Читать книгу Dame la libertad para poner un fin - Käthe Kollwitz - Страница 7

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Fui la quinta hija de mis padres. En aquella época vivíamos en la Weidendamm Nr. 9, en Königsberg. Recuerdo con vaguedad una habitación en la que dibujaba, en cambio, tengo muy presente los patios y los jardines. Atravesábamos el pequeño jardín y entrábamos en un enorme patio que llegaba hasta el río Pregel. Allí, unas lanchas largas y planas desembarcaban ladrillos, así que contábamos con un espacio ideal para jugar a la mamá. A la izquierda de la plaza había un jardín que también llegaba al Pregel, con una glorieta cuyo techo se extendía sobre el agua. Una vez mi tía Lina, tan joven en aquella época, cantó bajo esa glorieta; fue hermoso y triste a la vez.

A la derecha de la plaza –separada por unos pocos edificios bajos– había un patio al que sólo se podía acceder por un lado. Aquel patio está atado a recuerdos intensos y vivos. Abajo, en el río, había un espacio para lavar ropa. Una vez, el río arrastró hasta allí a una nena muerta. La carroza fúnebre se la llevó; el ataúd era pavoroso. En los edificios bajos y delgados que separaba al patio vivía un hombre que hacía escultura en yeso con moldes. Yo pasaba mucho tiempo mirando cómo trabajaba. Todavía puedo sentir el olor a yeso húmedo. Un pasillo atravesaba toda la casa, desde el patio central hasta la calle, la Weidendamm. Rara vez nuestros juegos nos llevaban a ella. Los chicos más grandes a veces salían corriendo a la calle. A la silenciosa Ratke siempre se le deshacían sus trenzas cortitas y su pelo blanco de tan rubio se agitaba como una bandera.

Vivimos en la Weidendamm hasta mis 9 años. De chicos siempre la recordábamos con nostalgia. Los patios ofrecían infinitas posibilidades de juego y aventuras.

... Recuerdo que mi noveno cumpleaños fue un día negro. A priori, el número 9 no me gustaba. Además, recibí un juego de bolos de regalo. A la tarde, cuando todos los niños jugaban, no me dejaron jugar –no sé por qué–. Entonces me volvió a doler la panza. Esos dolores abdominales eran un embalse donde desembocaban dolores físicos y emocionales. Seguro que en esa época comenzaron mis problemas hepáticos. Pasaba días enteros mal, con el semblante amarillo; me acostaba boca abajo sobre una silla porque me hacía sentir mejor. Madre sabía que detrás de los dolores escondía una aflicción. Entonces me dejaba sentarme junto a ella, acurrucada en ella.

En esa época, mi hermana Lisbeth era demasiado chica y apenas la tomaba en cuenta.

Konrad era un niño vivaz, inquieto y lleno de imaginación. No desobedecía a mis padres, hacía lo que le decían, pero siempre se ingeniaba nuevas aventuras. Una vez, durante la etapa de libros sobre indios, decidió emigrar a los Estados Unidos. Salió corriendo por la pradera junto al Pregel. Sólo después de buscarlo por un buen rato lo encontramos y lo trajimos de vuelta.

De Julie recuerdo muy poco. Madre me contó más tarde que debía haber sido una nena muy preocupada. Era dos años menor que Konrad, pero siempre estaba detrás de él para protegerlo. En esa época ya tenía esa actitud de madre que más adelante le reprocharíamos.

Una vez, mi madre nos envió a ella y a mí a casa de Ernestine Castell. Antes de que saliéramos sacó de la lata un terrón de azúcar y se lo guardó. “¿Por qué?” preguntó la tía Tina. “Para metérselo en la boca a Käthe si comienza a gritar”. Le temía a mis berrinches. Se volvían insoportables. Una noche vino hasta el portero a ver qué sucedía. Madre se alegraba cuando salíamos y no me daba el capricho de dejar de caminar. Si en casa me ponía a gritar, mis padres me encerraban en una habitación hasta que me cansara. Nunca nos pegaron.

En general, era una nena silenciosa, tímida y también nerviosa. Más adelante, en lugar de aquellos desplantes caprichosos que se manifestaban en pataletas y gritos, experimentaba una especie de introspección. Entonces era incapaz de comunicarme con los demás. Y mientras más reconocía que esa actitud me convertía en una molestia para los demás, más difícil me era salir de mí misma.

La imagen de mis padres es borrosa. Parece que mi padre pasaba mucho tiempo en el trabajo. Es probable que en esa época ya tuviéramos la caja con piezas de madera que él mandó a hacer para nosotros. Eran formas grandes y macizas, y nos pasábamos todo el día construyendo cosas con ellas. El suelo de su estudio de trabajo estaba lleno del papel que sobraba de los bocetos de sus planos. Nos lo daba para dibujar. Konrad siempre dibujaba lobos persiguiendo trineos o cosas por el estilo. Padre no descuidaba nada de eso. Pronto comenzó a guardar algunos de nuestros dibujos.

De madre no recuerdo nada. Ella estaba allí y eso era suficiente. En su ámbito crecimos. Había perdido a dos hijos antes de Konrad. Existe una foto de ella con su primer hijo –se llamaba Julius, como su abuelo– sentado en su regazo. Fue su “primogénito, el santo”. Perdió ese hijo y el que le siguió. Cualquiera que mire las fotos va a reconocer que era una Rupp y que el sufrimiento no era algo que la desorientara. Pero el dolor de su temprana maternidad –al que nunca se entregó– le confirió algo así como la distancia de la Madonna. Nuestra madre nunca fue alguien en quien una podía apoyarse, una camarada o compañera. Pero la amábamos. El respeto que les teníamos a nuestros padres nunca erosionó nuestro amor por ellos.

