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DEMASIADO TIEMPO

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Sesenta segundos en un minuto, sesenta minutos en una hora, veinticuatro horas en un día, siete días en una semana, cincuenta y dos semanas en un año. Reacher hizo un cálculo mental aproximado y le dio poco más de treinta millones de segundos en un intervalo de doce meses. Tiempo en el cual se cometerían cerca de diez millones de delitos relevantes sólo en Estados Unidos. Más o menos uno cada tres segundos. Nada raro. Ver que uno se produzca justo enfrente tuyo, de cerca y personal, no era inherentemente improbable. La ubicación importaba, claro. Los delitos iban adonde la gente iba. Las probabilidades eran mejores en el centro de una ciudad que en el medio del campo.

Reacher estaba en una ciudad vaciada en Maine. No cerca de un lago. No en la costa. Nada que ver con langostas. Pero érase una vez que había sido buena para algo. Eso estaba claro. Las calles eran anchas y los edificios de ladrillo. Tenía un aire de prosperidad perdida. Las que tal vez antes habían sido grandes tiendas eran ahora negocios de todo por un dólar. Pero no era todo oscuro. Esos negocios de todo por un dólar movían al menos algo de dinero. Había un café de franquicia. Había mesas afuera. Las calles estaban casi atestadas. El clima ayudaba. El primer día de primavera y el sol radiante.

Reacher dobló en una calle tan ancha que la habían cerrado al tráfico y la habían bautizado como plaza. Había mesas de bar frente a deslucidos edificios rojos a ambos lados, y quizás treinta personas paseando en el espacio entremedio. Reacher primero vio la escena de frente, con la gente delante de él, repartida de manera aleatoria. Más tarde se dio cuenta de que los que más importaban habían formado una figura perfecta, como una T mayúscula. Él estaba en la base, mirando hacia arriba, y cuarenta metros más allá, en la barra de la T, había una mujer joven caminando en ángulo recto por su campo de visión, de derecha a izquierda delante de él, cruzando la ancha calle directo de una vereda a la otra. Tenía un bolsito de tela colgado del hombro. La tela parecía de gramaje medio, y era de color natural, pálida contra su remera oscura. Ella tenía quizás veinte años. O incluso menos. Podría haber llegado a tener dieciocho. Caminaba despacio, la mirada en alto, disfrutando del sol en la cara.

Entonces desde el extremo izquierdo de la barra, y mucho más rápido, apareció corriendo un chico, de frente hacia ella. Edad parecida. Zapatillas, pantalón negro ajustado, buzo con capucha. Agarró el bolso de la mujer y se lo arrancó del hombro. Ella quedó desparramada, la boca abierta con algún tipo de exclamación incrédula. El chico de la capucha se calzó el bolso bajo el brazo como una pelota de fútbol americano e hizo una finta hacia la derecha y salió corriendo por el tallo de la T, derecho hacia donde estaba Reacher en la base.

Entonces desde el extremo derecho de la barra aparecieron dos hombres de traje, caminando en la misma dirección de vereda a vereda que había caminado la mujer. Estaban unos veinte metros atrás de ella. El delito tuvo lugar justo enfrente de ellos. Reaccionaron como reacciona la mayoría de las personas. Se quedaron quietos por un instante y después se dieron vuelta y miraron cómo se escapaba el muchacho, y levantaron los brazos de manera animada pero incoherente, y gritaron algo que podría haber sido ¡Ey!

Entonces empezaron a perseguirlo. Como si hubiese sonado el disparo de largada. Corrieron fuerte, las rodillas bombeando, flameando el faldón de los abrigos. Policías, pensó Reacher. Tenían que ser. Por la coordinación tácita. Ni siquiera se miraron. ¿Quién más reaccionaría así?

A cuarenta metros de distancia la joven mujer se volvió a poner de pie de prisa y se fue corriendo.

Los policías seguían acercándose. Pero el chico del buzo negro estaba diez metros por delante de ellos, y corriendo mucho más rápido. No lo iban a atrapar. No había manera. Sus números relativos eran negativos.

Ahora el chico estaba a veinte metros de Reacher, esquivaba hacia la izquierda, hacia la derecha, corría por donde nadie obstruía el terreno. A tres segundos de distancia. Con un hueco obvio enfrente suyo. Ahora a dos segundos de distancia. Reacher se movió hacia la derecha, un paso. Ahora a un segundo de distancia. Otro paso. Reacher golpeó al chico con la cadera y lo volteó y el chico se deslizó por el piso en un enredo de manos y piernas. El bolsito de tela voló por el aire y el chico se raspó y rodó por otros tres metros, y entonces llegaron los hombres de traje y se le fueron encima. Una pequeña multitud se apretó alrededor. El bolso de tela había tocado tierra a un metro de los pies de Reacher. Tenía un cierre en la parte de arriba, bien cerrado. Reacher se agachó para agarrarlo, pero después lo pensó mejor. Mejor no tocar la evidencia, dejarla como estaba. Se alejó un paso. Al lado de él se juntaron más espectadores.

Los policías sentaron al chico, aturdido, y le esposaron las manos detrás de la espalda. Un policía hizo guardia y el otro pasó por encima y levantó el bolso de tela. Parecía desinflado y sin peso y vacío. Colapsado. Como si no tuviera nada adentro. El policía escaneó las caras a su alrededor y miró a Reacher. Sacó una billetera del bolsillo de atrás y la abrió con un veloz y practicado movimiento de muñeca. Había un documento detrás de una ventana de plástico lechoso. Detective Ramsey Aaron, departamento de policía del condado. En la foto estaba el mismo tipo, un poco más joven y mucho menos agitado.

—Muchas gracias por estar ayudándonos con eso –dijo Aaron.

—De nada –dijo Reacher.

—¿Vio exactamente lo que pasó?

—Creería que sí.

—Entonces voy a necesitar que firme la declaración de testigo.

—¿Vio que la víctima se fue corriendo?

—No, no lo vi.

—Parecía estar OK.

—Bueno saberlo –dijo Aaron–. De todas formas vamos a necesitar que firme la declaración.

—Ustedes estuvieron más cerca de todo que yo –dijo Reacher–. Pasó justo enfrente de ustedes. Firmen su propia declaración.

—Francamente, señor, va a tener más valor si viene de una persona común. Alguien del público, quiero decir. A los jurados no siempre les gustan los testimonios de la policía. Un signo de los tiempos.

—En algún momento fui policía.

—¿Dónde?

—En el Ejército.

—Entonces usted es incluso mejor que una persona común.

—No me voy a poder quedar para un juicio –dijo Reacher–. Estoy de paso. Tengo que seguir viaje.

—No va a haber juicio –dijo Aaron–. Si tenemos un testigo presencial en el registro, que es además un veterano militar, con experiencia en las fuerzas de seguridad, la defensa lo va a declarar culpable. Simple aritmética. Sumas y restas. Como cuando se quiere sacar un préstamo. Así es como funciona ahora.

Reacher no dijo nada.

—Diez minutos de su tiempo –dijo Aaron–. Vio lo que vio. ¿Qué es lo peor que podría pasar?

—OK –dijo Reacher.

Fueron más de diez minutos, incluso al principio. Se quedaron ahí y esperaron a un patrullero que viniera a llevarse al chico a la comisaría. Eventualmente apareció, acompañado por una ambulancia de los bomberos, para chequear los signos vitales del chico. Para declararlo apto para el procesamiento. Para evitar bajo custodia una muerte sin explicación. Y todo eso llevó tiempo. Pero al final el chico se subió al asiento de atrás y los uniformados a los de adelante y el auto partió. Los curiosos se volvieron a dispersar. Reacher y los dos policías quedaron ahí solos.

El segundo policía dijo que su nombre era Bush. Ninguna relación con los Bush de Kennebunkport. También detective del condado. Dijo que el auto estaba estacionado en la calle pasando la esquina más lejana de la plaza. Señaló. Allá donde había empezado el paseo al sol que tenían planeado. Los tres empezaron a caminar en esa dirección. Hacia arriba por el tallo de la T, después un giro a la derecha sobre la barra, los policías desandando sus pasos, Reacher siguiendo a los policías.

—¿Por qué escapó la víctima? –dijo Reacher.

—Supongo que eso es algo que tendremos que resolver –dijo Aaron.

El auto era un viejo Crown Vic, deteriorado pero no destruido. Limpio pero no reluciente. Reacher subió atrás, lo que no le molestó, porque era un sedán común. Sin separador a prueba de balas. Sin implicaciones. Y el mejor espacio de todos para las piernas, sentado de costado, la espalda contra la puerta, algo que hizo contento, porque pensó que el compartimiento de atrás de un auto de policía difícilmente se abriría de manera espontánea por una moderada presión interna. Estaba seguro de que los diseñadores lo habrían tenido en cuenta.

El viaje fue corto, hasta una deprimente estructura baja de hormigón en el límite de la ciudad. En el techo había unas antenas altas y otras parabólicas. Tenía un estacionamiento con tres sedanes no identificables y un solitario patrullero blanco y negro, todos estacionados en línea, más unos otros diez espacios vacíos, y en un rincón más allá los restos destruidos de un SUV azul. El detective Bush entró y estacionó en el lugar que decía D2. Los tres se bajaron. El débil sol primaveral persistía ahí en lo alto.

—Sólo para que lo sepa –dijo Aaron–. Mientras menos invirtamos en los edificios, más podemos invertir en atrapar a los malos. Es una cuestión de prioridades.

—Suena como el alcalde –dijo Reacher.

—Buena suposición. Era un concejal dando un discurso. Palabra por palabra.

Entraron. El lugar no estaba tan mal. Reacher había circulado por edificios públicos toda su vida. No necesariamente los elegantes palacios de mármol del DC, sino los estropeados y mugrientos lugares donde en verdad se gobierna. Y los policías del condado estaban más o menos en la mitad de arriba de la escala, en lo que respecta a entornos lujosos. Su principal problema era un techo bajo. Que era pura mala suerte. Incluso los arquitectos de obras públicas sucumben a veces a la moda, y en aquel entonces, cuando atómico era una palabra fuerte, por un breve período favorecieron las estructuras brutalistas de hormigón grueso, como si al público de los años cincuenta lo pudiera tranquilizar que las fuerzas del orden estuvieran protegidas por instalaciones de apariencia antinuclear. Pero fuera cual fuera la razón, la mentalidad estilo bunker solía expandirse hacia dentro, y daba como resultado espacios estrechos y sofocantes. Que eran el único problema real que tenía la comisaría de la policía del condado. El resto estaba bastante bien. Básico, quizás, pero un tipo inteligente no lo querría mucho más complicado. Parecía un lugar OK para trabajar.

Aaron y Bush guiaron a Reacher hasta un cuarto de interrogatorio en un pasillo paralelo al recinto de los detectives.

—¿No vamos a hacer esto en el escritorio de ustedes? –dijo Reacher.

—¿Como en los programas de televisión? –dijo Aaron–. No está permitido. Ya no más. No desde el 11-S. Nada de ingresos no autorizados a las oficinas de brigada. Usted no está autorizado hasta que su nombre no aparezca como testigo en un documento oficial impreso. Y el suyo todavía no apareció, obviamente. Además de que nuestro seguro funciona mejor acá. Signo de los tiempos. Si se llegara a resbalar y caer, preferiríamos que hubiera una cámara en el cuarto, para poder demostrar que en ese momento no estábamos cerca de usted.

—Comprendido –dijo Reacher.

