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DISCURSO, LENGUAJE Y POLÍTICA


Laura Esperanza Venegas Piracón1

La escritura misma sobre la relación conceptual y práctica entre discurso, lenguaje y política es un ejercicio político, discursivo y de lenguaje. Aunque parece tautológico —sobre todo por motivos éticos— es preciso recalcar e insistir en esta explicitación y presentar una entrada a la reflexión que inicie, precisamente, en el reconocimiento de la inmersión inevitable en la que nos hallamos al existir y definirnos socialmente por medio de la construcción de formas de comunicación e interrelacionamiento. Si bien esta postura no es nueva en el abordaje de la temática ni es particularmente fácil señalar su origen cronológico, vale mencionar como primer trabajo riguroso y con relativa sistematicidad en el área de la reflexión materialista del lenguaje el realizado por Valentin Nikólaievich Voloshinov en el tomo El marxismo y la filosofía del lenguaje, subtitulado “Los principales problemas del método sociológico en la ciencia del lenguaje”, cuya edición de la década de los veinte del siglo pasado fue censurada y se mantuvo en las sombras hasta recién la década de los setenta cuando se dio a conocer su aporte y su temprana consciencia científica y material sobre la realidad social del lenguaje.

Si se tiene en cuenta que esta postura ha marcado la forma de tratar los temas del lenguaje en el ejercicio de la filosofía de la praxis, esto significa, en primera medida, que no haremos referencia en ningún momento a hechos externos que se puedan desligar de nuestra experiencia vital, sino que, precisamente, nos disponemos a lidiar con fenómenos que nos constituyen, nos dan forma y, a la vez, son producto de la constante retroalimentación que social y subjetivamente damos a nuestra posibilidad de existir de manera colectiva. Lo anterior, además de ser el planteamiento de una postura epistemológica, es también una invitación a la práctica consciente de una coherencia que no se agota en la formalidad académica, sino que exceda los límites de lo teórico para convertirse en el modo de ejercer el pensamiento desde la condición más inmediatamente humana. Esto es lo que Aristóteles, en voz de sus traductores al español, consideró como el ejercicio de la palabra:

Sólo el hombre [sic], entre los animales posee la palabra. La voz es una indicación del dolor y del placer; por eso la tienen también los otros animales. (Ya que por su naturaleza ha alcanzado hasta tener sensación del dolor y del placer y de indicarse estas sensaciones los unos a los otros). En cambio la palabra existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto. Esto es lo propio de los seres humanos frente a los demás animales: poseer de modo exclusivo el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto y las demás apreciaciones. (Aristóteles, Política 1253A, citado en Parra y Fajardo, 2016)

Aunque en este breve fragmento de la Política no encontramos de manera explícita desarrollada la relación entre el lenguaje, el discurso y la política, es posible deducir de estas líneas una lógica que regiría, para el autor griego, la relación de los tres elementos que nos interesan. Partir de este referente a fin de desglosar de manera progresiva una serie de consideraciones en torno a lenguaje, discurso y política no es, ni mucho menos, un hecho del azar. Tampoco se trata de un culto irrestricto, como se profesa en algunos ámbitos, a los orígenes de Occidente, ni un compromiso apologético con los autores clásicos. Hay, de hecho, en la mención a Aristóteles, una primera forma de señalar que es visceral la relación que existe entre lenguaje, discurso y política, no tanto porque así lo afirma el filósofo en su tratado sobre política, como por el planteamiento relativo a la palabra en cuanto punto de convergencia de la diferencia entre lo humano y lo no humano, así como por la caracterización de la política en su calidad de valoración de la realidad a la que pertenecemos.

Si bien no es el objeto de este apartado, es preciso mencionar la relación orgánica que existe entre la noción de palabra y el materialismo, no solo el tejido por Voloshinov, sino, en general, por toda la corriente de pensamiento que ha dado lugar a la reflexión de esta investigación. Esta relación, que es francamente desarrollada en el libro del año 22 y luego retomada por investigadores más contemporáneos y de otras latitudes, se concreta en la forma ideología. Si bien decir se concreta es un poco impreciso, dado que por la naturaleza misma de la categoría ideología existe una inaprehensibilidad de fondo, no es posible obviar que, justamente, un elemento articulador de sentidos —tanto entre lenguaje, política y discurso como entre palabra y materialismo— es la ideología.

Podríamos comentar la cita de Aristóteles durante páginas, tal como se ha hecho ya en numerosos casos, y divagar en torno a las posibilidades que brinda la especulación filosófica. No obstante, algo más concreto es lo que nos convoca en relación con esta referencia: no se habla aquí ni de lenguaje, ni de discurso ni de política, y sin embargo sabemos que es de esto de lo que se trata, hasta cierto punto, cuando leemos términos como voz, palabra, sentido y apreciaciones. Esta lógica, este sentido común, es precisamente lo que emerge de la relación práctica —y no conceptual— entre lenguaje, discurso y política.

