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Introducción

Todd Haynes y el cine

O bra cinematográfica

A Todd Haynes se le considera una “rareza”1 (Harley 230): audaz, innovador, visionario, prestigioso… Alabado tanto por su rigor formal como teórico: el “más talentoso cineasta independiente de América” (Thomson 382) y uno de los más interesantes y de mayor éxito comercial. Aunque a veces se le critique su excesivo intelectualismo, que no conecte emocionalmente con los espectadores. Para Haynes obrar con grandeza consiste en crear películas que “desafíen, confundan y sorprendan al público” (Wyatt 170), incluso al acostumbrado al cine experimental o de arte y ensayo.

Haynes también es estimado como una figura representativa del cine gay. Si bien su obra no aborda políticas de identidad –v.g., las cintas sobre desarmarización– ni trata del estilo de vida gay. Él insiste en que muchas de las consideradas películas canónicas gays –Su otro amor (Making Love, Arthur Hill, 1982) o Compañeros inseparables (Longtime Companion, Norman René, 1990)–resultaban formalmente heterosexuales, es decir, poseedoras de una estructura convencional tanto narrativa como estilísticamente, al perpetuar los modos dominantes de representación del mundo. Las obras de Alfred Hitchcock o de Douglas Sirk, por ejemplo, sí ofrecerían perspectivas complejas –extrañas, perversas– porque se realizaban desde la perspectiva del marginal, transformando como el espectador vería las cosas. Las películas de Hitchcock o de Sirk resultarían más gays que las propias películas gays: “Al director Todd Haynes… le preguntó un entrevistador del Seattle Intelligencer si era correcto afirmar que los melodramas de los cincuenta de Sirk y otros tienen una sensibilidad gay. ‘Sí, la homosexualidad, aunque oculta, era evidente en el desarrollo de los proyectos, y también lo era, probablemente, en la estética de muchos directores de «cine de mujeres» como George Cukor y Vincente Minnelli… Aunque restringida en términos temáticos, una estética gay o «femenina» podía jugar la carta de la profusión en el estilo visual: los trajes, los colores, el decorado lujoso’” (Crimmins 131). Haynes también citará entre sus influencias a los melodramas perversos de Ingmar Bergman y R.W. Fassbinder.

Las películas de Haynes se interesarán por “la construcción histórica y los determinantes de la gaicidad (gayness)” (Wyatt 170). Por cómo los gays se conectan con otros sujetos y grupos marginados, los juzgados diferentes por la sociedad. Alienados que a menudo se asociaban con lo sórdido y por ello debían ser dominados, subordinados, ya que toda sociedad, al definir la normalidad, establece las conductas antisociales. Haynes, al poner el énfasis en un modo alternativo de deseo –homoerótico– establece una historia cultural alternativa en la que se puede pensar “que toda la experiencia humana está queerizada (queered)” (Davies 57). Ninguno de sus personajes y sus respectivas acciones quedará etiquetado mediante categorías sociales, económicas o sexuales. Una indeterminación de las categorías que complicará la posibilidad de identificación del espectador. Pues definir implica separar, señalar, quién pertenece o no a nuestro grupo. Haynes quiere que comparezca extraño lo que creemos que conocemos al igual que hicieron los formalistas rusos reunidos en torno a la OPOIAZ (Sociedad para el estudio de la lengua poética).

Víctor Sklovski (1893-1984) habló del extrañamiento en el arte o desfamiliarización –ostraneniye u ostranenie (literalmente, “convertir en extraño”)– por el que el artista vencía los efectos mortíferos de la costumbre al enfocar las cosas desde un ángulo nuevo y, gracias a ello, especialmente revelador. Un proceso de extrañamiento que se aplicaría tanto a la forma como al contenido. El arte existiría para que pudiéramos recobrar la sensación de vida, hacernos sentir las cosas. Su propósito sería recrear la sensación de las cosas tal como las percibíamos y no como las conocíamos. “El artista debe desembarazarse de los clichés artísticos, de las modalidades perceptivas gastadas, e inventar formas de enfocar el mundo de manera original, oblicua y, quizá, en cierto modo, desconcertante” (Leaming 351).

Bertolt Brecht, hacia 1935, durante una corta estancia en Moscú, resaltó las semejanzas entre aquel procedimiento y sus ideas sobre el teatro épico (distanciación, historización, introducción de carteles, números musicales, proyecciones, etc.) y al año siguiente estableció el concepto de Verfremdungseffekt –“efecto de distanciamiento” o “efecto de extrañamiento”– derivado del arte escénico de los chinos. El espectador debía convertirse en un sujeto social-activo conocedor del código semiótico y sintáctico que manejaba el teatro –al igual que lo exigía el teatro chino– para ser capaz de percibir sus significados. El arte debía ser aprendido, practicado y desarrollado por el espectador para que fuese eficaz.

Para Roland Barthes (1992) el teatro de Brecht –o el cine de S.M. Eisenstein (ambos promotores de un arte socialista)– respondería a la unidad dramática establecida por Diderot, promotor de la tragedia doméstica y burguesa que “pretende decir algo (moral, social), pero también afirma saber cómo hay que decirlo; a la vez significativo y propedéutico, impresivo y reflexivo, emocionante y consciente de las vías de la emoción” (94). Es decir, uniendo placer y enseñanza. La teoría de Brecht influyó en la aplicación del placer al texto que hizo Barthes – donde el texto sería un objeto de placer (de la lectura)– al “aunar el intelectualismo de una obra de tesis con el ‘droit théorique au plaisir’. Barthes se reconoce demasiado brechtiano como para no creer no sólo en la posibilidad sino en la necesidad de hacer coexistir la crítica y el placer, lamentando de este modo que la ‘estética de placer’ que Brecht nos había ofrecido sea una de sus proposiciones más olvidas” (Sirvent 155-156) al no entrar dicho placer en contradicción con la idea revolucionaria. Brecht pretendía servirse de la ficción no en el sentido peyorativo – que implica falsificación o inautenticidad (el artificio autoconsciente del arte, el refinado producto de una mentira)– sino en el más simple de que cualquier expresión ya está contaminada de ficción para que la verdad que manifieste no parezca falsa.

