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Al mismo tiempo

Hace muchísimo tiempo crecieron los árboles. Y así como crecieron juntos para formar un intrincado bosque, de la misma manera aparecieron los seres humanos. Cuando los árboles crecían exuberantes, los dioses empezaron a partirlos. Y se dice que los trozos de esos árboles así divididos se convirtieron en seres humanos y se separaron por su cuenta para formar parejas de personas. Hay quien dice que los árboles, en vez de dar frutos, daban a luz hijos. Y que éstos eran tan pequeños que vivían en el interior del árbol. Por otro lado, cuentan que cuando hacía mucho viento, sus cuerpos se congelaban como el hielo, y cuando dejaba de soplar, volvían a secarse. También se habla de un país muy lejano en el que había árboles que parían ovejas y árboles cargados de gansos.

Los árboles crecían en medio del viento, la niebla y la lluvia, y cuando llegaba la primavera, el mundo se aclaraba y resplandecía debido a la blancura de los vellos de las semillas acarreadas por el viento que cubrían los árboles como copos de nieve. Las semillas volaban muy lejos y crecían nuevos árboles. De ellos salían nuevos seres humanos que creaban su propia historia; luego, poco a poco envejecían y caían enfermos, olvidándose del comienzo del mundo. Debido a la pérdida de memoria, las personas olvidaban todo: de dónde venían, cómo habían sido creados los bosques, cómo los árboles daban las semillas…

Los terrenos, pequeños y grandes, formados junto a los bosques en épocas remotas, eran zonas río abajo. A los hombres se les olvidó por completo que en la parte baja del río había un denso bosque y abundancia de agua. Si aquellas zonas río abajo fueron devastadas o se convirtieron en desierto, se debió a la desaparición de los bosques. Desde que empezaron a plantar cereales y a cultivar la tierra, los hombres empezaron también a destruir los bosques. Talaron árboles, cada vez más, haciendo desaparecer los bosques hasta la zona río arriba. Por eso hay inundaciones y sequías. Analizando el polen de sedimentos de río, se han investigado los tipos y cantidades de las diferentes plantas que había. A raíz de análisis como éste, se descubrió que el desierto del Sahara fue un extenso bosque en tiempos antiguos.

Los árboles, que veían amenazada su existencia, comenzaron a buscar maneras de sobrevivir ayudándose unos a otros. Además de los árboles que engendran semillas cada tres o cuatro años, crecían otros que producían numerosas semillas cada año, como el álamo, el sauce, el aliso y otros. Algunas de esas semillas no se pudrían, aunque pasasen mil años. Las semillas se desplazaban transportadas por el viento y en las alas de los pájaros hasta lugares lejanos. Las semillas que contenían recuerdos de piedras, de hierbas, del cielo y del sol, se escondían entre los árboles, en lo más espeso del bosque o en el fondo de la tierra, atravesando el duro asfalto. Mucho tiempo después, cada semilla empezó a brotar y fue surgiendo un nuevo bosquecito; así las personas nacieron de nuevo.

Mi muy querida sobrina Yunsul, cuando unos bosques empezaron a ser talados y los bosques restantes poco a poco desaparecían, tú eras una semilla pequeña y blanca que llegó aquí volando en una lejana nube, llevada por el viento hacia los rayos del sol.

Si te hablo de los árboles y del bosque, olvidados en cierta época, y de los vellos de las semillas que flotan por encima de nuestra cabeza, oye, Yunsul, ¿despertarás? Quizá estés volando por el aire como si fueras un pájaro ligero y pequeño, acompañado de esas semillas vellosas, pero no te vayas muy lejos. Si te vas demasiado lejos, es posible que tardes en volver aquí diez o veinte años, o hasta más de cien. No sé si tardarás aún más tiempo. Por eso, abre los ojos, por favor.

Cuando movías la cabeza con mirada melancólica, dudaba un rato pensando si debería llevarte conmigo de todos modos. Como deseabas quedarte constantemente a solas, sabíamos muy bien que ni el parque, ni la sombra, ni la música que te gustaba, ni tu tío, ni yo, te serviríamos de nada. Sin embargo, no podía dejarte sola. No podía permitir que te quedaras sola en casa; no obstante, salí para rezar por un difunto y te dejé.

Eran alrededor de las diez de la mañana cuando llegué al templo budista Mikwangsa. Hacía muy buen tiempo, mucho sol. En el firmamento no se veía la más mínima nube. Era un día esplendoroso, pero tan seco que con una sola chispa todo el cerro habría podido quedar envuelto en llamas. Cuando iba a quitarme los zapatos para entrar al templo del guardián de niños y viajeros, pasando por el templo principal, de repente oí ladrar a un perro a lo lejos. Miré a mi alrededor, pero no se le veía por ningún sitio. El ruido que creí ladrido de perro y que llegaba a mis oídos, poco a poco fue convirtiéndose en el canto de un pájaro. Pensé que se trataba de un cuervo, una urraca o un cuco de espalda negra, pero no se veía nada. Un sonido ronco, que al principio no pude distinguir si era de pájaro o de perro, ascendió con mayor fuerza, pero de pronto ya no oí nada. Entré al templo del guardián de niños y viajeros después que se tranquilizó el entorno. Centenares de lámparas blancas en las que estaban escritos los nombres de los difuntos iluminaban el ambiente, sin embargo, el interior era tan oscuro que casi no se veía la estatuilla de Buda sentado en el lado opuesto. En la oscuridad estuve de rodillas largo rato, al mismo tiempo que Byongha sufría ese accidente, ¿también oíste ese ruido?

Cuando volví a casa, usé la llave para abrir la puerta y no despertarte si acaso estabas dormida. Al pasar delante de tu alcoba me pareció oír ese canto que había escuchado en el templo del guardián. De tu cuarto salía suavemente una resonancia como de un enorme tambor. Creí que te habías quedado dormida dejando sonar la música. La música siguió tocando y tampoco te despertaste cuando acabé de preparar la ensalada de calabacitas condimentada, después de haberme lavado la cara.

¿Cómo puedo olvidarme del joven Han Byongha? El día que cenó con nosotros por primera vez en casa estuvo sentado en el columpio del parquecillo hasta que prendiste la luz de tu alcoba. Los champiñones que me trajo como regalo todavía están en el refrigerador.

¿Recuerdas, Yunsul, que él me llamó “madre” cuando nos visitó por primera vez? Así me decía. Como sabes, te criaste conmigo. Quizá no notaste que tu tío, sentado a mi lado, me tomó disimuladamente por los hombros. Metí mi brazo en el suyo y miré despreocupadamente la cara del joven bien crecido y sano como un abedul. A partir de entonces me llamaba madre en vez de tía, en un tono limpio y claro, como si le hubieras dicho que me llamara así. Sí, claro. No había sido nunca tu tía. Es una historia tan lejana.

Cuando se fue el joven, tu tío me dijo que le parecía que formaban una buena pareja, muy armónica, pero no estuve de acuerdo. No sabía en qué pensaba tu tío, pero acercó mi cabeza hacia él. Mientras te despedías, yo lloraba con la cara escondida en su pecho. En cuanto oí que entrabas al salón, me encerré precipitadamente en el baño. No quería dejar al descubierto mis ojos enrojecidos. Cuando salí del baño, jugabas paduk1 con tu tío. Después de que lavé los platos, te volviste hacia mí riendo alborozada enseñando tus blancos y bien ordenados dientes. ¿Sabes cuánto tiempo hace que ocurrió eso? No sé por qué lo recuerdo con dificultad, como si hubiera pasado hace mucho tiempo. No. No es eso. Todavía recuerdo todo lo que tú recuerdas. Tampoco podría decir que no sé nada de tu dolor de ahora.