No sobra decir que nuestro acercamiento al texto de Aristóteles está mediado, precisamente, por un ejercicio comunicativo como lo es la traducción, y que si hacemos hincapié en ello no es de ninguna manera para desmeritar, como por lo general se hace, el trabajo del traductor que posibilita la lectura de Aristóteles en español, sino, precisamente, con el fin de hacer énfasis en la radicalidad de la condición material del lenguaje, el discurso y la política; es decir, efectivamente se encuentran tantas traducciones de Aristóteles como traductores de Aristóteles pueda haber, del mismo modo que intérpretes de Aristóteles como lectores tenga. A lo que pretende conducir esta parte inicial de la argumentación es, por una parte, al reconocimiento de una existencia humana íntimamente relacionada con los fenómenos del lenguaje (está por demás documentado que es una preocupación teórica desde tiempos lejanos); por otra, a la diversidad, variedad, multiplicidad y posibilidad que irrumpe en el ejercicio de dicha existencia y cómo, tal como fue enunciado e interpretado, este hecho que hoy podemos dar por sentado no era asumido de la misma manera en la lógica de un Ferdinand de Saussure y demás “padres” de la lingüística. Sería hasta el desarrollo más propio del siglo xx cuando se llega a plantear un cuestionamiento serio a la positividad innata de ciertas posturas que, en su afán de abstracción, no dieron cabida a la observación y comprensión de las realidades concretas del objeto de estudio de la ciencia del lenguaje (al respecto se vuelve más adelante con la mención del trabajo de autores como Michel Pêcheux).

Pese a que son muchos los puntos en común y las intersecciones que caracterizan la relación entre discurso, lenguaje y política, la finalidad de este apartado es establecer algunas claridades en términos de cómo comprendemos cada concepto y qué distingue, fundamentalmente, discurso y lenguaje, vistos desde la mirada de la política y lo político, sin por esto pretender, de manera artificial, descontextualizarlos de su matriz eminentemente social y relacional, así como comprender cada uno de ellos.

La mención a lenguaje, discurso y política (esto último entendido como un campo práctico-analítico) tiende a remitir, de forma casi directa y a veces exclusiva, a consideraciones sobre la teoría y el análisis crítico del discurso, ejercicios de manipulación en la comunicación o estrategias de manejo de masas, entre otras. Sin embargo, también cabe explorar lo relativo al rol del lenguaje y del discurso en la creación de representaciones sociales, constitución de subjetividades políticas y, por supuesto, estudios sobre ideología. Como se verá en el curso argumentativo, tanto la investigación en general como este capítulo en particular se abordan desde otra lógica, ya que estos campos mencionados, que de suyo asumen un entramado configurado por la comunicación política, no se dedican esencialmente a definir e interrelacionar conceptualmente discurso, lenguaje y política, sino que son, en su mayoría, ejercicios de aplicaciones descriptivas o analíticas de dichos conceptos. Por tal motivo, no constituyen un interés particular en el desarrollo de este apartado. De hecho, para efectos de la presente investigación, que se enmarca particularmente en la ciencia política, fue preciso indagar por dichas categorías mediante abstracción y síntesis a la vez, en lo que se refiere a definirlas sin ceñirse de forma muy rígida a sus fundamentos conceptuales ni a sus versiones más aplicadas.

Ahora bien, cabe hacer una acotación preliminar antes de entrar a explorar y desarrollar cada concepto en concreto: precisar hasta qué punto vale la pena, en primer lugar, definir de modo esquemático cada uno de estos términos; en segundo lugar, entenderlos como realidades ajenas y separadas; además, preguntarnos si hace falta adentrarse en las discusiones técnicas, o esencialmente teóricas, sobre las particularidades que caracterizan cada noción y la distinguen de las otras, cuando de lo que se trata es de proponer una reflexión sobre una relación que, en últimas, es por lo que indagamos cuando nos preguntamos por el campo de la política en juego frente al lenguaje y al discurso. Lo anterior se hace al privilegiar y optar por algunos de esos puntos o vasos comunicantes que existen entre el discurso, el lenguaje y la política, pero es preciso advertir que su delimitación conceptual también estará atravesada por la necesidad de justificar la elección de una categoría sobre otra, esto es, la decisión investigativa de indagar por el lenguaje político del sujeto FARC-EP más que por su discurso.

Dado que el objetivo último de esta investigación no es una teorización purista sobre discurso, lenguaje o política, el ejercicio de definir de modo esquemático cada uno de los conceptos tiene un carácter más bien metodológico. Así visto, funciona como la enunciación de puntos de partida sobre los cuales se plantean relaciones teóricas, pero también prácticas, en función no de alimentar, en principio, discusiones esencialmente conceptuales, sino de preparar el campo sobre el cual se formula un análisis que se interesa, entre otros, por interpretar ejercicios discursivos, de uso del lenguaje y, en últimas, de comunicación, en relación con otros procesos de carácter político. De suerte que, en este apartado, se reconstruye un camino conceptual para la elaboración de definiciones sobre el lenguaje, el discurso, la política y lo político que abarca desde las áreas que tradicionalmente se han ocupado de sistematizar el conocimiento formal sobre el lenguaje y el discurso, hasta los ejercicios más recientes de reelaboración conceptual, propuestos por disciplinas cuyo objeto de estudio no es propiamente el discurso, el lenguaje o la comunicación, como es el caso, por ejemplo, de la ciencia política.

