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2 La sangre del Cordero

«¿Un hombre que ha permanecido crucificado durante medio siglo? Todo eso, ¿qué quiere decir? ¿Sabéis por qué subió Jesucristo a la Cruz? Subió a la Cruz por los pecados de los hombres, y cuando en la historia aparece algún crucifijo, eso quiere decir que el pecado de los hombres es grande y que para salvarlo es necesario que alguien regrese otra vez al Calvario, vuelva a subir a la Cruz y allí permanezca sufriendo por sus hermanos. Nuestro tiempo tiene necesidad de gente que ofrezca lo que el Hijo Unigénito sufrió. En eso consiste toda la cuestión del Padre Pío».[14]

«El Padre Pío recibió los estigmas en su cuerpo, como Cristo, para destruir los pecados y los sufrimientos del mundo contemporáneo» (Cardenal Corrado Ursi).

«Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gál 2,20).

Viacrucis

Como todas las almas víctimas, el Padre Pío realizó su misión vicaria de expiación a través del sufrimiento. En el mes de junio de 1913 escribía al Padre Benedetto, su director espiritual: «El Señor me hace ver, como en un espejo, que mi vida futura no será más que un martirio» (Epistolario I, p. 368).

Esta premonición del Padre Pío se cumplió plenamente a lo largo de toda su vida, que se convirtió en un auténtico viacrucis bajo el peso de sufrimientos abrumadores, tanto físicos como morales y espirituales.

«Me encuentro levantado no sé cómo en el ara de la Cruz desde el día de la fiesta de los santos Apóstoles, sin jamás descender ni por un instante. Anteriormente era interrumpido el suplicio algún instante, pero, desde aquel día hasta aquí, el sufrimiento es continuo, sin interrupción alguna. Y este penar va siempre en aumento. ¡Fiat!» (carta del 21 de julio de 1918).

Las enfermedades sufridas por el Padre Pío fueron documentadas en un memorial enviado al Vaticano por el doctor Miguel Capuano, su último médico. El doctor Capuano ejerció su profesión en San Giovanni Rotondo durante cincuenta años, cuarenta de los cuales al lado del Padre Pío y, poco antes de morir, firmó página por página un largo informe científico, en el que anotó con escrupulosidad una larga serie de enfermedades padecidas por el fraile de los estigmas:

«El Padre Pío –se lee en el informe– perdía algo así como un vaso de sangre cada día. Tenía fiebres que a veces alcanzaban los 44-45 grados, las cuales se podían medir solamente con termómetros especiales. A la bronquitis crónica, que tuvo desde niño, se habían añadido el asma y una pleuritis exudativa, enfermedad que dejaba al Padre Pío sin respiración a causa de las terribles punzadas en el costado. Sufría también de pulmonía y bronco-pulmonía dos veces al año, en las estaciones intermedias; de úlcera péptica, con espasmos, vómito y ayuno forzoso. Más tarde aparecieron los cólicos de los cálculos renales, que le hacían gritar durante horas al punto de invocar la muerte. No faltaban las enfermedades –por así decirlo– ligeras, como la artritis, la artrosis, la descalcificación de los huesos de toda la columna, la rinitis hipertrófica, la faringitis y la laringitis purulenta, la otitis, la sinusitis, y las fuertes migrañas.

Además, el Padre Pío no veía bien, al punto que no podía releer sus propios escritos y, en los últimos años de su vida, fue afligido por un epitelioma en el oído izquierdo que no le permitía dormir de aquel lado. Tenía un quiste en la parte derecha del cuello, que le impedía girar la cabeza, y luego aquella hernia en la ingle derecha que en 1925 le llevó a la operación, la cual le fue practicada sin anestesia, porque el Padre Pío tenía miedo a que, bajo los efectos de los fármacos, los médicos aprovecharan para escudriñar sus llagas, que llevaba rigurosamente cubiertas».[15]

A este terrible cuadro clínico hay que añadirle los dolores continuos que padecía debido a sus estigmas, la escasísima cantidad de comida que ingería –a todas luces insuficiente para cubrir sus necesidades diarias, hasta el punto de que durante períodos largos de tiempo solamente se alimentaba de la Hostia–, sus mortificaciones, las largas horas de permanencia en el confesionario, y el hecho de que apenas dormía. Un médico llegó a decir, asombrado ante la pasmosa resistencia de aquel fraile que llevaba una vida increíblemente activa a pesar de sus sufrimientos físicos, que para la medicina «el Padre Pío está biológicamente muerto».

Junto a estos sufrimientos físicos, el Padre Pío también padeció sufrimientos de orden moral y espiritual. Aparte del dolor que experimentaba viendo la decadencia moral del mundo, durante toda su vida fue asaltado por unos lacerantes escrúpulos, que le atormentaban de tal manera que incluso –aunque parezca increíble decirlo– ¡le llevaron a albergar serias dudas sobre si se iba a salvar o no! Esta prueba, inexplicable en alguien tan tocado de gracias sobrenaturales, era aceptada por él como venida de Dios, y tenía por objeto preservarle de la soberbia.