A unos minutos de la Weidendamm estaba la vieja Pauperhausplatz Nr. 5, allí vivían nuestros abuelos. Sobre ellos queda mucho por contar.

Fue más tarde cuando comprendimos lo que habíamos perdido al abandonar la Weidendamm. Al principio estábamos contentos. Nos mudamos a la Königstrasse, a una de las casas nuevas que nuestro padre había construido. Vivíamos en el último piso y, al lado, mi tío Julius Rupp, que se acababa de casar y era médico. En aquella casa mi madre parió a su último hijo. Le pusieron Benjamin, como mi padre quería. También él, como su primogénito, murió al año de meningitis. Esos tiempos dejaron fuertes impresiones en mí. Fue poco antes de su muerte. Estábamos sentados en la mesa y madre estaba sirviendo la sopa cuando la vieja niñera abrió de un golpe la puerta y gritó: ¡de nuevo está vomitando, de nuevo está vomitando! Madre se quedó quieta y volvió a servir la sopa. Me conmovió mucho que no quisiera llorar frente a nosotros; estaba nerviosa porque yo sentía con nitidez cómo sufría.

Para mí, la muerte de Benjamin significó, además, un agobiante estado emocional. Mis padres me habían regalado de muy chica el libro de mitos de Schwab y yo creía en los dioses griegos. Sabía que existía un dios cristiano, pero no lo quería, me era desconocido.

A Lise y a mí nos sacaron de la habitación de Benjamin; no sé qué se puso a hacer Lise; yo me senté en el suelo, construí con las piezas de madera un templo y estaba a punto de ofrecer un sacrificio a Venus, cuando se abrió la puerta y entraron padre y madre. Mi padre había puesto su brazo en los hombros de madre y venían hacia nosotras. Padre nos dijo que nuestro hermano menor había muerto. (Es probable que haya dicho que Dios se lo había llevado). Enseguida supe que ese era el castigo por no creer; Dios se vengaba por los sacrificios que le hacía a Venus. Me quedé parada, sin moverme, sin decir una palabra, pero algo agobiaba mi espíritu por ser culpable de la muerte de mi hermano. Luego lo dejaron en el vestíbulo y era tan blanco y tan lindo que pensé: sólo necesita abrir los ojos para estar vivo. Pero no me atreví a pedirle a madre que se los abriera para que todo estuviera bien. No sé si me hubiera atrevido a tocar al pequeño cadáver.

Konrad y yo estábamos en la habitación que daba al vestíbulo. Konrad se apoyaba en la puerta de la habitación donde estaba el cuerpo. En un momento se abrió y salió el abuelo Rupp. Fue la primera y última vez que lo vi conscientemente turbado. Al salir tropezó con Konrad y sus primeras palabras fueron, según recuerdo, algo así como: “Ahora ves lo efímero que es todo”. Eran las primeras palabras de un sermón y Konrad (¿quizá?) las entendió. A mí me parecieron crueles e insensibles.

El abuelo, parado junto al pequeño cuerpo, dijo algo; después él, mi padre y un amigo se lo llevaron en una carroza por la Königstrasse, atravesaron el Königstor hasta llegar al cementerio de la Iglesia Libre. Madre estaba junto a la ventana y los vio irse. Quería mostrarle cuánto la quería, pero no me le acerqué. En aquellos años, mi amor por ella era cuidadoso y delicado. Siempre tenía miedo de que le pasara algo. Si tomaba un baño, aunque sea en la bañera, temía que pudiera ahogarse. Una vez, la esperaba en la ventana a la hora que solía regresar, la vi venir por la calle sin mirar nuestro piso; llevaba esa mirada perdida suya y vi cómo siguió de largo tranquilamente por la Königstrasse. Volví a sentir aquel miedo que venía de mi interior, pensé que se había desorientado y temí que no volviera. Tuve miedo de que se haya vuelto loca. Pero sobre todo tuve miedo del dolor que podía experimentar si madre y padre murieran. A veces, el miedo era tan grande que deseaba que estuvieran muertos para que todo hubiera pasado.

De la Königstrasse nos mudamos a la Prinzenstrasse. Padre había dejado de trabajar de forma práctica y comenzó a predicar en la comunidad de la Iglesia Libre.

Los años que siguieron fueron muy difíciles para mí. Fueron años de desarrollo físico y emocional. No recuerdo cuándo dejé de tenerle miedo a la noche. En esta época todavía lo tenía. Mis padres también porque temían que tuviera ataques de epilepsia. Konrad me recogía del colegio porque quizá podía tener también ataques durante el día, pero nunca sucedió. A Konrad y a mí nos avergonzaba que tuviera que acompañarme. Nunca iba a mi lado, sino por la vereda de enfrente.

Por la noche me torturaban sueños terribles. El peor que aún recuerdo es este: estoy acostada en la cama, en mi habitación. En la habitación de al lado, apoyada en el escritorio y debajo de la araña, está madre. A través de la puerta entornada sólo puedo verle la espalda. En una de las esquinas de mi habitación hay un gran cable de metal enrollado. Comienza a desenrollarse, a estirarse, y en silencio llena toda la habitación. Quiero llamar a madre y no puedo. El cable gris lo llena todo.

El miedo sin sentido persistió años, incluso en Múnich, pero con menos intensidad. Tenía la permanente sensación de estar en un espacio sin aire, de hundirme o de desaparecer. No creo que haya sido tan preocupante como lo pensaban mis padres. En ese momento ellos se preocupaban mucho por mí. Más tarde fui la más productiva de mis hermanos.

