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Años de juventud
En el monasterio de Podolin —recordó una noche de otoño un caballero ya canoso, mientras unos deshollinadores con forma de niebla iban y venían por los tejados bajo la húmeda luz de la luna— había en su día un cuadro antiguo que tal vez se encuentra aún allí: el retrato de un hombre hirsuto cuyas guías del bigote se enroscaban hacia arriba enhiestas como las de los héroes, cuya espesa barba tenía el color del óxido y parecía venir directamente de una mujer de cabello rojizo y rizado, un señor de ojos zarcos y alargados y de cara rubicunda como cuando en un día soleado el vino brilla en las copas sobre una mesa cubierta con un mantel blanco. Era el príncipe Lubomirski.
¿Quién había sido ese príncipe antes de ocupar un lugar dentro de un deslucido marco dorado en un antiguo monasterio? En rigor, la respuesta no forma parte de esta historia. Baste decir que colgaba allí, bajo un techo abovedado, y en los trozos de revoque que aún quedaban en la pared se veían aquí y allá las huellas de ciertas pinturas en las que santas y santos fallecidos hacía tiempo se dedicaban a sus juegos. Santa Ana, sentada sobre un taburete, con la impronta de los muchos años transcurridos en su rostro, lanzaba con sus pálidos ojos una mirada inquisitiva a los alumnos que recorrían el pasillo chacoloteando con sus botas sobre el suelo embaldosado. Como si la santa mujer hubiera querido averiguar en todo momento si los muchachos se habían aprendido la lección. Y en ese preciso instante, San Jorge mataba a su dragón... Y el señor Lubomirski ocupaba un sitio en medio de todo ello.
Había en el monasterio numerosos alumnos que recibían educación gratuita, y los buenos curas los asustaban señalándoles ese príncipe de ojos redondos.
En su día, mientras se construía el monasterio, el noble hombre había contribuido con baldosas bien pulidas e irregulares a la difusión del fervor religioso, lo cual le confería el derecho a intervenir desde el otro mundo cuando se amonestaba a los estudiantes. Los pobres muchachos eslovacos que habían ido a parar desde los rectilíneos bosques de abetos a ese monasterio de gruesos muros se quitaban el gorro con sumo respeto ante Lubomirski, el príncipe de cara rubicunda.
Las señoritas de Podolin, que iban a confesarse con los curas, encajaban flores silvestres en el marco del noble hombre y las señoras que hacía cientos de años habían echado al mundo criaturas hirsutas y barbirrojas rezaban ante el retrato del príncipe igual que ante las imágenes de los santos. (Habían olvidado sin duda que hacía unos cuantos siglos el príncipe gustaba de quitarse el guante de piel de búfalo cuando mujeres de piel nívea se arrodillaban a sus pies. Ahora, empero, ya no se quitaba guante alguno.)
Así pues, hasta muerto era Lubomirski el primer hombre de la pequeña ciudad; a los niños se los bautizaba cada dos por tres con el nombre de György; y el guardia de servicio disparaba los domingos la bombarda (eso sí, con la pólvora a media carga) no sólo en honor al anciano Dios sino también en honor a György Lubomirski en la plaza del ayuntamiento.
El caballero ya canoso (quien recordaba esa noche sentado a su escritorio el pasillo abovedado en que sonaban y resonaban los tacones de las botas de los estudiantes hasta perderse definitivamente en la lejanía) había sido en otros tiempos alumno del monasterio, había cursado también estudios en los alrededores de la santa institución y se llamaba Simbad. Había escogido el nombre por su lectura favorita, los cuentos de Las mil y una noches, porque en aquella época no estaba lejos todavía el tiempo en que los caballeros, los poetas, los actores y los fogosos estudiantes podían elegir sus nombres. Un muchacho jorobado, por ejemplo, atendía, vaya uno a saber por qué, al nombre de «papa Gregorio».
Simbad veneraba al señor Lubomirski, lo cual no impedía que se destocara ante él de la misma manera que ante Müller, el dueño de la pequeña y siempre oscura papelería situada en un sombrío portal. Y en medio de tanta oscuridad la naturaleza había olvidado el orden que la regía, porque el señor Müller no tenía bigote, mas sí lo tenía, en cambio, su hija Fanni, alta, morena y traicionera. Durante mucho tiempo, a Fanni le dio vergüenza ese bigote, pero llegó una vez a la ciudad un joven maestro que lo definió como hermoso y seductor. Y Fanni se sintió feliz, tan feliz que terminó arrojándose al río Poprád junto a la presa del molino.