El hombre que de ti se ha ido una vez, no podrá volver a ti y ser el mismo de antes. Lo triste no es que se hayan separado, sino que no lo reconocerás cuando vuelva. Él no te abandonará, ni tú puedes olvidarlo. Así como ese viento tiene fuerza para esparcir las semillas a lo lejos, Byongha vendrá a buscarte como si fuera una semilla diferente, pero tendrás que estar despierta. A propósito, Yunsul, ¿estarás despierta cuando termine mi relato? Vamos al bosque. Vamos a ver los árboles que tienen más edad que la mía y la tuya juntas, flores y mariposas también. Estando allí, contigo, creo que podría contarte algo que nunca te he dicho. ¿Sabes?, la muerte del joven no la provocaste tú.

En aquellos tiempos las hierbas crecían de color verde suave, la magnolia y el ciruelo se llenaban de flores y también dieron frutos. A veces, cuando tú y yo nos despertábamos temprano, tu tío sacaba las raquetas de bádminton. Era agradable oír los golpecitos ligeros y rítmicos del volante en las raquetas; yo ya tenía listo el arroz y preparada tu mochila. Ya bien entrada la noche, caían fuertes gotas de lluvia y granizaba. Tú entrabas aterrorizada a mi cuarto y pasabas la noche entera abrazándome, en medio de nosotros, con tu tío tumbado hombro con hombro, igual que sucede en otras familias.

Antes de que conocieras a ese joven llamado Byongha, solías decirme, como si tuvieras la costumbre de hablar, que querías encontrarte con un hombre como tu tío. Cada vez que él te oía decirlo, cogía mis manos estallando en una risa vacía, de vergüenza. Podía advertir que tus ojos, fijos en él y en mí, estaban a veces llenos de lágrimas, pero no nos preguntaste más acerca de tus verdaderos padres y no había nada que pudiera decirte además de lo que ya sabías. Ahora recuerdo también que, cuando vimos a Byongha por primera vez, su aspecto y su forma de hablar eran parecidos a los de tu tío.

Tu tío es un hombre duro que nunca te ha considerado como su hija en ningún momento. Pese a que no fue una decisión fácil, prometió que vivirías con nosotros, y desde entonces ha cumplido su promesa sin alterarse. Bueno, a decir verdad, ahora me parece que él creía que la causa de que no tuviéramos hijos se debía a tu presencia. Es decir, consideró que la cigüeña que nos traía un niño, cuando oyó tu llanto o vio tus ropas colgadas en el tendedero, se fue a otro hogar cambiando de rumbo. Yo entonces le arañaba la espalda, chillaba o le tiraba brutalmente lo que tuviera a la mano: un florero, un cojín, cualquier cosa. Recordándolo ahora, creo que mi actitud no se debía a enojo con tu tío, sino al remordimiento y odio contra mí misma por haber empezado a creer en esa posibilidad.

Esos días no duraron mucho. Me pareció que tu tío, en el transcurso de unos diez años, abandonó las ganas de tener hijos. Ni él ni yo pensábamos en la causa de mi esterilidad ni en la inseminación artificial. Pensábamos que no deberíamos hacerlo delante de ti o mientras vivieras con nosotros. Después de hacer el amor, a la mañana siguiente, tu tío me decía lo que había soñado la noche anterior antes de levantarse de la cama. Eran cuentos de bultos vellosos, pequeños y ligeros, como esporas circulando por el cielo y cayendo de repente, como si florecieran, pero el viento se los llevaba separados; otro día, que tenía sobre las rodillas un cesto lleno de manzanas todavía sin madurar… Me parecía que tu tío ansiaba tener hijos, en cambio yo… No sé exactamente si lo quería también. Hace 25 años que vivo contigo. Ahora te has convertido en mi hija y en mi árbol, no en la hija de mi hermana mayor. Quiero mucho a tu tío. Igualmente te gusta a ti y lo sigues.

Pero, mira, el hombre al que quiero no es tu tío.

Le supliqué al médico que empezó a quitar la toalla enrollada con muchas vueltas en tu muñeca. Quizá te llegó mi voz a los oídos cuando estabas inconsciente. Movías un poco tus labios y también temblaba tu cuerpo. En ese instante la sangre salió a borbotones al ritmo del palpitar de tu corazón. Tu sangre escarlata salpicó no sólo las gafas y la bata del médico, también a mí me cayó en la frente y en el pecho. No imagino dónde tenías tal cantidad de sangre en tan diminuto cuerpo. Los médicos y las enfermeras que hacían guardia en la sala de urgencias intentaban llamar a quiroprácticos u ortopedistas, mientras otros médicos y enfermeras desinfectaban con gasa remojada en antiséptico la muñeca en que se veía claramente la arteria herida y trataban de contener la hemorragia con compresas.

Entré como pude al quirófano siguiéndote, a pesar de los repetidos obstáculos que me ponían las enfermeras, porque no te iba a dejar sola nunca. Parecía que tu ligamento estaba muy dañado. Era porque después de la operación para ligar la arteria, hicieron otra para su restablecimiento. Ni siquiera se preguntaban por qué habías pretendido suicidarte a los 25 años, siendo una chica de hermoso cabello oscuro. Ya sé, es porque han sido testigos de muchas otras muertes. Me pareció que no prestaban la menor atención a mi súplica de que te salvaran la vida.

Por la tarde empezó a circular calor por los dedos de tus pies y las puntas de los dedos de las manos, por lo que pude concluir que estabas a salvo, no por tu risa ni por tu voz clara y fresca, sino por los dedos de manos y pies.

Después de que una enfermera te puso una inyección con solución de Ringer, salí de la enfermería para ir al patio. Tuve oportunidad de salir después de largo tiempo. Ya pasaron dos días de mucho ajetreo en el hospital y, sin embargo, tu tío no vino ninguna vez a visitarte. Te hiciste un grave daño nada menos que con una espada colgada como adorno en la pared de su estudio. No se enfadó contigo, sino consigo mismo por haberla dejado ahí. Cuando estés bien, iremos de viaje en barco con tu tío a alguna isla lejana, ahí comeremos cacahuates sentados en la playa hasta que se ponga el sol en el horizonte. Haremos un esfuerzo para olvidar todo lo que pasó y luego volveremos a nuestra ciudad. Ya para entonces se habrá cerrado la herida en tu muñeca.

Flotando sin posibilidad de precipitación se paseaban por el cielo nubecillas blancas; de lejos venía un ligero viento impregnado del aroma de algunas flores. Yo, de frente, desafiando al viento, intentaba traerte a la memoria al joven Byongha, a tu tío que nunca estuvo aquí, a tus padres y a una persona especial: ese hombre que mora en mi corazón como semilla que nunca se pudrirá aunque pasen mil años o como un pino inmortal en lo alto de una meseta desierta.

Fue un asunto reciente, de hace dos años. No sé si te acuerdas de mí en aquellos tiempos. Yo me ausentaba de casa durante varios días, y a veces me encontrabas estupefacta en la sala, sentada en la oscuridad de la madrugada, cuando despertabas e ibas hacia el baño. Ése era mi aspecto poco tiempo después de ocurrido el accidente.

En el templo budista Haejusa al que solía ir, realizábamos servicios voluntarios reuniendo a los vecinos del mismo barrio. Bañábamos a los minusválidos, lavábamos la ropa sucia y les preparábamos kimchi2 para que resistiesen el frío invierno. Además, repartíamos arroz de casa en casa. ¿Recuerdas el restaurante Tosarang, situado en la segunda planta del edificio comercial, del lado opuesto a nuestra casa? Ése era el restaurante que inauguró uno de los miembros del grupo al que yo pertenecía. Seguro que lo recuerdas, ahí comías a veces con tu tío, por supuesto sin invitarme. Después de la inauguración nunca más fui allí.