En el piso de arriba vivía un muchacho, Otto Kunzemüller. Fue mi primer amor. Jugábamos juntos en el patio con los demás chicos del edificio. Julie había descubierto que Otto y yo a veces íbamos al sótano para besarnos, y se lo contó a madre; no para delatarnos, sino porque estaba preocupada. Temía que me prohibiera volver a jugar con Otto, pero en su muda confianza, mi madre no dijo ni me prohibió nada. Nos besábamos de forma infantil e idílica. Sólo nos dábamos un beso y lo llamábamos “un descanso”. Julie fue la única que nos descubrió, siempre trepábamos la reja y saltábamos al jardín contiguo o íbamos al sótano. Sé que fue maravilloso. Mi amor por Otto era tan fuerte que me llenaba completamente. Pero como yo no sabía nada de cuestiones del amor, y ahora quiero creer que Otto tampoco, todo quedó en el beso de “descanso”. Era encantador, inteligente y bello. Me contaba las historias más descabelladas de su vida anterior, y yo me las creía todas.

Ese amor llegó a su fin cuando los Kunzemüller se mudaron. Otto prometió trepar las rejas de los jardines y venir a visitarme. Una vez lo hizo, pero después dejó de venir. Sentía terriblemente su ausencia. Recuerdo las calurosas tardes de verano cuando regresaba del colegio, subía las escaleras, y miraba por la ventana hacia el patio vacío, abajo, y sólo veía el viejo abedul. Había perdido todo interés. Sentía dolor por su ausencia y cualquier juego con los demás no tenía gracia, lo sentía vacío. Del lado interno de mi muñeca me había rayado en la piel una O y cada vez que se curaba la volvía a abrir.

Siempre estuve enamorada de ese primer enamoramiento, era crónico; a veces era como un ruido de fondo; otras, se apoderaba de mí con fuerza. No tenía problemas con el objeto de mi enamoramiento. A veces amaba a mujeres. Rara vez se daban cuenta. Además, me sentía prisionera de la condición que atormenta sin objetivo determinado a los adolescentes. En esa época me di cuenta con más claridad que madre no era alguien en quien yo confiaba. Con el tono moral de nuestra educación no podía experimentar –ignorante de la naturaleza biológica del ser humano– nada más que culpa. Sentía la necesidad de hablar con mi madre, de confesarme con ella. Como no podía mentirle y serle desobediente, pensé que si comenzaba a informarle lo que me pasaba cada día, encontraría un apoyo en su complicidad. Pero guardó silencio, así que yo también guardé silencio. Pasaron muchos años para que saliera de mi ignorancia sobre la biología y naturaleza humana.

Debería añadir que si bien es cierto que mi inclinación al sexo masculino era en mí predominante, también la tenía muchas veces por mi propio sexo, algo que sólo más adelante supe entender. Además, pienso que la bisexualidad es casi un sustrato indispensable para la actividad artística; en cualquier caso, la marca que M. dejó en mí fue fructífera para mi trabajo.

En lugar de hablar de mi desarrollo corporal, voy a hablar del no corporal. Padre tenía ya claro que yo tenía talento para el dibujo; eso lo ponía contento y pretendía que mi formación fuera completamente artística. Lastimosamente era mujer. Pero él insistió. Como no era muy linda, él calculaba que los amoríos no serían un gran impedimento, y por eso se decepcionó y enojó tanto cuando a los 17 me comprometí con Kollwitz.

Primero recibí clases con el grabador en cobre Mauer. Tenía una o dos alumnas más. Dibujábamos cabezas a partir de esculturas de yeso o modelos. Era verano y trabajábamos en una habitación que daba a la calle. Abajo, se escuchaba a los empedradores apisonar las piedras rítmicamente; sobre los árboles en el jardín de enfrente anidaba quieto y caliente el aire de ciudad. Sigue siendo la misma experiencia hoy.

Yo era trabajadora y respetuosa, y mis padres se alegraban con cada dibujo. Aquella época fue especialmente feliz para padre, sus hijos estábamos en la etapa de formación: Konrad escribía poesía, representamos en casa una tragedia suya; Lise y yo habíamos manifestado un evidente talento para el dibujo. Recuerdo haber escuchado cómo en la habitación contigua padre le decía a madre que todos teníamos vocación, especialmente Konrad. En otra ocasión, dijo algo que resonó en mí por varios días. Después de contemplar un dibujo de Lise que lo sorprendió, le dijo a madre: Lise no va a tardar en alcanzar a Käthe. Quizá por primera vez en mi vida sentí lo que significan la envidia y los celos. Yo quería mucho a Lise. Éramos muy unidas y me alegraba de cualquier crecimiento que hiciera, pero hasta un punto, hasta donde yo comenzaba; a partir de ese punto todo en mí se negaba. Yo tenía siempre que estar adelante. Con los años no dejé de envidiarla. Cuando me fui a estudiar a Múnich, dijeron que Lise también debía ir. Yo tenía sentimientos sumamente opuestos que iban y venían, sentía alegría por su presencia y también miedo de que mi talento y mi persona fueran opacados por ella. Por cierto, ella nunca fue a Múnich, se casó en ese momento y no llegó a tener una educación formal. Ahora entiendo por qué Lise, con todo el talento que tenía, no llegó a ser una artista –en el verdadero sentido de la palabra–, sino sólo una diletante con mucho talento. Yo era muy ambiciosa y Lise no. Yo quería y Lise no. En mí había un objetivo. Y a eso habría que agregarle que yo era tres años mayor. Mi talento se manifestó antes que el suyo y padre, aún no decepcionado, me preparó con alegría el camino.