Entraron. Era una instalación estándar, quizás todavía más opresiva por una sensación como encorvada y comprimida, provocada por las obvias miles de toneladas de hormigón todo alrededor. El revestimiento estaba sin terminar, pero lo habían pintado tantas veces que estaba liso y terso. El color era un verde pálido estatal, poco favorecido por las lámparas de bajo consumo. El aire parecía viciado. Había un espejo grande en la pared del fondo. Sin dudas una ventana unidireccional.

Reacher se sentó de cara al espejo, del lado del malo de una mesa rectangular, enfrente de Aaron y Bush, que tenían blocs de notas y un manojo de biromes. Primero Aaron le advirtió a Reacher que se estaba grabando tanto audio como video. Después Aaron le preguntó a Reacher su nombre completo, y su número de Seguridad Social, todo lo cual Reacher facilitó verazmente, porque ¿por qué no? Después Aaron le pidió su dirección actual, lo que inició todo un gran debate.

—Sin domicilio fijo –dijo Reacher.

—¿Eso qué significa? –dijo Aaron.

—Lo que dice. Es una forma verbal conocida.

—¿No vive en ningún lado?

—Vivo en muchos lugares. Una noche a la vez.

—¿Como en una casa rodante? ¿Está jubilado?

—Ninguna casa rodante –dijo Reacher.

—En otras palabras está en situación de calle.

—Pero voluntariamente.

—¿Eso qué significa?

—Me muevo de un lugar a otro. Un día acá, un día allá.

—¿Por qué?

—Porque me gusta.

—¿Como un turista?

—Supongo.

—¿Dónde está su equipaje?

—No uso.

—¿No tiene nada?

—Vi un librito en un local del aeropuerto. Aparentemente es bueno que nos deshagamos de lo que no nos da alegría.

—¿Entonces tira sus cosas?

—Ya no tengo nada. Resolví esa parte hace años.

Aaron miró su bloc de notas, inseguro. Dijo:

—¿Entonces cuál sería la mejor palabra para usted? ¿Vagabundo?

—Itinerante. Repartido. Pasajero. Episódico.

—¿Fue licenciado de las fuerzas armadas con algún tipo de diagnóstico?

—¿Afectaría eso mi credibilidad como testigo?

—Ya le dije, es como cuando se quiere sacar un préstamo. No tener domicilio fijo es malo. TEPT sería peor. El abogado defensor podría especular sobre su fiabilidad potencial en el estrado. Le podrían bajar uno o dos puntos.

—Estuve en el 110 de la Policía Militar –dijo Reacher–. No le tengo miedo al TEPT. El TEPT me tiene miedo a mí.

—¿Qué era el 110 de la Policía Militar?

—Una unidad de elite.

—¿Hace cuánto que está afuera?

—Más de lo que estuve adentro.

—OK –dijo Aaron–. Pero no me toca decidir a mí. Ahora se trata de números, puro y simple. Los juicios se desarrollan adentro de laptops. Software especial. Diez mil simulaciones. La tendencia mayoritaria. Un par de puntos para alguno de los dos lados podría ser crucial. No tener domicilio fijo no es ideal, incluso sin nada más que eso.

—Tómenlo o déjenlo –dijo Reacher.

Lo tomaron, tal como Reacher sabía que sucedería. Nunca podrían tener demasiado. Siempre podrían perder algo de eso después. Perfectamente normal. Mucho trabajo bien hecho echado a perder, incluso en casos exitosos cantados. Así que repasó lo que había visto, con cuidado, coherentemente, de manera completa, de principio a fin, de izquierda a derecha, de cerca y de lejos, y después los tres estuvieron de acuerdo en que eso debía haber sido más o menos todo. Aaron mandó a Bush a que se encargara de tipiar e imprimir el audio, listo para la firma de Reacher. Bush salió de la sala, y Aaron dijo:

—Gracias una vez más.

—De nada una vez más –dijo Reacher–. Ahora cuénteme su interés.

—Como usted vio, sucedió justo enfrente nuestro.

—Lo que estoy empezando a pensar que es la parte interesante. Digo, ¿cuáles son las probabilidades? El detective Bush estacionó en el lugar D2. Lo que significa que es el número dos en la brigada de detectives. Pero él condujo el auto y ahora le está haciendo los mandados. Lo que significa que usted es el número uno en la brigada de detectives. Lo que significa que los dos nombres más importantes en la división más glamorosa de todo el departamento de la policía del condado justo estaban paseando al sol a veinte metros de una chica a la que justo le robaron.

—Coincidencia –dijo Aaron.

—Yo creo que la estaban siguiendo –dijo Reacher.

—¿Por qué piensa eso?

—Porque no parece que les importe lo que le pasó a ella después. Probablemente porque saben quién es. Saben que va a volver pronto, para contarles todo. O saben dónde encontrarla. Porque la están chantajeando. O es una agente doble. O quizás es una de ustedes, trabajando de manera encubierta. Sea cual sea, confiaron en que se arreglara sola. No les preocupa. Es el bolso de tela lo que les interesa. Le robaron violentamente, pero ustedes persiguieron al bolso, no a ella. Quizás el bolso es importante. Aunque no veo cómo. A mí me pareció que estaba vacío.

—Suena como que hay una gran conspiración en curso, ¿no?

—Esas son sus palabras –dijo Reacher–. Usted me agradeció por mi ayuda. ¿Mi ayuda en qué exactamente? ¿Una emergencia espontánea de un instante? No creo que usted hubiera usado esa frase. Habría dicho wow, qué locura, ¿eh? O algún equivalente. O simplemente habría levantado las cejas. Como un gesto cómplice, o como para romper el hielo. Como si fuéramos sólo dos tipos charlando. Pero en vez de eso usted me agradeció de manera bastante formal. Dijo: Muchas gracias por estar ayudándonos con eso.

—Estaba intentando ser amable –dijo Aaron.

—Pero yo creo que ese tipo de formalidad necesita una incubación más prolongada –dijo Reacher–. Y usted dijo con eso. ¿Con qué? Para que usted internalizara algo como eso, creo que necesitaría ser un poco más viejo que un instante. Necesitaría estar previamente establecido. Y usted utilizó un tiempo continuo. Dijo que yo los estaba ayudando. Lo que implica que hay algo en marcha. Algo que existía antes de que el chico arrebatara el bolso y que seguirá después. Y usted usó el pronombre plural. Dijo gracias por ayudarnos. Usted y Bush. Con algo que ya es de ustedes, con algo que ustedes manejan, y que se salió un poquito de pista, pero finalmente el daño no fue tan malo. Creo que fue ese tipo de ayuda el que usted me estaba agradeciendo. Porque usted se sintió extremadamente aliviado. Podría haber sido mucho peor, si el chico se hubiese escapado, quizás. Que es el motivo por el cual usted dijo muchas gracias. Que fue demasiado sentido para un robo trivial. Parecía más importante para usted.

—Estaba siendo amable.

—Y creo que mi declaración como testigo es sobre todo para el jefe de policía y los concejales, no un juego de computadora. Para mostrarles que no fue culpa de ustedes. Para mostrarles que no fueron ustedes los que casi arruinan algún tipo de operación de largo plazo. Por eso querían a una persona normal. Cualquier tercero estaba bien. De otro modo lo único que iban a tener era su propio testimonio, en nombre de ustedes. Usted y Bush, cuidándose las espaldas.

—Estábamos paseando.

—Ni siquiera se miraron. No lo pensaron dos veces. Simplemente salieron a perseguir ese bolso. Habían estado pensando en ese bolso todo el día. O toda la semana.

Aaron no respondió, y ya no hubo oportunidad de discutirlo, porque en ese momento la puerta se abrió y se asomó una cabeza diferente. Le hizo un gesto a Aaron para decirle algo. Aaron salió y la puerta se cerró con un clic detrás de él. Pero antes de que Reacher pudiera preocuparse por si estaba trabada o no, se abrió de nuevo, y Aaron asomó la cabeza y dijo:

—El resto de la entrevista va a quedar en manos de otros detectives.

La puerta se volvió a cerrar.

Se volvió a abrir.

El tipo que había asomado la cabeza la primera vez iba adelante. Detrás de él iba un tipo parecido. Ambos tenían el aspecto de personajes clásicos de Nueva Inglaterra de fotos históricas blanco y negro. Producto de muchas generaciones de sacrificio y trabajo duro. Ambos eran esbeltos y fibrosos, todo nervios y ligamentos, casi demacrados. Iban vestidos con pantalones chinos, camisa a cuadros y abrigo deportivo azul. Estaban rapados. Sin intención de estilo. Pura funcionalidad. Dijeron que trabajaban en la Administración para el Control de Drogas de Maine. Una organización estatal. Dijeron que las investigaciones a nivel del estado pesaban más que las investigaciones a nivel del condado. De ahí que se habían apropiado de la entrevista. Dijeron que tenían preguntas acerca de lo que Reacher había visto.

Se sentaron en las sillas que habían dejado libres Aaron y Bush. El de la izquierda dijo que se llamaba Cook, y el de la derecha dijo que se llamaba Delaney. Pareció como que él era el líder del equipo. Parecía preparado para llevar la charla. Acerca de lo que Reacher había visto, volvió a decir. Nada más. Nada de que preocuparse.

Pero después dijo:

—Primero necesitamos más información sobre un aspecto en particular. Creemos que nuestros colegas del condado lo pasaron un poco por alto. Apenas lo tocaron, entendiblemente tal vez.

—¿Apenas tocaron qué?

—¿En qué estaba pensando exactamente, en términos de intención, cuando volteó al chico?

—¿En serio?

—Con sus propias palabras.

—¿Cuántas?

—Las que necesite.

—Estaba ayudando a los policías.

—¿Nada más?

—Vi el delito. El responsable iba huyendo derecho hacia mí. Corría más rápido que sus perseguidores. No tenía dudas acerca de su inocencia o su culpabilidad. Así que me le crucé en el camino. Ni siquiera se lastimó mucho.

—¿Cómo supo que los dos hombres eran policías?

—Primeras impresiones. ¿Me equivoqué o no?

Delaney hizo una pausa.

Luego dijo:

—Ahora dígame lo que vio.

—Estoy seguro de que estaban escuchando, la primera vez.

—Estábamos escuchando –dijo Delaney–. También cuando la conversación continuó después, con el detective Aaron. Después de que se fuera el detective Bush. Parece que vio más de lo que puso en su declaración de testigo. Parece que vio algo acerca de una operación de más largo plazo.

—Eso era una especulación –dijo Reacher–. No tenía nada que hacer en una declaración de testigo.

—¿Por una cuestión ética?

—Supongo.

—¿Es usted una persona ética, señor Reacher?

—Hago lo que puedo.

—Pero ahora se puede despachar. La declaración ya está hecha. Ahora puede especular a gusto. ¿Qué vio?

—¿Por qué me pregunta a mí?

—Podríamos estar teniendo un problema. Usted podría ser capaz de ayudar.

—¿Cómo podría ayudar?

—Usted fue policía militar. Sabe cómo funcionan estas cosas. Visión de conjunto. ¿Qué fue lo que vio?

—Imagino que vi a Aaron y a Bush siguiendo a la chica del bolso de tela –dijo Reacher–. Alguna clase de operación de vigilancia. Vigilancia del bolso, principalmente. Cuando pasó lo que pasó ignoraron a la chica completamente. La mejor suposición, quizás la chica tenía que entregarle el bolso a un sospechoso todavía no identificado. En una etapa posterior. En otro lugar. Como una entrega o un pago. Quizás era importante observar la transacción misma. Quizás el sospechoso no identificado es el último eslabón de la cadena. De ahí el alto nivel de los testigos oculares. O lo que fuera. Salvo que el plan fracasó porque el destino intervino en la forma de un carterista ocasional. Pura mala suerte. Pasa en las mejores familias. Y no es para tanto. Lo pueden hacer de vuelta mañana.

