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Antes de escribir este prólogo, aparte de releer la novela, volví a revisar algunas de las viejas cartas que me envió Larry. Larry fue un escritor de cartas bastante prolífico y tres de quienes tuvimos el honor de pronunciar el panegírico en su funeral (Clyde Edgerton, escritor sureño, colega y amigo; Richard Howorth, amigo y propietario de la librería Square Books que fue alcalde de Oxford en algún momento, y yo), mencionamos las cartas de Larry en nuestras últimas palabras.

En cierta ocasión, Larry se instaló con mi esposa y conmigo en el sur de California durante la gira promocional de uno de sus libros. Llegó a escribirme una carta estando en mi casa.

«Querido Mark,

»Bueno, hermano, son como las 2:10, estás durmiendo en tu cama con Jennifer y sé que estarás teniendo felices sueños. Pero me consta que también podrías estar soñando con el mundo de Larry Brown, en el que nunca sabes lo que va a suceder […]»

Tanto los críticos como los lectores suelen mencionar la «brutalidad» de la obra de Larry, pero yo siempre he gozado con su alegría y su mortífero humor. Por ejemplo, el libro que ahora sujetas en tus manos contiene una pieza de lo más desternillante, la línea argumental del mono. Parte de la tensión de su obra es, ciertamente, que uno nunca sabe lo que va a suceder, algo que será brutal, gracioso y sincero al mismo tiempo.

Cuando me mudé a Oxford, Mississippi, como escritor visitante en la universidad, llevaba todas mis posesiones en una pequeña caravana de alquiler acoplada a mi viejo Cadillac dorado, sobre todo cajas de libros. Tal y como dicta la tradición sureña, la gente del pueblo vino a ayudarme a descargar, a presentarse, a llevarme comida, a invitarme a cenar y a echarme un vistazo. Como yo también procedo del sur, me tenía muy bien aprendido lo de dejar abierta la puerta de atrás para que pudiesen entrar los visitantes sin previo aviso. Echar el cerrojo habría sido una grosería.

La segunda noche de mi estancia en Oxford, después de todo un día desembalando bajo el calor de agosto, me estaba dando una ducha cuando olí humo de cigarrillos. Me envolví en una toalla y me dirigí a la cocina. Allí había un hombre sentado, fumando, y sobre la mesa una botella sin estrenar de bourbon Wild Turkey. El hombre dijo: «¿Qué hay? Soy Larry Brown». Fui a ponerme algo de ropa y esa noche nos bebimos toda la botella en la cocina y nos hicimos amigos para toda la vida.

Las cartas de Larry revelan el amor por su mujer, Mary Annie, sus hijos Billy Ray y Shane, su hija LeAnne, sus amigos, especialmente Jonny Miles y su esposa Cat. Larry amaba su vida. Podía pasarse días y noches de «low-riding», que no es otra cosa que conducir por el condado en su camioneta bebiendo cerveza y, quizá, algún que otro chupito de aguardiente. Era un hombre que se fijaba en las cosas. Amaba la vida campestre, una vida bien vivida, y escribía sobre todo eso. El propio Larry no dejaba de mostrarse asombrado ante lo clarividente que podía llegar a ser a veces, su escritura presagiaba grandes y pequeños sucesos de su vida:

«Hostia puta, tío. Esta tarde Billy Ray ha matado un coyote negro en sus pastos. Lo estuvimos observando un rato con los prismáticos antes de matarlo. Hizo un disparo cojonudo con mi 30.30, yo diría que desde unos sesenta y cinco metros, y le acertó justo entre los ojos, aunque supongo que tendría la cabeza un poco alzada o algo así porque la bala solo le raspó una muesca, pero lo hizo caer y luego lo abatió con el segundo tiro. La putada es que era mitad perro, justo como en el ensayo aquel que escribí sobre cabras para Men’s Journal. El muy desagradable hijo de puta tenía unos dientes sarnosos, aterradores y horribles. Hasta tenía una mancha blanca en el pecho y en la punta de la cola, pero aparte de eso, y del color negro, era un coyote. No me gusta saber que pueda haber algo así corriendo por los alrededores, la carne tierna de los terneros. Pero ese cabrón en particular no volverá a comer. Ningún cabritillo.»

Las cartas de Larry están llenas de incidentes como este, junto a las inquietudes de un hombre que intenta ganarse la vida escribiendo para mantener a su esposa, sus hijos y su extensa familia. Le preocupaba la lesión en la espalda de su hijo, el concurso de belleza de su hija, el coche de su esposa, mientras trataba de recabar pagos atrasados de revistas, intentaba resolver ofertas de Hollywood, mantenerse sobrio… Todo subrayado por un ojo siempre atento al mundo de Larry Brown:

«Las vacas están bien, el heno escasea, todo está seco. Hace mucho que no llueve y veo mi estanque más bajo que nunca, sin contar las veces que me ha dado por vaciarlo.»

