Читать книгу Memorias de un antihéroe - Kornel Filipowicz - Страница 6
ОглавлениеKORNEL FILIPOWICZ,
UN ESCRITOR A CONTRACORRIENTE
Adam Zagajewski
Kornel Filipowicz. Guardo en la memoria la imagen de un hombre alto, aunque la altura no era lo más llamativo. Hace algunos años, cuando me pidieron una remembranza de él para un libro en el que sus amigos lo recordaban, escribí un texto que titulé Un hombre erguido. Y no me refería solo a que no andaba encorvado; ese «ir erguido» era también un signo de libertad, independencia, coraje.
Recuerdo los encuentros de escritores cracovianos antes de la caída del comunismo. Por aquel entonces, yo era muy joven. Lo observaba todo con la curiosidad característica del introvertido que se encuentra de repente en un lugar público; veía a literatos cuyos rostros y siluetas reflejaban conformismo, cautela, sometimiento a la presión de la censura, evasión de los temas más espinosos. Lo llevaban grabado en sus caras y sus cuerpos, en sus posturas, en su encorvamiento, en su temor evidente y visible para el observador, en una cierta lentitud en los movimientos…
Kornel Filipowicz no era así. Él sobresalía en medio de la masa. Con su postura erguida decía: soy independiente. Había algo provocador en ello. Se debía en parte a que Kornel tenía dos vidas: una dentro de su despacho, frente al escritorio, como todos los escritores, prisioneros de apartamentos más o menos grandes; y otra, en la naturaleza. Le encantaba esta segunda vida, y estoy convencido de que también le gustaba la primera (porque quién se dedicaría a la escritura si no disfrutase de la soledad y de la contemplación durante largas horas). Eran famosas sus excursiones en kayak a las que invitaba a sus amigos —a veces, incluso flemáticos eruditos que raramente salían de la biblioteca se dejaban persuadir para embarcarse en una larga expedición por las aguas del Vístula—.
Otra de sus pasiones era la pesca. Cracovia se halla en una región bordeada por montañas que, aunque pequeñas, van elevándose poco a poco hasta dar con los Tatras, unos Alpes en miniatura. Abundan allí los ríos de montaña que, al desembocar en la llanura, moderan la velocidad de su cauce y derraman su agua sobre las piedras. Allá solía esperar Kornel Filipowicz —no a diario, claro está—, para quien estas escapadas de la ciudad eran una fiesta. Esperaba con la caña, y con botas altas de goma, como todo pescador que se precie. A su lado era posible ver a Wisława Szymborska. Kornel, de pie en el agua, o abriéndose paso por el río poco profundo, y lanzando el anzuelo de cuando en cuando; Wisława, sentada en una sillita plegable, preparando la comida para los dos.
La célebre poeta, ya entonces admirada en Polonia y en otros países (cuando recibió el Premio Nobel, Kornel ya había fallecido), asumía encantada la humilde función de cocinera, se convertía en el Viernes del pescador, el cazador, el hombre. Ella, que —salvo en aquellas excursiones—era una mujer independiente, moderna, conocida no solo por su obra, sino también por su humor, su inteligencia, su conversación, de buena gana se transformaba por un día en la modesta ayudante del pescador. ¡El amor todo lo puede! Porque Wisława Szymborska y Kornel Filipowicz fueron una pareja que solo separó la muerte de Kornel en 1990. Todos en Cracovia saben que el maravilloso poema de Wisława Szymborska Un gato en un piso vacío es una elegía de una contención extraordinaria a Kornel, y su protagonista es la gata negra Kizia, a la que el escritor, seguramente con razón, atribuía cualidades de filósofa…
Eran una pareja inteligente, desde el principio sabían que, cuando dos escritores se unen, tienen que resolver dos grandes problemas: el del espacio y el del tiempo. El tiempo: como es sabido, los escritores no solo escriben, también leen mucho, y la lectura es, desafortunadamente, una actividad asocial —si bien, a un nivel más profundo, une a las personas—. El espacio: los autores son tan territoriales como los pájaros y la mayoría de los mamíferos, reptiles y anfibios. No pueden vivir sin su habitación propia, a poder ser con las paredes forradas de corcho, como exigía Marcel Proust y, en cualquier caso, aislada, en la medida de lo posible, de las otras partes de la vivienda.
Sí, vivían separados. Una feliz casualidad hizo que sus pequeños apartamentos se encontraran situados muy cerca uno de otro, apenas los separaban cien metros (y entre ellos había un bonito mercado de frutas y verduras). Vivían separados, pero también juntos, continuamente vencían esa corta distancia que los alejaba, y es probable que en el camino se abastecieran de frutas y verduras frescas. Seguramente Wisława pensaba en este mercado cuando, después del galardón sueco, se lamentaba de que no podía comprar patatas sin tener que firmarle un autógrafo a la tendera.
