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Introducción

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I

El 26 de julio de 2001 se celebraba en el pueblo de Magdalena Petlacalco, delegación Tlalpan del Distrito Federal, la culminación de la cuarta jornada de festejos en honor de Santa María Magdalena, patrona del pueblo. Cerca de las 19 horas los mayordomos de la iglesia limpiaban el atrio cuando vieron a tres individuos sacando de su nicho a la imagen, adornada con un vestido rosa recargado de alhajas y más de diez collares pendiendo del cuello. “Todas de oro y perlas, ahí no se andan con baratijas, en ese pueblo son muy generosos”,[1] señaló el cura local.

Ante esta situación, varios vecinos se congregaron en el atrio de la iglesia e intentaron atrapar a los individuos (supuestamente dos hombres y una mujer), aunque sólo capturaron a uno de ellos, Carlos Pacheco Beltrán. El presunto ladrón sólo atinó a refugiarse en el Centro de Salud T-1, que se ubica frente a la iglesia, pero fue sacado a golpes por los enfurecidos vecinos, al tiempo que el sacristán hacía repicar incesantemente las campanas, convocando a más población. En minutos, unas mil personas, casi una sexta parte de la población local, se concentraron en el centro municipal.

Mientras la gente se iba acercando, algunos hombres comenzaron con los golpes: arrastraron a Pacheco hacia el kiosco municipal y lo ataron al barandal. Las trompadas y patadas arreciaron contra el cuerpo del presunto ladrón; luego, “una señora llevó un palo para que lo golpearan más”.[2] La multitud comenzó a inquirirlo sobre la identidad de sus compañeros de atraco: “¡Ya dinos quiénes son los otros!”, reclamaba la gente. Las mujeres, más clementes, le rogaban: “¡Ya dinos, si no te van a matar!”.[3] Pacheco Beltrán sólo atinaba a suplicar que lo dejaran de golpear, “gritó que ya no más, que le dolía, que le dolía mucho la cabeza y el estómago”.[4] En medio de la multitud, niños de diversas edades presenciaban el espectáculo como si se tratara de un entretenimiento circense.

Al ver la convulsión, patrulleros policiales intentaron acercarse a dialogar con la multitud, pero no pudieron hacerlo porque ésta había cerrado el paso de las avenidas que conducen a la plaza. Por otra parte, José Apeaz Rojas, el subdelegado de Enlace Territorial de Tlalpan, se acercó sin éxito a tratar de disuadir a la muchedumbre, entre empujones y agravios. El vicario de la parroquia, Lorenzo Arroyo Vargas, agotó las últimas instancias: mediante un altavoz intentó contener a la población, tratando de negociar una entrega a los policías. Tampoco logró su cometido.

Bañado en un charco de sangre y sostenido sólo por las ataduras al barandal del kiosco, Pacheco Beltrán continuó siendo golpeado durante dos horas, hasta que perdió el conocimiento y luego murió. La autopsia posterior detectó politraumatismos y signos de asfixia, probablemente por las fuertes ataduras que le pasaban por el cuello. Al día siguiente, la calma volvió a Magdalena Petlacalco, como si nada hubiera sucedido. Los vecinos mantenían un silencio cómplice, a la vez que justificaban el accionar popular: “lo hubieran quemado o ahorcado”,[5] afirmaban los entrevistados. Nadie reconocía haber visto nada, incluso el vicario que sostuvo negociaciones se negó a dar nombres propios. Sin embargo, algunos residentes de la población dijeron a los medios que detrás del linchamiento habían estado las “autoridades morales de Magdalena: los Nava, los González, los Mendoza y Garcías, ‘búsquenlos, que les pregunten, no van a poder negar que estuvieron ahí’”.[6]