En esa estela Haynes quiere desfamiliarizar lo familiar, provocar la desubicación del sujeto. Intentar restaurar el sentido de lo inesperado, lo inusual. Ampliar la percepción del mundo para arribar a insospechados efectos de sentido. Películas que uno sepa cómo comienzan pero no hacia dónde van (Vachon 15). Que los espectadores se sientan felices en su desorientación, que sean conscientes de que están viendo una película. Que participen y sean elementos esenciales en la experiencia cinematográfica de construcción de sentido ya que “Dar por hecho que los símbolos tienen un significado unitario, el que les asigna la cultura dominante, significa dejar de estudiar la experiencia y el conocimiento de los símbolos en los individuos, así como la capacidad individual de transformar y manipularlos de una forma compleja que se nutre del juego, la creatividad, el humor y la inteligencia.

Esta suposición concede a la cultura oficial una hegemonía que ésta afirma poseer, pero que raras veces posee” (Vance 33).

Si Haynes centra el trabajo en lo formal no es como la mera envoltura de un contenido “sino como generadora de sentidos y provocadora de distintos efectos entre los lectores” (Harari 48). Su obra es queer en el sentido más tradicional de la palabra: “lo inusual, lo extraño, lo perturbador” (Wyatt 175). En nuestra cultura es inimaginable que existan niños queer, excepto como la infancia retrospectiva de adultos homosexuales. Si en la filmografía de Haynes los queer male children son centrales es porque su posición suele ser incierta respecto a la sexualidad. Identidad aún inestable no porque su punto de vista sea inocente o innato sino porque los niños poseen un conocimiento sexual “indeterminado y plural” (Doane 4). Además, al crecer en un mundo queerfóbico los niños raros padecen opresión, inseguridad, vergüenza y traumas a través de una educación represiva y de unos sentimientos de culpabilidad que les conmina a no salirse de la ortodoxia. Los queer male children encarnan “la supervivencia queer y la posibilidad radical” (Davies 57). Se trata de resistir a través de la disfunción o de la abyección. O, en otras palabras, de cómo la soledad y la melancolía pueden resultar una energía transformadora: mutar el dolor en desafío y el sufrimiento en salvación. Se trata de la importancia política de lo queer.

Haynes concibirá sus proyectos teniendo presente asuntos teóricos para repensar las relaciones entre el arte y la sociedad, los problemas de la producción cultural. Explorará “la representación cinematográfica de los deseos queer poniendo en primer plano tanto la narrativa como el estilo de una película” (Benshoff, Griffin 228). Adoptando un “distanciamiento y autoreflexividad” (Morrison 133) que se manifestarán en la deconstrucción de géneros cinematográficos –biopics, musical, películas de mujeres– o en la recontextualización paródica del pastiche –imitación estética o híbrido de géneros hollywoodianos. Su autoría quedará constituida en la repetición de su particular citación de las formas del pasado para criticar los mecanismos de la cinematografía convencional y la subsiguiente identificación del espectador que deriva. Su interés por la representación del pasado se traducirá en asir su estilo más que en ser testigo de aquel.

Un testimonio es siempre performativo, trata de insistir en que las cosas sucedieron de verdad más que en proporcionar una descripción objetiva. Ya Walter Benjamin había advertido que la dimensión narrativa de la memoria no implicaba conocer el pasado tal y como “verdaderamente fue” (180) sino que consistía en articular un recuerdo cuyo contenido era diferente según quién lo recordara. El testimonio nos hacía ser conscientes de que estábamos consignados en la historia, de que éramos contiguos con el pasado, de que este nunca dejaba de estar presente, modo de ayudarnos a interpretarlo, a renegociar las relaciones entre pasado y futuro, entre lo individual y lo colectivo.

La obra cinematográfica de Haynes investigará las relaciones entre narración, significación e identificación. Cómo lo formal puede transformar, problematizar las expectativas que la estructura narrativa traza en el espectador. El público está obligado a plantearse los usos fílmicos mainstream2, cómplices de las estructuras sociales dominantes que controlan y reprimen –si no invisibilizan y excluyen– a determinados sujetos y grupos. Los otros, los diferentes. Diferencia que en el cine de Haynes adopta la forma de la enfermedad –anorexia, hormonas del sexo, alergia medioambiental y homosexualidad.

Para dotar a lo Otro de un lugar se debería “forjar un nuevo lenguaje cinematográfico” (Wyatt 174) ya que las normas de la narrativa cinematográfica están prisioneras de las estructuras patriarcales dominantes, animosas contra lo queer, lo torcido y raro. Hay que propiciar un nuevo cine que desafíe las asunciones básicas del cine mayoritario, que sea radical política y estéticamente. Buscar las contradicciones de la representación, experimentar con las convenciones cinematográficas. Ser provocativo. “La satisfacción y el reforzamiento del ego que representan el punto central de la Historia del Cine hasta este momento debe ser atacado. No a favor de un nuevo placer reconstruido, que no puede existir en abstracto, ni de un displacer intelectualizado, sino para abrir el camino hacia una total negación de la facilidad de acceso y de la plenitud del cine narrativo de ficción. La alternativa es la emoción que se produce al dejar atrás el pasado sin rechazarlo, trascendiendo las formas caducas (consumadas) u opresivas, o atreviéndose a romper con las normales expectativas placenteras para concebir un nuevo lenguaje del deseo” (Mulvey 1988, 4-5).