Delaney negó con la cabeza:

—Estamos en aguas turbias. La gente como con la que estamos tratando en este caso, si faltas a un encuentro, para ellos estás muerto. Esto está terminado.

—Entonces lo lamento –dijo Reacher–. Así es la vida. Lo mejor va a ser olvidarse del tema.

—Para usted es fácil decirlo.

—No es mi problema –dijo Reacher–. Yo soy sólo alguien que está de paso.

—De eso también tenemos que hablar. ¿Cómo nos podemos contactar con usted, en caso de que lo necesitemos? ¿Tiene un teléfono celular?

—No.

—¿Y cómo se contacta con usted la gente?

—No se contacta.

—¿Ni siquiera familia y amigos?

—No me queda familia.

—¿Tampoco amigos?

—No de los que se llaman por teléfono cada cinco minutos.

—¿Quién sabe entonces dónde está usted?

—Yo lo sé –dijo Reacher–. Con eso alcanza.

—¿Está seguro?

—Todavía no he necesitado que me rescaten.

Delaney asintió. Dijo:

—Volvamos a lo que vio.

—¿Qué parte?

—Todo. Quizás todavía no terminó. ¿Podría haber otra interpretación?

—Todo es posible –dijo Reacher.

—¿Qué tipo de cosa podría ser posible?

—Solían pagarme por este tipo de conversación.

—Le podríamos dar a cambio una taza del café del condado.

—Trato hecho –dijo Reacher–. Negro, sin azúcar.

Cook fue a buscarlo, y cuando volvió Reacher bebió un sorbo y dijo:

—Gracias. Pero en conjunto creo que fue probablemente un hecho casual.

—Use su imaginación –dijo Delaney.

—Usen la suya –dijo Reacher.

—OK –dijo Delaney–. Supongamos que Aaron y Bush no sabían dónde o cuándo o quién o cómo, pero eventualmente esperaban ver que el bolso pasara a manos de otra persona.

—OK, supongamos –dijo Reacher.

—Y quizás eso es exactamente lo que vieron. Sólo que un poco antes de lo esperado.

—Todo es posible –volvió a decir Reacher.

—Tenemos que suponer discreción y medidas clandestinas por parte de los malos. Quizás arreglaron un encuentro falso y planearon hacerse con el bolso en el camino. Para generar sorpresa e imprevisibilidad. Que es siempre la mejor manera de eludir la vigilancia. Quizás incluso estaba ensayado. Según usted la chica lo entregó sin demasiado esfuerzo. Usted dijo que ella cayó sentada, y después se puso de pie enseguida y se fue a toda prisa.

Reacher asintió:

—Lo que significa que ustedes dirían que el chico de buzo negro es el sospechoso desconocido. Dirían que fue siempre él el que tenía que recibir el bolso.

Delaney asintió:

—Y lo atrapamos, y por lo tanto la operación fue de hecho un éxito total.

—Para usted es fácil decirlo. También muy conveniente.

Delaney no respondió.

—¿Dónde está el chico ahora? –preguntó Reacher.

—Dos cuartos más allá. –Delaney señaló la puerta–. Lo vamos a estar llevando a Bangor de acá a poco.

—¿Está hablando?

—Por el momento no. Se está comportando como un buen soldadito.

—A no ser que no sea para nada un soldado.

—Creemos que lo es. Y creemos que va a hablar, cuando considere en toda su extensión el riesgo que corre.

—Otro gran problema –dijo Reacher.

—¿Cuál?

—Para mí el bolso estaba vacío. ¿Qué clase de entrega o pago sería ese? No van a conseguir una condena por andar siguiendo un bolso vacío.

—El bolso no estaba vacío –dijo Delaney–. Al menos no al principio.

—¿Qué había adentro?

—Ya vamos a llegar a eso. Pero primero tenemos que volver atrás. A lo que le pregunté al principio de todo. Para asegurarnos. Acerca de su intención.

—Estaba ayudando a los policías.

—¿Sí?

—¿Le preocupa la responsabilidad legal? Si fuera un civil brindando ayuda, tendría la misma inmunidad que tienen las fuerzas de seguridad. Además el chico no salió herido. Algunos rasguños quizás. Quizás un raspón en la rodilla. No es un problema. A no ser que ustedes acá tengan jueces realmente particulares.

—Nuestros jueces están OK. Cuando entienden el contexto.

—¿Cuál otro podría ser el contexto? Fui testigo de un delito. Hubo una clara manifestación de apresar al criminal por parte del departamento de policía. Yo los ayudé. ¿Me está diciendo que tienen un problema con eso?

—¿Nos disculparía por un momento? –dijo Delaney.

Reacher no respondió. Cook y Delaney se pusieron de pie y salieron despacio desde el otro lado de la mesa rectangular. La puerta se cerró con un clic detrás de ellos. Esta vez Reacher estuvo casi seguro de que había trabado. Miró el espejo. No vio más que su reflejo, gris con un tinte verde.

Diez minutos de su tiempo. ¿Qué es lo peor que podría pasar?

No pasó nada. Nada durante tres largos minutos. Entonces Cook y Delaney volvieron a entrar. Se volvieron a sentar, Cook a la izquierda y Delaney a la derecha.

—Usted afirmó que estaba brindando asistencia a las fuerzas de seguridad –dijo Delaney.

—Correcto –dijo Reacher.

—¿Le gustaría reconsiderar esa declaración?

—No.

—¿Está seguro?

—¿Usted no?

—No –dijo Delaney.

—¿Por qué no?

—Creemos que la verdad fue muy distinta.

—¿Cómo es eso?

—Creemos que usted estaba sacándole el bolso al chico. De la misma manera que él se lo sacó a la chica. Creemos que usted era un sorpresivo e impredecible segundo participante.

—El bolso cayó al piso.

—Tenemos testigos que lo vieron a usted agachándose a levantarlo.

—Lo pensé mejor. Lo dejé ahí. Aaron lo levantó.

Delaney asintió:

—Y para entonces estaba vacío.

—¿Quiere revisarme los bolsillos?

—Creemos que usted retiró el contenido del bolso y se lo dio a alguno de los presentes.

—¿Qué?

—Si usted fuera un segundo participante, ¿por qué no podría haber un tercero?

—Eso es un disparate –dijo Reacher.

—Jack-nada-Reacher –dijo Delaney–, queda arrestado por asociación ilícita con una organización corrupta con influencias mafiosas. Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser usado en su contra en la corte. Tiene derecho a la presencia de un abogado antes de que se lo siga interrogando. Si no puede pagar un abogado se le asignará uno con el dinero de los contribuyentes.

Entraron cuatro policías del condado, tres con armas cortas desenfundadas y el cuarto con una escopeta en presenten armas cruzándole el pecho. Del otro lado de la mesa Cook y Delaney apenas se levantaron las solapas para exhibir sus Glock 17 en las sobaqueras. Reacher no se movió. Seis contra uno. Demasiados. Probabilidades en contra. Más la tensión nerviosa en el aire, más dedos en los gatillos, más un completamente desconocido nivel de entrenamiento, pericia y experiencia.

Se podían cometer errores.

Reacher no se movió.

—Quiero al defensor público –dijo.

Después de eso, no dijo nada más.

Le esposaron las muñecas detrás de la espalda y lo llevaron al pasillo, y doblaron una vez para cada lado, y abrieron una puerta de acero empotrada en un marco de hormigón y la cruzaron, y entraron a la zona de detención de la comisaría, que era un pabellón en miniatura con tres celdas vacías en un corredor estrecho, al otro extremo de una mesa de entrada que en ese momento estaba desocupada. Uno de los policías enfundó el arma y dio la vuelta. Le sacaron las esposas a Reacher. Entregó su pasaporte, su tarjeta ATM, su cepillo de dientes, setenta dólares en billetes, setenta y cinco centavos en monedas de veinticinco y los cordones de los zapatos. A cambio le dieron un empujón por la espalda y el uso exclusivo de la primera de las celdas. La puerta se cerró con un sonido metálico, y la traba sonó como un martillo golpeando un clavo para durmientes. Los policías miraron hacia adentro por un segundo más, como la gente en el zoológico, y después dieron media vuelta y se alejaron caminando más allá de la mesa de entrada y fuera de la sala, uno detrás de otro. Reacher escuchó cómo se cerraba la puerta de acero detrás del último. Escuchó cómo trababa.

Esperó. Era bueno esperando. Era un hombre paciente. No tenía adónde ir y tenía todo el tiempo del mundo para llegar ahí. Se sentó en la cama, que era una estructura de hormigón, de molde, al igual que un pequeño escritorio, con banqueta integrada. La banqueta tenía una pequeña almohadilla redonda, de la misma delgada goma espuma recubierta en vinilo que el colchón de la cama. El inodoro era de acero, con una tapa cóncava para hacer de lavabo. Sólo agua fría. Como el cuarto de motel más piojoso del mundo, pero limitado a los requisitos mínimos inevitables, y después reducido en tamaño hasta lo apenas tolerable. Los arquitectos de los viejos tiempos habían usado incluso más hormigón que en los demás lugares. Como si los prisioneros que trataran de escapar pudieran ejercer más fuerza que las bombas atómicas.

Reacher llevó el tiempo mentalmente. Pasaron dos horas, y parte de una tercera, y entonces el más joven de los uniformados del condado se presentó para un control de rutina. Miró hacia el otro lado de las rejas y dijo:

—¿Está OK?

—Estoy bien –dijo Reacher–. Con un poco de hambre, quizás. Ya pasó la hora del almuerzo.

—Hay un problema con eso.

—¿El cocinero faltó por enfermedad?

—No tenemos cocinero. Mandamos a buscar. Al diner de la esquina. Para el almuerzo hay autorización de gastar hasta cuatro dólares. Pero esa es la tasa del condado. Usted es un prisionero del estado. No sabemos qué es lo que ellos pagan por el almuerzo.

—Espero que más.

—Pero tenemos que estar seguros. Si no, lo podemos llegar a tener que pagar nosotros.

—¿Delaney no sabe? ¿O Cook?

—Se fueron. Se llevaron al otro sospechoso a sus oficinas en Bangor.

—¿Cuánto gasta usted en la cena?

—Seis y medio.

—¿Desayuno?

—No va a estar acá para el desayuno. Es un prisionero del estado. Como el otro. Esta noche lo van a venir a buscar.

Una hora más tarde el joven policía volvió con un tostado de queso y una Coca en vaso de plástico. Tres dólares y monedas. Aparentemente el detective Aaron había dicho que si el estado pagaba menos que eso él se iba a encargar de la diferencia personalmente.

—Dígale gracias –dijo Reacher–. Y dígale que tenga cuidado. Un favor por otro.

—¿Cuidado de qué?

—De qué camiseta se pone.

—¿Qué quiere decir?

—O lo va a entender o no lo va a entender.

—¿Está diciendo que no fue usted?

Reacher sonrió:

—Supongo que eso ya lo escuchó otras veces.

El joven policía asintió:

—Todos dicen lo mismo. Ninguno de ustedes nunca hizo nada. Es lo que esperamos.

Entonces el tipo se fue, y Reacher comió su comida, y volvió a esperar.

Otras dos horas más tarde el joven policía apareció por tercera vez. Dijo:

—La defensora pública está acá. Está tratando el caso por teléfono con los tipos del estado. Todavía están en Bangor. Están hablando ahora mismo. Enseguida va a estar con usted.