En otra jornada sangrienta, en la medianoche del 19 de mayo de 2000, un individuo abordó un microbús de la Ruta 2 del Distrito Federal, que cubre el servicio de transporte de Indios Verdes a Constituyentes. El sujeto pagó su pasaje y se sentó en uno de los lugares disponibles que había. En el cruce de la calle Clavel y calzada de Guadalupe, colonia Vallejo, se incorporó y amenazó con un picahielos a los pasajeros para que le dieran sus pertenencias. Ya había recogido varias billeteras, cuando uno de los que viajaban aprovechó un descuido del asaltante para someterlo a golpes. Al ver la acción, los veinte usuarios de la unidad se le sumaron y, entre todos, comenzaron a golpear duramente al ladrón hasta que uno de ellos lo despojó del arma y lo hirió de muerte, sin que ninguno de los otros lo detuviera. Según el testimonio que dio el chofer de la unidad a los medios,[7] al ver la herida que presentaba el sujeto y que éste ya no se movía, los usuarios huyeron del microbús sin dejar rastro alguno. Las autoridades se enteraron del incidente gracias a que el chofer dio el aviso.

II

Si esta investigación cumple lo que se propone, al finalizar el texto el atento lector comprenderá la paradoja en la que hemos incurrido: nuestro libro ha comenzado por el final, es decir, por la descripción de las distintas formas que asumen los linchamientos en el México contemporáneo.

Dicho objetivo, secundario en primera instancia, se ha ido conformando en el curso de la exploración, a partir del reconocimiento del vacío existente en la literatura sobre las formas específicas que pueden adquirir los linchamientos en México. Por esta razón, nuestras preguntas fueron pasando de ¿por qué se producen los linchamientos? a ¿qué formas pueden adoptar (si es que tienen más de una)?

En efecto, como veremos en el primer capítulo, las escasas referencias académicas a la problemática se han abocado más al desarrollo de hipótesis explicativas con distinto grado de desarrollo y comprobación empírica que al conocimiento exhaustivo de aquello que se pretende explicar, dando casi por sentado que cuando hablamos de linchamientos nos referimos siempre a un conjunto de acciones relativamente homogéneas. En este sentido, nuestra investigación se plantea brindar un aporte empírico exhaustivo sobre el fenómeno de los linchamientos a partir de su descripción analítica.

Sin embargo, la adopción de un objetivo principal de carácter descriptivo no nos hará renunciar a la búsqueda de relaciones explicativas o, en su defecto, al hallazgo de no-relaciones que permitan descartar o discutir algunas de las hipótesis explicativas más conocidas. La construcción de una tipología de linchamientos, constituida entonces como punto de llegada y, a la vez, como lugar de partida de nuestra investigación, debería permitirnos disparar reflexiones en diversos sentidos. Aun pretendemos, por ejemplo, observar si hay alguna relación entre los agravios que precipitan acciones de linchamientos y las formas que éstos adquieren (el objetivo inicial de nuestra investigación era precisamente conocer si la presencia de un tipo de linchamiento dependía de las acciones previas que los detonaban), así como rastrear las distintas causas que pudieran provocar la aparición de un tipo de acciones en determinadas localizaciones sociales y su evolución histórica: ¿han cambiado las formas en que se producen los linchamientos a lo largo del tiempo?, ¿en qué sentido han cambiado?, ¿por qué lo han hecho?, ¿nos dice algo ese cambio acerca de la relación entre las comunidades y las instituciones políticas formales?

Así pues, a pesar de tener un objetivo principal de carácter descriptivo, trataremos en el desarrollo del texto de encontrar correspondencias que nos ayuden a relacionar la presencia de ciertos tipos de linchamiento con otras variables. Dentro de los objetivos secundarios, entonces, intentaremos hallar correlaciones significativas entre las formas que adquieren los linchamientos y algunas variables consideradas relevantes, como los agravios precipitantes, los emplazamientos donde se producen los linchamientos, el tipo de sujetos que las protagonizan y su evolución histórica, entre otras.

En nuestro primer capítulo efectuaremos un repaso lo más exhaustivo posible de los cada vez mayores estudios sobre linchamientos en América Latina, haciendo hincapié, sobre todo, en los marcos conceptuales preponderantes para el análisis de este fenómeno en nuestros países y resaltando algunas de las dimensiones que serán retomadas en el análisis posterior.