Al proponer una reflexión en torno a esta relación es imprescindible partir de unas definiciones explícitas y enunciadas tanto de lenguaje como de política y de discurso. Sin embargo, a modo de preámbulo, vale aclarar que la discusión se sitúa en un contexto interdisciplinar o transdisciplinar en el que se opta por la comprensión de fenómenos desde miradas integradoras y críticas que no se ciñen a categorizaciones inflexibles, decimonónicas y fácilmente cuestionables; este gesto metodológico ya se había sugerido por autores de enfoque materialista del lenguaje como Voloshinov y el sustento del análisis empírico de Pêcheux, quien bajo el pseudónimo de Thomas Herbet afirmó:

La forma empírica concierne la relación entre una significación y una realidad, pese a que la forma especulativa concierna la articulación de significaciones entre ellas, bajo la forma general del discurso. Para usar términos tomados de la lingüística, podríamos decir que la forma empírica de la ideología pone en juego una función semántica —la coincidencia del significante con el significado—, aunque la forma especulativa ponga en juego una función sintáctica —la conexión de significantes entre ellos—. (1969, p. 79)

En efecto, para el ambiente posestructuralista de la época, la búsqueda de cientificidad en el ejercicio lingüístico de análisis del discurso y del sentido que buscaba Pêcheux a través del desarrollo de un instrumento que le permitiera obtener resultados experimentales termina por llevarlo a un diálogo directo con el concepto de condiciones de producción del discurso. Es, entonces, en esta “sociologización” del modelo de comunicación de Jakobson que Pêcheux aporta quizás la claridad más relevante en términos de la lógica dialéctica que existe entre las condiciones materiales de producción de la vida y la construcción y estabilización de sentido en el discurso. Al postular como imaginarias (esto, lejos de significar “irrealidad” quiere decir, más bien, imágenes que producen efectos materiales) las posiciones de emisor y receptor, esta forma de concepción del discurso pone de manifiesto que es el lugar que se le atribuye al referente común lo que en última instancia construye la posibilidad de comunicarse a través de la existencia de sentidos compartidos y aceptados. Sin embargo, no por esto se afirma que se trate de una elección libre a la hora de elegir dichas imágenes. Por el contrario, es preciso recalcar que se trata de lo que en buena medida está configurado por relaciones estructurales, así como lo que se pueda haber afirmado de tal o cual rol antes del hablante inmediato. En concreto, es preciso insistir en que si el sentido se mantiene estable, es entonces por efecto de las restricciones que operan sobre las posiciones imaginarias que se atribuyen a emisor y receptor, y estos últimos se mantienen relativamente estables en razón a que las circunstancias objetivas de producción de la realidad lo hacen, también, a su manera.

No se trata entonces aquí de aleccionar sobre qué es, en abstracto, el lenguaje o el discurso, y mucho menos sobre qué es, en abstracto, la política; es justamente lo contrario. Si bien es necesario delimitar los conceptos, no lo haremos con una pretensión prescriptiva, sino, más bien, con la intención de facilitar la comprensión de la argumentación que orienta este ejercicio. Para esto, permitámonos partir ejemplificando el uso de estas tres palabras por medio de una afirmación encontrada en una entrevista publicada en la revista PolítiKa Ucab: “La polarización que vive nuestro país (Venezuela) desde el punto de vista ideológico guarda estrecha relación con la forma como se expresan nuestros políticos”; se encuentra en un artículo titulado “El uso del lenguaje en el discurso político” (Pérez Pereda, 2016).

Para empezar, el título de este artículo nos obliga, como mínimo, a entender, en cuanto hechos separados —o al menos diferenciables—, el lenguaje, el discurso y la política, ya que, de lo contrario, su uso no tendría sentido en este sintagma (“el uso del lenguaje en el discurso político”). Fijémonos en que es, precisamente, discurso el nombre (sustantivo en la nomenclatura clásica de la sintaxis) que funge como eje central del grupo nominal. Al hacer un breve análisis de este enunciado podríamos decir que se hace mención a una realidad o un objeto concreto (el discurso) que está calificado como política (el adjetivo político se ajusta en número y género con el nombre al que califica) y se anuncia que se abordará lenguaje como una herramienta útil (puesto que se usa y aparece como complemento), aunque parezca redundante al primero, es decir, al discurso. Imposible, entonces, no dialogar con una realidad pragmática (desde el punto de vista lingüístico) que enuncia que no estamos ni ante sinónimos, ni ante realidades iguales, a despecho de lo que se podría resolver fácilmente afirmando que discurso y lenguaje son términos intercambiables. No obstante, no asumimos como propia la definición que se podría inferir del uso referido en el ejemplo citado; este último simplemente se trae a colación como una muestra simple de la frecuencia con la que se pueden encontrar los términos que buscamos conceptualizar y de cómo en estos contextos de uso es que adquieren y asientan sus diversos sentidos; en otras palabras, la polisemia como un hecho real y observable.