—¿Cómo es? –preguntó Reacher.

—Buena. Una vez me robaron el auto y ella me ayudó con la compañía de seguros. Fue compañera de mi hermana en la secundaria.

—¿Qué edad tiene su hermana?

—Tres años más que yo.

—¿Y usted qué edad tiene?

—Veinticuatro.

—¿Consiguió que le pagaran el auto?

—Una parte.

Entonces el tipo se alejó y se sentó en la banqueta detrás de la mesa de entrada. Para aparentar un cuidado correcto de los prisioneros, supuso Reacher, mientras su abogado estaba presente. Reacher se quedó donde estaba, en la cama. Esperando.

Treinta minutos más tarde entró la abogada. Le dijo hola al policía que estaba en el escritorio, de manera amistosa, como lo haría cualquiera al hermano menor de un viejo compañero de la secundaria. Después dijo algo más, con tono de abogado y despacio, acerca de la confidencialidad del cliente, y el tipo se levantó y salió del recinto. Cerró la puerta de acero detrás de él. El pabellón quedó en silencio. La abogada miró a través de las rejas a Reacher. Como la gente en el zoológico. Quizás en la jaula del gorila. Ella era de altura media y peso medio, y tenía puesto un traje con falda negra. Tenía el pelo corto y castaño con reflejos más claros, y ojos marrones, y cara redonda, con la boca caída. Como una sonrisa dada vuelta. Como si hubiera sufrido muchas desilusiones en su vida. Llevaba un maletín de cuero demasiado gordo como para poder cerrarlo. Por arriba sobresalía un bloc legal amarillo. Estaba lleno de notas escritas a mano.

Dejó el maletín en el suelo y retrocedió y arrastró la banqueta de atrás de la mesa de entrada. La ubicó afuera de la jaula de Reacher y se trepó en ella, y se puso cómoda, con las rodillas bien juntas, y los tacos de los zapatos enganchados en el travesaño. Como una reunión normal con un cliente, una persona a cada lado del escritorio o la mesa, salvo porque no había ni escritorio ni mesa. Sólo una pared de gruesas barras de acero, con poca separación entre sí.

—Mi nombre es Cathy Clark –dijo ella.

Reacher no dijo nada.

—Lamento haberme demorado tanto en venir –dijo ella–. Tenía una venta programada.

—¿Se dedica también al sector inmobiliario? –dijo Reacher.

—La mayor parte del tiempo.

—¿Cuántas causas tuvo a su cargo?

—Una o dos.

—Hay una gran diferencia porcentual entre uno y dos. ¿Cuántas exactamente?

—Una.

—¿La ganó?

—No.

Reacher no dijo nada.

—Toca el que toca –dijo ella–. Funciona así. Hay una lista. Hoy yo estaba primera. Como la fila de taxis en el aeropuerto.

—¿Por qué no estamos haciendo esto en una sala de reuniones?

Ella no respondió. Reacher tuvo la impresión de que a ella le gustaban las rejas. Le dio la impresión de que le gustaba la separación. Como si la hiciera estar más segura.

—¿Usted cree que soy culpable? –dijo él.

—Lo que yo pienso no importa. Importa qué es lo que puedo hacer.

—¿Y sería?

—Hablemos –dijo ella–. Tiene que explicar por qué estaba allí.

—En algún lado tengo que estar. Ellos tienen que explicar por qué habría traicionado a mi cómplice. Se los entregué directamente.

—Creen que usted estuvo torpe. Usted pretendía sólo agarrar el bolso, y lo volteó sin querer. Creen que él pretendía seguir corriendo.

—¿Por qué había detectives del condado involucrados en una operación del estado?

—Presupuesto –dijo ella–. También para compartir el mérito, para que todos queden contentos.

—Yo no agarré el bolso.

—Tienen cuatro testigos que dicen que usted se agachó a buscarlo.

Reacher no dijo nada.

—¿Por qué estaba allí? –dijo ella.

—Había treinta personas en esa plaza. ¿Por qué estaban ahí?

—La evidencia demuestra que el chico corrió directo hacia usted. No hacia ellos.

—No fue así como sucedió. Yo me le crucé en el camino.

—Exactamente.

—Cree que soy culpable.

—No importa lo que yo pienso –volvió a decir ella.

—¿Qué declaran que había en el bolso?

—Todavía no lo dicen.

—¿Es legal eso? ¿No debería saber yo de qué me acusan?

—Creo que por el momento es legal.

—¿Cree? Necesito más que eso.

—Si quiere otro abogado, vaya y páguese uno.

—¿Ya habló el chico del buzo? –dijo Reacher.

—Declara que fue un simple robo. Declara que creyó que la chica usaba el bolso como cartera. Declara que esperaba encontrar efectivo y tarjetas de crédito. Quizás un teléfono celular. Los agentes del estado lo ven como una historia que se aprendió para encubrirse, por si acaso.

—¿Por qué creen que yo no me escapé también? ¿Por qué me iba a quedar ahí después?

—Misma causa –dijo ella–. Una historia falsa para encubrirse. A partir de que todo salió mal. Usted vio cómo atrapaban a su compañero, así que los dos cambiaron al plan B, instantáneamente. Él era un arrebatador, usted ayudaba a las fuerzas del orden. A él le darían una sentencia trivial, a usted una palmadita en la cabeza. Anticipan cierto nivel de sofisticación por parte de ustedes dos. Aparentemente esto es importante.

Reacher asintió:

—¿Cuán importante, usted qué cree?

—Es una investigación grande. Hace tiempo que está en marcha.

—Y cara, ¿usted qué cree?

—Imagino que sí.

—En un momento en el que los presupuestos parecen ser un problema.

—Los presupuestos son siempre un problema.

—Al igual que los egos y las reputaciones y las fojas de desempeño. Piense en Delaney y Cook. Póngase en sus zapatos. Una investigación cara y de mucho tiempo se echa a perder por una casualidad. Están de vuelta en el primer casillero. Quizás peor que eso. Quizás no hay manera de volver a entrar. Muchas caras sonrojadas alrededor. ¿Entonces qué pasa después?

—No lo sé.

—La naturaleza humana –dijo Reacher–. Primero gritaron y maldijeron y le pegaron a la pared. Después se hizo sentir el instinto de supervivencia. Buscaron maneras para cuidarse el trasero. Buscaron maneras para asegurar que la operación fue de hecho todo un éxito todo el tiempo. El agente Delaney dijo exactamente eso. Se inventaron la idea de que el chico era parte del fraude. Después escucharon cuando Aaron estaba hablando conmigo. Me escucharon decir que no vivo en ninguna parte. Soy un vagabundo, en palabras de Aaron. Lo que les dio una idea incluso mejor. Lo podían transformar en un dos por uno. Podían asegurar que atraparon a dos tipos e hicieron volar todo por el aire. Podían recibir palmaditas en la espalda y cartas de recomendación después de todo.

—Lo que usted dice es que inventaron el caso.

—Sé que es así.

—Eso es demasiado.

—Conmigo repasaron todo. Se aseguraron. Confirmaron que no tengo teléfono celular. Confirmaron que nadie me sigue los pasos. Confirmaron que soy el chivo expiatorio perfecto.

—Usted estuvo de acuerdo con la idea de que el chico era más que un arrebatador.

—Como algo hipotético –dijo Reacher–. Y no de manera entusiasta. Parte de una discusión profesional. Me hicieron caer. Dijeron que yo sabía cómo eran estas cosas. Les estaba siguiendo la corriente. Estaban inventando cosas, para salvarse el trasero. Yo estaba siendo amable, supongo.

—Usted dijo que podía ser.

—¿Por qué iba a decir eso si estaba involucrado?

—Creen que fue un engaño doble.

—No soy tan inteligente –dijo Reacher.

—Creen que lo es. Estuvo en una unidad de elite de la Policía Militar.

—¿Y eso no me pondría del lado de ellos?

La abogada no dijo nada. Sólo se acomodó un poco en la banqueta. Intranquilidad, asumió Reacher. Falta de afinidad. Desconfianza. Incluso repugnancia, quizás. Ganas de irse de ahí. La naturaleza humana. Él sabía cómo funcionaban estas cosas.

—Chequee el tiempo en la cinta –dijo Reacher–. Me escucharon decir que yo no tenía domicilio, y los engranajes mentales empezaron a funcionar, y poco después de eso intervinieron la entrevista y estaban conmigo en la sala. Después se volvieron a ir, sólo por un minuto. Para una charla en privado. Estaban confirmando entre sí si ya tenían suficiente. Si lo podían hacer funcionar. Decidieron hacerlo. Volvieron y me arrestaron.

—No puedo llevar eso ante la corte.

—¿Qué puede llevar?

—Nada –dijo ella–. Lo mejor que puedo hacer es intentar que se le reduzca la sentencia si se declara culpable.

—¿Habla en serio?

—Totalmente. Va a ser acusado de un delito muy grave. Van a presentarle a la corte una hipótesis de trabajo y la van a respaldar con testimonios de testigos presenciales entre la gente común de Maine, los cuales son todos o literal o figuradamente amigos y vecinos de los miembros del jurado. Usted es un forastero con un estilo de vida incomprensible. Digo, ¿de dónde es usted?

—De ningún lugar en particular.

—¿Dónde nació?

—En Berlín Occidental.

—¿Es alemán?

—No, mi padre era marine. Nacido en New Hampshire. En ese momento estaba destinado en Berlín Occidental.

—¿Así que siempre fue militar?

—De chico y de grande.

—Eso no es bueno. La gente le agradece por su servicio, pero en el fondo piensan que ustedes están todos traumados. Hay un riesgo considerable de que lo condenen, y si lo condenan lo van a sentenciar a muchos años de prisión. Va a ser más seguro declararse culpable por un delito menor. Les estaría ahorrando el tiempo y los gastos de un litigio contencioso. Eso vale mucho. Podría ser la diferencia entre cinco años y veinte. Como abogada estaría faltando a mi deber si no se lo recomendara.

—¿Me está recomendando que pase cinco años adentro por un delito que no cometí?

—Todos dicen que son inocentes. Los jurados lo saben.

—¿Y los abogados?

—Los clientes mienten todo el tiempo.

Reacher no dijo nada.

Su abogada dijo:

—Lo quieren trasladar a Warren esta noche.

—¿Qué hay en Warren?

—La prisión estatal.

—Grandioso.

—Solicité que se lo mantuviera acá por un día o dos. Más práctico para mí.

—¿Y?

—Se negaron.

Reacher no dijo nada.

Su abogada dijo:

—Lo van a traer de vuelta mañana a la mañana para la lectura de derechos. El juzgado está en este edificio.

—¿Por lo que voy a ir y volver en menos de doce horas? Eso no es muy eficiente. Debería quedarme acá.

—Ahora es parte del sistema. Así funciona. Nada va a volver a tener sentido nunca más. Acostúmbrese. Discutiremos su declaración por la mañana. Le sugiero que durante la noche piense muy seriamente en eso.

—¿Qué hay con la fianza?

—¿Cuánto puede pagar?

—Setenta dólares y monedas.

—La corte lo tomaría como un insulto –dijo ella–. Va a ser mejor no pedirla.

Entonces se bajó de la banqueta y agarró su bolso sobrecargado y salió del recinto. Reacher escuchó cómo se abría y se cerraba la puerta de acero. El pabellón volvió a quedar en silencio.

Diez minutos de su tiempo. ¿Qué es lo peor que podría pasar?