Haynes, sin estar a favor del sistema de Hollywood, no desprecia “las formas y métodos que se han conseguido desarrollar en Hollywood… Porque se han convertido en un lenguaje común para todos e instigan reacciones emocionales en el espectador, le crean una conexión con el actor que está contando la historia en la pantalla… lo que hago es coger todos esos elementos, esos géneros y punto de identificación, y los abstraigo, los complico y busco algo que al mismo tiempo te obligue a verlos. Estoy interesado en historias que plantean dificultades y que hablan sobre gente que, de forma consciente o inconsciente, están en conflicto con la sociedad que les rodea” (Lechón 59).

Metrajes

Su primer cortometraje lo realizó en súper 8 en el Instituto –su postproducción duró más de dos años –, The Suicide (1978) es la historia de un niño de doce años que se descuartiza con una tijera en un baño. Haynes ha reconocido su semejanza con Poison (Poison, 1991) respecto al collage de la estructura narrativa (construcción no lineal del relato que niega la continuidad espacio-temporal) o por las cuestiones de identidad (situación de incomprensión, inadaptación y ostracismo).

Assassins. A Film Concerning Rimbaud (1985), en 16 mm, fue el proyecto final de su tesis con el que se graduó en la universidad, licenciándose en Arte y Semiótica. Estructurado en siete partes da preeminencia a la poética homoerótica frente al desarrollo dramático. Se centra en la mítica relación entre el joven Arthur Rimbaud y su mentor Paul Verlaine, con abundancia de referencias textuales –Jean Genet, Charles Baudelaire, Louis-Ferdinand Céline– además de una banda sonora variopinta, desde arias clásicas de Vincenzo Bellini a la música electrónica de Kraftwerk. A la manera de Derek Jarman incluye escenas contemporáneas, estableciendo paralelismos intemporales en los que el público gay pueda reconocer su tradición, sus iconos, sus modelos del pasado –v.g., Haynes y un amigo escriben y conversan en una habitación y, de regreso al siglo XIX, ven reflejados en el espejo de otra a dos hombres que practican sexo. “Al igual que la poesía de Rimbaud, la película nos invita a leer el deseo contra las normas de la estructura burguesa” (Hawkins 27). En el primer episodio, Calcination –cuyos primeros planos darán final al mediometraje– la voz en off de Haynes interroga al intérprete de Rimbaud (Bruce C) sobre su personaje, evidenciando los mecanismos ficcionales del relato: “¿Qué pasó en París la noche del 9 de marzo de 1871?”/”Él fue violado. Quiero decir, yo fui violado”. Quien encarna a Verlaine lleva una obvia barba postiza y su voz es la de un adolescente.

El mediometraje en 16 mm Superstar: The Karen Carpenter Story (1987) fue concebido y producido como un proyecto estudiantil pero le estableció como director promesa dentro del cine alternativo. Cuenta la historia de Karen Carpenter, la vocalista del famoso dúo pop The Carpenters, quien murió de anorexia con 32 años. El mediometraje está sin distribución desde 1990 –aunque se puede encontrar por Internet– por medidas legales de la discográfica A&M Records y de la familia de la cantante al no poseer Haynes los derechos musicales ni la autorización para trasladar su biografía, resultando “uno de los pocos directores americanos que tiene una película prohibida” (Harley 230), propiciando así que se la marque como si fuera “ilegítima, impropia, transgresiva” (Davis 7), tal como sucedía con las obras que se adscribían al cine de culto. Interpretada por Tracy y Ken, los compañeros que Mattel creó para la muñeca Barbie –objeto fetichista que en la posguerra estadounidense representó el simulador de género de la feminidad [en España una mujer que sobreactúa su rol femenino es una Barbie, “un término despectivo para designar a las mujeres, generalmente heterosexuales, que se disfrazan de manera hiperrealista de mujeres” (Gimeno 271)]– la obra no es tanto una película de animación como un docudrama, una dramatización sobre la construcción social de la enfermedad, especialmente en su relación con el género. Un biopic que, en la estela del Hollywood de los años ochenta, convierte el ascenso y caída de un personaje público en la escenificación narrativa de un período –siendo el caso paradigmático la crítica al imperialismo de la biografía idealizada Gandhi (Richard Attenborough, 1982). Dado que Haynes se sirve de la “straightfoward manner3 podría juzgarse a Superstar como un gag camp. Pero sería desacertado reducirlo a una mera provocación de la risa. La fuerza dramática del género biográfico, el deseo de identificación con la protagonista y la empatía en su lucha contra la enfermedad movilizan resortes afectivos, provocan emociones sinceras en el espectador. Como si se tratara de un trabajo de experimentación cinematográfica hecho por Lev Kuleshov –que demostraron que el sentido está en la discursivización– queda patente que los espectadores se sienten condicionados por las convenciones narrativas –la ideología dominante– aunque estas se apliquen sobre muñecos de plásticos. Para Haynes “Lo interesante era comprobar que la gente respondía de forma emocional…” (Lechón 57). Superstar se inicia con el descubrimiento del deceso de su protagonista, el 4 de febrero de 1983. Los fragmentos de ficción que reconstruyen su vida familiar junto a su hermano Richard –el otro componente del dúo– se entrelazan con insertos de imágenes de archivo de los Estados Unidos de los años setenta –guerra de Vietnam, bombardeos sobre Camboya, escándalo Watergate, etc.– así como con planos que describen y exploran las implicaciones médicas y sociales de la anorexia, como si aquel ambiente nocivo y opresivo pudiera estar en el origen de la enfermedad –definida dentro del mediometraje “como una forma de fascismo sobre el propio cuerpo” (algunos entendieron que se trataba de una alegoría del sida). La identidad femenina de la estrella fracasaría al encarnar el ideal imaginario con el que la cultura patriarcal y capitalista querría administrar y controlar su cuerpo. La forma híbrida del mediometraje interrogaría a los espectadores para que consideraran las implicaciones entre los ideales de belleza, celebridad y enfermedad mental.