«No se trata de desesperanza –le decía en una carta a su confesor–, pero no lo entiendo. Es terrible. No sé cómo el Señor puede permitir todo esto. Me veo a disgusto en todo, y no sé si obro bien o mal. No se trata de escrúpulos, sino de que la incertidumbre de agradar o no al Señor me aplasta. Y eso en todo y en todas partes, en el altar, en el confesionario, en todas partes. Avanzo casi por milagro, pero no entiendo nada».

Como trasfondo de todos sus sufrimientos, sufrió durante amplios períodos lo que viene a llamarse, desde san Juan de la Cruz, una terrible «noche espiritual», que le sumió en crisis, sequedades, incertidumbres y angustias indecibles. ¡Quién lo diría, cuando se le veía bromear y atender con tanto amor y entrega a su ministerio sacerdotal!

«Las tinieblas se van intensificando cada vez más; las tempestades se suceden a las tempestades y en lo íntimo de mí mismo van haciendo un vacío cada vez más espantoso, que me hace morir de terror en cada instante. Dondequiera vago encuentro espinas, que todo me penetran. Mis sufrimientos interiores crecen y crecen cada vez más sin el menor descanso. Así lo quiere el Señor, porque así desea ser amado de sus criaturas».

«La noche se va haciendo cada vez más profunda; la tempestad, cada vez más áspera; la lucha, cada vez más apremiante, y todo amenaza una inundación de la pobre nave de mi espíritu. Ningún consuelo baja a mi alma. Sólo veo con claridad mi nulidad, de una parte; y de la otra la bondad y el tamaño de Dios. Veo a Dios en mí mismo y, lejos de satisfacer mi afán, mayor deseo siento».

En el fondo de sus sufrimientos morales latía la creencia de su radical incapacidad, que le hacía sentirse indigno de los dones que el Cielo había volcado sobre él con tanta abundancia. Frecuentemente se quejaba de que cualquier otra persona, en su lugar, habría hecho más que él, acusándose de no haber sabido corresponder adecuadamente a tantas gracias como se le habían dado. Llegó a decir que no entendía por qué su hábito de capuchino no salía huyendo de él, escandalizado de su indignidad como siervo de san Francisco. ¡Cosas raras de los santos!, pues esta actitud de considerarse radicalmente indignos de la gracia de Dios fue común a muchos de ellos.

Llevaba sus sufrimientos en secreto, pero a veces abría su alma atribulada ante personas de su confianza. En agosto de 1922 el Padre Rómulo Pennisi, director del pequeño seminario capuchino de San Giovanni Rotondo, rodeado de sus alumnos, tuvo este diálogo con el Padre Pío:

—Padre Pío, hoy veo que sufres mucho. Dime: ¿Te duelen mucho tus llagas?

—Hijo mío, cuando tú tienes una llaga, ¿te duele? Ahora piensa que yo tengo cinco, y... ¡qué llagas!

—Entonces, dame un poco de tu sufrimiento. El sufrimiento compartido es menor.

—Eso nunca, hijo mío. Soy celoso de mis sufrimientos. Si Dios te diera una centésima parte de lo que yo sufro, no resistirías ni siquiera un minuto. Morirías al instante.

—Padre Pío, aquí están los seminaristas que quieren aligerarte un poco el peso de tu Cruz. ¿Por qué no pides al Señor que distribuya un poco de tus sufrimientos en cada uno?

—No reparto con nadie mis joyas.

Así era el Padre Pío. Él sabía que había sido escogido por Dios como colaborador de la obra de la redención de Cristo y que esta colaboración se realizaba a través de la Cruz. Bajo un jefe coronado de espinas, él no quiso ser menos. Y esto duró durante toda su vida.

Un confidente un día le preguntó:

—Padre, ¿cuándo sufre?

—Siempre, hijo mío. Desde el seno de mi madre.

—¿Sufre mucho, Padre?

—Todo lo que puede sufrir quien carga con la humanidad entera.

Cleonice Morcaldi, su hija espiritual predilecta, unos días antes que el Padre Pío muriera le preguntó:

—¿Cómo se siente, Padre?

—¡Mal, mal, mal! –le respondió.

—¿Qué sufre? –volvió a preguntarle la hija espiritual.

—¡Todo, todo, todo!

—¿Al fin está usted saciado de tanto sufrimiento?

—¡Todavía no!

—Pero, ¿qué es para usted este bendito sufrimiento?

—¡Es el pan de cada día, es mi delicia!

—Pero, Padre, la culpa es de usted, porque tuvo la imprudencia de ofrecerse víctima no sólo por la Iglesia y por Italia, sino por todo el mundo.

—Bueno, era también necesario encontrar a un tonto como yo que aceptara.

Así, con una broma, este hombre de Dios intentaba ocultar el drama de sus heroicos sufrimientos.

Holocausto final

Aparte de su sufrimiento como víctima general de expiación para la salvación de las almas, el Padre Pío también desarrollaba actos de inmolación por personas concretas y circunstancias determinadas, asumiendo conflictos y crisis que muchas veces superaban la dimensión personal, y apuntaban a hechos de relevancia para la Iglesia o que incluso podían referirse a un horizonte mundial.