A partir de allí, en el segundo capítulo plantearemos el marco teórico que guiará nuestro análisis, adoptando un enfoque sobre la violencia colectiva de corte relacional. Dicho corpus teórico nos brindará herramientas para analizar los linchamientos a partir de las interacciones sociales puestas en juego en su concreción, partiendo del hecho de que los linchamientos son, antes que nada, un hecho social que implica la acción colectiva de un conjunto de sujetos. Con base en dicho enfoque trataremos de pensar también la estrecha relación entre las dinámicas de la acción colectiva y el régimen político.

En el último capítulo presentamos nuestros resultados empíricos, los cuales provienen de la construcción de una base de datos cuantitativa, elaborada mediante el registro sistemático de la prensa periódica nacional y local del periodo y su posterior procesamiento analítico. Esperamos identificar tipos de linchamientos definidos empíricamente en el lapso estudiado y, a partir de su reconocimiento, obtener relaciones entre nuestra tipología y algunas variables consideradas relevantes. Luego de estos hallazgos el capítulo culminará con una breve reflexión sobre la aparición de numerosas acciones de “amenazas de linchamiento” en los últimos años y su relación con las estrategias comunitarias de seguridad, en el marco de la crisis estatal para hacer frente al problema social de la inseguridad.

III

Nos ocuparemos, entonces, de abordar el problema de los linchamientos en México en el periodo 2000-2011. Si bien existen registros de estos episodios desde mediados de los ochenta (y, más atrás, se recuerda el caso de San Miguel Canoa en 1968), la presencia de linchamientos en los últimos años se ha intensificado, al punto que los medios de comunicación, las autoridades y la población en general han tomado nota de la extensión de estas acciones, y la preocupación por entender sus causas ha llegado a los órganos estatales. Por ejemplo, en 2010, en el contexto de una verdadera “ola de linchamientos” (Godínez Pérez, s/f), el entonces procurador general de Justicia del Estado de México, Alfredo Castillo Cervantes, afirmó: “creo que la respuesta [a por qué ocurren los linchamientos], más que en el derecho está en una perspectiva sociológica, en la cual no quisiera ahorita pronunciarme al respecto”.[8]

Si bien los trabajos académicos sobre la cuestión aún no cuentan con datos agregados para la década que nos proponemos analizar, todos reflejan un proceso de crecimiento desde mediados de los noventa. Según Carlos Vilas (2006), entre 1987 y mediados de 1998, ocurrieron 103 linchamientos (un promedio de nueve por año); mientras que entre 1991 (sic) y 2003 se produjeron 222 casos (un promedio de 18 por año). Rodríguez y Mora (2006) muestran que en el sexenio 1988-1994 sucedieron 28 linchamientos, mientras que en el de 1994-2000 se dieron 103 casos. Antonio Fuentes Díaz (2006b), por su parte, ha registrado 294 linchamientos para el periodo 1984-2001: 68 para el lapso 1984-1994 y 226 casos para los años 1995-2001.

Este incremento de linchamientos en México se produjo en paralelo a un crecimiento importante de estas acciones en el ámbito regional. Países como Perú, Bolivia, Guatemala, Ecuador, Brasil y Argentina, entre otros, registran un aumento relativamente importante de linchamientos a partir de mediados de los noventa, en un contexto de crecimiento exponencial de la violencia y de la inseguridad ciudadana en prácticamente todos los centros urbanos en Latinoamérica.

Precisamente en este sentido es necesario remarcar que el problema de los linchamientos se ha intensificado en un contexto de transformación de la violencia social en toda la región. Más allá de reconocer un crecimiento cuantitativo (que en muchos países se verifica y en otros no tanto), la violencia latinoamericana ha sufrido un cambio cualitativo: allí donde había estado protagonizada alrededor de conflictos políticos, ahora se ha relacionado con la exclusión social, las condiciones de vida de la población urbana y la extrema debilidad de los estados para conservar su monopolio en la totalidad de los territorios.

Así, hasta finales de los ochenta, la violencia de nuestras sociedades se identificaba con complejos y dilatados conflictos políticos en los que, por un lado, agrupaciones de la sociedad civil (como guerrillas urbanas o rurales) disputaban el control del Estado y, por otro, éste utilizaba todo su aparato para reprimir cruelmente dichas experiencias (incluso, las más de las veces, la violencia se ejercía solamente desde el Estado hacia organizaciones pacíficas de la sociedad civil, como los partidos políticos o los sindicatos). Hasta los noventa, “el análisis de la violencia, en otras palabras, podía limitarse al estudio de dos actores: las fuerzas militares y paramilitares y los (supuestos) enemigos del Estado” (Alba y Kruijt, 2007: 486).