Kornel Filipowicz nació en los kresy —las tierras fronterizas orientales de la Polonia de preguerra—, en Ternópil, en 1913, pero siendo aún niño, se trasladó con su familia a Cieszyn, una pequeña ciudad al sur del país, en la frontera entre Polonia y la República Checa. Allí estudió hasta finalizar el bachillerato. Entre sus profesores estaba el reconocido poeta Julian Przybo, uno de los principales exponentes de la vanguardia polaca, al que Kornel estuvo unido por una amistad de largos años.
Desde joven sintió afinidad por la ideología de izquierdas, socialista, que iba de la mano del interés por las corrientes innovadoras en el arte y la literatura. Mucho más tarde, en la década de los setenta, se vinculó a la entonces incipiente oposición democrática, que se enfrentaba a las tendencias totalitarias del Gobierno comunista. Por cierto, la casualidad quiso que a mí, entonces un joven autor, me encomendaran la tarea de provocar el encuentro de Wisława y Kornel con la conocida actriz Halina Mikołajska, que trajo desde Varsovia una carta-manifiesto de la oposición (que pasó a la historia como la «carta 59») en la que recogía firmas. Pude ver cómo de inmediato ambos firmaron el manifiesto sin vacilar, pese a ser muy conscientes de que aquello les podía traer consecuencias lamentables (el partido comunista, vengativo como la mafia siciliana, no perdonaba estas cosas).
Volvamos a los años cuarenta, periodo que marcó la forma de ver el mundo de Kornel.
Vivió acontecimientos trágicos a causa de la guerra; reclutado en septiembre de 1939, participó en enfrentamientos contra los alemanes, fue apresado, pero logró fugarse y regresar a Cracovia, la ciudad de sus estudios universitarios y donde prácticamente pasó toda su vida de adulto. Como muchos de sus coetáneos, participó activamente en la resistencia antinazi y, al igual que estos, fue arrestado y enviado al campo de concentración de Gross-Rosen y luego al de Sachsenhausen-Oranienburg.
Alguien que hoy, sentado en su cómodo sillón de Ikea, escriba sobre aquella época, a duras penas podrá imaginarse el horror de la ocupación alemana. Ni Kornel Filipowicz, ni su mujer eran judíos y, sin embargo, su vida en aquellos años fue extraordinariamente penosa. Conocieron el hambre, el terror, la violencia física. Kornel estuvo en la cárcel y en campos de concentración, su compañera también sufrió hambre, inseguridad, humillaciones, como en julio de 1943, cuando tropas de la Wehrmacht y la Gestapo cercaron todo el barrio y Maria, en avanzado estado de embarazo, tuvo que pasar horas tumbada boca abajo sobre la hierba, aplastando el feto.
Aquí surge el dilema, tal vez central, de la escritura de Filipowicz. Durante mucho tiempo lo mencionó la crítica literaria polaca —cuando aún existía, porque ahora ya solo quedan jóvenes periodistas que escriben sobre libros que no tienen tiempo de leer—: durante la guerra y la ocupación vivió y vio cosas espantosas. Era una persona buena, noble, y su narración, marcada por su característico humanismo, atenuaba en cierto modo el horror de los hechos presentados, algo que algunos críticos le reprocharon. Hasta en el enemigo que pudo asesinarlo, Filipowicz veía a la persona. Se podría decir que, incluso en las condiciones más duras, le fascinaba la resistencia que ante una situación extrema opone la vida, la vida común y corriente. Le era ajeno el radicalismo de escritores tales como Tadeusz Borowski, autor de excepcionales relatos sobre Auschwitz, o Curzio Malaparte (quien, como sabemos, gustaba de las imágenes extremas), por no mencionar a sensacionalistas posteriores como Jonathan Littell.
Más sobre su primera esposa: ya antes del estallido de la guerra conoció a la pintora y escultora Maria Jarema. Tenía mucho talento, era hermosa y estaba dotada de una personalidad fuerte, digamos que era un ser fuerte; esta pasión en el existir se podía adivinar en las numerosas fotografías que quedaron de ella. Maria se identificaba con la sensibilidad vanguardista. Se entendía bien con Kornel, con toda seguridad no diferían en sus convicciones estéticas y políticas. En 1943 nació su hijo Aleksander, se casaron en 1945, cuando el escritor regresó a casa tras su cautiverio en los campos de concentración. Aquel hombre, entonces joven, volvió a casa completamente extenuado y enfermo de gravedad, era la sombra de un ser humano.
Maria Jarema falleció en 1958, a los cincuenta años, vencida por el cáncer. En cierto modo, es un milagro que su recuerdo siga aún vivo en Cracovia y en Polonia. Acaba de publicarse con bastante éxito una biografía de ella. Un signo visible de su vigencia —aparte de sus obras diseminadas por museos, sus esculturas, sus pinturas y sus dibujos— es la fuente que decora el parque Planty de Cracovia, diseñada por ella.
Las expediciones de pesca de las que he hablado parecen algo absolutamente idílico tras el periodo de la salvaje ocupación. No obstante, los años estalinistas —que en Polonia se extendieron desde 1949 hasta 1955 o 1956, y en los que tampoco escasearon los horrores, con las cárceles llenas de prisioneros en su mayoría jóvenes, cuyo único pecado consistía en que, durante la guerra, no se habían vinculado al comunismo— brindaban a quienes seguían en libertad la apariencia de una vida normal, aunque envuelta en miedo.
