Usted cree que no tengo sentimientos y que puedo vivir sin amor y bondad, pero no es así y no tiene usted compasión. Recordaré cómo me volvió a encerrar cruel y violentamente en el cuarto rojo, aunque desfallecía, me moría de pena, y gritaba: «¡Piedad, piedad, tía Reed!». Y me impuso ese castigo porque su hijo malvado me golpeó sin ningún motivo. A cualquiera que me lo pregunte, le contaré esto mismo. La gente cree que usted es una buena mujer, pero es mala y dura de corazón. ¡Usted sí que es falsa!

Antes de acabar este discurso, mi alma empezó a ensancharse con la mayor sensación de libertad y triunfo que jamás había experimentado. Era como si se hubiera roto un lazo invisible, dejándome inesperadamente libre. Con razón me sentía así: la señora Reed parecía asustada, su labor se cayó de su regazo, levantó las manos, empezó a mecerse y torció la cara como si fuera a llorar.

—Jane, estás equivocada, ¿qué te ocurre? ¿Por qué tiemblas de esta manera? ¿Quieres beber un poco de agua?

—No, señora Reed.

—¿Quieres alguna otra cosa? Te aseguro que quiero ser tu amiga.

—No es verdad. Le ha dicho usted al señor Brocklehurst que tenía mal carácter, que era mentirosa. Yo me encargaré de que en Lowood todos sepan lo que es usted y lo que ha hecho.

—Jane, no entiendes estas cosas. A los niños hay que corregirles los defectos.

—La mentira no es uno de mis defectos —chillé con voz salvaje.

—Pero eres apasionada, Jane, tienes que reconocerlo. Ahora vuelve al cuarto de los niños, querida, y échate un rato.

—Yo no soy su «querida», y no puedo echarme. Envíeme pronto a la escuela, señora Reed, porque aborrezco vivir aquí.

«Sí que la enviaré pronto a la escuela», murmuró la señora Reed para sí, y, recogiendo su labor, salió bruscamente de la habitación.

Me quedé sola, vencedora de la batalla. Había sido la batalla más dura que había librado, y mi primera victoria. Estuve parada un rato sobre la alfombra, donde antes había estado el señor Brocklehurst, y disfruté de la soledad del conquistador. Al principio, sonreía y me sentía exaltada, pero este intenso placer se fue calmando al mismo tiempo que los latidos de mi corazón. Un niño no puede discutir con sus mayores, como yo lo había hecho, no puede dar rienda suelta a su ira, como yo lo había hecho, sin experimentar después una punzada de remordimiento y arrepentimiento. Mi mente era un fuego ardiente con llamas devoradoras y vivas cuando acusé y amenacé a la señora Reed; el mismo fuego, negro y apagado tras agotarse las llamas, hubiera servido para representar mi ánimo después, cuando media hora de reflexiones me mostró la locura de mi comportamiento y lo desolador de mi posición odiosa y odiada.

Era la primera vez que probaba la venganza. Me pareció un vino aromático, cálido y chispeante en el paladar; pero dejó un regusto metálico y corrosivo que me daba la impresión de haber sido envenenada. De buena gana habría ido a pedirle perdón a la señora Reed, pero sabía, en parte por experiencia y en parte por instinto, que esta era la manera de conseguir que me rechazara con doble desprecio, lo cual hubiera estimulado de nuevo los impulsos tumultuosos de mi carácter.

Más me valdría ejercitar otra habilidad que no fuera la de pronunciar palabras airadas; más me valdría cultivar sentimientos menos violentos que la negra indignación. Cogí un libro, uno de cuentos árabes, y me senté a leer. Era incapaz de entender el tema: entre yo y las páginas que solían maravillarme se interpusieron mis pensamientos. Abrí la puerta de cristal de la sala que daba al jardín, donde todo estaba tranquilo, dominado por la escarcha, sin que el sol o el viento lo aliviasen. Me cubrí la cabeza y los brazos con la falda de mi vestido y salí a pasear por una zona apartada. No hallé placer ni en los árboles silenciosos, las piñas caídas, ni los restos del otoño: la hojarasca rojiza, barrida por el viento hasta formar heladas pilas. Me apoyé en una valla y contemplé un campo vacío, cuya hierba estaba quemada y descolorida, donde no había ninguna oveja pastando. Era un día gris de cielo encapotado, que amenazaba nieve; de hecho, caían a intervalos algunos copos, que se depositaban en el duro sendero y en el prado helado, y no se derretían. Sintiéndome desgraciadísima, me pregunté una y otra vez en un susurro: «¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?».

