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Toda la obra conservada de Lactancio corresponde a la segunda fase de su vida, tras su conversión al cristianismo, en la que aspira a sustituir la sabiduría pagana por la nueva fe, partiendo de supuestos racionales. Su gran originalidad reside en conservar el legado romano junto a la afirmación de la nueva fe. Lucio Cecilio (o Celio) Firmiano Lactancio (245-325 d.C.), que ha sido llamado «el Cicerón cristiano», compuso las Institutiones divinae (denominadas a su vez por san Jerónimo «un río de elocuencia ciceroniana») para mostrar que la doctrina cristiana era un sistema lógico que se podía defender con la razón además de con la fe. Las dirigió a lectores paganos cultos y, más que a las Escrituras, recurre para ilustrar sus tesis a argumentos de escritores paganos. En efecto, Lactancio es (como Tertuliano, Ambrosio, Jerónimo, Paulino de Nola, Prudencio y san Agustín) un escritor cristiano de los primeros siglos, de formación clásica en retórica y cultura, en el que se cumple la paradoja de utilizar estos recursos literarios y conceptuales para extender la nueva doctrina frente, precisamente, a la literatura y la religión paganas. De los siete libros de las Instituciones divinas, los tres primeros son una crítica del politeísmo y de la filosofía romana; después, Lactancio procede a argumentar que sólo la fe cristiana es capaz de aunar filosofía y religión. A partir de esta concepción fundamental, Lactancio analiza la idea cristiana de justicia y moralidad y el culto, y trata cuestiones esenciales como el bien supremo y la inmortalidad del alma, para concluir instando a abrazar la nueva religión. Más argumentativo que polemista, Lactancio se dirige a la razón del lector, al que no pretende abrumar con principios de autoridad incontrovertibles.