A partir de las transiciones democráticas, el contexto de inestabilidad de los regímenes políticos fue cambiando y la democracia formal se fue afianzando (con diversos grados de consolidación y amenazas aún vigentes). En los últimos años, los países latinoamericanos parecen haber olvidado (excepto lamentables excepciones) la amenaza militar, en un contexto internacional marcado por el fin de la Guerra Fría y un cambio en la estrategia de seguridad nacional en la mayoría de los estados nacionales (Alba y Kruijt, 2007). Sin embargo, la consolidación democrática vino acompañada de procesos políticos, sociales y económicos que han tenido graves consecuencias sobre la cartografía social latinoamericana. Las políticas neoliberales desarrolladas con distintos grados de variación en toda la región han provocado un deterioro considerable en las condiciones de vida de la población. Como consecuencia, las transiciones que consolidaron la democracia en los ochenta y noventa vinieron de la mano de “pobreza masiva, informalización de la economía y de la sociedad, y la exclusión social de considerables contingentes de la población” (Alba y Kruijt, 2007: 490).

A partir de este nuevo escenario social, la violencia social se ha reconfigurado. El terror de la “Seguridad Nacional”, impuesto a fuerza de represión, torturas y asesinatos por parte de las fuerzas estatales que “mantenían con mano férrea al monopolio del uso de la violencia y excluían a cualquier otro actor” (Alba y Kruijt, 2007: 489), dejó paso a nuevos actores violentos que comenzaron a disputar exitosamente dicho monopolio. De este modo, “el teatro de la violencia se fragmentó” (Alba y Kruijt, 2007: 490).

Esta importante transformación se vislumbró a partir de dos procesos simultáneos. En primer lugar, la “nueva violencia” ha sido el resultado de una creciente exclusión y marginación social. La presencia de “nuevos pobres”, como consecuencia inevitable de las políticas de ajuste, reformas estructurales y apertura comercial, ha generado el estallido de numerosos conflictos sociales y la presencia inédita de disturbios urbanos violentos y estallidos sociales de sectores populares nucleados en organizaciones no tradicionales.[9] Así pues, si bien no es lícito asociar mecánicamente pobreza a violencia, la literatura sobre la cuestión parece haber registrado que la desigualdad social y la segregación urbana favorecen la aparición de violencias sociales: “Hay una conexión entre la exclusión social y la ocurrencia de la violencia” (Alba y Kruijt, 2007: 490). Esas capas poblacionales marginadas, a su vez, comenzaron a desconfiar de que las instituciones democráticas resolvieran sus crecientes y aciagos problemas. “En otras palabras, una de las principales consecuencias sociales y políticas de la exclusión social es la erosión de la legitimidad del orden civil, político y público” (Alba y Kruijt, 2007: 491).

En segundo término, el surgimiento de la “nueva violencia” tiene que ver con la amenaza cada vez más concreta a las capacidades estatales de monopolizarla. En este sentido, actores civiles armados que han emergido, como las “maras”, las mafias, las “barra-bravas”, las pandillas juveniles o los cárteles del narcotráfico, actúan como agentes que “expropian” la violencia al Estado, impulsando un proceso de “privatización”, en cuanto que ya no es únicamente el Estado el que la ejerce, sino que ahora también intervienen múltiples y fragmentados grupos civiles. Estos nuevos actores violentos han generado esferas de violencia autónomas entre sí, desplazando literalmente al Estado de numerosos territorios y emplazamientos tanto rurales como urbanos (las favelas, villas o barriadas populares). Como dicen Alba y Kruijt (2007: 492), “no se trata de pequeñas ‘bolsas olvidadas’ dentro de las aglomeraciones urbanas, sino de territorios de considerable proporción, tal vez de 25% del contorno urbano de las metrópolis como Río de Janeiro, Sao Paulo, Buenos Aires y México”.