Pasó otra hora, y después el joven policía volvió a entrar. Dijo que el estado había autorizado los mismos seis dólares y cincuenta centavos para la cena que el condado habría gastado. Dijo que con eso se podía comprar prácticamente cualquier cosa del menú del diner. Recitó una lista de opciones, que era larga. Reacher lo pensó un momento. Tarta de pollo y verduras, quizás. O pasta. O una ensalada de huevo. Pensó en voz alta entre esas tres opciones. El policía recomendó la tarta de pollo. Dijo que era rica. Reacher aceptó la sugerencia. Más café, agregó. Mucho, enfatizó, mucho de verdad, en un recipiente que lo mantenga a temperatura. Con su taza y plato correspondientes. Sin crema, sin azúcar. El policía anotó todo en un papelito con el resto de un lápiz.

Después dijo:

—¿La defensora pública estuvo OK?

—Sí –dijo Reacher–. Parecía una mujer agradable. Inteligente, también. Supone que es todo un poco un malentendido. Supone que los tipos del estado se ponen un poco excesivamente entusiastas de vez en cuando. No como ustedes los del condado. No tienen sentido común.

El joven policía asintió:

—Imagino que a veces puede ser así.

—Dijo que lo más probable es que mañana ya esté libre. Dijo que espere tranquilo y confíe en el sistema.

—Generalmente eso es lo mejor –dijo el chico. Se guardó el papelito en el bolsillo de la camisa y después salió del recinto.

Reacher se quedó en la cama. Esperó. Sintió que el edificio se volvía más silencioso a medida que la guardia de día se iba a la casa y la guardia de noche llegaba. Menos gente. Un condado rural en una parte del estado poco poblada. Después eventualmente el joven policía volvió con la comida. Su último deber del día, casi con certeza. Traía una bandeja con un plato de loza con una tapa metálica, y un termo de plástico alto y panzón con el café, y un platito con una taza dada vuelta encima, y un cuchillo y un tenedor envueltos en una servilleta de papel.

El termo de plástico era el elemento clave. Hacía que el conjunto fuera demasiado alto como para pasar por el espacio horizontal en las rejas. El chico no podía apoyar el recipiente de costado en la bandeja. Empezaría a rodar y el café se derramaría sobre la tarta. No lo podía pasar derecho solo por entre las rejas porque estaban demasiado juntas para la forma panzona que tenía.

El chico hizo una pausa, indeciso.

Veinticuatro años. Un novato. Un tipo que conocía a Reacher por nada peor que un viejo apacible que pasaba todo el tiempo en la cama, aparentemente relajado y resignado. Ningún grito, ningún chillido. Ninguna queja. Ningún malhumor.

Confiando en el sistema.

Ningún peligro.

Sostendría la bandeja en una mano con la punta de los dedos, como cualquier camarero. Sacaría las llaves del cinturón. Destrabaría la puerta y la abriría con el pie. Su cartuchera estaba vacía. Ningún arma. La práctica estándar en todas partes del mundo. Ningún guardiacárcel nunca iba armado. Llevar un arma cargada en medio de prisioneros encerrados sería simplemente buscarse problemas. Entraría a la celda. Volvería a enganchar las llaves en el cinturón y pasaría la bandeja de vuelta a las dos manos. Se daría vuelta, hacia el escritorio de hormigón.

Y esa posición relativa ofrecería una cierta cantidad de posibilidades.

Reacher esperó.

Pero no.

El chico era el tipo de novato al que le habían robado el auto, pero no era del todo bobo. Apoyó la bandeja en el piso afuera de la celda, sólo temporariamente, y sacó el recipiente del café, y la taza y el plato, y los apoyó en las baldosas del otro lado de las rejas, y después levantó la bandeja y la pasó por el espacio horizontal. Reacher la agarró. Para beber iba a tener que pasar sus muñecas entre las rejas y servirse del lado de afuera. La taza pasaba hacia adentro. Quizás no sobre el plato, pero bueno, no estaba cenando en el Ritz.

—Ahí estamos –dijo el chico.

No del todo bobo.

—Gracias –dijo Reacher de todos modos–. Le agradezco.

—Que lo disfrute –dijo el chico.

Reacher no lo disfrutó. La tarta estaba fea y el café estaba flojo.

Una hora después llegó otro uniformado para retirar los restos. La guardia nocturna. Reacher dijo:

—Tengo que ver al detective Aaron.

—No está –dijo el nuevo tipo–. Se fue a la casa.

—Hágalo venir de vuelta. Ahora mismo. Es importante.

El tipo no respondió.

—Si se entera de que yo le pedí pero usted no lo llamó le va a patear el trasero –dijo Reacher–. O le va a sacar la placa. Escuché que hay problemas de presupuesto. Mi consejo sería que no le diera una excusa.

—¿De qué se trata?

—Un éxito para que se anote.

—¿Va a confesar?

—Quizás.

—Es un prisionero del estado. Nosotros somos el condado. No nos importa lo que hizo.

—Llámelo igual.

El tipo no respondió. Simplemente se llevó la bandeja y cerró la puerta de acero detrás de sí.

El tipo debe haber hecho la llamada, porque noventa minutos después apareció Aaron. Más o menos hacia el final de la tarde. Tenía puesto el mismo traje. No parecía ni entusiasmado ni molesto. Neutral. Quizás algo curioso. Miró hacia las rejas.

—¿Qué quiere? –dijo.

—Hablar del caso –dijo Reacher.

—Es asunto del estado.

—No si fue un simple robo.

—No lo fue.

—¿Eso es lo que usted cree?

—Fue una manera creíble de eludir la vigilancia.

—¿Qué hay de mí como el segundo componente secreto?

—Eso también es creíble.

—Habría sido un milagro de coordinación, ¿no? En el lugar exacto a la hora exacta.

—Puede haber estado esperando durante horas.

—¿Y fue así? ¿Qué dicen los testigos?

Aaron no respondió.

—Chequee los tiempos en la cinta –dijo Reacher–. Ustedes y yo hablando. Imagine la secuencia. Delaney se calentó conmigo por algo que escuchó.

Aaron asintió:

—Su abogada ya lo mencionó. El chivo expiatorio sin hogar. No me convenció entonces, no me convence ahora.

—¿Más allá de una duda razonable? –preguntó Reacher.

—Soy detective. La duda razonable es para el jurado.

—¿Contento de que un hombre inocente vaya a la cárcel?

—La culpa y la inocencia son para el jurado.

—Suponga que me absuelven. ¿Contento de que su caso se hunda?

—No es mi caso. Es asunto del estado.

—Escuche la cinta de nuevo –dijo Reacher–. Fíjese los tiempos.

—No puedo –dijo Aaron–. No hay cinta.

—Usted me dijo que había.

—Somos la policía del condado. No podemos grabar una entrevista estatal. No es nuestra jurisdicción. Por lo que se interrumpió la grabación.

—Fue antes. Cuando estábamos hablando usted y yo.

—Esa parte se estropeó. Lo anterior se borró cuando se frenó la grabación.

—¿Sí?

—A veces ocurren accidentes.

—¿Quién apretó el botón de stop?

Aaron no respondió.

—¿Quién fue? –dijo Reacher.

—Delaney –dijo Aaron–. Cuando me relevó. Se disculpó. Dijo que no estaba familiarizado con nuestro equipo.

—¿Le creyó?

—¿Por qué no le iba a creer?

Reacher no dijo nada.

—A veces ocurren accidentes –volvió a decir Aaron.

—¿Está seguro de que fue un accidente? ¿Está seguro de que no estaban queriendo vender gato por liebre? ¿Está seguro de que no estaban tapando sus huellas?

Aaron no dijo nada.

—¿Nunca vio nada parecido? –dijo Reacher.

—¿Qué quiere que le diga? Es un colega policía.

—También yo.

—Lo fue, érase una vez. Ahora es sólo un tipo que está de paso.

—Algún día usted también lo será. ¿Quiere que todos estos años no valgan para nada?

Aaron no respondió.

—Al principio de todo usted me dijo que a los jurados no siempre les gustan los testimonios de la policía –dijo Reacher–. ¿Por qué será? ¿Están siempre equivocados los jurados?

Ninguna respuesta.

—¿No puede recordar lo que dijimos en la cinta? –dijo Reacher.

—Por más que pudiera, sería mi palabra contra el estado. Y eso no es exactamente la prueba del delito, ¿no?

Reacher no dijo nada. Aaron se quedó mirando hacia las rejas un minuto más, y después se volvió a ir.

Reacher se acostó boca arriba en la angosta cama con un codo aplastado contra la pared y la cabeza sobre la palma de la mano. Chequee los tiempos en la cinta, había dicho. Repasó lo que recordaba de su primera conversación con Aaron. En el cuarto verde tipo bunker. La declaración de testigo. El preámbulo. Nombre, fecha de nacimiento, número de Seguridad Social. Después su dirección. Sin domicilio fijo, etcétera, etcétera. Se imaginó a Delaney escuchando todo. Un parlantito en otra habitación. En otras palabras está en situación de calle, había dicho Aaron. Delaney lo había escuchado. Alto y claro. ¿Cuánto tardó en ver la oportunidad y aparecer en el cuarto?

Demasiado tiempo, pensó Reacher.

Habían hecho relucir toda la mierda del TEPT y el 110, y el más o menos extenso regateo de Aaron sobre si su declaración sería buena o mala, y después la declaración misma, prudente, tranquila, coherente, detallada, clara y lenta. Luego la charla privada. Después de que Bush había salido de la sala. La especulación, y el análisis semántico respaldándola. Usted dijo, Muchas gracias por estar ayudándonos con eso. Etcétera. Todo eso. En conjunto siete minutos, quizás. U ocho, o nueve.

O diez.

Demasiado tiempo.

Delaney había reaccionado a alguna otra cosa.

Algo que escuchó después.

A las diez en punto en la cabeza de Reacher se sintieron las fuertes pisadas en el pasillo del otro lado de la puerta de acero. La puerta se abrió y entró gente. Seis personas. Uniformes diferentes. Policía del estado. Custodios. Tenían gas lacrimógeno y gas pimienta y pistolas de electroshock en los cinturones. Esposas y grilletes y cadenas delgadas de metal. Sabían lo que estaban haciendo. Hicieron que Reacher se pusiera de espaldas contra las rejas y estirara las manos detrás de él, por el espacio para la comida. Le esposaron las muñecas, ajustaron las esposas y se acuclillaron y pasaron las manos por las rejas, de la misma manera en que él se había servido el café, pero del otro lado. Le pusieron grilletes en los tobillos y los unieron entre sí y de ahí pasaron una cadena hasta las esposas. Después destrabaron la puerta y la abrieron. Salió arrastrando los pies, con pasitos tintineantes, y lo detuvieron en la mesa de entrada, y de uno de los cajones sacaron sus pertenencias. Su pasaporte, su tarjeta ATM, su cepillo de dientes, sus setenta dólares en billetes, sus setenta y cinco centavos en monedas de veinticinco y sus cordones. Pusieron todo en un sobre de papel madera y lo cerraron con el adhesivo. Después lo escoltaron fuera del pabellón, tres adelante, tres atrás. Lo condujeron por el pasillo en zigzag, bajo los techos de hormigón y hasta afuera al estacionamiento. Estacionado junto a los restos del SUV en la esquina más alejada había un micro escolar pintado de gris con rejas en las ventanas. Lo hicieron entrar a los empujones y lo plantaron en uno de los asientos del fondo. No había otros pasajeros. Uno de los tipos manejaba y los otros cinco se sentaron bien juntos adelante.