Una parte de su actividad como alma víctima nos es conocida en su intimidad a través de los éxtasis que experimentaba, especialmente en sus primeros tiempos como capuchino, pues en este estado de trance expresaba en detalle su lucha con Dios con el fin de conseguir misericordia para alguien. Son éxtasis parecidos a los de santa Gema Galgani, otra alma víctima.

Siendo todavía joven el Padre Pío, un religioso entró en su celda para hablar con él. Estaba en profundo recogimiento, hablando con el Señor, y no se dio cuenta de que el religioso había entrado. Éste, sorprendido por la oración que estaba haciendo, empezó a transcribir aquella plegaria:

«¡Oh Jesús, te encomiendo a aquella persona! ¡Conviértela, sálvala! No sólo conviértela, ¡sino sálvala! Si se tratara de castigar a los hombres, castígame a mí... ¡Oh Jesús, convierte a aquel hombre! Tú lo puedes... sí, eres poderoso. Me ofrezco a Ti, Señor, todo por él... Jesús, ¿es fea aquella persona?... Abuso de tu bondad... eres Padre... la gracia se la debes conceder Tú... Aquél será malo, pero tú puedes cambiarlo... te voy a cansar hasta lograrlo. Quiero que sepas, Jesús, que si no lo conviertes, ¡te voy llamar “malo”! ¿Cómo?... ¿Por tantos y tantos no te mides en dar tu sangre?.. La gracia se la debes hacer Tú... hasta que no sepa que ya se la concediste, no me cansaré de pedírtela. Jesús mío, no me digas que no. Recuerda que por todos derramaste tu sangre... y, ¿qué tiene que ver si aquél es duro? Jesús, otra gracia... A los sacerdotes los debes ayudar, especialmente en nuestros días... son espectáculo y blanco de todos... Mientras se trata de mí, haz lo que quieras, de lo de ellos, no...».

Ya desde sus primeros tiempos como capuchino se había ofrecido como víctima por todos los Papas, a los que aseguraba una obediencia y lealtad sin límites, aunque hubo algunos que, fiándose de consejeros que le proporcionaban informaciones falseadas sobre el fraile estigmatizado –como fue el caso de Juan XXIII–, cayeron en incomprensiones hacia él, autorizando severas restricciones a su ministerio sacerdotal.

Después del Concordato de 1929 entre el Vaticano y el Estado italiano, hubo un período de relativa paz, que se rompió dos años después por las tensiones provocadas por las organizaciones fascistas contra la Acción Católica que Pío XI consideraba como la niña de sus ojos. El Papa no se doblegó frente a las vejaciones fascistas y, el 5 de junio de 1931, intervino enérgicamente con una encíclica contra la ideología fascista, que consideraba como «estatolatría pagana».

Las fuertes palabras del Papa ocasionaron un enorme revuelo. En el convento de San Giovanni Rotondo el mismo Padre Pío comentó la encíclica papal y se refirió a los malos propósitos de Mussolini; pero dijo que, a pesar del peligro en que se encontraba Pío XI, el Papa estaba a salvo, «porque algunas personas se habían ofrecido como víctimas por la Santa Iglesia». No dijo más, pero todos entendieron que una de esas almas víctimas era precisamente él.

Al entrar los alemanes en Roma el 10 de septiembre de 1943, al Padre Pío le sobrevino una extraña enfermedad, quizá presintiendo que el Santo Padre estaba en peligro.

Son innumerables los casos en los que el Padre Pío se apropió vicariamente de los sufrimientos de otras personas. Durante la Cuaresma de 1956, un joven afectado de un tumor en la sien fue a hablar con el Padre Pío. El Padre Atilio Negrisolo le preguntó después al joven qué le había dicho, a lo que respondió: «Me ha dicho: suframos juntos».

Este sacerdote se encontró después el Viernes Santo con el Padre Pío, y éste le confesó –a la vez que se señalaba la sien– que «me da la impresión como de tener un taladro que me penetra en la cabeza». Entonces el Padre Negrisolo observó: «¡A la fuerza ha de ser, Padre, cargáis con el mal de todos!». El Padre Pío entonces respondió: «¡Ojalá fuera verdad que pudiera cargar con el mal de todos para verlos a todos contentos!». Por supuesto, el joven no tardó en curarse.

En general, podemos decir que el Padre Pío cargaba sobre sus espaldas una enorme Cruz, hecha de los sufrimientos de todos sus devotos, de todos sus hijos espirituales, a los que nunca abandonaba, y a los que tenía siempre presente. En una de sus cartas a Raffaelina Cerase encontramos estas palabras: «Por mi parte, no puedo menos que compartir de buen grado con usted el dolor que la oprime, pedir más asiduamente a Dios por usted y desearle que el dulcísimo Jesús le conceda la fuerza espiritual y material para atravesar la última prueba de su paterno amor a usted [...]. ¡Cuánto quisiera estar cerca de usted en estos momentos para aliviar de alguna manera el dolor que la oprime! Pero estaré espiritualmente cerca de usted. Haré míos todos sus dolores y los ofreceré todos en holocausto al Señor por usted».[16]

Un aspecto poco conocido de la vida del Padre Pío es el hecho de que hubo en su vida varias personas que se ofrecieron como víctimas por él, con el fin de conseguirle el cese de sus tribulaciones en circunstancias especialmente difíciles de su existencia. La víctima por excelencia fue así salvada y beneficiada por otras almas víctimas, en una emocionante cadena de reciprocidad.