Estos dos factores, pues, se han producido de manera simultánea y complementaria para generar un clima de violencia que en muchos casos ha cambiado de manera radical el estilo de vida de las sociedades latinoamericanas: “cuando la exclusión social, como en el caso de América Latina, se profundiza o se consolida en ciudades divididas, de manera espacial, social, cultural; cuando la ausencia de los actores legítimos de la ley y del orden se manifiesta esporádicamente, se abre el camino para los actores privados e informales, quienes ocuparán el lugar de la policía y de la justicia, transformando los barrios pobres y marginados en contornos de desintegración dominados por criminales, por el terror y por el miedo” (Alba y Kruijt, 2007: 493).

IV

En el escenario de violencia regional, el caso de México es sumamente particular porque, según algunos estudios, “en apenas una década [entre fines del siglo XX y principios del XXI], México pasó de ser una sociedad con criminalidad media, a presentar una incidencia delictiva particularmente alta, y cuyos indicadores de violencia la ubican entre las diez naciones más violentas del mundo” (Zepeda, 2004: 14). Así, las profundas crisis económicas de los ochenta y noventa tuvieron un fuerte impacto en la tasa delictiva mexicana (Pansters y Castillo, 2007), acrecentándose fuertemente el número de robos en los años de 1994 a 1995 (la crisis conocida mundialmente como el “efecto tequila”), sin que luego se recuperaran las tasas anteriores.

El diagnóstico de “la seguridad mexicana” empeora considerablemente si se tienen en cuenta las fallidas respuestas institucionales a la cuestión, que van desde una legislación no siempre adecuada a la inoperancia y la corrupción de los organismos de seguridad públicos, pasando por la ineficacia de las instituciones judiciales.[10] De tal suerte, el combo entre índices delictivos altos e ineficacia de las instituciones encargadas de impartir justicia se tradujo en una alta percepción de inseguridad por parte de la ciudadanía: “Este sentimiento de inseguridad descansa, por una parte, en la percepción de que la incidencia delictiva se ha elevado, y, por otra, en la idea compartida de que las autoridades no han tenido la capacidad de respuesta adecuada para enfrentar, disuadir y, en su caso, castigar a los delincuentes” (Zepeda, 2004: 13).

Puede ilustrarse lo anterior con la “cifra negra” de la delincuencia, es decir, con la proporción de crímenes efectivamente denunciados por la ciudadanía. Este guarismo suele considerarse como un buen indicador de la confianza civil hacia las instituciones estatales, en cuanto que expresa el nivel de expectativa que los individuos tienen de que la justicia formal resuelva su caso efectivamente: “la proporción de delitos reportados suele tener mucho que ver con la confianza de los ciudadanos en sus autoridades” (Zepeda, 2004: 44). Diversos estudios (Zepeda, 2004; Pansters y Castillo, 2007; entre otros) muestran que la sociedad mexicana sólo denuncia 25% de los delitos que padece, por lo que es uno de los países con peores registros en este sentido.

Esta desconfianza en las instituciones se sustenta sobre un comprobado funcionamiento ineficaz de toda la cadena de instituciones encargada de prevenir y sancionar los delitos. Desde el punto de vista de las fuerzas del orden, es innegable el grado en que las distintas instituciones policiacas se han visto envueltas en un cúmulo de hechos de corrupción, complicidad y hasta como protagonistas de sucesos delictivos. Por ello, no sorprende que “la población les tiene una gran desconfianza y las percibe más como fuentes de inseguridad, acoso y abuso, debido a que frecuentemente están vinculadas a la corrupción, la violencia y el tráfico de drogas, y a que no existen mecanismos efectivos de control y responsabilidad dentro de dichas fuerzas. La percepción negativa se agudiza por la constatación de que utilizan la extorsión y la tortura para su propio beneficio, y de que en ciertos casos obtienen rentas por el otorgamiento de protección, por el encubrimiento de criminales e incluso por su participación directa en actividades delictivas como la extorsión, el secuestro y el narcotráfico” (Alba y Kruijt, 2007: 501). Las fuerzas del orden, en definitiva, actúan como un actor violento privado más, dentro de las violencias fragmentadas que mostrábamos arriba, haciendo un uso discrecional y en su propio beneficio de la violencia de la que legítimamente disponen.