Al saber que en la práctica comunicativa cotidiana lenguaje, política y discurso son términos que, salvo contadas excepciones de aparatosas sinonimias, refieren a realidades distintas, pero además que en su uso académico cada disciplina, investigación e incluso cada autor emplea y conceptualiza según su enfoque e interés, prosigue indicar que cualquier definición que se proponga de estos tres términos estará formulada desde un lugar concreto de enunciación que, más que encarnar meras teorías, abstracciones o corrientes de pensamiento, se inscribe en una postura política, esencialmente práctica y subjetiva. En su sentido más amplio, al dar cuenta de un orden sobre el cual se organiza, y más determinante aún, se piensa y se asume que se debe organizar y comprender la vida en común de aquellos que se comunican.

Para ilustrar un poco lo anterior, podríamos simplemente comparar las agendas investigativas de la sociolingüística que se ocupan de la descripción de variedades dialectales de distintas comunidades, con finalidades de corpus, en oposición a la sociolingüística que se compromete con el fortalecimiento y la difusión de lenguas nativas en riesgo de desaparición; independientemente del legítimo derecho a elegir libremente el tema de investigación, no se puede dejar de observar en el ejemplo señalado que, probablemente, en cada caso hay presupuestos éticos distintos.

De esta manera, es preciso declarar que adoptamos en el presente ejercicio analítico un principio orientador de la investigación social: ninguna perspectiva que se derive de una lógica purista o conservadora que quiera esencializar lo humano será útil a la comprensión y explicación del fenómeno de la comunicación que se da en el relacionamiento entre lenguaje, discurso y política. Así, nos distanciamos de una delimitación conceptual prescriptivista, puesto que de sus supuestos se desprende el caer en lugares comunes como el sojuzgamiento de si la lengua es empleada según los parámetros —institucionales— de corrección lingüística, si el discurso y las construcciones discursivas son, a su turno, “buenos” o “malos” moralmente, y si la política es mejor o peor apriorísticamente, desenraizadamente o en el vacío.

Por el contrario, a fin de entrar a indagar en este ámbito es preciso desprenderse no solo de los reduccionismos y los prejuicios sociales ampliamente difundidos que recubren política, discurso y lenguaje, sino también —y quizá con mayor vehemencia— de la rigidez académica que, cuando se realiza desde una orilla positivista de lo social, insiste en conservar unas fronteras o bordes pretendidamente evidentes entre dimensiones que se entrecruzan y se afectan de forma constante. A su vez, es preciso anclar las consideraciones sobre el tema en una realidad concreta que permita evidenciar lo que se pone así en cuestión y establecerles un límite a los paradójicos relativismos generalizados, con lo cual nos proporcionamos un escenario idóneo para la filosofía de la praxis y nos blindamos de especulaciones demasiado vagas o ingenuas.

Ahora bien, si se realiza un primer acercamiento poco detallado y no exhaustivo a la concreción de usos de términos tales como lenguaje o discurso, se encuentra que, lejos de existir un consenso conceptual, siquiera relativo, se encuentra una polisemia que, en gran medida, incluso no es verdaderamente reconocida. Es decir, tanto en ámbitos cotidianos como académicos muchas veces el contenido de las nociones de lenguaje y de discurso se da por descontado, con lo cual se asume que hay, por lo menos, un elemento común que permite comprender el significado de dichos conceptos de manera colectiva. Si bien es cierto que no existe un vacío semántico cuando se emplean y, sobre todo, se comprenden las nociones discurso y lenguaje en textos orales y escritos, también es constatable que, a la hora de entrar a definirlos, delimitarlos y ejemplificarlos, la univocidad tiende a entrar en crisis. Por ende, la posibilidad de recurrir a ellos analíticamente depende, en buena medida, de construir y garantizar una elaboración conceptual que, sin desterrarse de la realidad de uso de los términos, en contextos formalizados y no, dé cuenta de sus distinciones, particularidades, implicaciones y alcances.