En los años de formación, el talento se alimenta de todo aquello que en él fluye. Casi cualquier persona es talentosa durante esa época porque es sensible y receptiva. Nuestros padres seguían un método, nos daban la oportunidad de desarrollarnos sin intervenir. Por ejemplo, teníamos libre acceso al estante de libros, y nunca se nos preguntaba qué estábamos leyendo. Sólo había buenos libros. Leí a Schiller en una hermosa edición con grabados de Kaulbach, y leí a Goethe. Goethe se arraigó muy temprano en mí. Y nunca lo abandoné.

Padre también nos leía en voz alta. Una vez leyó –no recuerdo si fue en esa época o más adelante– “De los muertos a los vivos” de Freiligrath. Ese poema dejó una marca imborrable en mí. Lucha de barricadas… padre y Konrad luchando, yo recargando fusiles... fantasías heroicas.

Lise y yo éramos inseparables. Estábamos tan entrelazadas que no necesitábamos hablar para comunicarnos. Así de unidas estábamos. Tampoco podíamos jugar con otros lo que nosotras llamábamos juegos.

Durante los últimos años de transición, al final de la infancia, ese jugar fue perdiéndose lentamente. Nosotras quisimos mantenerlo, lo intentábamos una y otra vez, pero había existido más allá de su tiempo y se había apagado por dentro. Recuerdo lo vacía que me sentía, para mí había sido una pérdida real. Nos deslizamos a nuevas formas, por lo general Lise y yo juntas, ella siguiéndome. La amaba tanto que me había propuesto nunca casarme; lo mismo Lise, ella estaría siempre a mi lado y de cierto modo me pertenecería. Tenía un corazón infinitamente bueno y era fácil de lastimar. A veces me tentaba el diablo a hacerlo. Ya cuando la había hecho llorar, me desgarraba por dentro. Le debo muchísimo a Lise por haber sido una modelo infatigable. Cuando yo dibujaba y no conseguía la pose como la quería, ella volvía a hacerla igual que antes y nunca se impacientaba…

... Siempre les estuve muy agradecida a mis padres por permitirnos a Lise y a mí pasear por las tardes en el centro. Un vez más: infinita confianza y ninguna pregunta. Lo único que nos pedían era que no paseáramos por Königsgarten, que era, más o menos, la zona de la Tauentzienstrasse. Sólo podíamos cruzarla si estaba de paso. Por lo general procurábamos hacerlo. Éramos vanidosas a nuestra manera, dejábamos que la bufanda volara en el viento y nos arreglábamos, nos poníamos como tontas y muy infantiles. Así durante el trayecto que atravesaba Königsgarten. Después todo mejoraba. Primero comprábamos cerezas o lo que hubiera, y luego comenzábamos a “callejear”, así lo llamábamos. Y eso era. Callejeábamos por todos lados, atravesábamos las puertas de la ciudad, nos embarcábamos sobre el Pregel y dábamos una vuelta por el puerto. Parábamos un rato y mirábamos a los estibadores cómo iban y venían de los barcos.

Cuántas veces, apoyadas en la baranda, vimos cómo se elevaban los puentes, cómo abajo, en el río, pasaban barcos a vapor y lanchas, vimos la muchedumbre que se formaba cuando llegaba una lancha con verduras, callejeábamos por el Palacio Real, callejeábamos por la Catedral, callejeábamos por las praderas del Pregel. Sabíamos dónde estaban los veleros, los graneleros llenos de jimkes tapados con pieles de ovejas y con los pies envueltos en trapos. Eran rusos o lituanos, gente de buen corazón. Al anochecer tocaban el acordeón y bailaban. Este callejear sin rumbo fue con seguridad provechoso para mi desarrollo artístico. Si más adelante tuve una etapa que sólo se alimentaba del mundo obrero, se lo debo a aquellos paseos por la angosta ciudad repleta de obreros. La condición obrera ejercía una enorme atracción en mí, incluso posteriormente. El primer dibujo en el que la retraté fue a los 16 años; estaba inspirado en el poema “Los emigrantes” de Freiligrath. Un año más tarde, padre quiso que se lo mostrara a mi maestro Stauffer-Bern, quien lo encontró tan auténtico como, de hecho, lo era para mí y en relación al medio del que yo provenía.

Más adelante, entre mi estadía en Múnich y mi matrimonio, me dediqué conscientemente a reproducir situaciones típicas de la vida obrera. Con el traslado a Berlín tuve que abandonar el proyecto porque la condición obrera que Berlín ofrecía era completamente distinta. El obrero berlinés estaba a un nivel más alto y sus manifestaciones visuales no me eran artísticamente útiles. Después me arrepentiría (especialmente durante una visita a Hamburgo) de no haberme quedado más tiempo en Königsberg y haber sacado provecho de todo lo que hubiera podido.

No recuerdo cuándo fue la primera vez que fui a la Iglesia Libre. (Mis padres, Konrad, Julie y yo por primera vez entramos en la sala principal de la congregación, atravesamos los bancos para sentarnos en primera fila. Pasamos junto a los Prengel, y lo vi a Max, un primo de más o menos mi misma edad y con quien solía jugar. En lugar de saludarme como siempre, con un gesto familiar con la cabeza, hizo una reverencia solemne). Supongo que las clases de religión para los niños y niñas de la congregación y la reunión de los domingos comenzaban al mismo tiempo. Fueron los últimos años en los que el abuelo Rupp habló.