El día de la inauguración se reunieron bastantes personas en el restaurante. Los miembros del grupo habíamos quedado en comer allí, pero como cada vez llegaban más clientes, algunos de nosotros llevábamos los platos sucios a la cocina y limpiábamos las mesas con trapos. Después de la hora de comer, el ambiente del restaurante se fue relajando poco a poco. Tomábamos el té y dialogábamos acerca del lugar al que teníamos planeado ir de servicio la siguiente semana. Unas mesas más allá, del otro lado, estaban sentados los amigos del propietario. Al cabo de una charla que no recuerdo ahora, decidimos reunirnos con el grupo del dueño y fuimos a una sala más grande del restaurante. Entre ellos había un graduado de la Universidad C, la misma a la que yo asistí. El dueño lo recordó y me preguntó: “Usted, tía de Yunsul, ¿no se graduó en esa universidad?” Asentí con la cabeza, aunque en realidad me faltó un semestre para titularme. Es decir, cuando me casé con tu tío, aún me faltaba un semestre para terminar la carrera. El graduado del Departamento de Pintura me preguntó mi especialidad y contesté que pintura occidental; luego quiso saber en qué año había ingresado a la universidad y dijo su especialidad: artes plásticas. Le pregunté si conocía a un condiscípulo mayor apellidado Kim y me contestó que no. De esta manera la plática continuó sin interrupción. No sé por qué tenía ganas de levantarme cuanto antes, aunque no tenía ningún presentimiento de nada.

No, no es eso. Mira, no tengo razón para mentirte. Quería saber acerca de ese condiscípulo mayor. Por eso le pregunté por fin: “¿Conoce usted al condiscípulo Chong Sukyu del Departamento de Artes Plásticas?”

El amigo del dueño del restaurante mantenía cerrada la boca. Me miró largo tiempo a la cara con ojos penetrantes, por lo que me puse tensa, creyendo que podía estar muy enfermo. Unas cuantas veces pensé que quizá ya se habría ido de aquí. Solía pensarlo cuando llegaba la primavera, sí, cada vez que la primavera volvía. Fue por él que, desde mi matrimonio, no volví a comunicarme con las personas a las que conocí en la universidad.

“Me imagino que nadie se lo ha dicho: se suicidó hace dos años.” El amigo del dueño nos dio la noticia. Tenía una taza en la mano. Los que todavía no cerraban la boca de la última risa que se pintaba en sus labios, los que cobraban la cuenta y yo, que recargaba la barbilla en la mano, nos quedamos petrificados. Hubo un largo silencio, o al menos así lo sentí. A continuación se oyó un susurro entre ellos y un chasquido, después llegaron a mis oídos las preguntas acerca de la relación que mantenía con él.

En ese instante pensé que él me estaba llamando y que teníamos que vernos de nuevo.

Yunsul, me imagino que recuerdas al hombre que te visitó el otoño de hace tres años. Era un amigo de tu tío que peinaba canas y que frisaba los cincuenta. Vivía desde hacía largo tiempo en Estados Unidos. La vuelta a Corea no fue más que una visita. Nos invitó a los tres al restaurante chino del hotel en que se alojaba. Antes de ir a ver a ese hombre que te recordaba de niña, te probaste varios vestidos. Al final escogiste uno muy llamativo color cereza y llevabas una cinta blanca en tu cabello liso y oscuro. Tal vez esperabas escuchar de ese hombre, amigo de tu tío y también de tu padre, alguna historia acerca de tus padres que no conociste. Por algo no se disipaba el rubor de tus mejillas mientras volvíamos a casa.

Entre los tres nos acabamos una botella de vino durante la cena. A veces le preguntabas si recordaba algo de tu niñez, pero guardaste silencio sobre tus padres. Tu tío y yo nos enorgullecíamos de tus piernas sanas y bien doradas por el sol, tu cabello y la frente limpia. Ese hombre contó brevemente su vida en Estados Unidos y la razón de haberse marchado de su patria hacía tanto tiempo. Tu tío y yo no acostumbrábamos divertirnos bebiendo alcohol, sin embargo, el hombre pidió otra botella. Se la bebió entera él solo. Tenía planeado marcharse dos días después. Cuando íbamos a levantarnos, vi que te tiraba sigilosamente del brazo. Tu tío y yo avanzamos hacia la entrada fingiendo no haberlo visto.

Al día siguiente fuiste a verlo. Tu tío se preocupó de que fueras sola, por lo que te llevó en su coche hasta el lugar de la cita y volvió a casa. No me dijo nada. Yo esperaba ansiosamente la hora de tu regreso. ¿Te habría pasado algo? Pero, oye, a diferencia de tu tío, no me preocupaba tanto como él, porque yo conocía muy bien a ese hombre. Puesto que nosotros no te revelamos esa verdad, no sería él quien te contara esa historia de hace tanto tiempo, pero si te la hubiera contado, no se habría marchado.

Déjame decírtelo de nuevo: no me arrepiento nunca del tiempo que tú y yo vivimos juntas, pues no te considero la hija de mi hermana mayor, aunque a veces reflexiono sobre esos años pasados. Si te hubiéramos dejado sola, ahora vivirías con cualquier otra persona, no con nosotros. O, si acaso, podríamos pensar que les quitamos su puesto.

Al año de tu nacimiento hubo un gran incendio en un centro comercial de Dongdaemun. El fuego se extendió a la tienda de telas en la que trabajaban mis padres. Todas las tiendas de alrededor fueron arrasadas por el fuego y murieron innumerables personas, entre ellas mis padres y tu madre de 21 años. Yo iba camino a la tienda, con la bolsa de alimentos para tres personas en la mano. Envuelta en una tela, te quedaste dormida con una mejilla pegada a mi espalda. Hasta ahora no he visto nunca en mi vida un incendio tan fuerte y devastador como ése. Se mezclaban el ruido del derrumbe de los pilares y el clamor de la gente; las llamas ardían violenta y ferozmente. Recordarás que en la costa del este hubo un incendio forestal hace un año por estas fechas. Al mirar el incendio en la televisión, tuve que tomar agua fría repetidas veces. Tú te preocupabas por los árboles viejos que estaban ardiendo en la montaña, por las mariposas y alces que bebían agua en el arroyo, pero, conforme a mi recuerdo, ese incendio no fue tan terrible y no causó tanto miedo como el de hace 23 años. Tan es así, que no pudieron extinguirlo en más de diez días.

De esa manera viniste tú. Mi cuñado, es decir, tu padre, vivió aquí cierto tiempo, siempre con cara de decepción. Cuando menos lo pensábamos, se marchó del país, dejándote a mi cuidado, sin siquiera prometer que volvería por ti. Te abandonó en aquel entonces y, después, nunca más volvió a esta tierra. No te dije el nombre de mi cuñado, por si acaso; tenía miedo de que lo odiaras. De todas formas, era el hombre que quiso mucho a mi hermana mayor.

Sabía que no te habías ido definitivamente, sin embargo, deambulaba esperándote en la puerta, sin poder dormirme hasta que volvieras. En el momento en que bajabas del taxi, miré a los ojos del hombre sentado a tu lado. El amigo de tu tío no bajó del vehículo. Te despediste de él brevemente y te volviste hacia mí. Te vi cansada, pero tu mirada no mostraba ni sospecha ni antipatía contra mí. Así pude recuperar la calma, aunque pronto la perdí.