En este orden de ideas y al retomar el ejemplo inicialmente mencionado en el que se habla del “uso del lenguaje en el discurso político” y, por ende, se asume que existe un determinado tipo de discurso y que este es el político, así como que en él es posible observar un uso particular del lenguaje, habría que aclarar, primero de forma negativa y luego propositivamente, que no se concibe, como sí se hace con mucha frecuencia, tanto en el uso formal como informal del idioma el lenguaje en cuanto reducción de la lengua, esencialmente entendida como uno de los muchos sistemas semióticos de la comunicación. De hecho, se asumirá lenguaje como la capacidad humana de generar consensos a partir de una concepción particular y compartida del mundo, sobre formas de relacionamiento, de comunicación e interlocución, concretada en sistemas de signos y códigos, entre los cuales podría incluirse a modo de ejemplo la lengua (categoría que remite a los más de 7000 idiomas que existen alrededor del mundo), así como otros sistemas también validados, como, por ejemplo, el lenguaje literario, musical, cinematográfico o pictórico, por mencionar algunos de carácter artístico, o el lenguaje o lengua de señas, el braille y demás sistemas de comunicación no verbales.

Por otra parte, el discurso no se entenderá única y principalmente como la intervención dialogada de un representante político (o, grosso modo, de representación política), ejercicio en el que existen un orador o varios y una audiencia, sino a grandes rasgos y con características y condiciones muy concretas, como, por ejemplo, la materialización comunicativa, consciente o no, en sus múltiples expresiones, de una construcción ideológica que busca posicionar su propia concepción de mundo, es decir, tanto su legitimación como su propia reproducción.

Finalmente, la política no se asume como el ámbito institucional, constituido, en el que muchas veces se da por sentado que el mecanismo de participación es representativo y, por ende, se presupone la existencia de figuras icónicas que encarnan el ejercicio de la toma de decisiones sobre la comunidad. Se asume, más bien, como un campo de acción e interacción abierto que, en su dinámica, recubre en gran medida los hechos y actores sociales, pero no los agota en la institucionalización de los canales y los mecanismos instaurados para disputar el sentido de la vida en común, con lo cual nos obligamos a traer a colación la forma y el sentido de la dicotomía política y político que espera ser elaborada, precisamente, en la construcción de la relación teórica y práctica presente en el escenario que surge de la articulación entre lenguaje, discurso y política a la luz del poder.

Dada la propuesta de partida inicial, antes de desembocar en la precisión del concepto lenguaje político subalterno que se deduce tanto del pensamiento gramsciano como de otras fuentes, es necesario realizar un recorrido teórico-conceptual de los vocablos lenguaje y discurso, y cómo estos se articulan en torno a la noción de la política y lo político. Es importante subrayar que esto, para efectos del presente estudio, implica, a su vez, una transición disciplinar en la que se parte del campo que tradicionalmente ha trabajado lo que se entiende convencionalmente por lenguaje y discurso, esto es, la lingüística, en dirección al campo de los estudios políticos, y en particular hacia la ciencia política. Por tanto, en principio se definirá el lenguaje desde las lecturas clásicas en lingüística, pasando por sus concreciones en modelos analíticos e interpretativos. Posteriormente, se lleva a cabo la revisión de las definiciones y los usos del término discurso, y se entra así a subdisciplinas más específicas como, por ejemplo, la textolingüística o el análisis del discurso. Finalmente, se plantea un campo de relacionamiento de estos conceptos mediante la definición de lo que se entiende por político y política, explicitando de qué modo es este matiz lo que articula la comprensión de los primeros dos conceptos de la manera en que se hace en este estudio, para desembocar en la mirada particular a través de la cual se realiza la aproximación al lenguaje político subalterno del sujeto FARC-EP en el periodo 2010-2017.

LENGUAJE

El lenguaje puede entenderse, inicialmente, como una función propia del ser humano, no en cuanto entidad independiente, sino como la existencia social de la forma de vida que cuenta con la posibilidad de relacionarse por medio de un sistema relativamente estable de signos compartidos y sentidos en construcción. Además de la noción de función, el lenguaje evoca necesariamente la existencia de una producción y reproducción de convenciones cuyo seno y medio de propagación es, precisamente, la comunidad lingüística (Lecours et al., 1979).

En ese orden de ideas, al entender el lenguaje como función, habría que considerar también aquellos casos en los que existe afectación de esta en sus distintos niveles. Puesto que, al menos desde la lingüística y en muchos casos también en el uso cotidiano de las palabras, el lenguaje tiende a ser estrechamente vinculado a la lengua, las disfuncionalidades que este puede presentar estarían relacionadas, principalmente, con la incapacidad de desempeñar de manera efectiva la producción o comprensión de los elementos que constituyen el sistema de sentidos particular que refiere al lenguaje en cuestión. Así, desde la neurolingüística, por ejemplo, se conciben procesos y técnicas diferenciadas para la rehabilitación de las capacidades lingüísticas humanas que constituyen en su totalidad la funcionalidad del lenguaje particular que es una lengua; esto es, expresión, comprensión, vocabulario, denominación, fluidez, discriminación, repetición, escritura, lectura, etc. En este contexto, el lenguaje (en cuanto función que en realidad hace referencia a la lengua) se concibe como una herramienta imprescindible para la vida social y, por ende, de su preservación y correcto funcionamiento dependen, a su vez, la producción y reproducción de la comunidad lingüística.