Los padres de Simbad pagaban puntualmente la matrícula al monasterio, es más, a veces enviaban un barril de vino para la santa misa, en la que Simbad, vestido con falda roja, ejercía de monaguillo y hacía sonar de forma solemne y autoritaria la campanilla como si de él dependiera que los alumnos sentados en los bancos traseros se hincaran de rodillas. Además, con el manto rojo de su vestimenta de acólito conquistó una vez a Anna Kacskó, cuando ella acudió a la santa misa. Pero no es del todo seguro que así ocurriera realmente...
● ○
Simbad no saludaba al príncipe con toda la humildad debida porque se alojaba a media pensión en casa de los Kacskó. El señor Kacskó era juez de paz y pertenecía a esa raza antigua de jueces de paz que podía encontrarse en las pequeñas ciudades de montaña. En sus años mozos quizá fuera guardia en un juzgado municipal, luego escribano mientras se dejaba crecer una respetable barba, y así, a través de la práctica, aprendió a impartir justicia. Le creció también la barriga, hasta que alcanzó el rango de juez de paz. Los jueces de paz de las montañosas provincias del norte nada tienen que ver con sus altivos colegas de la gran llanura: son gente franca y formal, fundan familias numerosas, ayudan en casa partiendo la leña y vertiendo cera en los moldes para fabricar velas y sólo se enfadan cuando se ha socarrado la sopa. El señor Kacskó golpeaba entonces la mesa con el puño bien redondo:
—¡Yo soy el juez de paz! —gritaba.
Su esposa Minka, dócil, tristona y de pelo alisado, le respondía en voz baja:
—Sí, pero no en casa.
—¿Lo dices ante mis hijas? —preguntaba el señor Kacskó, abocinaba la mano y la acercaba a la oreja como si interrogara a un eslovaco quejoso en su oficina.
—Son mis hijas —contestaba con un suspiro doña Minka—. Y el señor juez de paz muy poco se ocupa de que alguna vez se casen.
A partir de ese momento, a Gyula Kacskó, juez de paz, no le quedaba más remedio que huir a toda prisa a su despacho. Luego mandaba al guardia a casa a que fuese a buscar su pipa preferida.
A decir verdad, daba la impresión de que nadie se ocupaba del futuro matrimonio de las señoritas Kacskó; eran tres, altas, guapas y sanas, y vivían con Simbad en la primera planta del edificio. Cocinaban turnándose cada semana. Magda se encargaba de la carne de carnero y Anna de la col, mientras que Róza se dedicaba con arte a los pasteles, y por las tardes o al anochecer, cuando Simbad había de dejar por algún misterioso motivo la sala situada en la planta baja (para que el señor y la señora Kacskó pudieran discutir a su gusto, puesto que el juez de paz no podía refugiarse ya en su despacho), las señoritas se turnaban a la hora de acompañar al muchacho, que le tenía miedo a la soledad y no gustaba mucho de estudiar, a su cuarto en la primera planta, se sentaban con él junto a su escritorio y se dedicaban a hacer labor y a leer interminables novelas. Tanto se sumían Magda y Anna en la lectura que Simbad podía dormirse tranquilamente sobre su libro de texto. Róza, en cambio, que acababa de cumplir los dieciséis años y todavía no despreciaba al adolescente Simbad, clavaba a menudo los dedos en la negra cabellera del muchacho y le tiraba del pelo, ora en broma, ora en serio. El alumno protestaba. Enrojecía la cara de Róza, que tironeaba entonces más fuerte del pelo de Simbad.
—Tú estudia —gritaba con mirada fulgurante—, porque de lo contrario seguro que Lubomirski te suspenderá.
Simbad se inclinaba entonces rápidamente sobre sus libros hasta que de súbito comenzaba a aullar el viento en la deshabitada segunda planta, donde los sacos de avena yacían como cadáveres abandonados en las habitaciones desocupadas... Se asustaba Róza, se quedaba un rato escuchando el viento con los ojos cerrados mientras el miedo se apoderaba cada vez más de ella y se arrimaba pálida y trémula al muchacho, apoyando la cabeza en su hombro y abrazándole el cuello...