Pasé interminables horas agobiada por el dolor después de haberme informado acerca de mi condiscípulo mayor Chong Sukyu, y me acordé de ti y de aquellos tiempos. Al parecer, suponías que yo no sabía nada. Después de haberte despedido del amigo de tu tío, empezaste a guardarte las palabras, y durante cierto tiempo evitabas la hora de la comida con nosotros. Siempre estabas ocupada y cansada, por lo que aumentaron las horas de sueño. Cada vez que observaba tu figura, sentía un dolor punzante, como si una sierra me cortase la columna vertebral. Oye, Yunsul, ¿por qué no volviste a preguntarme nada? La vida se me hacía muy pesada así. ¿Lo sabías? Te agradezco… No tengo nada más que decirte. Te digo la verdad. Ese hombre, amigo de tu tío, era mi cuñado, tu padre. Se marchó sin decírtelo al final, pero ya te habías enterado de su identidad de un solo vistazo, y hasta ahora no te atreves a decírmelo.

Te voy a decir su nombre cuando despiertes. Te diré el nombre de tu padre.

No pude decirles nada a ti ni a tu tío acerca del asunto vinculado con el condiscípulo Chong Sukyu. Le prometí mi amor a tu tío y él me amaba como si viera el fruto del primer árbol que plantó desde su nacimiento en este mundo. ¿Cómo me atrevería a hablarle del otro amor tan vivo que no podía olvidar?

Como sabes, no tenía ningún amigo, y esto se debía a que, después de separarme de Chong Sukyu, vivía en este mundo como si hubiera cortado la amistad con los que conocí durante mi época universitaria. Después de escuchar noticias de él en el restaurante ese día, visitaba con entusiasmo el templo budista, no faltaba a los servicios voluntarios, ponía la mesa con abundantes alimentos, compraba ropa nueva para tu tío y para ti y plantaba nuevos árboles en el patio de la casa, como si no me hubiera ocurrido nada. Pero, Yunsul, me hacía falta una persona a quien confesar el secreto que guardaba en mi corazón. Aún no sabía la razón por la que no había nadie a mi alrededor en ese tiempo. ¿Te encontrabas en la misma situación que yo después de haber visto a tu padre? ¿También estabas en busca de alguien a quien decir lo que guardabas en secreto en lo más recóndito de tu mente?

En el área de casas construidas ilegalmente y que serían derribadas, adonde solía ir a hacer los servicios voluntarios, había una vivienda que la gente esquivaba. Era una casa en la que vivía un hombre de mediana edad con su madre anciana, a la que los voluntarios evitaban ir a ofrecer sus servicios. El hombre había sido leñador, tenía un cuerpo fuerte, pero en varias partes estaba manchado de negro por las quemaduras sufridas en un incendio forestal. Especialmente su cara tenía tan mal aspecto que la gente no se atrevía a mirarlo de frente. Además, sus dos orejas quemadas estaban adheridas al cráneo. Era una figura demasiado desagradable para creer que era la de un ser humano. Se quedaba en el interior de la casa todo el día. Ni siquiera se atrevía a encender la luz.

Se rumoraba que había intentado suicidarse varias veces, pero cuando vi su semblante directamente, llegué a la conclusión de que lo que la gente decía no se quedaría sólo en rumor. Él y su anciana madre, que sufría fuertes dolores por la artritis, sobrevivían gracias al arroz y a un apoyo económico que les suministraba el Ayuntamiento del barrio. Cuando unos voluntarios y yo fuimos a la casa, bañamos a la anciana, que no se movía, sirviéndonos de las instalaciones móviles de aseo; limpiamos la casa y les dimos cierta cantidad de arroz y de harina, pero a ninguno le quedaron ganas de visitarlos de nuevo debido a que les daba mucho miedo encontrarse con el leñador.

Acudía a verlos regularmente una vez a la semana. El dueño del restaurante que ofrecía el servicio conmigo fue reduciendo las visitas poco a poco hasta que, finalmente, ya no encontró razón para empeñarse en hacerlas. A mí, sin embargo, no me molestaba ayudar al leñador quemado por el incendio ni a la anciana de difícil movilidad. En aquellos tiempos me hacía falta, más bien, tener un trabajo al que pudiera dedicarme, porque esperaba cansarme hasta olvidar a Chong Sukyu.

Conforme iba pasando el tiempo, llegué a pensar que no los visitaba para ofrecerles mis servicios, sino para descargar un peso de mi mente. El trabajo que realizaba en la casa no era nada especial. Les preparaba kimchi y otros platillos, y observaba el estado de la anciana; después pasaba largo rato sentada en un rincón del pórtico entarimado de la casa. Como sabes, no tenía un espacio propio donde estar sola. El día que tu tío no tenía clases, se quedaba todo el tiempo en su estudio. Yo tenía que prepararle las tres comidas. Las raras veces en que nos quedábamos solas, me mirabas con ojos melancólicos, pero a mí me apetecía mucho más estar sola. Quería recordarlo a solas, por mi cuenta. Cuando el hombre que había estado conmigo hasta hacía poco desapareció de repente, la vida no me sonreía. Después de tanto tiempo, la tristeza me embargaba súbitamente, tanto como ahora.

Sentada en el pasillo lateral de la casa, mascullaba mis recuerdos, pero en vano. Dirigía mi odio hacia el hombre del que me había separado hacía 17 años, lo añoraba y, por no desahogar mi mente ni revelar las circunstancias en que me encontraba, reía y lloraba a solas, sentada en el entarimado de una casa ajena. Volaba el tiempo; no me di cuenta de que el hijo de la anciana, el antiguo leñador, estaba sentado a mi lado. Me pregunté desde cuándo me habría estado escuchando.

Como si supiéramos que iban a despedirse dentro de poco, e igual que un hombre que está por morir, así nos enteramos, Yunsul, del tiempo de amor que compartían antes del accidente de Byongha. No me imaginaba, de verdad, que el joven Byongha ya presentía su muerte. Creía que te amaba mucho, tanto como cuidaba de ti. Al hacer en este momento una retrospección sobre ustedes, supongo que eso no sería todo. De todos modos, Byongha, antes de morir, te amaba más que nunca y no soportaba ni un momento imaginarlos separados. Tu tío y yo, que los observábamos de cerca, sentíamos incertidumbre. Cuando los vimos desde la terraza, abrazados sin atreverse a despedirse, eran como granados en julio, a punto de arder en llamas. Fueron los tiempos en que empezaste a volver a casa mojada por el rocío de la madrugada.

Aquí me tienes, echándote entre los labios el líquido mezclado con agua, la mitad de la dosis regular de cada uno de los tres medicamentos: un antinflamatorio llamado Varidase, un antibiótico, cepaclor, y un calmante.

Le confesé al antiguo leñador todo lo relacionado con el señor Chong Sukyu. Mi confesión no era más que un monólogo, sin embargo, permaneció a mi lado guardando silencio, desde que me senté en el pasillo hasta que salí por la puerta. La razón de hablarle de asuntos de los que no te había hablado a ti ni a tu tío quizá se debía a que sus oídos no estaban en condiciones normales. Creo que éste era el motivo principal, pero eso no significaba que no oyera nada en absoluto. Con el tiempo quise asegurarme de que guardaría mi secreto fielmente. Se comportó como si de verdad fuera sordo. Un día me dijo intempestivamente:

—Cortar un árbol parece una acción realizada en el momento, pero en realidad es un trabajo planeado. Seleccionamos los árboles que tienen que morir el invierno que viene o en la nueva primavera, y los pelamos con la sierra eléctrica. Esto significa marcarlos con anticipación. Si vemos desde lejos los árboles, los distinguimos porque ya están marcados por una franja clara en su tronco. He descubierto una cosa bastante extraña. Todos los árboles pelados, a la hora de florecer por última vez, llevan particularmente más semillas. Los árboles saben por adelantado la hora en que morirán. Sin embargo, algo más extraño todavía es que los árboles que estaban en el valle, frente al de los pelados, tenían también más semillas que de costumbre, a pesar de no haber sido tocados y estar en época de desarrollo de la corteza. Nunca supe la razón. Fue en la primavera del año siguiente cuando se produjo el incendio forestal por un rayo que cayó en el bosque. Era la temporada en que aún no empezaban a talar. Al principio me pareció estar fascinado por un demonio. Sí, es verdad, los árboles del valle opuesto ya sabían cuándo tenían que morir, por lo que multiplicaron con mayor abundancia sus semillas, flores y frutos, por última vez en la vida. Creí que no había sido otra cosa que una función de preservación de la naturaleza. Sin atreverme a talar, salí del grupo de leñadores y deambulé distraídamente entre los árboles. Era como si hubiera quedado escondido algo que no había visto. No, a lo mejor había tenido miedo. Ya alejado del valle, caminé largo rato. Entonces descubrí que todos los árboles a cinco kilómetros a la redonda del eje del valle mostraban el mismo fenómeno. Mucho tiempo después llegué a conjeturar que los árboles que morían en un lugar lejano habían decidido pasar el secreto a los otros, y que éste volaría llevado por el viento y, después, intercambiarían señales. Lo que me había sorprendido no era su capacidad de comunicación, sino que los árboles ya marcados sabían cuándo morirían. Además de esto, se notaban las flores especialmente hermosas, y sus frutos y semillas… Creo que los seres humanos son iguales a aquellos árboles.

Sin siquiera mirarme, iba articulando palabras con un tono claro y exacto. Miré sus orejas, cuya piel estaba aplastada y adherida al cráneo y, aun así, escuchaba todo lo que le decía. Por primera vez le pregunté cómo se había quemado a tal grado. Buscaba con obstinación los labios invisibles cubiertos con una careta, porque él era la única persona que sabía uno de los secretos más importantes de mi vida.

—Sentí una amenaza mientras talaba los árboles en el bosque. Cuando hacía mucho viento, los árboles se mostraban más violentos y furiosos que de costumbre, como si fueran bestias activas. No trabajaba en el bosque esos días porque percibía una amenaza que se aproximaba lentamente. Aquel día el viento era bastante fuerte, sin embargo no había más remedio que ir a trabajar. Eché a andar la sierra eléctrica y el viento empezó a tomar fuerza. Ya era demasiado tarde cuando se apoderó de mí una corazonada de que los árboles se vengarían. El bosque tiene muy buena memoria, especialmente cuando se quiere desquitar.

Dejó de hablar de ese pasaje y yo, a mi vez, imaginé lo que le ocurrió. Ese hombre que había vivido trabajando como leñador toda la vida pensaba que nunca más podría salir sin la careta o la gorra, pero, ¿por qué?, ¡ha sido la venganza del bosque! Ésa es una conclusión demasiado terrible. Sin darme cuenta, me temblaban de miedo los hombros, pese a que nunca he tenido la oportunidad de cortar ni un sólo árbol. De verdad tenía mucho miedo. Era probable que hubiera matado, sin darme cuenta, una gardenia o un boj en el patio, o que hubiera acercado una sierra aguda a un material disfrazado de árbol sin saber a ciencia cierta qué era lo que veía.

Me relató unos cuentos sobre árboles que luchaban jalando de sus respectivas cortezas. Agregó que serían como esposos que no habían vivido felizmente en una vida anterior. Después, sólo sonrió. Creo que quería cambiar de tema. Los árboles que ya sabían de su muerte con anticipación… Empecé a relatarle al antiguo leñador una historia que sucedió la primavera del año anterior.

—Cada vez que venía la primavera, lo recordaba a él de manera extraña. Era un hombre que tenía tuberculosis. Cada primavera dudaba si viviría aún o si habría muerto hacía ya bastante tiempo. La primavera pasada, de repente, me vinieron ganas de verlo, tanto que no podía aguantarme. Pensaba qué podría hacer para localizarlo, pero luego dejé de pensar en él, porque estaba segura de que, una vez que volviese a verlo, no soportaría vivir sin seguir mirándolo.

Así fue, Yunsul. No me tenía confianza. Si lo veía de nuevo, me parecía que volvería a ser otra vez yo, queriendo como antes, liberando todo lo que había guardado dentro de mí durante 17 años desde que me separé de él.

En la primavera de ese año soñé que nos abrazábamos, que sus manos tocaban mis hombros, mi nuca, y mis ojos estaban tan vivos que creía que todo era realidad. Se oía el ruido de los vellos de mi cuerpo erizándose. Cuando sus manos tocaron, por fin, mi pecho, de repente desperté sorprendida. Aunque estaba despierta del sueño, un sudor frío corrió largo rato por mi espalda. Su toque tan vivo y claro en mi cuerpo me parecía que no era un sueño. Me levanté de la cama y miré a mi alrededor, observando todos los rincones de la casa. Creí sentir por mucho tiempo sus manos calientes sobre mí.

Un poco antes de que nos separáramos, fui a medianoche a su estudio de arte, me quité la ropa y me metí en la bolsa de dormir de la que él acababa de salir. Oí que apagaba la luz. Aspiré una bocanada de aire y esperé a que viniera. Quería hacer el amor con él por primera vez en mi vida, como tú lo hiciste con el joven Byongha. Se oyó el ruido cuando cerró la puerta. No volvió a su estudio en toda la noche.

Días después de aquel sueño, sentada en el jardín debajo de la magnolia cuyas flores estaban por brotar, murmuré para mis adentros: “Pareciera que él ha muerto”.

Eso ocurrió el año pasado.

El leñador me vio de reojo.

Esta primavera, un año después de lo ocurrido entre él y yo en el sueño, un hombre desconocido, al que no había visto nunca, me informó de su muerte en un lugar extraño.

¿Qué significaba? El leñador interrogó con la cabeza.

Era probable que él mismo hubiera pronosticado su muerte. Él no me amaba. Nuestro final fue de verdad horroroso. Había tirado con violencia al suelo todas las obras que había en el estudio y me ordenó que me marchase. Las figuras quedaron hechas trizas esparcidas por todo el cuarto. Me pareció que si uno de los dos no salía del lugar, alguno quedaría lesionado o ocurriría un accidente aún más grave. Llorando me volví hacia él y le dije que me marcharía, pero que le suplicaba que se tranquilizara.

Pero, oye, Yunsul, en ese momento no estaba segura de que él no me quisiera. Probablemente temía por su cuerpo enfermo y por su futuro que no podía ver ni imaginar con anticipación, y por la chica Seo Mihyang de 23 años.

A partir de entonces, igual que antes, seguía visitando la casa del leñador para ofrecerle mis servicios voluntarios. Lavaba el cuerpo de su anciana madre, preparaba los alimentos y, después de terminar el trabajo en su casa, pasaba el tiempo sentada en el pasillo junto con el leñador, y luego volvía a mi casa. Mientras tanto, pasaron casi sin sentir la primavera y el verano; después vino el otoño, como de repente, un día en que las hojas del ginkgo del patio empezaron a teñirse de amarillo. Fui a su casa justamente después de una semana. Cuando iba a regresar a mi casa, después de haber terminado el trabajo, el hijo de la anciana me cogió por el brazo. El hombre, cuya cara estaba cubierta con la careta y la gorra, me preguntó con mucho cuidado si tendría tiempo para él. Los ojos dentro de los párpados arrugados tenían un brillo intenso.

Cuando iba a sacar la llave del coche, se acercó del lado opuesto al del conductor. Subió y empecé a conducir a toda velocidad. Al pasar por la caseta, le pregunté a dónde íbamos. No me contestó. Las luces cálidas del sol de otoño, pasado el mediodía, penetraban por las ventanas; sentía que mi frente y mi cráneo se ponían cada vez más calientes, como quemados por un fuego. Atravesamos la ciudad de Jeongson y paramos en un recodo que conducía a la entrada de un bosque.