Como todos los escritores, Larry tenía sus demonios, pero casi siempre mostraba una felicidad juvenil. Era feliz cuando montaba en su tractor, o cuando se ponía a cocinar su estofado de pollo anual en aquel antiguo caldero del Viejo Sur tan descomunal que Larry tenía que revolver el guiso con el remo de una barca. Me contó que uno de sus momentos más felices fue cuando estuvo con Mary Annie en el estanque de Tula tratando de impedir que una serpiente se subiera a su canoa. Amaba a su gente y a sus criaturas, y le encantaba cuidar de ellas. Cuando llegó a un acuerdo para adaptar al cine Amor malo y feroz, lo primero que hizo fue asegurarse de que toda la familia estuviese motorizada:

«Y llegó el viejo Hollywood. Oh sí. Shane Brown ahora conduce un Indigo Z71 nuevo con asientos de cuero. Cuatro puertas. Tracción a las cuatro ruedas. Es como un barco. El resto para fondos de inversión. Soy un creyente.

»A M.A. le compré un Blazer del 98, lo que quería, liquidé su coche y se lo dimos a Billy Ray, y también terminé de pagar el coche de LeAnne. Así que, gracias a Arliss Howard y a Debra Winger, ahora todos tienen medio de transporte.»

El día del funeral de Larry ocurrió algo extraño. Fue uno de esos días lluviosos de noviembre en Mississippi, todo embarrado, recuerdo haber mirado por la ventana empañada de la parte de atrás de nuestro coche y ver kilómetros de faros amarillos zigzagueando por el borde llano del Delta. Fue muy duro para la madre de Larry estar junto a su tumba, intentó alcanzar con los brazos el ataúd al tiempo que decía: «Mi niño, mi niño» y la gente la ayudaba a permanecer en pie. Había un toldo sobre el cementerio de la propiedad familiar donde Larry tenía su pequeña cabaña para escribir con vistas al querido estanque donde él, su familia y sus amigos, solían pescar. Llovía, había algunos paraguas, pero muchos permanecimos al descubierto, aturdidos. Recuerdo estar en una pequeña elevación del terreno apartada del barrizal, junto a Mary Annie, Jonny Miles (novelista pero, sobre todo, uno de los mejores amigos de Larry) y Ron Shapiro, artesano y dueño de un restaurante en Oxford, también amigo íntimo de Larry. La misa había concluido y la gente estaba volviendo a sus coches cuando algo nos hizo mirar hacia arriba: un halcón volaba en círculos, daba vueltas lentas y apacibles sobre nuestras cabezas.

De repente, las nubes se abrieron y un rayo de sol resplandeció sobre la tumba y sobre los que estábamos cerca. Ayer telefoneé a Jonny y a Ron para verificar que, en efecto, sucedió así, que no se trata de un recuerdo idealizado del funeral, y ambos me hicieron partícipe, emocionados, de sus recuerdos. Jonny dijo: «Fue como una de esas fotografías que salen en las cubiertas de las Biblias», y Ronzo: «Fue como si el cielo se abriera para recibir a Larry». Ninguno podemos recordar exactamente qué fue lo que dijo Mary Annie, pero sí recordamos que fue, como era de esperar viniendo de ella, algo sobrio y seco aunque emotivo, porque Mary Annie es esa clase de mujer. Creemos que dijo algo semejante a: «Bueno, supongo que lo ha logrado».

Citando a Larry: «Nunca sabes lo que puede suceder en el mundo de Larry Brown...».

Para acabar, lo que sigue lo he extraído de una de las cartas de Larry que más estimo. Termina diciendo:

«Por último, solo puedo darte las gracias por ser mi hermano. Tú estás al tanto de algunas de las cosas que he vivido. Dentro de unos años, cuando ambos hayamos muerto, saldrán a buscarte a la carretera y te instalarán como uno de los grandes maestros del relato. Puede que incluso mencionen a Larry Brown. Me gustaría vernos dentro de otros cincuenta años de escritura, ambos con cerca de noventa y tantos años en alguna conferencia literaria, los dos preocupados por una sola cosa: dónde poder ir a tomarnos un whisky antes de la cena. Y todos los jóvenes académicos diciendo: “Sí, señor Richard, sí, señor Brown”. Iremos con nuestros bastones, nada que ver con cómo estamos ahora. Luego firmaremos algunos libros y nos daremos palmaditas en el hombro por última vez. Hablaremos del tiempo que pasamos juntos y de cómo eran las cosas en 1996.

»¿A que todo eso les encantaría?

»Pero, con un poco de suerte, yo me largaré antes que tú.

»No querría estar en un mundo en el que no existiese Mark Richard.

»Vuelve a Mississippi cuando quieras. Tenemos un sitio especial en nuestros corazones para colegas como tú.

»Larry

»24/1/96

»Tu casa.»

Te queremos, Larry, y te echo terriblemente de menos.

M.R.

Padre e hijo

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