Es justamente en esa asimilación entre lenguaje y socialización que aparecen las definiciones de este en el marco de los esquemas y modelos sobre la transmisión de mensajes —de forma más o menos explícita y efectiva— que identifican la noción de comunicación. No se alejan, por tanto, de la idea de lenguaje como función, más bien habría que considerar que la concretan cuando, por ejemplo, en el caso del modelo clásico de la comunicación de Jakobson, se conciben de forma desagregada seis elementos constitutivos a este proceso comunicativo mediado por el lenguaje que son, fundamentalmente: 1) el mensaje en sí mismo, 2) el canal a través del cual este se transmite, por 3) un emisor que intencionalmente se direcciona a este fin, dirigido, valga la redundancia, a 4) un receptor, con el que comparte 5) un contexto o realidad; restaría agregar el elemento propio del lenguaje que este emplea para referirse a sí mismo y que Jakobson, sumándose a la tradición lingüística, reconoce como 6) código. La razón por la cual el modelo de Jakobson articula lenguaje y comunicación, en los términos propuestos inicialmente, referidos a la funcionalidad del primero, es que, en efecto, al depositar la atención sobre uno de estos aparecen, consecuentemente, las funciones del lenguaje.

Lo anterior no implica necesariamente que siempre en la comunicación exista una sola función presente, pese a que hay una predominante. De tal suerte, cuando se habla de una función centrada en el código estamos hablando de la función metalingüística; el proceso comunicativo se enfoca en el código mismo y emplea los elementos disponibles para referirse a este. Asimismo, cuando se centra la comunicación en el canal, hablamos de función fática y referimos al hecho de que el objetivo sea mantener vigente ese medio a través del cual se transmite el mensaje. En el caso de este último aparece la función poética, particularmente distintiva, cuando el objetivo de la comunicación radica no solo en la transmisión de un contenido, sino que se atiende a su forma y se estetiza así la experiencia verbal. La función referencial, primordial en las ciencias y demás discursos expositivos, busca efectuar comunicaciones que describan una realidad o contexto y, aunque emplee mecanismos diversos para hacerlo, no se pierde de vista que esta es la pauta rectora en el uso del lenguaje. Finalmente, la función conativa, que se centra en el receptor del mensaje, aparece cuando el emisor concentra sus estrategias en generar un efecto sobre quien recibe el mensaje; por su parte, la función expresiva es la que refiere a los mecanismos a través de los cuales el emisor busca enfatizar en su propio rol dentro de la comunicación y dentro de la realidad.

Ahora bien, a partir de este modelo se puede dar paso a una consideración distintiva sobre lo que se entiende por lo lingüístico. El mismo Jakobson, en su interés por caracterizar el proceso de traducción, refiere tres posibilidades o tipos básicos de interpretación y comunicación de sentidos. El primero, la traducción intralingüística, que consistiría en una reformulación de enunciados en el interior de la misma lengua, empleando signos diferentes. El segundo, la traducción interlingüística, sería la famosa traducción propiamente dicha, en la que la transacción se sucede entre dos lenguas (dos sistemas) reconocidos lingüísticamente como diferentes. Finalmente, el tercero, la traducción intersemiótica, es aquella que se ocupa de traducir, transmutar e interpretar de los signos verbales de un texto a un sistema no verbal. De todo esto cabe resaltar la inexistente univocidad, por obvio que parezca, del nombre lenguaje y sus derivados adjetivales lingüístico, bien sea que se explique por una traducción conceptual o bien por la ausencia de neologismos que permitan distinguir entre lo relativo al lenguaje, de manera ampliada, y a la lingüística, en su acepción disciplinar. Es importante insistir en que la superposición de sentidos al hablar de lengua y lenguaje, de lingüístico y langagière (como recurso en francés para hacer referencia de manera diferenciada a lo linguistique, a lo relativo al lenguaje), da lugar a múltiples interpretaciones y usos de esos dos conceptos en las distintas áreas de las ciencias humanas.

DISCURSO

Desde la textolingüística se propone una definición de discurso muy próxima a la del texto mismo; este se asume como entidad cerrada, de dos niveles (el formal y el del significado), que no se restringe a la expresión escrita y no se agota en lo comprendido como producto. Extraído del Diccionario de lingüística en línea de la Universidad de Barcelona, este concepto remite a una,

expresión formal de un acto comunicativo, que se presenta bajo manifestaciones diversas (discurso oral, escrito, por ejemplo). Desde el punto de vista formal, el discurso suele constar de una serie de oraciones, pero desde el punto de vista del significado tiene una naturaleza dinámica; por ello, no es posible describirlo en términos de reglas (como el caso de la oración), sino de regularidades. El discurso no es un producto, sino un proceso cuyo aspecto más destacado es su finalidad comunicativa. (2013)

Si se tiene en cuenta que algunos autores asumen, particularmente desde la lingüística del texto y no desde el área del análisis del discurso, que discurso y texto son entidades equiparables, es preciso entonces insistir en las posibles diferencias que existen entre discurso y texto, incluso sin extrapolar los límites disciplinares. Teóricos como Beaugrande (2005) asumen que la diferencia entre uno y otro es que mientras el texto es un “evento comunicativo”, el discurso podría constituirse en un “multisistema de textos relacionados”. Esto indica que la relación entre discurso y texto es, en cierta medida, la relación entre parte y todo, al ser el discurso una sumatoria de textos y el texto un hecho comunicativo.