Una de estas almas generosas fue la ya mencionada Rafaelina Cerase, de la ciudad de Foggia. Esta mujer, muy enferma, se ofreció en 1916 como víctima para que el Padre Pío –que estaba exclaustrado en Pietrelcina por causa de extrañas enfermedades– sanara de sus dolencias y regresara a su comunidad. En efecto el Padre sanó, se despidió de su tierra y fue destinado al convento de los capuchinos de Foggia, en donde pudo atender espiritualmente a Rafaelina.

En los años de segregación absoluta en San Giovanni Rotondo (l923-1933) hubo otra hija espiritual del Padre Pío que ofreció su vida para que cesara la persecución contra el estigmatizado. Se llamaba Lucía Fiorentino. El Señor le tomó la palabra y Lucía murió en 1934, pocos meses después de que el Papa Pío reconociese públicamente la inocencia del Padre Pío.

Lucía Fiorentino era un alma excepcional que tenía frecuentes fenómenos místicos, entre ellos locuciones interiores. Ya desde 1906 el Señor le había anunciado que vendría de lejos un sacerdote, simbolizado por un gran árbol cuya sombra cubriría todo el mundo. Quien con fe se refugiara bajo él, obtendría la verdadera salvación. Por el contrario, quien se burlara sería castigado. El Padre Pío era este árbol, hermoso y rico en hojas y frutos de santidad y salvación para muchos.

También el Padre Pío contó en su titánica empresa como alma víctima con la colaboración de algunas personas, la mayoría hijas espirituales de él, que se asociaron libremente en su obra reparadora y expiatoria. De entre ellas destaca con luz propia Cristina Montella, que contaba sólo 14 años de edad cuando se le apareció en bilocación el Padre Pío, y que desde ese momento tuvo una especial relación con él. El capuchino la tomó bajo su protección y la hizo su hija espiritual, llamándola la «Niña», apodo cariñoso que empleó con ella durante toda su vida. Cristina recibió los estigmas en la fiesta de la exaltación de la Cruz –14 de septiembre de 1935–. Primero fueron visibles, pero ella pidió que se le retiraran, lo cual le fue concedido, aunque siempre sufrirá los dolores de los estigmas invisibles.

Habiendo profesado como monja bajo el nombre de Rita, cada noche revivía durante tres horas con el Padre Pío, presente en su celda por bilocación, los sufrimientos del Señor en lo que ella llamaba «la obra santa para los sacerdotes». Según confesaba ella misma, ella y el Padre Pío «se mantenían ambos de rodillas con los brazos extendidos, aunque sostenidos por dos ángeles, mientras un círculo de espíritus celestes formaban una orante corona en torno a las dos víctimas inmoladas para la reparación de los pecados del mundo contemporáneo». En su libro El secreto del Padre Pío, Antonio Socci sostiene que sor Rita estuvo presente mediante bilocación en la plaza de San Pedro el 13 mayo de 1981, cuando Alí Agca intentó acabar con la vida de Juan Pablo II. Según sus palabras textuales, «junto a la Virgen, desvié el disparo del agresor del Papa».[17]

Socci también afirma en su libro que la misión victimaria del Padre Pío se inspiró en san Pío X –primer Papa canonizado el siglo XX–, Papa al que admiraba profundamente, calificándole de «alma verdaderamente noble y santa, que en Roma no tuvo nunca a nadie igual». Pío X –quien ya en sus encíclicas había condenado sin ambages las corrientes modernistas que comenzaban a invadir la Iglesia– invitaba a los religiosos a ofrecerse como víctimas a Dios para la salvación de la humanidad, sabiendo que la respuesta a un mundo sumido en las tinieblas era la santidad del sacerdocio. Para él, el sacerdote tiene la vocación divina de ser un «hombre crucificado en el mundo». Él mismo dará un escalofriante ejemplo de este llamamiento cuando falleció precisamente al ofrecerse como víctima tras el estallido de la I Guerra mundial.

Pero lo más impresionante es cuando Socci explica que los estigmas que recibió el Padre Pío el 20 de septiembre de 1918 fueron el precio que pagó ante el Cielo por la concesión de un deseo que manifestó repetidamente en sus oraciones: el final de la I Guerra mundial.

También resulta misteriosa la extraña muerte del Padre Pío el 23 de septiembre de 1968. Ciertamente, tenía ya 81 años y estaba débil y achacoso, pero no mucho más que lo había estado durante las largas, raras y penosas enfermedades que sufrió en el transcurso de su existencia. La diferencia estaba, obviamente, en que era más anciano. Pero unos días antes de su fallecimiento nada hacía presagiar ese desenlace. Su mismo óbito tuvo lugar de manera dulce, suave y tranquila, casi como si se durmiera por propia voluntad. Sobre este respecto, hay muchos autores que mantienen que ese fue el último acto del Padre Pío como alma víctima, ya que había ofrecido previamente su vida por la causa de la Iglesia, que en ese año de 1968 estaba en plena crisis posconciliar, amenazando un derrumbe por la crisis del sacerdocio. En apoyo de esta teoría, hay que decir que el Padre Pío con frecuencia manifestó su preocupación por los nuevos derroteros que estaba tomando la Iglesia después del Concilio, hecho que comentaremos más adelante.