En sus discursos y en la clase de religión, el abuelo me parecía imponente. Cuando nosotros, sus nietos, íbamos a su clase, no éramos más sus nietos, sino niños de la congregación, tan cerca y tan lejos como los demás. Ya eso me intimidaba. Konrad, en cambio, no le tenía el más mínimo miedo. Cuando el abuelo nos visitaba y hablábamos de cualquier cosa, él era el respetado centro de la conversación en el grupo. Konrad se sentaba en su banquito muy pegado a él, cerca de sus pies, e interrumpía sin preocuparse con preguntas. Tampoco tenía problemas en llegar tarde a la clase de religión y, mientras se sacaba el abrigo, responder de lejos a alguna pregunta que el abuelo le había hecho a otro. Sin embargo, Konrad no era en lo más mínimo insolente, sino ingenuo, seguro y muy interesado en todo lo que tuviera que ver con el pensamiento que crecía en la atmósfera intelectual de los Rupp. Por eso, era el más receptivo; de todos, él fue el más influenciado por Rupp.

Rupp exponía su sistema filosófico-religioso en las reuniones de los domingos. En las nocturnas de los jueves, en las que se trataban temas más generales, se discutían temas éticos y se hablaba de los Evangelios. Rupp casi siempre se refería al Evangelio de Mateo. Los milagros los explicaba racionalmente, no los mencionaba como tal. Los fragmentos de los cuatro Evangelios que los niños de la Iglesia Libre teníamos eran, por decirlo así, pura teoría moral, tal como Rupp pensaba que Jesús la había revelado al mundo. Más tarde me arrepentí de no haber sido lo suficientemente madura para aquella clase. Seguro le debo mucho, pero me sentí aliviada cuando mi padre se hizo cargo de las clases de religión. Padre se adaptaba más a los niños promedio y enseñaba una ética sencilla. Más adelante, él mismo me confirmó.

La abuela, en comparación con el abuelo, era pequeña como todos sus hermanos Schiller. Siempre llevaba una cofia con listones lila claro. Tenía un rostro bueno y amigable. Su temperamento era completamente distinto al del abuelo. Él estaba “sobre” las cosas y lo que el día trajera. La abuela estaba “en” ellas. La tía Bennina heredó su espíritu apasionado; Julie quizá también algo, pero en otra constelación.

La mayor de los hermanos Rupp era mi madre, parecida al abuelo en cuerpo, postura espiritual, temperamento…

Tenía 17 años cuando madre decidió visitar un balneario en Engadina para recuperarse físicamente. La acompañamos padre, Lise y yo. El viaje, además de restaurar las fuerzas de ella, tenía como objetivo que las dos conociéramos Berlín y, sobre todo, Múnich. En Berlín tuvimos la oportunidad de conocer al joven Gerhart Hauptmann. Vivía en Erkner, era vecino de mi hermana mayor, la joven señora Hofferichter. Hofferichter y Hauptmann se conocieron porque viajaban a Berlín en el mismo tren. Se hicieron amigos. Y es así como Lise y yo tuvimos contacto directo con Hauptmann. Todavía no era famoso, recién había escrito el Promethidenlos. Su casa en Erkner estaba en medio de un gran jardín. Recuerdo que estábamos sentados ceremoniosamente en una habitación grande no muy lejos del jardín, él, su mujer, el pintor Hugo Ernst Schmidt, Arno Holz y mi hermano Konrad. Esa tarde ejerció una influencia permanente en nosotros. En la habitación había una mesa larga llena de rosas. Todos llevábamos coronas de rosas. Tomamos vino, Hauptmann leyó del Julio César. En nuestra juventud, todos nos sentíamos fascinados. Fue un preludio maravilloso a la vida que poco a poco, pero inconteniblemente, se me abría.

Después de Berlín nos quedamos al menos una semana en Múnich. En la pinacoteca pude ver a los maestros que, luego, tendrían en mí tanta repercusión, pero, sobre todo, al más decisivo: Rubens. Rubens me arrebató. ¡Y todo lo que Múnich tenía de Rubens! Amberes tiene una iglesia completa con Rubens. En esa época llevaba conmigo un Goethe de bolsillo. Cuando me sentía como poseída, escribía en los bordes de las hojas: ¡Rubens! ¡Rubens! ¡Los primeros poemas de Goethe! “El templo me ha sido erigido...”. Goethe, Rubens y mi sentir siempre fueron uno.

De Múnich subimos las montañas hasta llegar a Engadina. Sólo había vagones postales. Tenían en el techo, atrás, dos asientos. Madre pidió esos puestos para nosotras, mientras que ella se sentó abajo, adelante. Fue sublime. Allí arriba gritamos y cantamos todo el camino. Madre recién tenía 47 años, estaba tan hermosa y tan contenta. En St. Moritz nos encontramos con Konrad, que venía de Londres. Marx había muerto y él era asiduo del viejo Engels. Estuvimos poco tiempo juntos y le insistimos a nuestra madre para que bajara con nosotros a Italia desde el Puerto de Maloja. Ella se mantuvo firme con la idea de regresar con nuestro padre. Así que nos fuimos al Puerto en un pequeño tren y también nos sentamos arriba para cantar.

Mi hermano Konrad vivía y estudiaba en Berlín. Llegué a la ciudad con 17 años, me hospedé en una pensión y asistí un tiempo a la Escuela de mujeres artistas [Künstlerinnenschule] con Stauffer-Bern como profesor. Su clase fue muy importante para mi desarrollo artístico. Yo quería pintar, pero él siempre me hacía volver al dibujo. Había visto mis dibujos de Königsberg, los que estaban inspirados en poemas, como por ejemplo, “Los emigrantes” de Freiligrath, y me habló por primera vez de Max Klinger, un amigo suyo que yo aún no conocía como artista. La serie “Una vida” [Ein Leben] la vi en Berlín, en una exposición donde los cuadros estaban mal colgados. Fue lo primero que vi de él y me impresionó enormemente.