Llegaron a Warren justo antes de medianoche. A la prisión se la podía ver a dos kilómetros de distancia, con filas brillantes de reflectores mostrándose entre la niebla. El micro esperó en la entrada, quieto con el ronquido sordo del diésel, y lo iluminaron con unos focos, y la reja se abrió, y el micro avanzó y entró. Se detuvo otra vez frente a una segunda reja, y después se apagó en un área brillantemente iluminada cerca de una puerta de hierro en la que decía ENTRADA DE DETENIDOS. A Reacher lo condujeron a través de esa puerta, y por la mano derecha de una bifurcación en Y, hacia el recinto de espera para internos todavía no sentenciados. Le sacaron las esposas y las cadenas y los grilletes. Despacharon sus posesiones en el sobre de papel madera, y le dieron un mameluco blanco y unas ojotas azules. Lo condujeron hasta una celda más o menos idéntica a la que acababa de dejar. La reja se cerró, y la llave giró. Su escolta se fue, y un minuto más tarde la luz se apagó y el pabellón se hundió en una oscuridad ruidosa e inquieta.

Las luces se volvieron a encender a las seis de la mañana. Reacher escuchó a un guardia en el pasillo, destrabando una puerta después de otra. Eventualmente el tipo apareció en la puerta de Reacher. Era un hombre de unos treinta años, con aspecto de malo. Dijo:

—Ve a comer tu desayuno ahora.

El desayuno era en un recinto amplio y bajo que olía a comida hervida y desinfectante. Reacher se puso en la fila con unos otros doce tipos. El chico del buzo negro no estaba entre ellos. Todavía en Bangor, supuso Reacher, en la central del estado de la DEA. Quizás confesando, quizás no. Reacher llegó a la parte del mostrador en la que servían y recibió una cucharada de una pasta amarillo brillante que pudo haber sido huevos revueltos, servida sobre una rebanada de algo que pudo haber sido pan blanco, con una taza de melamina llena hasta la mitad con algo que pudo haber sido café. O el agua de los platos sucios de la noche anterior. Se sentó en un banco en una mesa vacía y comió. Los reclusos a su alrededor eran una mezcla, mayormente escurridizos y furtivos. La parte de atrás del cerebro de Reacher ejecutó una avaluación de riesgos automática, y no encontró mucho de que preocuparse, salvo que las caries fueran contagiosas.

Cuando terminó el desayuno los arriaron hasta la jaula de afuera para una hora obligatoria de ejercicios matutinos. La parte del complejo para los presos temporarios era mucho más chica que la parte de la prisión, y por lo tanto tenía un patio correspondientemente más chico, más o menos del tamaño de una cancha de básquet, separada de los internos comunes por una reja alta de alambre. La reja tenía una puerta con cerradura pero sin candado. El guardia que los había llevado afuera se paró frente a la puerta. Más allá del guardia un lánguido amanecer primaveral despuntaba en el cielo.

La parte más grande del patio estaba llena de hombres en mamelucos de distintos colores. Cientos. Daban vueltas en grupos. Algunos tenían el aspecto de personajes desesperados. Uno era un tipo enorme de más o menos dos metros y ciento cuarenta kilos. Como la caricatura de un viejo leñador de Maine. Lo único que le faltaba era una camisa escocesa de lana y un hacha de doble filo. Era más grandote que Reacher, una rareza estadística. Estaba a diez metros de distancia, mirando hacia el alambrado. Mirando a Reacher. Reacher le sostuvo la mirada. Se miraban a los ojos. El tipo se acercó. Reacher siguió mirando. Una etiqueta peligrosa en la cárcel. Pero mirar para otro lado era una pendiente resbaladiza. Demasiado sumiso. Mejor arreglar desde el vamos cualquier problema de jerarquía. La naturaleza humana. Reacher sabía cómo funcionaban esas cosas.

El tipo se paró cerca del alambrado. Dijo:

—¿Qué miras?

Una apertura estándar. Más vieja que Matusalén. La idea era que Reacher se sintiera intimidado y dijera nada. Ahí el tipo diría ¿estás diciendo que no soy nada? Y ahí todo iría de mal en peor. Mejor evitarla.

Así que Reacher dijo:

—Te estoy mirando a ti, imbécil.

—¿Cómo me dijiste?

—Imbécil.

—Estás muerto.

—No todavía –dijo Reacher–. No la última vez que chequeé.

Y en ese momento exacto se armó un gran revuelo en la esquina más alejada del patio grande. Más tarde Reacher se dio cuenta de que estaba perfectamente calculado. Señales y mensajes en voz baja habían ido circulando entre la población, de manera oblicua, hombre por hombre. Se escuchaban a la distancia gritos y chillidos y peleas. En las torres los reflectores se encendieron como con un chispazo y barrieron en esa dirección. Los radios crepitaron. Todos se abalanzaron hacia ahí. Incluso los guardias. Incluso el guardia que estaba en la puerta del patio chico. Se escurrió del otro lado y corrió hacia la multitud.

Ahí el tipo grandote se movió en la dirección contraria. A cruzar la puerta sin vigilancia. Adentro del patio chico. Derecho hacia Reacher. No era una vista agradable. Ojotas negras, sin medias, mameluco naranja adherido a unos músculos abultados.

Entonces se puso peor.

El tipo hizo restallar su brazo como un látigo y en su mano apareció un arma. De la manga. Una punta carcelaria. Plástico transparente. Quizás el mango de un cepillo de dientes afilado contra una piedra, quizás de quince centímetros. Como un estilete. Un tercio estaba envuelto en cinta quirúrgica. Como mango. Nada bueno.

Reacher se sacó las ojotas.

El tipo grandote hizo lo mismo.

Reacher dijo:

—Toda mi vida tuve una regla. Si me sacas un cuchillo, te rompo los brazos.

El tipo grandote no dijo nada.

Reacher dijo:

—Me temo que es del todo inflexible. No puedo hacer una excepción sólo porque eres un idiota.

El tipo grandote se acercó.

Los otros que estaban en el patio se alejaron. Reacher escuchó el clinc clinc a medida que se iban apretando contra el alambrado. Escuchó a la distancia el disturbio todavía en curso. Fabricado, por lo que poco entusiasta. No podía durar para siempre. En poco tiempo los reflectores barrerían de regreso a las torres. Los guardias se reagruparían y volverían. Lo único que tenía que hacer era esperar.

No era su estilo.

—Última oportunidad –dijo–. Suelta el arma y tírate al piso. O te voy a lastimar en serio.

Usó su voz de policía militar, perfeccionada con los años hasta algo mezcla de serenidad y terror, todo flotando sobre la inestable amenaza psicópata que había sido de chico, peleándose en las calles traseras de todas partes del mundo. Vio algo titilar en los ojos del grandote. Pero nada más. No iba a funcionar. Iba a tener que resolverlo a los golpes.

Algo por lo que de repente se sintió muy contento.

Porque ahora lo supo.

Diez minutos de su tiempo. Vio lo que vio.

No le gustaban los cuchillos.

Dijo:

—Vamos, gordito. Muéstrame lo que tienes.

El tipo avanzó, girándose mientras lo hacía, con la punta hacia delante. Reacher amagó hacia la izquierda, y la punta dio una sacudida en esa dirección, así que Reacher se inclinó hacia la derecha, dentro de la trayectoria, y apuntó su mano derecha de adentro afuera a la muñeca del tipo, pero se apuró apenas y en vez de la muñeca agarró la mano, que era como agarrar una pelota de softball, y tiró, lo que hizo que el tipo girara más, y conectó un triple jab de derecha a la cara del tipo, bang bang bang, una ráfaga, siempre apretando la mano derecha del tipo tan fuerte como podía, con punta y todo. El tipo se echó para atrás, y la transpiración en la mano de Reacher le aceitó la salida, hasta que Reacher ya no tuvo nada en la mano salvo la punta, lo que estaba OK, porque era un pico no una hoja, con sólo la punta afilada, y era plástico, así que Reacher puso la parte baja de la palma donde terminaba la cinta y la rompió como girando un picaporte.

Hasta acá todo bien. En ese punto, a tres segundos de empezar, Reacher vio como su principal problema el hecho de cómo carajo iba a cumplir su promesa de romper los brazos del tipo. Eran enormes. Eran más gruesos que las piernas de la mayoría de la gente. Estaban recubiertos y ajustados con bloques de músculos.

Entonces se puso peor otra vez.

La nariz y la boca del tipo estaban sangrando, pero el daño parecía sólo energizarlo. Se reanimó y rugió como la clase de tipo que Reacher había visto en los programas de forzudos a la tarde por cable en los cuartos de motel. Como si se estuviese concentrando para arrastrar un camión con un arnés o levantar una roca del tamaño de un Volkswagen. Iba a embestir como un búfalo de agua. Iba a voltear a Reacher y lo iba a apalear en el piso.

La falta de zapatos no ayudaba. Patear descalzo era estrictamente para el gimnasio o para los Juegos Olímpicos. Las ojotas de goma eran peor que no tener nada. Reacher supuso que por eso se las hacían usar a los prisioneros. Así que patear al tipo no estaba en el menú. Lo que era una triste limitación. Pero las rodillas igual se podían usar, y los codos.

El tipo embistió, rugiendo, los brazos abiertos como si quisiera atrapar a Reacher en un abrazo de oso. Así que Reacher embistió también. Derecho hacia el tipo. Era la única opción verdadera. Una colisión podía ser algo maravilloso. Dependiendo de qué golpeara a quién primero. En este caso las respuestas fueron el antebrazo de Reacher en el labio superior del grandote. Como un accidente en la autopista. Como dos camiones chocando de frente. Como hacer que el tipo se pegara a sí mismo en la cara.

Las sirenas de la cárcel se apagaron.

Visión de conjunto. ¿Qué fue lo que vio?

Los reflectores barrieron de regreso a las torres. El revuelo había terminado. El patio de la cárcel de repente quedó en silencio. El grandote no se pudo resistir. La naturaleza humana. Quería mirar. Quería saber. Giró la cabeza. Apenas un gesto ínfimo. Un instinto, reprimido enseguida.

Pero fue suficiente. Reacher le pegó en la oreja. Todo el tiempo del mundo. Como pegarle a un punching-ball colgado de un árbol. Y nadie tiene músculos en las orejas. Todas las orejas son prácticamente iguales. Los huesos más pequeños del cuerpo están ahí. Más todo tipo de mecanismos para mantener el equilibrio. Sin los cuales te caes.

El tipo cayó duro.

Los reflectores iluminaron el alambrado.

Reacher agarró la mano del tipo. Como para ayudarlo a levantarse. Pero no. Después como para darle respetuosamente la mano y felicitarlo calurosamente por una valiente derrota.

Eso tampoco.

Reacher puso la punta rota en la palma de la mano del tipo y la dejó asomándose por los dos lados, y después se alejó y se mezcló con los demás junto a la puerta. Un segundo después el haz de un reflector se detuvo en el tipo. Las sirenas cambiaron de nota, ahora mandaban que todos volvieran adentro.

Reacher esperó en su celda. Tenía la intuición de que la espera sería breve. Era el sospechoso más obvio. De tamaño el resto de los del patio chico eran la mitad del grandote. Así que los guardias vendrían a él primero. Probablemente. Lo que podía ser un problema. Porque técnicamente se había cometido un delito. Dirían algunos. Otros dirían que el ataque era la mejor defensa, lo que era todavía en su mayor parte legal. Puramente una cuestión de interpretación.

Iba a ser delicado exponer ese argumento.

¿Qué es lo peor que podría pasar?

Esperó.

Escuchó botas en el pasillo. Dos guardias fueron derecho a su celda. Gas lacrimógeno y gas pimienta y pistolas de electroshock en el cinturón. Esposas y grilletes y cadenas delgadas de metal.