A Simbad también le atemorizaba aquel viento, hasta tal punto que ni se atrevía a pasar la página de su libro a pesar de haberse aprendido bastante bien esa parte de la lección.
● ○
En esa época en que el príncipe György Lubomirski vigilaba a los alumnos de Podolin y sujetaba con la mano enguantada la empuñadura de la espada en la cual podían verse con claridad los retratos de diversos santos, en que Róza Kacskó le tiraba el pelo a Simbad con una mezcla de buen humor, de ambición y de una pizca de enamoramiento y apoyaba la cabeza en su hombro mientras de esa manera lo castigaba, había un muchacho que era el primero en religión, el primero en ayudar a misa y el primero en respeto a las imágenes sacras y al que por esa o por otra razón los alumnos del viejo monasterio llamaban «papa Gregorio». Papa Gregorio era un muchachito jorobado, de cara y cabeza tan delgadas que parecían la sagrada hostia que tomaba todas las semanas. Aunque Simbad zurraba a menudo a papa Gregorio, se hicieron amigos; es más, Simbad lo invitó a casa de los Kacskó una tarde de esas en que Róza se sentaba junto a él para supervisar sus estudios, lo invitó a buen seguro con el objeto de alardear ante el muchacho de la amistad de Róza, de los hermosos ojos y de las blancas manos de Róza.
La visita de papa Gregorio transcurrió de la siguiente guisa: Róza permaneció en silencio y con cara seria durante todo el tiempo, trató a los dos muchachos con desdén y en ningún momento quiso agarrar el pelo de Simbad, cosa esta que nunca dejaba de hacer.
Es más, en vez de apoyar la cabeza en el hombro de Simbad, en vez de abrazarle el cuello, lo abroncó casi groseramente:
—Me extraña que Lubomirski tolere a un alumno tan malo en el monasterio.
El jorobado papa Gregorio abrió los ojos brillantes y febriles de par en par y miró hechizado a Róza ataviada con su vestido blanco de andar por casa, contempló cómo se tensaba el borde de la manga corta sobre sus brazos desnudos y se mecían suavemente los botones de nácar sobre sus pechos redondeados.
Sin embargo, Róza, burlona, le atizó un golpe en la espalda:
—Caray, este niño tiene una joroba como los camellos.
Papa Gregorio entornó los ojos, se ruborizó y con lágrimas en los ojos se marchó.
Esa noche, Simbad sintió cierta amargura mientras Róza, para amigarse de nuevo, hurgaba en su cabellera, apoyaba el rostro ceniciento en él o se columpiaba en la silla sujetándolo con fuerza por los hombros. Simbad no cesaba de ver ante sí la mirada anegada en lágrimas del muchacho jorobado, por lo que aquella vez se dedicó a estudiar con ahínco, con el propósito de enfadar también por esa vía a Róza.
—Pues no sé por qué le gusta a usted semejante renacuajo— preguntó irritada Róza, mientras Simbad no despegaba los ojos del libro.
Pero luego ella se desperezó, se levantó y se dirigió con parsimonia a la ventana. La noche —una tibia noche de junio— traía los sonidos indeterminados, bordoneantes de la calle que serpenteaba rumbo a un pequeño monte; emergieron por la zona de las montañas unas estrellitas evanescentes como niños que juegan a escondite.
—Estudie a partir de ahora con el renacuajo jorobado —dijo luego en tono serio Róza—. Que le enseñe a usted el latín si tanto lo quiere.
Esa nubecita que se interpuso entre ellos propició que a la tarde siguiente Simbad fuera a bañarse en el Poprád con papa Gregorio, como con su mejor amigo.
El Poprád serpenteaba a los pies del viejo monasterio y discurría profundo, silencioso y oscuro cual agua de un lago entre los diques de contención fabricados con vigas. Más allá, en medio del río, las espumas corrían y saltaban alegres, juguetonas, casi riendo, como si de los campantes y risueños cocheros que se desplazaban entre las montañas hubieran aprendido a recorrer silbando, cantando y bebiendo el camino entre un país y otro.
Naturalmente, los muchachos se bañaron en la parte profunda y silenciosa del río, se agarraban de los ganchos de hierro que sujetaban las vigas y así pataleaban en esas aguas insondables.