Poison dio a conocer a Haynes y al New Queer Cinema al resto del mundo. Entremezcla e interconecta por medio del montaje las historias de tres marginados sociales contadas en tres diferentes estilos visuales, estilos que Haynes imita y subvierte a la vez. Alternando y contrastando las diversas trayectorias narrativas no lineales con sus respectivas expectativas de género cinematográfico Haynes quiere que los espectadores se sientan obligados a construir los vínculos entre esos textos fracturados y discontinuos. Que los comparen aunque no siempre sus similitudes e interconexiones sean obvias. Como pasa con el resto de su filmografía “Poison es tan densa en su estilo, estructura y tema como los múltiples espectadores que requiere” (Wyatt 173). Hero, Homo y Horror componen el tríptico y según Haynes “tratan cuestiones de normalidad, desviación, condicionamiento cultural y enfermedad (colocando a sus protagonistas) en oposición a la sociedad” (Weinrichter 30). Hero se adueña del tono de los documentales televisivos de los años ochenta que, por medio de diferentes entrevistas, construían el retrato de un sujeto, en este caso el de un niño de siete años que vive con sus padres en una zona suburbana. El niño, según su madre, ha matado a su abusivo padre y luego ha ascendido al cielo. El masoquismo de Richie Beacon –ser golpeado/amado– puede ser entendido como el producto negativo del complejo de Edipo, destructor de la familia nuclear. Para Sigmund Freud el rasgo primario de la perversión era definido por el vínculo incestuoso con el padre, resultando su identificación con él sustancial para el devenir homosexual. Las fijaciones perversas resultarían manifestaciones residuales del complejo de Edipo –“las cicatrices que el proceso deja tras su expiación” (190)– teniendo ahí su génesis la perversión infantil. Homo se inspira en las novelas de Jean Genet Santa María de las Flores, Milagro de la rosa y Diario de un ladrón. Explora la violencia y la sexualidad homosocial en una prisión de la Francia de los años treinta. Yuxtaponiendo presente y pasado muestra la obsesión de un ladrón por un compañero encarcelado. El ladrón ya le había conocido de adolescente en un correccional, víctima de la humillación de los otros. Si bien el masoquismo de la propia víctima mutaba su ignominia en algo sublime – i.e., transformaba los escupitajos en pétalos de flores. Es “la idea de la abyección como camino de santidad, del estigma como punto de partida para la intervención de sí mismo, de la vergüenza generadora del orgullo. Pero decididamente, convertir un escupitajo en rosa o condecoración no es tarea fácil. Pues sabemos que en lo que ha acabado siendo condecoración siempre queda algo del escupitajo original” (Didier 2005, 144). El amor del ladrón se transformará en sádico para su compañero. Por lo general el sadismo suele ser más aceptado que el masoquismo aunque Homo no ofrezca imágenes positivas gays de normalización de las relaciones homosexuales. Más bien las plantea como un juego de poder en la estela de Fassbinder. Homo oscila entre un realismo descarnado y una exacerbada visualidad de cierto cromatismo simbólico: los colores cálidos para la pasión, los fríos para la violencia. En Horror el blanco y negro remiten hiperbólicamente al género de terror de serie B de los años cincuenta, o más apropiadamente, al exploitation4, pleno de enfáticos picados, contrapicados y grandes angulares. Es la historia de un científico que ingiere accidentalmente la hormona que buscaba del instinto sexual y se transforma en un asesino leproso del sexo –con cada vez mayor deterioro físico– expandiendo la infección por la ciudad. Un contagio que suscita tanto rechazo social como el del sida en los años ochenta. La película se cierra con la cita de Genet: “Los sueños se crían en la oscuridad”. El título de Poison hace referencia a la variedad de venenos presentes en nuestra sociedad: discriminación, miedo, represión sexual, xenofobia, enfermedad, violencia masculina, etc. El castigo del mundo a lo queer en diferentes edades, épocas y lugares. El castigo a lo desviado, lo alienado, lo marginal. Lo que no se ajusta, lo que no se integra, lo abyecto. “En el mundo de Haynes, sobrevivir a la abyección y a la opresión queer libera un poder que puede transcender al mundo por sí mismo” (Davies 59). Los tres episodios pueden entenderse como una metáfora de la evolución de las políticas de identidad queer por medio de la criminalización de su deseo (Homo), la demonización política de su cuerpo (Horror) y la marginalización y el abuso del queer infantil (Hero). La obra de Julia Kristeva Poderes de la perversión sustentaría el ideario de la película. Con la noción de abyección Kristeva intentó diagnosticar la dinámica de la opresión y de la discriminación describiéndola como “la operación de la psiquis a través de la que la identidad subjetiva excluye cualquier cosa que la amenace” (Paris 81). Grupos fundamentalistas, especialmente el reverendo Donald Wildman, criticaron que organismos federales como el National Endowment for the Arts y el New York State Council on the Arts aportaran 75.000 de los 250.000 dólares del presupuesto total para subvencionar una película, que según él, era “pornográfica”, “libelo” homosexual y “apología” de la sodomía.