Sacó de la cajuela una maleta dura, grande y cuadrada, se la echó al hombro y empezó a andar delante de mí. Lo seguía muy de cerca; mientras él andaba con pasos largos, varoniles; conjeturé que me enseñaría cierto árbol, pero ¿por qué?

A medio bosque detuvo súbitamente sus apresurados pasos. Me le quedé viendo con mirada recelosa. Gruesas gotas de sudor corrían por su frente. Me acerqué a tocar la corteza seca de un árbol que más bien parecía estar cubierto de plastas de lodo. Le pregunté cómo se llamaba ese árbol. Me contestó que era un roble blanco y agregó que hacía mucho que no entraba al bosque. Sí, claro, es comprensible. Difícilmente pudo salvarse de un incendio forestal tan grande. Me parecía que aún no se había recuperado del terror de aquellos tiempos, pues vi con mis propios ojos cómo temblaban sus hombros.

—Ahora vea bien —dijo el leñador.

Abrió la maleta. En ella estaban acomodados unos cables negros enrollados fuertemente, una sierra y un hacha de mano envueltas en cuero y otras herramientas cuyos nombres yo no sabía. Y, fíjate, Yunsul, que en ese momento me invadió un miedo que se apoderó repentinamente de mí: miedo a la sombra densa del bosque y a lo que sucedería en adelante. Empezó a clavar en la base del árbol de más de cien años un clavo amarrado al cable. Mientras lo metía en el tronco, me sentí aterrorizada, como si me conectaran a un electrodo de cien voltios, de manera que me sacudía con escalofríos.

—¿Qué hace? ¿Qué está haciendo ahora? —murmuré, abriendo la boca con dificultad.

—Tranquilícese. Esto no le hace daño al árbol —dijo el hombre conectando un legajo blanco de papeles al cable extendido, volviéndose hacia mí.

Sus ojos parecían más tranquilos y calmados que nunca. Respiré profundamente el aire que nos rodeaba. Esperó hasta que me sosegué, y anduvo unos cien metros más, dirigiéndose a un árbol al que empezó a enlazar con el cable eléctrico. Yo lo seguía constantemente, horrorizada por el miedo de ser abandonada en el bosque. Después de conectar el cable entre los árboles separados por una distancia de cien metros, puso la maleta en medio de los dos árboles. Encima de ella empezó a desdoblar los papeles atados al cable extendido entre los dos árboles.

—Será mejor para usted comprobar con sus ojos, que tratar de entender.

Sacó un legajo y me lo enseñó. Una línea delgada estaba trazada horizontalmente entre unos signos que no reconocí.

—Mire bien esta línea que está muerta, sin moverse —dijo el leñador volviéndose hacia mí con un hacha pequeña en la mano.

Sacudí dudosa la cabeza, porque no entendía lo que me decía ni lo que estaba haciendo en el centro del bosque.

—Éste va a ser un árbol emisor de mensajes —me llevó al primer árbol al que conectó el electrodo. Miré hacia arriba los robles exuberantes. Se veían pasar lentamente unas nubecitas entre las puntas de las ramas. De repente empecé a tener miedo del leñador que llevaba en su mano un hacha brillante. Por eso levanté mis ojos a ver el cielo que a veces aparecía entre las ramas allá arriba.

Finalmente empezó a dar hachazos a la base del tronco del árbol emisor: uno, dos, tres…

¡Bum!, ¡bum!, ¡bum! Me tapé los oídos con las manos, pero el leñador no paraba de dar hachazos. Creí que mis manos temblaban tanto que mi rostro se había deformado. Justamente después de otros tres hachazos, me tomó de la mano y empezó a correr conmigo hacia donde estaba la maleta. Me caí unas cuantas veces tropezándome con las raíces taladas en varios lugares, sin embargo, lo seguía. Me enseñó el legajo blanco que estaba encima de la maleta que conectaba el cable con el árbol y algo increíble apareció ante mis ojos.

La línea del aparato de registro del árbol emisor, que estaba muerta, se irguió de súbito como un ave que aleteaba para volar más alto hacia el cielo. Esto ocurrió justamente después que el leñador había dado tres hachazos. Esa línea, que se había elevado como se movía su propio cuerpo, esta vez trazaba tranquilamente una línea recta. El leñador, que observaba con atención cómo yo comprobaba lo que hacía el aparato, me dejó en ese lugar y caminó unos 50 metros con el hacha en la mano, hacia otro árbol, al cual estaba ya conectado el cable. No desvié la mirada del aparato y lo oí dar hachazos al árbol receptor. Creí que el pecho me estallaría.

Habrían pasado tan sólo unos 10 segundos después de dar los hachazos al receptor, cuando la línea del aparato de registro voló hacia arriba, al igual que la del emisor. Tapándome la boca con una mano, observaba constantemente el aparato. La línea de registro del árbol emisor subió hasta el final del último papel y, después, volvió a su lugar, como si aliviara su agitación en cierto momento. ¿Estaba yo soñando? Noté las bellotas color castaño claro, los débiles rayos del sol que penetraban entre las hojas de los árboles exuberantes, el viento suave que me desordenaba el cabello, aquellas nubecitas en el cielo, el canto de las aves y la tierra marcada por mis pasos. Estaba más despierta que nunca, Yunsul. Vi con claridad en los papeles las marcas de los árboles.

A mis oídos llegó una risa tan fuerte que me rompía los tímpanos. Como reflejo levanté la cabeza rápidamente y miré al leñador lejos de mí. Estaba carcajeándose y se retorcía todo. Se reía, pero era como si aullara en medio de la oscuridad de ese bosque de terror. Era una mezcla de llanto y risa. ¿Cuándo se habría quitado la careta y la gorra? Sus risas eran prolongadas y después se cortaban lentamente. Pronto el bosque se sumergió en el silencio.

Antes de que yo conectase una parte del cable con otro árbol más alejado del árbol receptor, ya se trazaba cierta línea recta que no mostraba ningún movimiento. Pero…

—Ya lo he visto —le dije melancólicamente.

—Cuanto más separados estén estos dos árboles, el receptor recibirá el mensaje tanto más tarde. Lo cierto es que los dos árboles se comunican.

—Pero no entiendo nada.

—No podemos afirmar que aquellos dos árboles no sean reales porque no entendemos los mensajes que se mandan entre sí.

—Entonces, ¿se comunican mientras estamos sentados aquí?

—Creo que lo que vemos no es todo, pero estoy seguro de que es verdad. Soy un hombre que ha pasado la mitad de la vida en el bosque.

Sus palabras fueron claras: los árboles saben cuándo van a morir; las semillas, las frutas y flores particularmente hermosas… Estos fenómenos no son casuales.

—El hombre del que me ha hablado nunca morirá, ya que usted lo recuerda siempre. Creo que cada vez que lo recuerde, él también la estará recordando al mismo tiempo.

Me informé de las direcciones de mis condiscípulos con quienes había dejado de comunicarme hacía tiempo y los llamé por teléfono. Con dificultad contacté a un compañero del condiscípulo mayor Chong Sukyu, y cuando lo logré, pese a que habían transcurrido 17 años, tardó sólo unos segundos en reconocerme. Recordó mi nombre exactamente, pero no lo utilizó para llamarme. No me preguntó dónde había conseguido su dirección ni por qué lo había localizado. Me pareció que estaba enfadado conmigo. En aquel entonces, él mantenía relaciones amistosas con Chong Sukyu, viajaba con él en la línea ferroviaria Kyongchun3 y estudiaba con él después del trabajo. Le dije con voz débil que quería saber dónde residía Chong Sukyu y él guardó silencio.

—¿Que dónde vive ahora? —fue lo único que dijo, fríamente, después de un largo silencio.

—Sí. Actualmente —contesté sin vacilación.