Stauffer-Bern tenía interés en mi trabajo y quería ayudarme a convencer a mi padre para que el siguiente invierno volviera a la Escuela. No fue posible, por suerte. Ese invierno él estuvo en Italia, donde falleció. Así que en ese momento me quedé en Königsberg…

A mis 17 años ya me había comprometido con el aún estudiante de Medicina Karl Kollwitz. Mi padre vio que sus planes conmigo estaban en peligro, y en 1889, volvió a enviarme de viaje, esta vez no a Berlín, sino a Múnich.

En Múnich vivía en la Georgstrasse, cerca de la Academia de Bellas Artes, y asistí a la Escuela de artistas. Volví a tener suerte con mi maestro, Ludwig Herterich. No trataba de ser consecuente conmigo y no me limitaba al dibujo, sino que me recibió en su clase de pintura. La vida a mi alrededor era motivadora y me hacía feliz. Había alumnas con muchísimo talento. Entre mis colegas, las que más destacaban eran: Linda Kögel, Eugenie Sommer, Marianne Geselschap. Más adelante se les unió Slavona, una artista conocida por su nombre artístico y que ya había sido premiada varias veces. Se casó en París con el marchante de arte Otto Ackermann. También tengo que mencionar a Emma Jeep. Como pintora no produjo nada importante; pero más adelante, ya casada con Arthur Bonus, se manifestó plenamente su verdadero talento: la escritura. Nuestras familias estuvieron unidas por nuestra amistad durante muchos años.

El ambiente libre de las Malweiber [mujeres pintoras] me fascinaba. Es cierto que al principio la clase de Herterich me pareció amanerada, su arte marcadamente colorido no era compatible con mi manera de sentir o de ver los colores. Apliqué un truco para estar en el grupo de las destacadas de la clase: pintaba como sabía que quería que pintara. Luego comprendí de verdad su colorismo. En Múnich aprendí mucho. Durante el día trabajaba; de noche, disfrutaba. Salíamos a cervecerías, dábamos paseos por los alrededores y me sentía muy libre porque tenía mi propia llave. Existía una agrupación en la que algunas chicas de nuestra clase coincidían con Otto Greiner, Alezander Oppler, Gottlieb Elster. Para esas veladas se establecía un tema. Recuerdo que una noche el tema fue “Lucha”. Yo elegí la escena de Germinal en donde dos hombres “luchan” por Kathrin en un bar lleno de humo. Por primera vez en mi vida me sentí confirmada en mi elección de vida, y en mi fantasía me esperaba un gran porvenir. Pasé la noche sin dormir de tanta ansiedad de felicidad. Sin embargo, en las clases de pintura no progresaba. Sommer, Slavona, Geselschap eran mucho más talentosas con el color que yo. No progresaba con el color. Por alguna coincidencia leí Pintura y dibujo de Max Klinger. Y entonces me di cuenta: no soy una pintora. Pero Herterich sabía educar la mirada, y en Múnich aprendí a mirar de verdad.

La libertad que experimenté en Múnich y que tanto me gustaba me hizo dudar si había hecho bien en comprometerme tan temprano. La libertad de los artistas era muy seductora. En los próximos años, cuando tuve la posibilidad de regresar a Múnich y mi padre lo permitió, no dudé en hacerlo. Interpreté haberme encontrado primero con Herterich en la calle como un buen presagio. Aquel viaje no fue tan productivo como había pensado. Después me reproché muchas veces no haber ido a Berlín. En Berlín estaban pasando muchas más cosas. Hauptmann había estrenado Antes del amanecer y la novel literatura alemana crecía rápidamente. Allí vivía un círculo muy estimulante y activo de artistas plásticos y literatos. Mi prometido también estaba dispuesto a mudarse y cumplir allí su año de prácticas. Mi hermano Konrad trabajaba en la redacción del Vorwärts. En comparación con Múnich, la vida en Berlín tenía algo impetuoso. Quizá aquel torbellino de vida pudo haber sido mi fin, quizá pudo haber tenido un efecto importante y productivo en mí. En cualquier caso, un año después, en 1890, estaba de vuelta en Königsberg. Gracias a la venta de unos bodegones esta vez pude alquilar un estudio. Mi transición completa de la pintura al dibujo todavía no se había dado; yo quería pintar la escena de Germinal. Para conseguirlo necesitaba preparar bocetos. En aquella época, en Königsberg había, en la zona del Pregel, algunos bares de marineros. Visitarlos por la noche era casi sinónimo de muerte. Así que sólo podía ir y hacer bocetos antes del mediodía. El lugar que más me interesaba era el “Das Schiffchen”, un local con dos salidas. Adentro el ruido era salvaje. Allí, las peleas de cuchillos estaban a la orden del día.

Mi padre había dejado de creer incuestionablemente en mi progreso. Esperaba que mi etapa de formación fuera mucho más corta, ansiaba exposiciones y éxito. Además, como ya mencioné, era muy escéptico sobre el hecho de que yo pudiera unificar dos tareas: la artística y la vida burguesa del matrimonio. Poco antes de casarme me dijo: “Elegiste. Va a ser difícil que puedas hacer convivir el arte con el matrimonio. ¡Que se cumpla lo que elegiste!”. En la primavera de 1890 nos mudamos al norte de Berlín, al piso en que viviríamos los próximos cincuenta años. Mi marido ejercía como médico en una aseguradora, así que no tardó en estar sobrecargado de trabajo. En 1892 tuve mi primer hijo, Hans; en 1896, el segundo, Peter. La vida silenciosa y laboriosa que llevábamos entonces le hizo bien a mi progreso artístico. Mi marido hizo todo lo posible para que yo pudiera trabajar. Los pocos intentos de participar en exposiciones fallaron. En una ocasión se formó una exposición de todos los rechazados, a la que yo pude pertenecer. En ese momento estaba surgiendo el movimiento de los Indépendants al estilo parisino. Ese intento tuvo algo de prensa. Más tarde, Hermann Sandkuhl consiguió que estas exposiciones en la Lehrter Banhof fueran bien vistas también por el público.