Dottie Gets Spanked (1993) –spanking significa tanto azotar como masturbarse– fue un encargo de la televisión pública de Estados Unidos, la PBS, para retratar a una serie de familias televisivas. Haynes la define como su obra más autobiográfica. Examina las formas de la cultura popular y los modelos de género que implican. En este caso, el papel de una sitcom en la formación de la identidad sexual de un niño de “seis años y tres cuartos” a finales de los años cincuenta. De nuevo surge la fantasía sadomasoquista de Pegan a un niño, texto de Freud al que se alude en la obra. Pero también de “A Poem is Being Written” –cuyo título moviliza la voz pasiva del texto de Freud– en el que Kosofsky describe sus experiencias autoeróticas cuando tenía nueve años y “las dos cosas más rítmicas que me sucedían eran spanking y poesía” (182). Steven, el protagonista, está obsesionado por dibujar a la estrella femenina de The Dottie Show –un remedo de Te quiero, Lucy (I Love Lucy, 1951-1957)– con la que se identifica, recibiendo una azotina por ello. Escena que “tiene algo teatral, como de representación ficticia… un aspecto poderoso en cuanto al funcionamiento habitual de las familias y tiene también muchas connotaciones sexuales” (Lechón 62). Steven desplaza sus deseos reprimidos hacia sus dibujos, ya que sus progenitores no aprueban su perversa fascinación. Ha de construir su identidad a través de la vergüenza y de la culpa, consciente de lo inapropiado de su fantasía y de que con ella transgrede las normas de género –v.g., de él dicen sus compañeras que se muestra “afeminado”, si bien Steven no lo es especialmente ni se le puede considerar como un protogay, pues ni tiene interés en los chicos ni se viste como una chica. La queeridad de Steven le convierte en un alienado. El mediometraje difícilmente subscribiría la lectura de Freud que fijaba el placer anal sádico por la azotaina como indicativo de una precoz identidad masculina gay ya que Haynes “reinventa la infancia queer como un período de identificaciones culturales fluidas y de rol de género sin visibles traumas sádicos” (Hilderbrand 45). Una transidentificación que también se puede encontrar en niños queer de otros autores gays como en las novelas de James Baldwin o en la filmografía de Terence Davies.

Safe (1995) –ambientada en 1987– prosigue sus investigaciones sobre la identificación que guarda el espectador con el personaje (a pesar de su progresiva deshumanización) sin abandonar “las estructuras cinematográficas a través de las cuales conectamos con ellos” (Wyatt 173). Indagación unida al melodrama, pues Safe trata del vacío existencial de un ama de casa burguesa, Carol White. El público realmente conoce muy poco de ella, no al menos de su identidad interior, íntima, privada. En su lugar se examina el modo en que factores culturales y sociales la construyen: definida por razón de su estatus social (clase alta), entorno vital (barrio residencial), sexo (mujer), apariencia (fragilidad), rol profesional (ama de casa/decoradora) y, sobre todo, por su condición (enferma). Sufre una reacción de rechazo al siglo XX sin que familiares ni médicos, psiquiatras o gurús new age sean capaces de diagnosticar su patología. Un personaje en continua desintegración sin que nadie sepa por qué. ¿Carol enferma por vivir en un universo demasiado confortable? ¿Cómo reacción psicosomática a los productos químicos? ¿Por ser una mujer en un mundo de hombres? ¿Cómo un síntoma general de la crisis de la posmodernidad?, etc. Aunque usualmente se la ha interpretado como una alegoría del sida Safe se relaciona con la obra más emblemática del cine feminista de los años setenta, Jeanne Dielman, 23, Quai du Commerce, 1080 Bruxelles (Chantal Akerman, 1975), escrutinio de la vida de una mujer durante tres días en la que predominaban los planos medios estáticos y el mínimo de emociones –Wanda (Barbara Loden, 1970) ofrecía igualmente una protagonista pasiva e inescrutable. Una estrategia de la exterioridad y la impenetrabilidad como modo de una crítica social y cinematográfica. Safe también se inspiraría en las investigaciones cinematográficas espacio-temporales de Michael Snow así como en los gestos ritualizados de las películas de Alain Resnais y Marguerite Duras. La película, a pesar de su aparente narrativa clásica (posee una estructura lineal) se niega a ofrecerse como un todo coherente: no hay explicaciones pertinentes, Carol White resiste a cualquier interpretación, es un enigma. Negación incrementada al rechazar la película las expectativas de géneros cinematográficos en los que se inscribe – terror y melodrama– así como en el distanciamiento de su puesta en escena. Si la ambientación parece inmaculadamente artificial –fotografiada en ángulos amplios que reducen la actividad humana– el tratamiento del encuadre y del espacio provocan una sensación de distanciamiento gracias al predominio de los planos medios y largos. Estos, ocasionalmente, intentan culminar en un primer plano sin lograrlo pues la cámara se detiene durante su aproximación, cortando abruptamente a la siguiente escena como si la enunciación no quisiera o no pudiera revelar nada de su enunciado, de la vida emocional de Carol. Entre la cámara y su objeto se produce una lejanía que el primer plano, decisivo para la identificación del espectador con las emociones, no puede suturar, ya que si ninguna explicación es posible el primer plano resulta inviable. Carol es un ser extraño, alienado, una víctima que sólo en un lugar aislado, seguro, podrá recobrar su imagen. Julianne Moore la encarna como si fuera otro muñeco de Superstar aunque en Safe la identificación sea mucho más débil, pues la ideología que la permitía ha quedado revelada. El espectador debe decidir entre lo que ve y lo que se le muestra.