Un personaje del Vaticano llegó a decir, contemplando el cadáver del Padre Pío en el ataúd: «El Padre Pío ha muerto de dolor por lo que está ocurriendo en la Iglesia».

«El sacrificio del Padre Pío supuso para la Iglesia la liberación de algo terrorífico, acaso una desintegración para la que, en esos momentos, se daban todas las premisas. Y probablemente propició grandes gracias (como el pontificado de Juan Pablo II). A Luigina Siapina, una hija espiritual del Padre Pío con dones sobrenaturales, la Virgen le explicó así la muerte del Padre Pío en aquel momento: «Hacía falta una gran víctima en los momentos actuales de la Iglesia».[18]

Pero su misión victimaria no finalizó con su fallecimiento, sino que se prolonga mucho más allá en el tiempo. Monseñor Pietro Galeone nos dejó en su obra Padre Pío mío Padre una revelación asombrosa: el Padre Pío había pedido al Señor ser una víctima perenne, con el fin de que su misión redentora perdurara hasta el fin de los tiempos. Ni que decir tiene que su solicitud fue aceptada.

«Te asocio a mi Pasión»

Pablo VI dijo el 25 de febrero de 1970: «También la Iglesia tiene necesidad de ser salvada por alguien que sufra, por alguien que lleve escrita dentro de él la pasión de Cristo».

La manera más sublime de vivir el sufrimiento vicario, de practicar el carisma de alma víctima, es, como lo atestiguan muchos santos, participar en la pasión de Jesús, la experiencia victimaria más completa y reparadora, ya que tuvo como fruto la redención de la humanidad. Éste fue el centro de la espiritualidad y del ministerio del Padre Pío: la participación total en los dolores físicos y espirituales de la pasión de Cristo. Por eso le fueron concedidos los estigmas.

El Padre Pío fue un alma víctima de especiales características, las cuales hicieron que su misión expiatoria fuera de una importancia excepcional en la historia de la Iglesia, pues esta misión tuvo como manifestación sensible nada más y nada menos que las llagas de Cristo: los estigmas. Las heridas de Cristo son la más pura y auténtica prueba de una misión victimaria, pues asocian a quien las tiene a la víctima perfecta por excelencia: el mismo Cristo.

«Jesús es víctima eterna. Resucitado de la muerte y glorificado a la derecha del Padre, Él conserva en su Cuerpo inmortal las señales de las llagas de las manos y de los pies taladrados, del costado traspasado (Jn 20,27; Lc 24, 39-40) y los presenta al Padre en su incesante plegaria de intercesión a favor nuestro (Heb 7,25; 8,34). La admirable Secuencia de la Misa de Pascua proclama: “Cristo es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo: muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida”».[19]

Desde su Cuerpo inmortal, Cristo otorga sus eternas y permanentes llagas a un número reducido de creyentes, para que estos estigmas sean presentados ante el trono de Dios como una continua plegaria de intercesión y mediación. Aquí radica el verdadero sentido de los estigmas; ésta será la extraordinaria misión del Padre Pío en su encarnación en esta tierra.

Una reflexión del Cardenal Siri descubre el núcleo fundamental de esta experiencia carismática del Padre Pío: «La agonía de nuestro Señor Jesucristo en el Huerto de los Olivos representa el punto espiritual más profundo e íntimo del Padre Pío... Su misión era renovar la Pasión». Éste es el punto esencial de la experiencia del Padre Pío, que emerge continuamente en una lectura atenta de la documentación y de sus escritos.

«El Padre Pío tiene plena conciencia de participar, con sus sufrimientos físicos e interiores, en el misterio salvífico de Cristo en favor de la salvación del mundo. Tiene conciencia de continuar la Pasión en favor de la Iglesia, al igual que san Pablo: “Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia”» (Col 1,24).[20]

Participar en la pasión de Cristo exige amar la cruz. Como escribía el Padre Pío: «Sí, yo amo la Cruz, la Cruz sola, y la amo porque la veo siempre sobre las espaldas de Jesús. Y Jesús sabe muy bien que toda mi vida, que todo mi corazón se ha entregado completamente a Él y a sus penas.

Solamente Jesús puede comprender mi pena cuando se presenta a mi vista la escena dolorosa del Calvario. Nunca entenderemos del todo el alivio que se da a Jesús, no solamente al compadecerse de sus dolores, sino también cuando encuentra un alma que por amor suyo no le pide consuelos, sino ser partícipe de sus mismos dolores.

Jesús glorificado es hermoso; pero a mí me parece todavía más hermoso cuando está crucificado. Busca más estar en la Cruz, que al pie de la misma; desea más agonizar con Jesús en el huerto, que compadecerlo, porque así te asemejas más al divino prototipo».