En aquella época sucedió algo de peso: el estreno de Los tejedores de Hauptmann en la Freie Bühne. Fue una presentación por la mañana. Ya no recuerdo quién me había conseguido las entradas. Mi marido no pudo asistir por trabajo, pero allí estaba yo, llena de expectativas e interés. La impresión fue enorme. Las mejores actrices actuaban en la obra, y Else Lehmann hacía de la joven tejedora en el último acto. A la noche se celebró una gran reunión donde se proclamó Hauptmann como el líder del los noveles. Este estreno representa un hito en mi trabajo. Dejé de trabajar en el Germinal, que ya tenía avanzado, y comencé a trabajar en Los tejedores. Mis habilidades técnicas en el aguafuerte eran tan limitadas que mis primeros intentos se malograron. Es por eso que las tres primeras láminas de la serie son litografías y recién las tres últimas, Marcha de los tejedores [Zug de Weber], Ante la casa del fabricante [Vor dem Fabrikantenhaus] y Fin [Ende] salieron técnicamente bien. El trabajo en la serie fue difícil y lento. Poco a poco fue tomando forma, y quise dedicarle la serie a mi padre. Quería que comenzara con el poema “Los tejedores” de Heine. Entretanto, mi padre se había enfermado gravemente, y para cuando la exposición se volvió un verdadero éxito, ya no vivía. No obstante, el día que celebramos sus 70 años en nuestra casa de campo, puse en su mesa de cumpleaños Los tejedores terminado. Estaba sumamente contento. Recuerdo cómo andaba por toda la casa buscando a madre para mostrarle lo que Katuschchen había hecho. Murió la primavera del próximo año. Estaba tan decepcionada de no haber podido darle la alegría de la exposición pública que abandoné del todo la exposición. Una buena amiga mía, Anna Plehn, me dijo: “Entonces, déjeme hacer todo a mí”. Ella inscribió la serie, se la envió al jurado, y unas semanas después se la pudo ver en la Lehrter Banhof. Un tiempo después escuché que el comité directivo, al que Menzel pertenecía, había pedido que la pequeña medalla de oro fuera para Los tejedores. El Kaiser se la negó. Pero a partir de eso comencé a ser parte de los artistas de vanguardia. Max Lehrs, el entonces director del Gabinete de grabado y dibujo de Dresde, compró la obra, hizo que allí le dieran una pequeña medalla de oro y hasta el momento es mi trabajo más conocido. El gran éxito me sorprendió, pero ya no fue un peligro. Ese año se formó la Secesión. Me pidieron ser miembro y seguí siéndolo hasta su disolución.

Es oportuno ahora mencionar algunas palabras sobre el sello de artista “social” que a partir de ese momento me acompañó. Es evidente que ya en aquella época mi trabajo estaba marcado por la predisposición –de mi padre, de mi hermano, de la literatura de la época– al socialismo. Pero la verdadera causa por la que elegí representar casi exclusivamente la vida obrera fue porque los motivos que provenían de ese entorno me daban, de forma directa y sin condiciones, lo que yo experimentaba como bello. Para mí, los estibadores de Königsberg eran bellos, los jinkies polacos en sus largas embarcaciones eran bellos, bella era la generosidad de los movimientos populares. Los burgueses no tenían ningún atractivo para mí. Todo lo relacionado con la vida burguesa me parecía pedante. El proletariado, en cambio, tenía más fuerza. Fue sólo más adelante, especialmente a través de mi marido, cuando conocí la tragedia de la existencia proletaria, a mujeres desesperadas que buscaban ayuda en mi marido y de paso en mí, que me sentí conmovida por el destino del proletariado y todas sus consecuencias. Problemas sin solución, como la prostitución o el desempleo, me torturaban e inquietaban, y eran parte de mi apego a representar las clases bajas. Representarlas una y otra vez me abrió una válvula de escape o una posibilidad de soportar la vida. Es posible que esta inclinación tuviera que ver también con la gran afinidad de temperamento que tenía con mi padre. A veces me decía: “¿También hay cosas alegres en la vida, por qué sólo mostrás su lado oscuro?”. No tenía respuesta. Supongo que simplemente no me interesaba. Al principio, cuando me sentí atraída por la representación de la vida del proletariado, no fue la compasión lo que me atrajo, sino simplemente su belleza. Como Zola, una vez dijo: “Le beau c´est le laid”.

Con el éxito de Los tejedores recibí una invitación de la Escuela de mujeres artistas para dar clases de Grabado y Dibujo con modelo. La directora de la Escuela era la señorita Hönerbach y entre los profesores estaban, entre otros, Martin Brandenburg y Hans Baluschek.