Velvet Goldmine (1998) es el proyecto de Haynes menos inclinado a la teoría y, por tanto, supuestamente más accesible. Sin embargo, su yuxtaposición de opulencia visual más una original banda sonora fracasó a la hora de atraer a un público mayoritario. La película asume la idea de la teoría queer de que el Glam Rock fue un período homofílico de la cultura, celebrante de la sexualidad confusa: la homosexualidad, la bisexualidad y el travestismo. Aplauso de una identidad – nunca estabilizada si no descentrada– donde la sexualidad era una performance, en la que no sólo era posible construirse una sexualidad sino una imagen de sí mismo, construirse uno mismo. Y es que el Glam Rock –surgido en Reino Unido a principios de los años setenta (en España se conoció como gay rock)– más que un estilo musical fue un movimiento estético altamente estilizado y excesivo, lleno de glamour: diseños con lentejuelas, boas de plumas, ingente maquillaje, peinados llamativos, etc. En la película un reportero de mediados de los años ochenta intenta encontrar a una figura del glam desaparecida –trasunto de Iggy Pop, Lou Reed y David Bowie. De adolescente había sido un fan de la estrella, viéndose alterada su vida por ello –de nuevo, la familia aparece como un lugar de represión potencial. Ahora, mayor de edad, se ve obligado a confrontarse con su fascinación inicial por medio de entrevistas a personajes de la época, consciente el espectador de que sólo son testimonios recreados. Al final se descubre la nueva identidad de la estrella aunque en sí continúe siendo un enigma. La película imita y alude a las estructuras no tradicionales de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941) y de las obras de Ken Russell, Derek Jarman, Nicholas Roeg o Jim Sherman. Velvet Goldmine se propone como la fantasía/reconstrucción de una época con la intención de repensar la experiencia histórica: “los orígenes de la sexualidad del hombre queer y su relación con la sexualidad de la mujer, de la cultura popular y los movimientos políticos del Glam rock, del Reaganismo e (implícitamente) del activismo queer” (O’Neill 171). La película analiza cómo la cultura popular puede mediar entre las experiencias individuales y las colectivas, cómo la sexualidad puede emerger dentro de la misma. El trauma y el placer de ser seducido por ella. Velvet Goldmine se desplaza de una década dominada por el sida a otra anterior, regida por la promiscuidad y la fluidez de género y apariencias sexuales. Donde los que son diferentes no sólo no eran excluidos sino que alcanzaban la fama. A través del glam Haynes prosigue su interés por escribir la historia gay introduciendo a Oscar Wilde –¡abandonado por unos alienígenas!– como el padre espiritual de la misma. Después llegaría Lejos del cielo (Far from Heaven, 2002).

I’m not there (2007) prologa el interés de Haynes por los iconos de la música pop. Tal como se indica en los títulos de crédito está “inspirada por la música y las muchas vidas de bob dylan”, dejando claro desde el principio que no va a atender a las convenciones del biopic. De hecho, a lo largo de la película el cantante nunca será nombrado por sí mismo y sólo al final aparecerá una imagen real suya de archivo tocando la armónica mientras se va cerrando un primerísimo primer plano sobre él. Seis diferentes actores en pantalla más la voz en off de un séptimo crean siete diferentes personajes –el poeta, el profeta, el fugitivo, el farsante y la estrella además de Jude (innominado en la presentación de cada uno de los anteriores en el prólogo) y el “narrador” (que no lo es en ningún momento)– para retratar las diferentes fases de la carrera de Dylan así como el carácter complejo de alguien que “constantemente está cambiando quién es” (Dawes 60), metamorfoseándose, resistiéndose a explicarse, a que le reduzcan y le simplifiquen. Sólo se puede tener un sentido aproximado de lo que ha hecho durante un cierto momento y renunciar a cualquier premisa que lo ligue con lo precedente o lo posterior. Supone un intento de desafiar las definiciones simples de identidad ya que no existe una única vida sino que constantemente se reemplazan. De igual modo que la película no posee una figura central tampoco tendrá un centro ni progresión narrativa. Esta estará fracturada como una forma de desorientar al espectador, moviéndonos recurrentemente del blanco y negro al color y sin orden cronológico en secuencias yuxtapuestas ágiles y fluidas que, a pesar de su variedad, no tienen por qué ser incoherentes y sí crear cierta consistencia, aunque no necesariamente para el desarrollo de los personajes. Es como si se quisiera que el estilo sostuviera a la película del mismo modo que lo hace la “selección musical” (Jacob Smith 72). Por eso, a pesar de que no posea ningún personaje LGTB –lesbiano, gay, transexual y/o bisexual– es totalmente queer y supone la demostración de que una película puede ser queer aunque no lo sea necesariamente LGTB y viceversa, tal como pasaba con Safe. Si bien es verdad que el personaje de Jude –una figura andrógina al ser interpretado por la actriz Cate Blanchett– puede conectar con la mascarada sexual y social de los de Velvet Goldmine. La película se inicia invitando al espectador a su disección entre bambalinas tras “morir” en un accidente de motocicleta. El título de la película recoge el de una canción descartada del álbum The Basement Tapes, publicado oficialmente en 1975 pero grabado prácticamente en 1967, durante un período de convalecencia de Dylan por un accidente similar el 29 de julio de 1966 que le obligó a tomar una nueva dirección en su vida. Jude es Judas y reaparece casi a la mitad del largometraje en una etapa en la que se haya frente a un abismo, lleno de culpabilidad, de miedo y de desesperanza, liberándole del cautiverio de su público, de ser una especie de gurú mesiánico de la canción protesta. “Bien, hago lo que puedo para ser tal como soy”, declara a un auditorio que le abuchea al interpretar rock. La película no fue muy bien comercialmente. Haynes enumeró cuáles fueron sus referencias intertextuales: “el primer [Jean-Luc] Godard [Masculino Femenino (Masculin Féminin, 1966)] para la historia [de su enamoramiento en una cafetería de Nueva York] de Robbie [la estrella]; los westerns hippies de finales de los sesenta y los iniciales de los setenta para Billy [el fugitivo, v.g., Pat Garrett y Billy el niño (Pat Garret & Billy the Kid, Sam Peckinpah, 1973) o Los vividores (Mc. Cabe and Mrs. Miller, Robert Altman, 1971)]; el minimalismo experimental en blanco y negro para Arthur [el poeta]; los cineastas izquierdistas de estudio –desde Un rostro en la multitud [Face in the Crowd, Elia Kazan, 1957] a Esta tierra es mi tierra [Bound for Glory, Hal Ashby, 1976]– para Woody [el farsante]” (Mac Donald 64). Lista a la que podría añadirse en relación a Jude Ocho y medio (Otto e Mezzo, Federico Fellini, 1963), para mostrar que está atrapado en una situación de asfixia y de claustrofobia; el documental sobre la gira británica de Dylan en 1965 Don’t Look Back (D.A. Pennebaker, 1967) o las cintas de la Factoría Warhol. Igualmente se ha mencionado al fotógrafo Gordon Willis en los thrillers políticos de Alan J. Pakula Klute (1971) y El último testigo (The Parallax View, 1974), que también influirá en su próximo proyecto.