Tenemos aquí, por tanto, una modalidad especial de sufrimiento vicario, que busca asumir los sufrimientos que Cristo experimentó durante su Pasión y Muerte, como medio de testimoniarle su amor, de aliviarle en sus tribulaciones, y con el fin último de colaborar en su obra redentora. No se pretende sufrir en lugar de Él, sino compartir sus dolores. Esta actitud destaca especialmente en los estigmatizados, los cuales sufrieron los estigmas, entre otras razones, debido a su ferviente deseo de participar en la pasión de Cristo.

«Los iniciados, místicos y esotéricos estudian el significado simbólico y místico de la crucifixión. En el momento en que Jesús atravesó la llamada Pasión de Cristo, Él vivió una experiencia de tomar para sí mismo el sufrimiento o karma de la humanidad. Ese proceso haría que, en vez de que el karma de la humanidad se abatiese contra millones y millones de personas, solamente Jesús, en el acto de la crucifixión, sentiría los dolores, enfermedades y sufrimiento del mundo. Es eso lo que es llamado la “remisión de los pecados” por la Iglesia católica y que en el esoterismo es conocido como “transmutación del karma de la humanidad”.

Se dice que cada uno de los avatares, grandes almas y redentores que vinieron a la Tierra transmutó una porción del karma planetario, tomando para sí mismo el sufrimiento de las masas y de cierta forma “salvando” a las personas de sus errores de vidas pasadas. Esto permite a la humanidad sufridora aprender por la sabiduría y no por las experiencias o, en última instancia, por el sufrimiento.

Cuando un santo recibe las llagas de Cristo, acepta íntimamente dar continuidad a ese proceso de purgación del karma planetario. En la medida en que siente el dolor de las llagas, él en verdad está sintiendo el dolor del karma de millares o millones de individuos y ayudando a aliviar el sufrimiento humano. Fue así primero con San Francisco de Asís, y con varios otros individuos que lo sucedieron. Una de esas almas fue el Padre Pío».[21]

El primer estigmatizado del que se tiene noticia es san Francisco de Asís. Desde entonces, en la historia de la Iglesia se conocen más de 350 casos comprobados de estigmatizados, pero de entre ellos solamente unas sesenta instancias han sido aceptadas como de carácter sobrenatural por la Iglesia católica.

Setenta y dos estigmatizados han sido declarados santos. En esta lista destacan nombres como Ángela de Foligno, Catalina de Siena, Rita de Cascia, Catalina de Génova, San Juan de Dios, María Magdalena de Pazzi, Margarita María de Alacoque, Ana Catalina Emmerich, Ana María Taigi, Gema Galgani, Teresa Neumann, el Padre Pío de Pietrelcina, etc. El caso más espectacular lo constituye, sin duda, el Padre Pío, por varias razones: en primer lugar, es el primer sacerdote estigmatizado de la historia de la Iglesia; en segundo lugar, por su extraordinaria duración, 50 años exactos; finalmente, porque sus estigmas fueron visibles y se manifestaron continuamente desde su aparición, y no solamente los jueves y los viernes, como ocurre en muchos estigmatizados.

En la actualidad se siguen produciendo casos de estigmatizados, frecuentemente asociados a apariciones marianas, entre los que pueden destacarse los de Irma Izquierdo, Gladys Herminia Quiroga de Motta, Mirna Nazour, Julia Kim y, sobre todo, el controvertido caso de Giorgio Bongiovanni.

Sin embargo, la Iglesia nunca ha usado estos hechos maravillosos para captar adeptos, más bien todo lo contrario: ha potenciado las virtudes y el testimonio de una vida piadosa y consagrada como muestra de la veracidad de sus creencias de fe. Hasta tal punto llega esta reserva y esta cautela que, a pesar de las abrumadoras pruebas que demostraban el origen sobrenatural de los estigmas del Padre Pío, ¡la Iglesia nunca declaró oficialmente que fueran de origen divino!

Aunque la cantidad y calidad de sus maravillosos dones místicos fue abrumadora, el Padre Pío fue –y sigue siendo– el «fraile de los estigmas». La adquisición de las llagas del Señor fue un proceso gradual y paulatino, que siguió una evolución del todo punto lógica desde una menor a una mayor espectacularidad, en un proceso de intensificación que duró varios años, especialmente por la resistencia que opuso el Padre Pío, que quería los sufrimientos de los estigmas, pero no su manifestación sensible: «La primera vez que Jesús quiso honrarme con ese favor, los estigmas fueron visibles, especialmente en una mano; después, porque mi alma quedaba bastante aterrada por tal fenómeno, rogué al Señor que retirara ese fenómeno visible. Desde entonces ya no ha aparecido; pero, si las heridas han desaparecido, no ha desaparecido el dolor agudo, que se deja sentir particularmente en ciertas circunstancias y en días determinados.

Levantaré con fuerza mi voz hasta Él, y no cesaré de suplicarle que, por su misericordia, retire de mí no el desgarramiento ni el dolor, porque lo veo imposible y yo siento deseos de embriagarme de dolor, sino estas señales que me traen una confusión y una humillación indescriptibles e inaguantables» (Carta del Padre Pío del 10 de octubre de 1915 al Padre Agostino).