Los años que transcurrieron entre mis 30 y 40 fueron, en todo sentido, muy felices. Teníamos todo lo que necesitábamos para vivir, los chicos crecían saludables, viajábamos. En esos años, visité dos veces París. La primera vez nos invitaron Lily y Heinrich Braun y fueron unos pocos días, la segunda fue una estadía más larga. París me encantó. Por la mañana cursaba Escultura en la Académie Julian. Quería aprender los rudimentos de la escultura. Todas las tardes y las noches las pasaba en los museos de la ciudad que me fascinaban, en los sótanos y alrededor de las plazas o en los salones de baile en Montmartre o en el Bal Bullier. Cenábamos en alguno de esos locales del Boulevard Montparnasse, donde los artistas en masa se sentaban según su nacionalidad. El marchante de arte Otto Ackermann, casado con Slavona, me mostró galerías privadas. Conocí a una rusa, Kalmikoff; a los filósofos Simmel y Groethuysen, que en esa época vivían en París; al escritor Hermann Uhde. Dos veces visité a Rodin. La primera vez en la Rue de l´Université, en su estudio de trabajo. Luego nos invitó a Sophie Wolf y a mí a Meudon. Nunca olvidaré esa visita. Rodin estaba muy ocupado con tantos visitantes, pero nos invitó a que miráramos todo lo que quisiéramos de su estudio. En medio de unas esculturas grandes, se elevaba el imponente Balzac. En vitrinas tenía pequeños bocetos en yeso. Toda su obra estaba a la vista, y el maestro en persona estaba presente. También visité el estudio de Steinlen, un dibujante de la L’Assiette au Beurre; él fue también inolvidable, con su típico aspecto parisino, siempre sacando tabaco para liar de esos pantalones con amplios bolsillos, su mujer, sus alegres hijos. De los artistas más jóvenes conocí a Ackermann Hötger, por entonces aún desconocido.

Había dejado el viaje a Bruselas para el final, quería visitar al ya anciano Meunier. Lastimosamente no pude. París me retuvo hasta la última noche. Meunier murió y no llegué a conocerlo.

Mi viaje más prolongado fue cuando recibí el premio Villa Romana, otorgado por Klinger. Parte del premio consistía en una residencia de un año en la Villa. El objetivo de la Asociación era mostrar a los artistas invitados los tesoros artísticos de Florencia y motivarlos en su propio trabajo. A pesar de haber recibido un lindo estudio allí, no trabajé en absoluto. Sin embargo, el arte florentino comenzó a crecer en mí a partir de ese momento. Me llevé a mi segundo hijo, Peter; pronto vino mi marido a visitarme, pero enseguida tuvo que regresar por cuestiones laborales y se llevó al pequeño. Entre tanto había conocido a Stan Harding-Krayl, una inglesa talentosa, casada con el médico alemán residente, Krayl. Ella me invitó a acompañarla a su próximo viaje por toda Italia. Así que caminamos de Florencia a Roma, un trayecto por la Campagna, otro junto al mar. Las tres semanas que duró ese viaje sólo nos cruzamos con italianos. Las personas nos tomaban por peregrinas, nos daban de comer y lo único que pedían a cambio era que cuando llegáramos a San Pedro, rezáramos por ellas. Un atardecer, vimos la ciudad de Pitigliano, edificada –como todas las ciudades en Umbría– de modo tal que, vista de lejos, parece formar parte de la cima de una delgada cadena montañosa. Un solo puente lleva a la ciudad. Lo cruzamos y entramos en ella, una ciudad que, de hecho, casi sólo tiene extensión a lo largo; a lo ancho la atraviesan unos callejones estrechos. Al día siguiente hubo una gran celebración católica. Desde nuestra ventana vimos pasar la procesión y a niños vestidos de ángeles. En la montaña descubrimos las cavernas. Eran cavernas etruscas, y nos contaron que si caminábamos en ellas llegaríamos, en una hora, a un lugar donde todavía se podían ver “trastos viejos”, así se expresaron. Al día siguiente hicimos el trayecto y de verdad nos encontramos con esos “trastos”, eran tantos que, básicamente, pisábamos sobre restos de dioses. Compramos algunos y luego nos los repartimos entre nosotras. De Florencia me llevé algunas cosas a Berlín. Aunque no fuimos a los lugares que yo más quería visitar –Asís, Perugia–, el viaje a pie por Italia dejó en mí una fuerte impresión sobre el país y su pueblo. El 13 de junio de 1907 atravesamos el Puente Milvio y entramos en la Ciudad Eterna, muertas de agotamiento por el excesivo esfuerzo. Un día fuimos por la Vía Apia hasta Rocca di Papa, donde nos esperaba mi hijo mayor, Hans. Llegaba de Berlín, 15 años, orgulloso de la independencia que le había permitido hacer ese largo viaje solo. Tuve la impresión de que en Roma casi no valía la pena ponerse a estudiar sus tesoros artísticos. La riqueza desmedida de su arte antiguo y medieval casi daba miedo. Después de una estadía demasiado corta regresamos Hans y yo en tren a Florencia y de allí a La Spezia. En el mismo minuto en que nuestro tren entraba en La Spezia, entraba uno del norte que traía a mi marido y a Petercito. Nos subimos en un barco y nos dejamos llevar a Fiascherino, una diminuta comunidad de pescadores. Allí vivimos como ellos. Un tiempo después vinieron Stan y su marido y pasamos unas magníficas semanas de vacaciones. Nos prestaron una vieja canoa de pesca. Pasábamos casi todo el día en el agua y en las frescas grutas. Una vez remamos al amanecer hasta Carrara, nos bajamos en las canteras de mármol y no regresamos hasta la noche porque estaba tan tranquila; las estrellas se reflejaban en el mar y de los remos caían brillantes gotas de agua. Aquel verano cumplí 40 años. Morenos y flacos de tanto sol y del mar de Liguria, regresamos por fin a casa.

Dame la libertad para poner un fin

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