—Prepárese para girarse cuando se le dé la orden y sacar las muñecas por el espacio de la comida –dijo uno.

—¿Adónde vamos? –dijo Reacher.

—Ya se va a enterar.

—Agradecería saberlo antes que después.

—Y yo agradecería media posibilidad para usar mi pistola de electroshock. ¿Quién de los dos va a conseguir hoy lo que quiere?

—Supongo que ninguno sería lo mejor para los dos –dijo Reacher.

—Coincido –dijo el tipo–. Esforcémonos para que siga siendo así.

—Igual quiero saber.

—Vuelve al lugar del que vino –dijo el tipo–. Hoy a la mañana es su lectura de derechos. Antes va a tener media hora con su abogada. Así que póngase su ropa de calle. Es inocente hasta que se lo declare culpable. Le toca interpretar su papel. O estaríamos siendo anticonstitucionales. O algo así. Dicen que con los uniformes de la cárcel parece como si ya fueran culpables. De ahí viene prejuicio. El sistema judicial. Está ahí en la palabra.

Condujo a Reacher fuera de la celda, con pasitos tintineantes, y su compañero los siguió de cerca, y se encontraron con un equipo de dos custodios del estado, en un lobby estanco, medio adentro y medio afuera del lugar, donde la responsabilidad pasaba de un equipo al otro, que a partir de entonces condujo a Reacher, hasta afuera a un micro gris de la cárcel, el mismo tipo de cosa en el que había viajado para ir ahí. Lo empujaron por el pasillo y lo tiraron en el asiento del fondo. Uno de los escoltas se sentó al volante para manejar, y el otro se sentó al costado detrás del primero con una escopeta en la falda.

Volvieron a hacer el mismo trayecto que Reacher había hecho en la dirección contraria menos de doce horas antes. Recorrieron cada metro del mismo asfalto. Los dos custodios hablaron durante todo el camino. Reacher escuchó partes de la conversación. Dependía del tono del motor. Algunas palabras se perdían. Pero se enteró de muchos chismes sobre el grandote que encontraron noqueado esa mañana en el patio chico. Todavía no había nadie implicado en el incidente. Porque nadie podía entenderlo. El grandote estaba a un mes de su primera audiencia de la libertad condicional. ¿Por qué se iba a pelear? Y si él no buscó pelea, ¿quién se iba a pelear con él? ¿Quién se iba a pelear con él y ganarle y arrastrarlo hasta el patio chico como una especie de trofeo?

Negaron con la cabeza.

Reacher no dijo nada.

El viaje de vuelta duró lo mismo, casi dos horas, mismo de día que de noche, porque su velocidad no estaba limitada por la visibilidad o el tráfico, sino por un motor con poca aceleración y una caja de cambios corta, buenos para frenar y arrancar en pueblos y ciudades, pero no tan buenos para la ruta. Pero eventualmente se detuvieron en el estacionamiento que Reacher reconoció, cerca de los restos destruidos del SUV azul, y le hicieron señas para que se acercara por el pasillo, y lo bajaron del micro, y lo hicieron entrar por la misma puerta por la que había salido. Adentro había un lobby, que se podía cerrar por ambos extremos, en el que le sacaron las cadenas y las esposas, y lo entregaron a un comité de bienvenida de dos personas.

Una de las personas era el detective Bush.

La otra persona era la defensora pública, Cathy Clark.

Los dos custodios se dieron vuelta y se fueron a toda prisa. Ansiosos por irse. Volverían más tarde. No podían dejar un micro parado. Dieron la impresión de que tenían muchas tareas distintas ese día. Muchas cosas que hacer. Quizás era así. O quizás les gustaba un almuerzo largo y tranquilo. Quizás conocían algún buen lugar.

Lo dejaron a Reacher solo con Bush y la abogada.

Un segundo.

Pensó, tiene que ser una broma.

Le dio un golpe a Bush en el pecho, apenas una advertencia amable al plexo solar, como un llamado de atención, suficiente para provocar una clara sacudida en cualquier tipo de músculo vengativo, pero ningún verdadero dolor en ninguna otra parte. Reacher metió la mano en el bolsillo de Bush y la sacó con las llaves del auto. Se las guardó en el bolsillo y le dio al tipo un empujón en el pecho, bastante gentil, tan considerado como pudo, justo lo suficiente como para hacerlo tambalearse hacia atrás uno o dos pasos.

A la abogada no la tocó en lo más mínimo. Sólo la apartó del camino y se fue, con la frente en alto y confiado, bajo los techos bajos, por los pasillos en zigzag y afuera por la entrada principal. Fue derecho al auto de Bush, el lugar D2. El Crown Vic. Deteriorado pero no destruido, limpio pero no reluciente. Arrancó en el primer intento. Ya estaba caliente. Los escoltas de prisioneros ya habían pasado el auto. Iban de camino al micro. No se dieron vuelta.

Reacher salió disparado, justo cuando las primeras pocas caras de espera un segundo empezaron a aparecer en puertas y ventanas. Dobló a la derecha y a la izquierda y a la izquierda otra vez, por calles al azar, apuntando al principio por lo que hacía las veces de centro de la ciudad. A la primera patrulla le llevaba más de dos minutos enteros de ventaja. También partió de la comisaría. Una desgracia. Otras fueron peores. No fueron los mejores cinco minutos del departamento de policía del condado.

No lo encontraron.

* *

Reacher llamó por teléfono, justo antes del almuerzo. Desde un teléfono público. Todavía había muchos en la ciudad. La señal de los celulares era mala. Reacher tenía monedas de veinticinco centavos, de abajo de las mesas de café. Siempre hay algunas. Suficientes para llamadas locales, al menos. Tenía el número, de una tarjeta colgada con una chinche atrás de la caja de un negocio de todo a cinco y diez centavos más barato que los todo por un dólar. La tarjeta era una de muchas, como si juntas formaran un escudo de defensa. Era del detective Ramsey Aaron, del departamento de policía del condado. Con un número de teléfono y una dirección de mail. Quizás algún tipo de compromiso de vecindario. La policía moderna hacía todo tipo de cosas nuevas.

Evidentemente el número de la tarjeta sonó en el escritorio de Aaron. Atendió a la primera llamada.

—Habla Aaron –dijo.

—Habla Reacher –dijo Reacher.

—¿Por qué me llama?

—Para decirle dos cosas.

—¿Pero por qué a mí?

—Porque usted puede llegar a escuchar.

—¿Dónde está?

—Ya estoy muy lejos de la ciudad. No me va a volver a ver nunca más. Me temo que su división uniformada lo defraudó mucho.

—Debería entregarse.

—Eso fue lo primero –dijo Reacher–. Eso no va a suceder. Mejor que se entienda bien desde el principio. O vamos a gastar mucha energía en el ida y vuelta. No me va a encontrar nunca. Así que ni lo intente. Simplemente resígnense con altura. Mejor gaste su tiempo en lo segundo.

—¿Fue usted en la cárcel? ¿Con el recluso en libertad condicional al que molieron a golpes?

—¿Por qué iba a estar en la cárcel un recluso con libertad condicional?

—¿Qué es lo segundo?

—Tiene que averiguar quién era exactamente la chica del bolso, y quién era exactamente el chico del buzo. Nombres y antecedentes. Y qué había exactamente en el bolso.

—¿Por qué?

—Porque antes de que me lo diga se lo voy a decir yo a usted. Cuando vea que tengo razón, quizás me empiece a prestar atención.

—¿Quiénes son?

—Lo vuelvo a llamar más tarde –dijo Reacher.

Estaba en el diner de la esquina. De donde habían salido el almuerzo y la cena. El lugar más seguro, en medio del pánico. Nadie ahí adentro lo había visto antes. Ningún policía iba a entrar para tomarse un café en un descanso. No en ese momento. Estaba fuera de cuestión. Y la comisaría era el ojo de la tormenta, lo que significaba que en una cuadra a la redonda las patrullas o estaban acelerando a fondo para alejarse de ahí y buscar en otros lugares o estaban frenando a fondo al volver, todos pesimistas y decepcionados y frustrados. En otras palabras había drama visual y emoción, pero por eso mismo no mucha observación paciente por la ventana hacia los alrededores inmediatos del vecindario.

El teléfono estaba en la pared de un pasillo en la parte de atrás del diner, con baños a la izquierda y a la derecha, y una salida de emergencia al fondo. Reacher colgó y volvió a su mesa. Era una de las seis personas sentadas ahí solas en las sombras. Nadie le prestaba atención. Tuvo la sensación de que no eran raros los desconocidos. Al menos como concepto. En la pared había viejas fotografías. Más artefactos de otras épocas colgados en exhibición. La ciudad había estado en el negocio de la tala. Se habían hecho fortunas. La gente había estado entrando y saliendo constantemente por cientos de años, arrastrando cargamentos, vendiendo herramientas, simulando todo tipo de indignación falsa con respecto a los precios.

Quizás una parte de la ciudad todavía trabajaba. Un aserradero solitario acá o allá. Quizás todavía pasaba alguna gente. No mucha, pero suficiente. Definitivamente en el diner nadie miraba a los ojos. Nadie se escondía atrás de un diario para marcar un teléfono a escondidas.

Reacher esperó.

* *

Llamó de nuevo, una cantidad de minutos al azar después de que pasó la primera hora. Puso la mano ahuecada sobre la boca para que el ruido del lugar no sonara dos veces igual. Quería que pensaran que estaba en movimiento. Si pensaban que no era así iban a empezar a preguntarse dónde se había escondido, y Aaron parecía un tipo lo suficientemente inteligente como para darse cuenta. Podía entrar derecho y tomar asiento.

Atendieron el teléfono a la primera llamada.

—Habla Aaron –dijo Aaron.

—Tiene que preguntarse por una cuestión de transporte –dijo Reacher–. Seis tipos me llevaron anoche a Warren. Pero sólo dos me trajeron esta mañana. Seis tipos eran muchas horas extras en una tarde. Excesivas, podrían decir algunos, para un prisionero en un micro. Especialmente cuando el presupuesto es un problema. Así que ¿por qué se hizo así?

—Usted es una incógnita. Más vale prevenir que curar.

—¿Entonces por qué no me pusieron los mismos seis tipos esta mañana? No saben de mí ahora mucho más de lo que sabían anoche.

—Estoy seguro de que usted me va a decir por qué –dijo Aaron.

—Dos posibilidades. No enfrentadas necesariamente. Como conectadas.

—A ver.

—Querían que yo estuviera anoche ahí sin falta. Era importante que fuera. Mi abogada presentó una petición razonable. Dijeron que no. Aprobaron un innecesario paseo de ida y vuelta que fue sólo una pérdida de nafta y horas hombre. Asignaron a seis tipos para asegurarse de que yo llegara ahí sano y salvo.

—¿Y?

—No esperaban que viniera de vuelta esta mañana. Así que no asignaron custodia. Así que cuando llegó el momento tuvieron que armar un equipo de cabotaje que ya tenía muchas otras cosas que hacer hoy.

—Eso no tiene sentido. Todos esperaban que viniera de vuelta esta mañana. Para la lectura de derechos. Procedimiento estándar. Conocimiento general.

—¿Entonces por qué armaron ese otro equipo?

—No lo sé.

—No estaban esperando que volviera.

—Sabían que tenía que volver.

—No si estaba en coma en un hospital. O muerto en la morgue. Lo que normalmente sería algo inesperado. Pero lo sabían bien de antemano. No organizaron transporte de ida y vuelta.

Aaron hizo una pausa.

—Fue usted ahí en la cárcel –dijo.