Ahora bien, en una revisión conceptual posterior, este mismo autor reformula su consideración y se aproxima a la de otros lingüistas, como, por ejemplo, Castellà (1992), Charaudeau y Maingueneau (2002), Cortés Rodríguez y Camacho Adarve (2003), u Östman y Virtanen (2011), para quienes texto y discurso confluyen necesariamente en términos de reconocer que no es posible aproximarse al texto o estudiarlo de forma sistemática sin considerar contextos y condiciones de uso, en lo cual se acerca a ciertos fundamentos de estudios sobre el discurso.

De lo anterior se desprende que la textualidad es el elemento que va a sintetizar la relación entre el evento comunicativo en general y el discurso como una concreción de este. Por tanto, al comprender discurso como evento comunicativo que implica una textualidad, este proceso debe contar con las características propias de lo que, por lo general, se reconoce como texto, es decir, contar con adecuación al contexto, cohesión, coherencia e intertextualidad si se le va a asumir de manera efectiva como “multisistema de textos relacionados” (Beaugrande 2004; Beaugrande y Dressler 1972).

No obstante la utilidad de estas referencias, no basta con definir el discurso desde la textualidad de forma exclusiva; en ese sentido habría que ampliar la consideración a lo que Halliday entiende como un ejercicio socio-semiótico:

Un evento sociológico, un encuentro semiótico a través del cual los significados que constituyen el sistema social se intercambian. El agente individual es, en virtud de su pertenencia al grupo, un “creador de significado” (a meaner), alguien que significa (one who means). A través de sus actos de significado, y de los de otros individuos, la realidad social es creada, mantenida en buen orden, y continuamente configurada y modificada. (Halliday, 2002, p. 50)

Esta novedad conceptual que relaciona el discurso con su realidad desde el punto de vista sociológico permite entender que, posteriormente, el mismo autor haya elaborado un esquema útil al análisis en el que la estructura semiótica de la situación (campo, tenor, modo) se asocia con el componente funcional de la semántica (función experiencial o ideacional, función interpersonal, función textual).

Si se empieza a contemplar un desplazamiento disciplinar para la definición de la noción discurso, una entrada inicial es la que plantean Bourdieu y Fairclough, en los comienzos de la década del setenta, a fin de marcar efectivamente el giro lingüístico de las ciencias sociales. Para ellos, discurso refiere precisamente al “conjunto de ideas, valores, principios y acciones determinadas por una historia que va a ser aceptada, adaptada, consciente o inconscientemente, por un grupo de personas” (Bourdieu y Fairclough, 1976). Lo anterior tiene asidero en los esfuerzos de la sociología, en mayor medida, pero también de otras áreas del saber, por rastrear en lo comunicativo un escenario idóneo para la comprensión del ejercicio del poder.

Por su parte, uno de los autores considerados fundadores de la teoría del análisis del discurso, Teun van Dijk, luego de pasar por múltiples elaboraciones conceptuales, comprende el objeto de estudio como la “unión de la psiquis personal con la sociología y el lenguaje para transmitir ideas y valores en fin de un objetivo común” (Van Dijk, 1978). Habría que cuestionar en esta definición, a su vez, qué se entiende por lenguaje y cómo se debe tomar el adjetivo común en el sintagma objetivo común.

DISCURSO POLÍTICO Y LENGUAJE POLÍTICO

Existen dos partes en la definición de discurso. Una es la que tiene que ver con el suceso de comunicación y la otra con la interacción verbal. Los discursos son públicos, dadas sus funciones sociales y políticas, y tienen relación con la ideología, pues una función específica es delimitar y fijar el significado de los conceptos con múltiples significados disponibles:

El discurso, así visto, es el vehículo de la ideología que emerge como la acción mediante la cual se hace posible la competencia por el poder, se plantean críticas y se generan expectativas. Es a partir de este discurso que “se exhiben en el escenario político las representaciones más significativas para cada actor” (Montesinos 2003: 172). (Guerrero y Vega, 2015)

Eagleton, citado en Guerrero y Vega (2015, p. 108), también señala que es en el discurso que la ideología se manifiesta como un campo en el que “poderes sociales que se promueven a sí mismos entran en conflicto o chocan por cuestiones centrales para la reproducción del conjunto del poder social” (Eagleton, 1997, p. 53). Asimismo, “el discurso político posibilita, justifica y transforma la acción política (Lamizet, 2002, p. 121, citado en Guerrero y Vega, 2015, p. 109), en busca no solo de representar una realidad social determinada, sino apuntando a convencer, persuadir y resignificar. Es decir, he aquí una función práctica del discurso orientada a la acción en el contexto de las relaciones de poder. Los discursos se encuentran articulados por conceptos políticos y la lucha por el significado de los conceptos, su fijación y asociación con otros conceptos en contextos específicos son parte de la ideología.