El pequeño jorobado se sentía muy seguro en compañía del valiente y magnífico Simbad hasta el punto de lanzar de pronto un grito triunfal y alegre:
—Aquí toco fondo —dijo y estiró las delgadas piernitas hacia abajo. Despegó de los ganchos de hierro los dedos manchados de tinta y sin pronunciar otra palabra se hundió en la corriente. Simbad sólo vio por unos segundos su extraña joroba bajo la superficie del agua, pero después se hizo un largo silencio en el río, en el paisaje, bajo los grandes tilos, como si una varita mágica hubiera tocado incluso el monasterio que también quedó muerto en un santiamén, como en las mil y una noches.
Simbad se plantó de un salto en la orilla como si un cangrejo le hubiera pizcado los pies, permaneció unos instantes observando el agua inmóvil que removió luego con una rama rota. Después se vistió a toda prisa y apretando los labios empezó a correr río arriba hacia el puente de madera que se posaba sobre el Poprád como una araña de largas patas. Se topó en el camino con algunas personas que miraron perplejos a ese muchacho que corría pálido como la cera y Simbad creyó oír que mencionaban al misterioso Lubomirski.
Junto al puente se mecía una barca atada con una cuerda. La navaja del alumno estaba bien afilada, pues en sus horas libres no hacía más que sacarle filo. En un dos por tres cortó, pues, la cuerda, y las rápidas espumas no tardaron en llevar la barca río abajo mientras Simbad, con los ojos abiertos de par en par, miraba hacia adelante, hacia los grandes tilos... A lo mejor volvía a estar allí papa Gregorio como antes, agarrado de un gancho de hierro, y todo había quedado, pues, en una mala pasada...
Sin embargo, ese lugar donde el río parecía dormir plácidamente seguía tan quieto como hacía unos minutos. Simbad dirigió la barca con cuidado hacia el sitio donde se había hundido el papa Gregorio e introdujo bien hondo el remo. Después metió la mano en el agua, como si papa Gregorio se encontrara allí cerca... A continuación se puso a remar en silencio río abajo. Se detuvo, el remo se clavaba en el fondo del Poprád ya somero y cubierto de guijarros, piedras grandes emergían del río a lo lejos, todas ellas papas Gregorio por un instante; una trucha roja se deslizó asustada por el agua que centelleaba y espumeaba como si alguien filtrara plata fundida en un gran colador.
Poco a poco quedaron atrás los pretiles del monasterio, aparecieron los frutales que resplandecían con sus rojos y amarillos. El profesor Privánka escardaba el huerto calzado con botas y con la sotana arremangada, y Simbad se escondió atemorizado en el fondo de la barca.
Después continuó remando; el monasterio quedó muy atrás. Sobre el río se inclinaban los arbustos, pero bajo estos sólo encontró una viga podrida de madera de pino.
Ya anochecía; se escondía el sol tras las altas montañas, y las delgadas franjas de tierra a ambos lados del río se estiraban huérfanas, sin sus hombres, para descansar por la noche. El color argénteo del Poprád ya no fulgía, como si una gran sombra liliácea se hubiera posado lentamente sobre su superficie.
Y entonces, muy lejos en medio del río, vio al jorobado papa Gregorio flotando boca arriba entre las espumas, con los brazos estirados, los labios abiertos mostrando un agujero negro. Las piernas estaban sumergidas en el agua.
Simbad se enjugó la frente, pues en ese momento comprendió lo que había ocurrido. El jorobado se había ahogado, y de su muerte lo culparían a él, a Simbad. Lubomirski saldría por fin del marco en el pasillo. Sí, ya se le acercaba con su tupida barba de color rojo. Muy lejos, bajo los oscuros arbustos de la orilla esperaba Róza, con mirada sombría, enfadada, como cuando había contemplado las estrellas la noche anterior... Comenzó Simbad a ver el río como algo profundo, misterioso y terrorífico mientras remaba hacia el cadáver. Por fin pudo coger a papa Gregorio por una pierna, lo levantó con gran esfuerzo, gimiendo, llorando, y lo introdujo en la barca.
Le dio la espalda, cogió el remo y poco a poco, agotado, emprendió el regreso.
De repente, Simbad se despertó. Sí, estaba en casa, en la cama.
Y la luz amarilla de la lámpara iluminaba el rostro ceniciento de Róza.
La muchacha posó en él sus ojos grises, refulgentes, abiertos de par en par, y acercando los labios al rostro de Simbad le susurró:
—Tú eres mi héroe. A partir de ahora te querré para siempre.