Enseguida oí la llamada de una voz clara:

—Señorita Jane, ¿dónde está? Venga a comer.

Sabía que era Bessie, pero no me moví. Al rato oí sus pasos ligeros por el sendero.

—¡Criatura traviesa! —dijo— ¿por qué no acude cuando se la llama?

En comparación con los pensamientos que me habían ocupado la mente, me alegró la presencia de Bessie, aunque, como siempre, estaba algo enfadada. El caso es que, después de mi lucha con la señora Reed y mi victoria sobre ella, no estaba dispuesta a preocuparme por el enojo pasajero de la niñera, pero sí quería disfrutar de su alegría lozana. La rodeé con los dos brazos, diciendo:

—Venga, Bessie, ¡no me riñas!

Este gesto era más natural y abierto de lo que yo solía permitirme, y, de alguna manera, pareció agradarla.

—Es usted una niña extraña, señorita Jane —dijo, mirándome— una criatura solitaria y errante. Se irá a la escuela, supongo.

Asentí con la cabeza.

—¿No le dará pena dejar a la pobre Bessie?

—Poco le importo yo a Bessie. Siempre me estás riñendo.

—Porque es usted una criatura tan rara, tímida y asustadiza. ¡Debería ser más resuelta!

—¿Para qué? ¿Para que me peguen más?

—¡Tonterías! Pero sí es verdad que tiene las cosas difíciles. Decía mi madre cuando vino a verme la semana pasada que no le gustaría ver a un hijo suyo en la posición de usted. Ahora, vayamos adentro. Tengo buenas noticias para usted.

—No me lo puedo creer, Bessie.

—¡Pero, niña! ¿Qué quiere decir? ¡Con qué ojos más tristes me mira! Bueno, la señora y los señoritos van a salir a merendar esta tarde, y usted merendará conmigo. Le pediré a la cocinera que le haga un pastelillo, y luego me ayudará usted a repasar sus cajones, pues pronto tendré que hacer sus maletas. La señora tiene intención de que se marche en un día o dos, y tiene que elegir los juguetes que quiere llevarse.

—Bessie, tienes que prometerme que no me reñirás más hasta mi partida.

—De acuerdo, pero ha de ser buena, y no tenerme miedo. No se asuste si levanto un poco la voz: eso me irrita muchísimo.

—Creo que nunca volveré a tenerte miedo, Bessie, porque me he acostumbrado a ti, y pronto tendré otro grupo de personas a quienes temer.

—Si los teme, la despreciarán.

—¿Como tú, Bessie?

—Yo no la desprecio, señorita. Creo que la quiero más que a los demás.

—No se nota.

—¡Qué mordaz! Habla usted de una manera diferente. ¿Qué la ha hecho tan atrevida y osada?

—Pues que pronto me habré marchado, y, además… —iba a contarle algo de lo que había pasado entre la señora Reed y yo, pero lo pensé mejor y decidí no mencionarlo.

—¿Así que se alegra de dejarme?

—En absoluto, Bessie. En este momento, lo siento bastante.

—«¡En este momento!». ¡Con qué frialdad lo dice la señorita! Supongo que si le pidiera un beso, me lo negaría, diciendo que preferiría no hacerlo.

—Estaré encantada de darte un beso. Agacha la cabeza —Bessie se agachó, nos dimos un abrazo, y la seguí, bastante consolada, hasta la casa. La tarde transcurrió tranquila y armoniosamente, y por la noche Bessie me contó algunos de sus cuentos más cautivadores, y me cantó algunas de sus canciones más dulces. Incluso para mí, la vida contenía momentos de felicidad.

Jane Eyre

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