—Ya ha pasado mucho tiempo…

Aunque haya pasado mucho tiempo, quiero cortar aquel pasado, cuando lo quería, para guardarlo. No obstante, no pude explicarle la verdad a su amigo. Cualquier cosa que le dijera parecería una excusa, como si quisiera explicar lo que me había pasado. Sabía que Chong Sukyu, después de separarse de mí, no se había matriculado en su departamento y se había quedado un tiempo en el estudio de este compañero en la ciudad de Byokche de la provincia de Kyonguido. Ésa era la verdad que yo sabía. Si no me hubiera contestado tan fríamente, le habría propuesto vernos de nuevo.

—No te equivoques.

—…

—La causa de su muerte no fuiste tú.

—No es eso lo que me interesa.

No quería verme tímida ante el condiscípulo mayor. Sentí que cierta rivalidad empezaba a surgir con lentitud en mi mente. ¿No sería más bien tristeza que rivalidad?

—Tú no tuviste la culpa de su muerte.

—No importa. Lo que ahora importa no es eso.

Me dijo que las cenizas con el nombre de Chong Sukyu estaban en el templo budista Mikwangsa, en la ciudad de Pachu, y después guardó silencio de nuevo. Quería saber, por ejemplo, con quién se encontró justo antes de su muerte. Sin embargo, no pude preguntarle nada más, porque me percaté de que aún sufría por la muerte de su compañero. Colgué de golpe el teléfono.

El día en que fui a verlo por primera vez, en lugar de ir en mi propio vehículo fui en metro hasta Gupaval. Ahí tomé un autobús interurbano hacia la ciudad de Pachu. Esta manera de viajar fue a propósito, para hacer un recorrido más largo. Sin embargo, no tardé más de 35 minutos en llegar a Pachu. Además, el autobús se detuvo justamente a la entrada del templo budista. Al bajar, me dolía un poco la espalda. Sería posible que estuviera tan cerca de mí. ¿No se me aparecería el muerto? Tenía unas ganas inmensas de llorar aferrada a cualquier árbol cerca de la parada del autobús.

Al parecer eran vísperas del día del nacimiento de Buda. Las lámparas estaban colgadas a lo largo de ambos lados de la calle hacia la entrada del templo, y también había una multitud de creyentes haciendo cola delante de la ventanilla de entrada. Cuando me tocó el turno, di su nombre y pedí que buscaran en el registro. La razón por la que no fui directamente al templo era para comprobar la fecha exacta de su fallecimiento. Se me figuró que debía de ser el día en que apareció en mi sueño para tocarme y se esfumó de repente. No estaba su nombre en el registro. Se notaba claramente en la cara de la anciana creyente cierto nerviosismo, pues hojeaba y hojeaba los papeles. Al final me enfadé con ella y alcé la voz. Sin embargo, ella era solamente ayudante del templo y no debí enojarme.

Un monje budista se me acercó. Me dijo que era el encargado del templo y que recordaba todos los nombres de los muertos, si los parientes habían celebrado el rito budista del día cuadragésimo noveno después del día del fallecimiento, pero añadió que a él no podía recordarlo. En esos momentos sentí que se me doblaban las rodillas. Me mordí el labio inferior y me marché dejando atrás la ventanilla de información. Sin embargo, no fui directamente al templo del guardián de niños y viajeros. No sabía cuándo había muerto ni era seguro que su nombre estuviera en este templo.

El monje budista me siguió y me preguntó cuántos años tenía y en qué año murió. Me dijo que una persona había desparramado unas cenizas en la montaña detrás del templo, en vez de guardarlas ahí, después de haberlo incinerado en la ciudad de Byokche. El monje conjeturó que podrían ser las de Chong Sukyu, a quien yo buscaba. Me enseñó cómo subir la montaña y se fue hacia el templo principal. Sentía tanta tristeza por no verlo, que tenía un dolor punzante en los ojos. Y me costó mucho soportar que alguien hubiera esparcido las cenizas en la montaña sin celebrar el rito del día cuadragésimo noveno por el difunto. Cuando nos hicimos novios, veía a su madre y a sus tres hermanos. Me preguntaba por qué se despidieron de esa manera de Chong Sukyu, como si tuvieran malas relaciones con él o lo hubieran abandonado. Empecé a escalar la montaña con inseguridad, dando traspiés.

No valía la pena llamar a ese lugar una montaña. No era más que una colina desierta. Avanzando hacia allá, no había camino por donde subir y se veía una superficie plana. En eso consistía la supuesta montaña. Me sentí angustiada de que este sitio tan vasto y desértico fuera donde estaban esparcidas sus cenizas. Me llenaba más de pesadumbre que ese hombre pulverizado estuviera en lugar tan desolado que su muerte misma, y no me daban ganas de visitarlo de nuevo. Fue un día muy estéril. No sentía ni un poco de aire y era la época en que, por unos días, sufríamos el fenómeno atmosférico del polvo amarillo.4 ¿Quién se dignó venir a la montaña a visitarlo? Llegué a tener la certeza de que no habría nadie que hubiera venido a verlo desde que sus cenizas fueron diseminadas en la montaña.

Estuve sentada hasta el crepúsculo en mi pañoleta extendida sobre la tierra seca. Fue un largo rato, sin embargo, no dejé en la tierra ni un cigarrillo encendido para él. El tiempo pasó de manera muy rápida. Después bajé de la colina y entré al templo del guardián de niños y viajeros, saludando a Buda tres veces al estilo coreano5 y comprando una lámpara para cada año. Desde entonces no había vuelto al templo Mikwangsa, pero esta primavera he empezado visitarlo.

Después de esa vez en el templo, me encerré en casa sin salir, hasta que empezó la temporada de lluvias, luego de una primavera que pasó casi sin sentir. Cuando acabaron las lluvias, empecé a visitar el templo budista Haejusa y a trabajar en servicios voluntarios. Ya antes había ayudado ahí a principios del otoño pasado. Fui, ante todo, a la casa del leñador. No me había dado cuenta de cuánto tiempo había pasado, es decir, de que habían transcurrido dos estaciones desde que estuve en el templo Mikwangsa. Cuando fui a casa del leñador, me percaté de que había transcurrido todo ese tiempo sin sentirlo.

La casa del leñador había sido demolida. La demolición de las casas construidas ilegalmente había empezado en el verano y tres o cuatro excavadoras quitaban los escombros del suelo. Fui a una aldea cercana, en la que el derribo de casas había sido aplazado para el año siguiente. En una tienda a la entrada de la aldea pregunté por el leñador. El dueño movió la cabeza negativamente. Nadie sabía cuándo se fue ni a dónde. Sentí un gran abatimiento, como si perdiera de repente a un viejo amigo. ¿A dónde se habría ido ese amigo que me dijo que, si naciera de nuevo, le gustaría ser un árbol? ¿Cómo estaría viviendo?

Después que el leñador desapareció, a nadie le conté nada relacionado con Chong Sukyu. Eso significa que perdí a quien quería escucharme y con quien yo quería charlar. Nunca imaginé que llegaría este momento en que contaría de nuevo lo que había ocurrido entre él y yo. Si no hubieras sido llevada al hospital después de la muerte del joven Byongha, ¿te habría contado esto? Oye, Yunsul, no sé si oyes mi voz. Lo que me contó el leñador al final en el bosque también fue algo acerca de los árboles.

Sacó de improviso la sierra eléctrica y cortó un roble sin darme tiempo de decir nada. Mostró gran destreza para talar árboles. En un abrir y cerrar de ojos derribó un árbol que parecía tener decenas de años de edad arbórea. Al ver que caía al suelo con gran estruendo, recordé las palabras del leñador: la capacidad de recordar del bosque, la venganza de los árboles… En ese momento empezó a darme cierto miedo, como si alguien apretara mi cuello detrás de mí, pero el rostro del leñador se veía tranquilo y me prometió nunca más talar un árbol.