Mildred Pierce (2011) es una miniserie de cinco capítulos para HBO –pionera de las series de calidad como Bajo escucha (The Wire, 2002-2008) o Juego de Tronos (Game of Thrones, 2011–)–, cadena que puso por encima la autoría de la misma –“a film by Todd Haynes”– más que destacar su sello propio. La nueva adaptación resulta más fiel en argumento y diálogos a la novela homónima (1941) de James M. Cain que la primera versión, Alma en suplicio (Mildred Pierce, Michael Curtiz, 1945), y “parece sugerir una crisis de la masculinidad” (Stevens 23) provocada tras el derrumbamiento económico de 1929 (trayendo ecos con la crisis bancaria de 2008) y articular cierto “feminismo naciente” (Bergfelder, Street 374). Pues aunque se ambientaba en la década de los treinta se publicó ya iniciada la Segunda Guerra Mundial, en un tiempo de mayores oportunidades financieras y sociales para las mujeres debido a que los hombres se encontraban en el frente. La crisis contribuirá al ascenso de Mildred como exitosa mujer de negocios aunque no será la causa de su caída. A diferencia de la película –afín al cine negro– la miniserie no contiene flashbacks ni voz en off, es en color y da más preeminencia a la carrera musical de la hija de Mildred, Veda, soprano de coloratura. Si en la película se hacía explícito que el amor obsesivo de la madre había convertido a su hija en una especie de monstruo y originado los trágicos sucesos –“Es culpa tuya si soy así”, la espeta la hija y el comisario remata a la madre, “Ud. quería cargar con la culpa”– esto está ausente tanto de la novela como de la miniserie, donde las convenciones del melodrama maternal prevalecen –y así “recuerda al mito griego de Deméter y Perséfone” (Cook 378). La miniserie se centra en la soledad y el sufrimiento emocional de Mildred (elidiendo el deseo incestuoso por su hija a pesar de que la bese en los labios) y cada escena (Mildred aparecerá en casi todas) se cuenta desde su perspectiva, privilegiando su punto de vista para generar empatía con el personaje, el cual, “permanece como una víctima de fuerzas que no comprende” (Cook 381) sin reconocer que haya sido parte activa en los hechos. No habrá clausura propiamente dicha, acentuada porque se propone como una narrativa circular, ya que Mildred termina donde comenzó. Pero aunque la miniserie se sirva de una sencilla narrativa cronológica así como del realismo psicológico o utilice la luz natural para producir verosimilitud de igual modo que lo hace el vestuario para “parecer históricamente exacta y auténtica” (Bruzzi 401), muy lejos de la estética estilizada e hiperbólica que había caracterizado a Haynes, quizá impropia para los hogares televisivos, ese naturalismo sólo es aparente y queda trasfigurado por una estrategia formal contemplativa que privilegia un copioso uso de reflejos en espejos y ventanas así como de reencuadres dentro de plano –i.e., a través de marcos– que restringen la visión y hacen difícil interpretar las relaciones espaciales y, por derivación, implica que los espectadores estamos también limitados en lo que somos capaces de ver al darse más prominencia al escenario y a los objetos –la pantalla se llena con detalles en los que la cámara se detiene deleitosa– que a las personas, preguntándonos si podemos confiar en lo que creemos comprender. De este modo se posiciona al espectador como un mirón, un voyeur que debe escrutar obsesivamente lo que advierte –v.g., resaltado por los zooms de aproximación lenta. Este mecanismo es acorde a la observación tranquila que necesita el melodrama y un equivalente a la paciente narración –que transcurre a lo largo de nueve años– de la atención al detalle del día a día de su heroína. Y a la vez produce el sentido de que los personajes están limitados por su entorno así como puede traer implicaciones de representación de la exclusión social ya que Mildred es una intrusa dentro del mundo privilegiado al que intenta aspirar. “La estética de la exclusión es una estrategia estilística asociada con la obra de Haynes” (Cook 386) y así apela a la sensibilidad queer, tal como se aprecia igualmente en el empleo de la música de la época. Uno podría esperar que su uso fuera diegético pero no siempre se descubre por qué ha sido acomodada –v.g., las letras de las canciones son demasiado genéricas y las alusiones tan vagas que aunque puedan hacer contacto con lo que vemos su ligazón nunca es lo suficientemente fuerte–quedando sólo un aroma de época “que corresponde a la idea de que la serie evoca más que recrea su mundo” (Heldt 407).