Su estigmatización permanente y visible tuvo lugar el 20 de septiembre de 1918. El testimonio más pormenorizado sobre aquella milagrosa experiencia lo dio el fraile estigmatizado en junio de 1921 a monseñor Raffaello Carlo Rossi, obispo de Volterra y Visitador Apostólico enviado por el Santo Oficio para «inquirir» en secreto al Padre Pío, el cual manifestó que tuvo un coloquio con Jesús crucificado, que le comunicó previamente a la recepción de los estigmas unas palabras reveladoras: «Te asocio a mi Pasión». Era una invitación para participar en la salvación de los hermanos, en especial de los consagrados.

Si bien algunos «expertos» dudaban de la veracidad de los estigmas guiados por sus prejuicios antirreligiosos, y las jerarquías eclesiásticas –como es habitual– guiadas por una prudencia a veces patológica se hacían las reticentes antes de proclamar la sobrenaturalidad de las llagas, el pueblo llano –también como es habitual– entendió enseguida la naturaleza divina del fenómeno: la enorme multitud de personas que acudían a san Giovanni Rotondo no tardó en identificar los estigmas con señales enviadas por Cristo para consumar la salvación de la humanidad en estos tiempos oscuros.

«En el misterio de la resurrección de Jesús, el Evangelio muestra cómo no han quedado canceladas sus llagas. Los estigmas representan un signo de lo que sufrió Cristo durante la Pasión, y por tanto constituyen un dato teológico en el que hay que profundizar mucho más de lo que hemos hecho hasta ahora. En el evangelio de Juan, cuando Jesús entra en el Cenáculo con las puertas cerradas y saluda a los discípulos, muestra los estigmas para identificarse. A santo Tomás le dice: “Mete tu dedo en mi costado”. La consternación de los apóstoles es también un hecho revelador de este misterio. Este fenómeno muestra la eficacia de la salvación de Cristo en la Cruz y permanece de manera particular en el signo de los estigmas, convirtiéndose en un dato distintivo de la eficacia redentora y salvadora de la fe».[22]

Pero, ¿qué significan esas llagas dolorosas en las manos y en los pies de personajes que en algunos casos, con su espiritualidad, han cambiado la historia del mundo y del cristianismo? Se ha analizado muy poco el papel que estos santos y beatos han desempeñado en la Iglesia, no se ha reflexionado suficientemente en la misión particular que está ligada a los estigmas. Transcribimos a continuación algunos textos que aportan distintos puntos de vista a la hora de considerar la trascendencia de los estigmas en general, y de los del Padre Pío en particular, intentando responder al interrogante: ¿por qué y para qué da el Señor esta «gracia» a ciertas personas?

«La respuesta está precisamente en su misión. Es un servicio que la Iglesia necesita en un momento particular de su historia. Es como un signo profético, un llamamiento, un dato sorprendente capaz de recordar a los hombres las cosas esenciales, es decir, la conformación con Cristo y la salvación de Cristo, que con sus llagas nos ha rescatado.

En cierto sentido, todos nosotros llevamos los estigmas, pues con el bautismo estamos sumergidos en la vida de Cristo, que nos permite participar en el misterio pascual de su muerte y resurrección. En su pequeñez, cada uno de nosotros lleva los estigmas. Si los llevamos con espíritu de fe, esperanza, valentía y fortaleza, estas llagas pueden servir para curar a los demás.

En definitiva, los estigmas representan la aceptación consciente de la Cruz vivida espiritualmente».[23]

«El Padre Pío llevaba la convicción íntima de que Dios se las dio, en primer lugar, para recordar ante los hombres la verdad de Cristo crucificado y resucitado, y para que él fuera, en su persona y en toda su existencia, testimonio indicativo de los misterios de la muerte y resurrección de Cristo. Las llagas son también, en la convicción del Padre Pío, signos externos de su crucifixión interior».[24]

María Winowska describe así este aspecto pragmático o acreditativo de las llagas del Padre Pío: «Dios sabe muy bien que nosotros, los mortales, estamos siempre ávidos y golosos de testimonios externos y de signos visibles para creer. Al Padre Pío, destinado a ser pescador de hombres, le va a ser muy necesario el reclamo, la propaganda [...]. Los carismas nos sirven a nosotros como reclamo para creer, para hacernos caminar. Si los hombres, si muchedumbres inmensas se han llegado hasta este lugar olvidado, tiene que haber una causa que convoque a este lugar... y esta causa, este reclamo, son las llagas de manos, pies y costado del Padre Pío».[25]

«Quien acudía a San Giovanni Rotondo para participar en su Misa, para pedirle consejo o confesarse, descubría en él una imagen viva de Cristo doliente y resucitado. En el rostro del Padre Pío resplandecía la luz de la resurrección. Su cuerpo, marcado por los estigmas, mostraba la íntima conexión entre la muerte y la resurrección que caracteriza el misterio pascual. Para el beato de Pietrelcina la participación en la Pasión tuvo notas de especial intensidad: los dones singulares que le fueron concedidos, y los consiguientes sufrimientos interiores y místicos le permitieron vivir una experiencia plena y constante de los padecimientos del Señor, convencido firmemente de que “el Calvario es el monte de los santos”».[26]