Me agarró por la muñeca y me llevó hasta el tronco talado. Me mostró los anillos arbóreos de la madera. Se veía el trazo de líneas concéntricas compactas, como si fuera una telaraña.

Este árbol ya no podrá crecer. Si los árboles estuvieran muy cercanos entre sí, no podrían crecer con regularidad. Si estuvieran muy pegados, no podrían tomar el agua de lluvia que es un alimento importante y, además, la luz del sol no penetraría por la densidad de las copas de los árboles, lo que los obligaría a crecer con lentitud y daría origen, a su vez, a un cambio en la esencia de la tierra. Por ello, a veces hace falta trasplantarlos o talarlos.

El leñador puso la funda a la sierra eléctrica y la metió en la maleta. El sonido “click”, al cerrarse, resonó fuertemente en medio del bosque. Ese ruido parecía reafirmar su voluntad, por lo que en ese instante tuve la seguridad de que no volvería nunca al bosque, ya que era un hombre que había perdido mucho en él, pero que también había aprendido mucho. “No vuelva nunca aquí, y menos solo”, le dije en mi interior, mirándolo. No sabía en ese momento que nuestro encuentro era el último y definitivo.

Oye, Yunsul, un momento, por favor. Me dicen que me habla el médico.

Después de que el leñador y yo estuvimos en ese bosque, regresé una vez más, en septiembre u octubre, no recuerdo exactamente. El frondoso bosque de robles estaba lleno de un olor a tierra y soplaba un viento suave. Escalé apoyándome continuamente en los troncos que consideraba como paredes, olvidándome de que estaba sola en lo más intrincado del bosque. En el camino hacia la cima había robles blancos, encinas, robles mongoles, robles albares y otros. En la cima sólo los robles mongoles formaban una colectividad. En cada uno de ellos había colgadas miles de inflorescencias todavía sin madurar, que brotarían en el mes de mayo y de las cuales surgirían bellotas marrones exuberantes. La corteza arbórea, que en la antigua edad se desprendía a lo largo para cubrir los tejados de las casas construidas con escaramujo, se convirtió en una capa gris oscura que parecía más dura. Cada vez que el viento soplaba, las verdes hojas amontonadas se inclinaban rozándose unas a otras y produciendo un agradable sonido cuando el viento cambiaba de dirección.

En el bosque, donde me rodeaban árboles por todos lados, alcanzaba las bellotas poniéndome de puntillas. Cortaba hojas para luego hacer una flauta sonora con ellas y pelaba la corteza para machacarla como ciervo hambriento. Allí me encontraba sola de verdad, pero no me sentía sola. El bosque se iba poniendo cada vez más oscuro, al tiempo que el sol empezaba a ponerse, sin embargo, sentía un aire caliente, como si el tiempo regresara al mediodía. Como las personas que ya escalaron la cima de la montaña, puse mis manos alrededor de la boca formando un círculo y grité con toda mi fuerza: “¡Yahaaaa…!” Después grité mi propio nombre lo más fuerte que pude. Habrían pasado uno o dos minutos. El grito me volvió desde lejos, como un bumerán haciéndose eco. Grité mi nombre, el de Chong Sukyu y los de las personas que no se encontraban ya a mi lado.

Di tres golpes seguidos al tronco de un árbol que estaba delante de mí, como el leñador lo había hecho aquel día. Pegué mi oído al tronco. Me pareció oír el latido del corazón del árbol, como si respirase. Rápidamente me aparté y fui corriendo hacia otro roble. ¿Éste también habría percibido mi intención? Sí, Yunsul. Escuché también latir el corazón de ese árbol y lo abracé. Parecía que me venían lágrimas a los ojos. En ese instante una voz muy familiar me llegó a los oídos. “¿Soy un evónimo de color verde que florece a principios de mayo?” “¿Soy un castaño que florece sólo con androceo y sin pétalos?” “¿Soy una planta de jengibre?” “¿Soy tu árbol, tu propio árbol?” Mi voz voló lejos, hacia el cielo, ondulándose, como si fuera una nueva hoja que absorbe los rayos del sol. Aquí, en el bosque desierto, escucho mi propia voz. No, no es eso, escucho tu voz.

Cuando el leñador se marchó de la aldea, empezaron a difundirse varios rumores sobre él: que se había adentrado de nuevo en el bosque dejando sola a su madre; que todavía deambulaba de noche por los callejones de la aldea sin atreverse a salir de ella, con el gorro y la careta blanca puestos. Continuamente iba a la aldea por los servicios voluntarios, hasta que desapareció por completo. Se rumoraba que había personas que temprano en la mañana lo veían sentado sobre el tejado de la casa derrumbada o conduciendo la excavadora.

Pero, Yunsul, yo ya lo sé. En este tiempo se convirtió en árbol, es decir, se ha vuelto un árbol caliente, receptor o emisor. Creo que se habrá convertido en abedul, con sus ramas tendidas hacia lo alto del cielo, como si no tuviera miedo de la invasión de los insectos longicornios, y con inflorescencias masculinas que bajan en abril mientras las femeninas suben. Estas inflorescencias forman una especie de rectángulo al coincidir las puntas de los dos índices de sus respectivas manos, estableciendo una línea perpendicular. Será un abedul cuya superficie blanca brilla y esparce su resplandor.

Cada vez que veo un abedul en un jardín o en un parque, me acuerdo del leñador que me enseñó los secretos del bosque y de árboles que nunca había visto. Y le dije al dueño del jardín que el abedul no arraigará profundamente en este tipo de tierra, por lo que crecerá muy débil para soportar los vientos fuertes, pero que no me gustaría que cortara sus ramas. Entonces, el dueño me miró fijamente a los ojos y me contestó que él tenía muchos conocimientos sobre árboles, pero yo moví la cabeza negativamente y le aseguré que no sabía nada del bosque ni de los árboles. Las semillas que caen al suelo, arraigan, el tronco crece y sus hojas salen también; surgen brotes, androceo y pistilo se unen, y se recoge el polen; caen las flores, cuelgan los frutos y maduran las semillas; éstas se van lejos llevadas por el viento hacia el sol. Le manifesté que no conocía exactamente todo este proceso. Oye, Yunsul, te digo que Byongha no ha muerto. Si lo llamaras, reconocería tu voz y de inmediato te seguiría con el pecho palpitante, como lo hizo mi hombre y también lo ha hecho mi árbol.

Según me dijo el médico, podrás salir del hospital dentro de cuatro días, pero los nervios del dedo anular y del cordial quedarán paralizados, aunque la anastomosis se haya realizado con éxito. Pero, oye, ¡qué suerte tenemos de que el feto dentro de tu vientre no estuviera dañado en absoluto! Antes de que nacieras, tu madre ya había pensado tu nombre, Yunsul, las olas pequeñas que brillaban a la luz del sol o de la luna, la tierra del pueblo natal y, Yunsul, ilusionada por el mar primaveral brillante de este mundo. El resplandor de las aguas que brillan en las olas del lago por la noche y en el río. Mi amor, Yunsul, por favor, despierta ya, abre los ojos, esos ojos limpios y fulgentes.

1 Juego de estrategia conocido en Occidente con el nombre japonés de Go, el objetivo es ganar territorio desplazando fichas en un tablero.

2 Platillo típico coreano preparado a base de col fermentada, pimienta roja, ajos, cebollas, zanahoria, etc., de olor fuerte y característico.

3 Tren entre la capital Seúl y la ciudad provinciana de Chunchon.

4 Fenómeno natural en que fuertes vientos estacionales levantan enormes nubes de fina arena provenientes del desierto de Gobi.

5 El saludo típico coreano se realiza arrodillado en el suelo con ambas manos hacia adelante e inclinando la cabeza hasta el suelo.

En busca del elefante

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