El segundo gran amor de Kornel Filipowicz fue, sin duda, Wisława Szymborska. De esto ya hemos hablado, de su relación discreta e inteligente, la relación de dos grandes escritores que sabían cómo combinar la intimidad de la vida en pareja con el aislamiento necesario en el trabajo intelectual. Si aplicásemos aquí unas categorías que ya están claramente obsoletas —las consideramos anacrónicas y ya solo las encontramos entrecomilladas (aunque aún las entendemos a la perfección)—, las categorías de literatura más «masculina» o más «femenina», paradójicamente Szymborska sería más «masculina»; en sus poemas cargaba contra las ideas, escribió sobre la Utopía, se refería de forma explícita a la tragedia totalitaria del siglo xx, le gustaba lo polémico, lo irónico, a veces lo que se acercaba a la mofa. Su poesía posterior a 1956 es una ardiente y perversa, desde el punto de vista intelectual, defensa de la libertad personal frente a la crueldad inhumana de los sistemas totalitarios. Por su parte, Kornel, que al igual que ella odiaba estos sistemas (y ambos conocieron tanto el fascismo como el comunismo), dejaba que las ideas brillaran solo levemente, como el sol en un día nublado de otoño; el lector tenía que imaginar los contornos escarpados de la historia. La escritura de Filipowicz es suave, recuerda a un violín al que se le ha instalado una sordina. Se construye según el principio de «figura y fondo»: el escritor nos muestra la vida de sus personajes, y se trata tan solo de adivinar aquello que los limita y los amenaza.
La obra que dejó Kornel Filipowicz consta de numerosos libros de relatos, novelas cortas, y poesía, si bien esta última es marginal en su escritura. Es decir, esta obra se compone de muchos volúmenes finos. No fue ignorado por la crítica, de hecho lo mencionaban conjuntamente con otros eminentes narradores. La crítica lo respetaba, pero también tenía adversarios. No le seducían los experimentos formales, estaba lejos de las provocaciones ideológicas y formales de autores como Witold Gombrowicz, Stanisław Ignacy Witkiewicz o Leopold Buczkowski. Los detractores de su obra echaban en falta, como ya dije antes, gestos estéticos valientes y radicales. Kornel Filipowicz era un escritor bajo el signo de la templanza y la delicadeza.
Cuando comencé a leer de manera consciente y se formó en mí el gusto literario, entre la gente que escribía sobre literatura era popular el término —claramente peyorativo— «pequeño realismo». Alguien con prejuicios hacia Filipowicz lo emplearía para clasificar su prosa.
El «pequeño realismo» era interesarse por el detalle, centrarse en la relación precisa entre los acontecimientos cuyo sentido no es ni evidente ni especialmente dramático, sentir afecto por la provincia. En particular, esto último salta a la vista en el caso de Kornel Filipowicz, incluso desde sus títulos: Un romance de provincias, Relatos de Cieszyn. Fue un escritor de la provincia, aunque también Cracovia —ciudad que nunca ha olvidado que durante cien años fue la capital del país, y donde al fin y al cabo pasó la mayor parte de su vida— se convierte en escenario de sus relatos. Pero Cracovia es en Filipowicz la provincia, los barrios por los que se mueven los personajes de estas narraciones son zonas periféricas y esto, con toda certeza, era una elección consciente.
En la prosa de Filipowicz lo más importante es la observación, la observación de la gente, las cosas, el mundo. Y sucede que el autor tenía el convencimiento tácito de que en provincias se observa mejor el mundo, que allá todo es más calmado, más lento, y en consecuencia, más visible. Las cosas, los poblados, las casas pueden ser provincianos; no así las personas. Las personas son siempre de tamaño natural y, sobre el fondo de decorados provincianos, son quizá más perceptibles, como Gulliver entre los liliputienses.
En cuanto a Memorias de un antihéroe, es posible que el lector se sienta confuso en algún momento. ¿Por qué ese conformista radical, ese oportunista, captó la atención del autor? No hay una sola respuesta a esta pregunta. Sin duda, en esta long short story se ha introducido el efecto de distanciamiento. El lector no puede conformarse con una lectura rápida que únicamente satisface el hambre de acción; Memorias de un antihéroe es un cuento filosófico. Tiene por objeto despertar el asombro, conducir a la reflexión. Debe mostrarnos la guerra, la ocupación, desde otro prisma, como a través de unas lentes de aumento.
Eso no es «pequeño realismo». La prosa de Kornel Filipowicz puede compararse con el mejor papel, un papel hecho a mano en el que, al observarlo bajo la luz, vemos una filigrana. Porque, a diferencia de los autores que se dedican a producir en masa relatos para ayudar al lector a huir del aburrimiento, la prosa de Filipowicz, si la leemos con atención, contiene también un autorretrato enormemente sutil del autor. Aquí la filigrana es el humanismo. El hombre erguido, por mucho que lo intente, no es capaz de ocultar su nobleza, ni en la vida ni en los libros.