«La divina Providencia ha querido que el Padre Pío sea proclamado beato en vísperas del gran jubileo del año 2000, al concluir un siglo dramático. ¿Cuál es el mensaje que, con este acontecimiento de gran importancia espiritual, el Señor quiere ofrecer a los creyentes y a toda la humanidad? El testimonio del Padre Pío, legible en su vida y en su misma persona física, nos induce a creer que este mensaje coincide con el contenido esencial del jubileo ya cercano: Jesucristo es el único Salvador del mundo. En Él, en la plenitud de los tiempos, la misericordia de Dios se hizo carne para salvar a la humanidad, herida mortalmente por el pecado. “Con sus heridas habéis sido curados” (1Pe 2,24), repite a todos el beato Padre Pío, con las palabras del apóstol san Pedro, precisamente porque tenía esas heridas impresas en su cuerpo».[27]

«Nunca debemos olvidar que san Pablo nos enseña cómo supera él con alegría sus tribulaciones: “Suplo en mi carne lo que le falta a la pasión de Cristo”. ¿Es que no fue completa?: superabundante. Pero en la cabeza, y ahora es a nosotros, los miembros del Cuerpo, a quienes nos corresponde ayudarle a corredimir las almas del pecado con nuestros propios padecimientos por su amor y el de los hombres, que nos vendrán dados o que con generosidad habremos de proporcionarnos nosotros de acuerdo con nuestra diligencia amorosa.

Los dolores del Padre Pío no son sólo fisiológicos e incómodos. Sus llagas no estaban allí de adorno. Su sufrimiento misterioso es una participación del de Cristo agonizante. Es un miembro eminente de la Iglesia que compadece con el Redentor y que con Él redime. Su eficacia en el Cuerpo Místico de Jesús es enorme. Visiblemente contemplamos el día de su canonización la extensión, si no la intensidad de su dimensión. Ejemplar lección para este mundo nuestro de eficacia y de ejecución, que sólo cuenta lo que aparece y lo que se ve y lo que se cuenta. El Padre Pío de Pietrelcina, “el pobre fraile que reza”, completa en su cuerpo lo que le falta a la Pasión de Cristo».[28]

«El hombre moderno, observando los estigmas del Padre Pío, viendo aquellas manos y aquellos pies perforados, experimenta un sentido de horror. Pero esas heridas hay que verlas en su significado místico. Se llaman el “misterio del sufrimiento”, que es un elemento esencial de la vida cristiana. Jesús, el hijo de Dios, para cumplir la redención del mundo eligió el sufrimiento físico. Habría podido venir entre los hombres como un triunfador, un conquistador y derrotar a las fuerzas del mal con su potencia sobrenatural. En cambio eligió la vida humilde, escondida, anónima, la condición humana y, al final, la muerte en la Cruz, la humillación, el suplicio reservado a los malhechores».[29]

«Pero, ¿por qué recibió el Padre Pío los estigmas visibles, algo que hizo de él una señal pública y que desencadenó un amplio movimiento de conversión? Hay toda una historia que nos queda por contar. Porque esa oferta propiciatoria de la víctima fue la semilla plantada en el momento inicial del más colosal cataclismo espiritual de la historia cristiana. Tendrá que ver con la I Guerra mundial, la gran catástrofe a partir de la que se desencadenó todo (las ideologías del mal, los totalitarismos con sus genocidios, la II Guerra mundial, esas persecuciones contra la Iglesia nunca vistas en la historia). Y tendrá que ver con la gravísima crisis de la Iglesia, la apostasía de nuestro tiempo, el apocalíptico derrumbe del sacerdocio [...].

El haber podido ver y tocar hoy –al cabo de 2.000 años– esas llagas que vuelven a sanarnos en la carne de un hombre de Dios, en la carne visible de la Iglesia, es la señal más clamorosa de que la cabeza, Jesús, quien nos sanó a través de esas llagas, sigue vivo y activo hoy. He aquí su respuesta divina frente a la incredulidad de nuestros días: meted vuestros dedos en mis heridas [...]. Esas llagas, en efecto, vienen representadas en el Evangelio como la prueba suprema de la resurrección y de la divinidad de Jesús. Por eso exclama san Bernardo: “¡Afortunadas esas heridas, que nos confirman la fe en la resurrección y en la divinidad de Jesús!”».[30]

Resumiendo y concluyendo las reflexiones de este capítulo, todos los testimonios parecen apuntar claramente a que la figura extraordinaria del Padre Pío es la respuesta divina a unos tiempos difíciles, oscuros, pudiendo decirse que la concentración de virtudes y dones sobrenaturales en su persona es un hecho con el que la divina Providencia quiere hacer una llamada a la conversión en una época marcada por el laicismo y el materialismo, promoviendo esos dones maravillosos con el fin de contrarrestar el poder omnipresente y retador de las sombras que hoy acechan a la humanidad. «La misión del Padre Pío fue el sufrimiento por el pecado de los hombres. Quizá si el pecado del mundo no se manifestara en todas direcciones, grave, pesado, opresor, con malicia satánica, su caso habría sido otro, y quizá Dios le hubiera otorgado sus dones místicos sin obligarle a estar medio siglo en la Cruz. Pero no ha sido así: ha sido un signo de Dios».[31]

El Padre Pío

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