Ahora bien, el discurso ha de estar acompañado también de elementos persuasivos, que lo conecten con la realidad y con las percepciones de otros actores, que lo doten de poder para sostenerse frente a discursos alternativos (Cejudo 2008) [...] Los discursos de política, por ejemplo, buscan condicionar lo pensable, lo decible y lo posible de hacer, a través de un proceso de ideologización, es decir, mediante una operación de reductibilidad de la complejidad y polisemia de conceptos políticos, fijando significados. (Guerrero y Vega, 2015, pp. 113-118)

El análisis de discurso político, entonces, articula teoría y metodología, permite vincular ideología y praxis política, y dota así de sentido práctico a las ideas predominantes o invisibilizadas en la sociedad.

Por ello, el analista del discurso busca dar cuenta de las formas en que las estructuras de significación determinan “ciertas formas de conducta. Al hacer esto, pretende comprender cómo se generan los discursos que estructuran las actividades de los agentes sociales, cómo funcionan y cómo se cambian (Howarth, 1997, p. 125)”. (Correa Medina y Dimaté Rodriguez, 2011)

El lenguaje, en cuanto parte fundamental e integradora de la configuración y expresión de la experiencia en la vida social y de sus condiciones materiales, toma la forma específica de lenguaje político al ser público, consciente y voluntario; además, como tal reúne escalas de valores sobre lo que es bueno y deseable en este nicho. Con esto claro, lo bueno y lo malo se tornan discursos sobre cómo se debe orientar la sociedad. Estos discursos, sobre todo políticos, orientan nuestras acciones en la vida práctica y, más allá de esto, nuestros fines en cualquier acción social. Es decir, el discurso, más que una reunión en la que una persona habla y otras escuchan, es en sí las aspiraciones a organizar la vida, los sentidos y la lectura del mundo.

Es en este punto que lo ideológico como discurso tiene cabida en la lectura de una realidad material, con respecto, efectivamente, a las vivencias como sujetos, clases, sectores o grupos. Si bien el lenguaje político es contextual, logra serlo por la unanimidad o consenso en cómo se entienden o perciben los diferentes actores sociales y en el que entra la ideología. Esta unanimidad es posible por aparatos de socialización que reproducen estos sentidos y, en últimas, son instrumentos para mantener unos significados y con ellos un orden social. Sin embargo, al no tener presente todos los intereses de la sociedad permite y requiere que surjan otros discursos que puedan responder a lo que el discurso y la administración dominante no atañe. Es decir, a partir de un discurso que es en sí mismo hegemónico y propende a un orden instaurador, aparece el discurso de quienes están inconformes y genera un conflicto, mientras que el discurso dominante no permitirá ser alterado. Es en este proceso en el que lo subalterno procura tener un lugar en el orden social, genera nuevos discursos a partir de los códigos de lenguaje propiamente construidos y aceptados en el nicho con el que comparte vivencias y visiones, de modo que logra legitimidad y recepción por parte de los demás.

Sin embargo, la resistencia local y subalterna es fácilmente silenciada, puesto que su rigor se encuentra únicamente en ámbitos locales, mientras que el discurso hegemónico tiene gran parte de los medios de reproducción y, por tanto, la legitimidad que posee es mayor. Esto implica que los discursos subalternos se pueden tomar como “malos” de acuerdo con la moral y los intereses que establezca la hegemonía de turno. Consideramos que una verdadera alteración a un orden político y económico que no integra o siquiera le interesa todas las partes de la sociedad, que calla las ideas que ya son partido político, las censura y lleva en sí todas las maneras de violencia política es la resistencia civil. Esto implica entender, significar y, si es necesario, transformar desde nuestro papel en la condición de clase social y en la división del trabajo social, a fin de que así el discurso político se convierta no solo en un mecanismo de comunicación que propende a un orden fijado, sino al acatamiento de todas las voces que hacen parte de una sociedad. Solo de esta forma se puede esperar que el discurso se desprenda de manera orgánica del lenguaje político propio. Entretanto, el discurso hegemónicamente imperante continuará con el poder tanto de la vida en todos sus niveles como de aquellos otros discursos y lenguajes que aparecen con la idea de cambiar las configuraciones que opacan el amplio significado de las palabras y su incidencia en las acciones.

REFERENCIAS

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Notas

1Filóloga y politóloga de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster en Traducción de la Universidad de Antioquia.

Las Farc-EP en la coyuntura estratégica de la paz negociada (2010-2017)

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