Carol (2015) –en súper 16 mm– ha recibido una entusiasta aceptación crítica y popular siendo votada la mejor película LGTB de todos los tiempos5. En ella prolonga las estrategias de Mildred Pierce “mirando a través de ventanas interiores o de quicios para separar o distanciar a los personajes, resultando la cámara elaboradamente vigilante” (Stables 69) a través de elegantes arquitecturas dentro de plano como motivo visual del estatus marginal de sus protagonistas a la par que intensifica los objetos, apegándose a los mismos y multiplicando los gestos de fetichismo en consonancia con los hechos insignificantes que relata. Pues en Carol las protagonistas están despolitizadas en tanto sujetos amorosos. A pesar de las pinceladas del contexto histórico –el marido [interpretado por Kyle Chandler, el marido ideal según aparecía en la televisiva Friday Night Lights (2006-2011)] no acepta el lesbianismo de su esposa y la chantajea con las leyes que la criminalizan, obligándola a reorientarse mediante terapia– las protagonistas no se encuentran alienadas respecto a las fuerzas de una sociedad que intenta reprimirlas y sí son capaces de poner sus propios deseos por encima de la presión. Frente a los usuales personajes del melodrama los de Carol sí son agentes libres que pueden controlar su destino y dejar de estar entrampadas, superar el sufrimiento aunque su amor deba permanecer oculto respecto a las normas sociales. Esto se escenifica ya desde el inicio, pues allí donde terminaba Lejos del cielo –en una Estación de Tren– en Carol aparece en miniatura. ¿Ironía o honestidad de que aquí nos vamos a encontrar con otra clase de producto? Para un autor tan consciente como Haynes seguro que ambas cosas. Pues a pesar de que ambas películas estén ambientadas en el mismo marco histórico –Carol 1952/1953– no forman una especie de díptico o de complemento y en ello tiene mucho que ver que esta sea más sobria por cuestiones de punto de vista pues, según Haynes, “La identificación no es el modo sirkiano… [con Sirk] somos introducidos fuera de cualquier experiencia privilegiada de los personajes y vemos a las fuerzas sociales ejerciendo por sí mismas” (Gilbey 18). Carol privilegia la emoción y los sentimientos –la identificación– movilizando el clisé del amor a primera vista, el cual “depende de la consideración de que el deseo es autónomo, espontáneo y no socialmente producido” (Aguilera 103). Es decir, la falacia y la ilusión de que el amor es estar solos en el mundo cuando es imposible que resulte nunca así. Se trata de una película sobre el enamoramiento, sobre las inseguridades y los gozos de los amantes e intenta apropiarse del devenir, de las tensiones del “discurso amoroso” – mediante miradas anhelantes, imágenes frías– que, según Barthes “parece seguir tres etapas (o tres actos): está en primer lugar, instantánea, la captura (soy raptado por una imagen); viene entonces una serie de encuentros (citas, conversaciones telefónicas, cartas, pequeños viajes), en el curso de los cuales ‘exploro’ con embriaguez la perfección del ser amado, es decir la adecuación inesperada de un objeto a mi deseo: es la dulzura del comienzo, el tiempo propio del idilio. Ese tiempo feliz toma su identidad (su clausura) de que se opone (al menos en el recuerdo) a la ‘secuela’: la ‘secuela’ es el largo reguero de sufrimientos, heridas, angustias, desamparos, resentimientos, desesperaciones, penurias y trampas de que soy presa” (1997, 107). Todas ellas se muestran a lo largo de la película pues, después de todo, la genealogía del deseo es siempre la historia de las identificaciones del sujeto. Pero no se trata de una mirada condescendiente. Se basa en la novela homónima de Patricia Highsmith –publicada en 1952 como The Price of Salt y bajo el seudónimo de Claire Morgan–, una de las más importantes de los años cincuenta al valorar claramente la relación entre dos mujeres en vez de que opten por la vía recta y se conformen con la desdicha. Según la autora vendió cerca de un millón de ejemplares y su atractivo residía en que eran “dos personas del mismo sexo que se enamoraban, que sobrevivían al final y con una razonable dosis de esperanza en un futuro feliz” (Highsmith 315). “Antes de este libro, en las novelas estadounidenses, los hombres y las mujeres homosexuales tenían que pagar por su desviación cortándose las venas, ahogándose en una piscina, abandonando su homosexualidad (al menos, así lo afirmaban), o cayendo en una depresión infernal” (Highsmith 12). La adaptación es de Phyllis Nagy, aclamada autora de obras teatrales lesbianas, quien aportó al guión el punto de vista de la madura Carol –glamorosa, teatral, casi una vampira depredadora– ya que la novela estaba escrita desde el de Therese –viste y peina como una niña– y así queda más diluido quién es el sujeto y quién el objeto amado. Ninguna tampoco puede ser adscrita ni se reconoce en el estereotipo de la pareja marimacho/muñequita (butch/femme). Carol se inicia tras un indeterminado flashback que se inspira en la primera secuencia de Breve encuentro (Brief Encounter, David Lean, 1945), la “joya” del cine romántico, donde la relación adúltera entre un hombre y una mujer ordinarios se convertía en una incontenible historia de amor. En ambas películas un personaje muy marginal dentro de la trama –y que nada sabía de la misma– interrumpía el reencuentro de los enamorados a punto de decidir si continuaban juntos o dejaban de verse para siempre. Al final, tras la aceptación silenciosa de Therese a la propuesta de Carol –separadas por montaje– “no hay garantía de que la pareja sostendrá su relación. En vez de ello, como los primeros planos sobre la maqueta del tren, el final promete nuevos ciclos de deseo y de pérdida” (White 17). Como diría la protagonista de Breve encuentro –ella cuenta entre lágrimas y en voz en off la confesión de su propia historia: “Nada dura en realidad. Ni la felicidad ni la desesperación.” Se pudiera pensar que al no poseer Carol ese exceso de puesta en escena, esa audacia formal que ha dominado su filmografía, Haynes se hubiera alejado del underground en favor del mainstream. Pero, ¿por qué no entenderlo como un director que no quiere ser encasillado, ser predecible –como le pasaba al Dylan de I’m not there–, cómo un reflejo de la búsqueda de su libertad cinematográfica dentro de esa incógnita región cuyos confines son lo queer?

1 La traducción al castellano de la bibliografía utilizada en inglés es responsabilidad del autor de este libro.

2 Cine comercial, mayoritario, convencional, tradicional. Mainstream literalmente significa la “corriente dominante”.

3Straight frente a queer significa derecho, directo. El término describe con frecuencia una norma –en oposición a la desviación respecto a ella– o un estado simple, elemental, primitivo –por oposición a un estado complejo (Tavernier, Coursodon 1.166).

4 Producciones independientes de presupuesto modesto que ponen el acento en la violencia, el horror y/o el sexo –cuando el contenido era más específicamente erótico se denominaban sexploitation. Estas cintas son productos puramente comerciales, con un material publicitario sensacionalista y a menudo limitadas a circuitos de explotación secundaria (Tavernier, Coursodon 1.163).

5 Lista elaborada por los expertos del festival BFI de Londres (24 March 2016). Consultada el 11 de abril de 2016 <http://www.bfi.org.uk/news-opinion/news-bfi/features/30-best-lgbt-films-all-time>

Todd Haynes

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