Si bien no es posible juzgar el éxito de un sistema penal en función de la cantidad de supuestos delincuentes a los que consigue privar de su libertad, las instituciones que cumplen supuestamente dichas tareas tampoco gozan de buena salud, tal como lo refleja un exhaustivo estudio de Zepeda (2004). Según dicho autor, para el año 2001, de cada cien delitos que se cometían, solamente 25 eran reportados a las autoridades penales correspondientes, como veíamos un poco más arriba. De esos 25 ilícitos reportados, sólo en 4.55 se había concluido la investigación pertinente, poniéndose a disposición de los jueces sólo a 1.6 delincuentes. De este porcentaje que llegaba ante un juez, 1.2 recibían alguna sentencia, siendo condenados sólo 1.06% de los delitos totales. En el siglo XXI en México, de cada cien delitos cometidos, sólo un poco más de 1% culmina con una sentencia efectiva. Además, de ese 1.06 condenado, 0.66 recibe menos de tres años de prisión (que en algunos casos puede conmutarse por pena no privativa de la libertad) y 0.4 recibe más de dos (sic) años (Zepeda, 2004: 20) (véase la figura 1).


Figura 1. El fenómeno delictivo en México y el sistema penal (año 2001).

¿Cómo es posible esta escasa operatividad del sistema penal mexicano? Para Zepeda, si bien el fenómeno tiene diversas aristas y cuenta con numerosas dificultades, el problema principal se encuentra en las procuradurías de justicia y, en particular, en el ministerio público: “el desempeño cotidiano de las organizaciones del subsistema, particularmente de las procuradurías de justicia y el ministerio público, está muy distante de lo que el diseño institucional se propuso y se previó. El diseño institucional ha sido desbordado por la demanda de servicios y de la organización del trabajo al interior de las procuradurías, quedando rezagado e inoperante” (Zepeda, 2004: 368).

La imposibilidad de estas instituciones de procesar la totalidad de los casos que se le presentan abre el juego a una discrecionalidad evidente que favorece la impunidad y, otra vez, deteriora el carácter público de los organismos estatales, en cuanto que las actuaciones judiciales impulsadas responden más a los intereses y al accionar de los privados perjudicados que a la actuación universal correspondiente. Así pues, “la imposibilidad material de brindar atención cabal a todos los asuntos que llegan a las procuradurías ha generado de facto una serie de atribuciones discrecionales que no tienen un sistema de control eficaz” (Zepeda, 2004: 368). Por lo tanto, “la sociedad no ha sido debidamente representada por el Ministerio Público, quien, abrumado por la demanda de servicios tiene que dejar casos sin atención, propiciando impunidad, uno de los pilares de la eficacia disuasoria del sistema penal. La opinión y percepción ciudadana sobre la inseguridad, los niveles de impunidad y la capacidad de la respuesta de la autoridad frente al crimen son uno de los indicadores que ilustran esta disfunción” (Zepeda, 2004: 370).

V

Para terminar con esta introducción, quisiéramos aclarar los motivos de la inclusión de algunas problemáticas. Como el lector verá en el siguiente capítulo, muchas de las hipótesis explicativas de linchamientos (sobre todo las referentes a México) se concentran en el incremento de la inseguridad ciudadana como la principal causa explicativa para dar cuenta de su presencia y crecimiento en la región. Se supone que, ante un aumento de la violencia social y la desconfianza civil ante la crisis de los organismos estatales de impartición de justicia, los individuos deciden actuar por su propia cuenta y recurren a los linchamientos. Lejos de cuestionar estas explicaciones, aquí pretendemos incorporarlas como el trasfondo histórico-social sobre el que transcurren los linchamientos en el México contemporáneo para luego recuperarlas de manera concreta a partir del análisis de las dinámicas de la acción colectiva. Por ello, este breve pero cabal tratamiento al problema del crecimiento de la violencia en América Latina y la escasa efectividad estatal para resolver la inseguridad ciudadana en México nos servirán de punto de partida. Ahora es momento de incursionar en nuestro objetivo, no sin antes hacer un repaso exhaustivo de las distintas lecturas que los linchamientos han tenido en nuestra región.

Violencias colectivas

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