—El tipo ni siquiera me conocía –dijo Reacher–. Nunca nos habíamos cruzado. Así y todo vino directo hacia mí. Mientras sus amigotes armaban un lío lejos de ahí. Estaba por salir en libertad condicional. Lo que yo creo es que Delaney fue el que lo metió en la cárcel, en su momento. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí, es así.

—Así que hicieron un trato. Si el grandote se encargaba de mí, sin que lo descubrieran, entonces Delaney lo ayudaría en la audiencia ante el comité de libertad condicional. Diría que era una persona reformada. ¿Quién lo podía saber mejor que el oficial que lo arrestó? La gente asume una especie de conexión mística. A los comités de libertad condicional les encanta toda esa mierda. El tipo habría salido. Excepto si no hacía el trabajo. Subestimó a su oponente. Posiblemente le informaron mal.

—Está admitiendo una agresión delictiva.

—No me va a encontrar nunca. Podría estar en California mañana mismo.

—Dígame quién era la chica –dijo Aaron–. Y el chico de buzo. Demuéstreme que sabe de lo que está hablando.

—El chico y la chica eran dos títeres. A los dos los amenazaron para que participaran. Probablemente a la chica la acababan de agarrar. Quizás por segunda vez. Quizás incluso la primera. La DEA del estado. Delaney. Ella piensa que él está intentando decidir si dejarla ir o no. Él le propone un trato. Lo único que tiene que hacer es llevar un bolso. Le propone un trato similar al chico. Un caso menor puede pasar. Iba a poder volver a Yale o a Harvard o de donde sea que fuera sin ningún tipo de antecedente. Papá no tiene por qué enterarse. Lo único que tiene que hacer es correr un poco y arrebatar un bolso. El chico y la chica no se conocen. Son de casos distintos. ¿Hasta acá tengo razón?

—¿Qué había en el bolso? –dijo Aaron.

—Estoy seguro de que el informe oficial dice que era o metanfetamina o OxyContin o dinero. Una cosa o la otra. Una entrega o un pago.

—Era dinero –dijo Aaron–. Era un pago.

—¿Cuánto?

—Treinta mil dólares.

—Salvo que no lo era. Piénselo. ¿Qué es lo que me vuelve exactamente igual que el chico y la chica? ¿Y qué me vuelve completamente distinto?

—Estoy seguro de que usted me lo va a decir.

—Tres personas en el mundo pueden testificar que el bolso estuvo siempre vacío. El chico y la chica, porque lo tuvieron que llevar, así que sabían que era liviano como una pluma, y entonces después yo, porque voló por el aire a un metro de mi cara, y pude ver que no había nada adentro. Era obvio.

—¿De qué manera es usted distinto?

—Él controla al chico y a la chica. Pero no me controla a mí. Soy una variable imprevista dando vueltas por ahí en público diciendo que el bolso estaba vacío. Eso es lo que él escuchó. En la cinta. A eso es a lo que reaccionó. No me podía dejar decir eso. Se suponía que nadie más supiera que el bolso estaba vacío. Podía arruinar todo. Así que borró la cinta y después trató de borrarme a mí.

—Se está anticipando a los hechos.

—Por eso preguntó cómo se contactaba conmigo la gente. Se dio cuenta de que me podía tirar a la fosa común y nunca se iba a enterar nadie.

—Está especulando.

—Estas cosas funcionan de una sola manera. Delaney se robó los treinta mil. Sabía que venían. Es de la DEA. Pensó que se podía salir con la suya si armaba un accidente extraño. Digo, a veces hay accidentes, ¿no? Como si a usted se le incendiara la casa y tuviera todo el dinero debajo del sillón. Es una pérdida operativa. Es un error de redondeo. Es el costo de hacer negocios con estos tipos. No confían en sus propias madres, pero saben que a veces estas cosas pasan. Una vez leí en el diario que un tipo perdió cerca de un millón de dólares, todo comido por los ratones en el sótano. Así que Delaney supuso que se podía salir con la suya. Sin que le rompieran las piernas. Lo único que tenía que hacer era poner cara seria y no salirse de su libreto.

—Espere –dijo Aaron–. Nada de eso tiene sentido.

—A no ser que.

—Eso es ridículo.

—Dígalo en voz alta. Vea cuán ridículo suena.

—Nada de eso tiene sentido, porque OK, Delaney podía saber que estaban viniendo treinta mil dólares, pero ¿cómo tiene acceso a ese dinero? ¿Cómo decide quién lleva qué en el bolso? ¿Y cuándo y dónde y por qué ruta?

—A no ser que –volvió a decir Reacher.

—Esto es una locura.

—Dígalo.

—A no ser que Delaney esté caminando por la vereda de la sombra.

—No se esconda en un lenguaje florido. Dígalo en voz alta.

—A no ser que Delaney sea él mismo un eslabón en la cadena.

—Todavía un poco florido.

—A no ser que Delaney sea en secreto dealer y también agente de la DEA.

—Treinta mil deben ser más o menos lo que necesita para la clase de cuota de franquicia que tiene que pagar. Para la clase de dealer que es. Que no es grande. Pero tampoco chico. Probablemente mediano, con una clientela relativamente civilizada. El trabajo es fácil. Está bien ubicado como para ayudarse a sí mismo con problemas legales. Con eso obtiene un ingreso decente. Mejor de lo que va a ser su jubilación. Todo iba bien. Pero incluso así se empezó a poner codicioso. Esta vez quiso quedarse con todo el dinero. Sólo hizo de cuenta que iba a entregar la parte de su jefe. El bolso estaba vacío desde el vamos. Pero nadie lo sabría. En el informe policial estaría asentado que se perdieron treinta mil dólares. Cualquier comentario sobre lo que vieron los testigos presenciales haría que sonara exactamente como un robo raro. Su jefe lo podría dar por perdido como algo genuino. Quizás Delaney planeaba hacerlo una vez al año. Más o menos al azar. Como un pequeño margen extra.

—Sigue sin tener sentido –dijo Aaron–. ¿Por qué el bolso iba a estar vacío? Habría puesto unos fajos de papel de diario cortado.

—No lo creo –dijo Reacher–. ¿Y si el chico lo echaba a perder? ¿Si no lograba arrebatar el bolso? O si al final no se animaba a hacerlo. La chica habría hecho todo el recorrido. El bolso le habría llegado a la gente de verdad. El papel de diario sería difícil de explicar. Es el tipo de cosa que puede arruinar una relación. Mientras que de un bolso vacío se puede decir que era un reconocimiento. Una prueba, buscando vigilancia. Un exceso de precaución. Los malos no se podrían quejar de eso. Quizás incluso lo esperaban. Como las competencias de empleado del mes.

Aaron no dijo nada.

—Lo vuelvo a llamar pronto –dijo Reacher, y colgó el teléfono.

Esta vez se movió. Salió del diner por la puerta de atrás, y cruzó una esquina expuesta, y se metió en un callejón junto a lo que alguna vez podía haber sido un local de muebles elegantes. Buscó un teléfono en la pared de atrás de la franquicia de una gomería. Quizás de donde llamabas al taxi si el negocio no tenía los neumáticos correctos.

Se metió en la entrada a un edificio y esperó. La estación de policía estaba ahora a dos cuadras de distancia. Todavía podía oír autos que entraban y salían. Velocidad y urgencia. Le dio treinta minutos más. Después caminó hacia la gomería. Hacia el teléfono en la pared. Pero antes de llegar salió un tipo de atrás del edificio. De donde los clientes esperaban sus autos, en sillas de distintos tipos, con una máquina de café. El tipo tenía el pelo rapado y una chaqueta azul deportiva, y abajo un pantalón chino beige.

El tipo tenía una Glock en la mano.

De su sobaquera.

Delaney.

Que apuntó con el arma y dijo:

—Deténgase.

Reacher se detuvo.

—No es tan inteligente como usted cree –dijo Delaney.

Reacher no dijo nada.

—Estuvo en la comisaría –dijo Delaney–. Vio que era básica. Apostó a que no podrían rastrear en tiempo real la ubicación de un teléfono público. Así que habló tanto como quiso.

—¿Tenía razón?

—El condado no puede hacerlo. Pero el estado puede. Yo sabía dónde estaba. Desde el principio. Cometió un error.

—Eso es siempre teóricamente una posibilidad.

—Cometió un error detrás de otro.

—¿Sí? Porque piénselo un minuto. Desde mi perspectiva. Primero le dije dónde estaba, y después le di tiempo para que llegara hasta ahí. Tuve que esperar muchas horas. Pero no importa. Porque acá está. Al fin. Quizás soy exactamente tan inteligente como creo.

—¿Quería que yo viniera acá?

—Siempre es mejor cara a cara.

—Sabe que le voy a disparar.

—Pero no todavía. Primero necesita saber qué fue lo que le dije a Aaron. Porque aposté de nuevo. Supuse que usted sabría dónde estaba el teléfono, pero supuse que usted no podía marcar y escuchar. No de inmediato y al azar en cualquier parte del estado. No sin garantías y órdenes judiciales. No tiene ese tipo de poder. No todavía. Así que usted supo de la llamada pero no escuchó la conversación. Ahora necesita saber cuánto más control de daños va a ser necesario. Espera que ninguno. Porque deshacerse de Aaron va a ser mucho más difícil que deshacerse de mí. Preferiría no hacerlo. Pero necesita saber.

—¿Y?

—Hablemos de la tecnología de la policía del condado –dijo Reacher–. Sólo un minuto. Mientras hablara no me podía pasar nada. Es básica, pero no es exactamente la Edad de Piedra. Al menos pueden obtener el número cuando se termina la llamada. Con seguridad. Pueden averiguar a quién le pertenece. Quizás hasta pueden reconocerlo. Sé que de vez en cuando llaman a ese diner.

—¿Entonces?

—Entonces lo que yo creo es que Aaron supo bastante rápido dónde estaba yo. Pero es un tipo inteligente. Sabe por qué parloteo. Sabe cuánto se tarda en auto desde Bangor. Así que se queda en su posición una o dos horas, sólo para ver qué pasa. ¿Por qué no? ¿Qué tiene que perder? ¿Qué es lo peor que podría pasar? Y entonces aparece usted. Una teoría disparatada se demuestra correcta.

—¿Me está diciendo que tiene refuerzos? No veo a ninguno.

—Aaron sabía que estaba en el diner. Ahora sabe que estoy a una o dos cuadras. Todo se trata de dónde están los teléfonos públicos. Estoy seguro de que se dio cuenta de eso bastante rápido. Lo que yo creo es que ahora mismo nos está observando. Toda su brigada nos está observando, probablemente. Mucha gente. No estamos sólo usted y yo, Delaney. Hay mucha gente aquí.

—¿Qué es esto? ¿Una de esas operaciones psicológicas?

—Es lo que usted dijo. Una apuesta. Aaron es un tipo inteligente. Me podría haber venido a buscar hace horas. Pero no lo hizo. Porque quería saber qué iba a pasar después. Estuvo observando durante horas. Está observando ahora mismo. O quizás no. Porque quizás de hecho fue siempre medio tonto. Pero ¿le pareció tonto a usted? Esa es la apuesta. Debo decirle que, en lo personal, apuesto a inteligente. Mi consejo profesional sería que cierre la boca y se tire al piso. Hay testigos por todos lados.

Delaney miró hacia la izquierda, atrás de la gomería. Después hacia la derecha, al local abandonado. Hacia delante, al estrecho callejón entremedio. Puertas y ventanas por todos lados, y sombras.

—No hay nadie acá –dijo.

—Hay sólo una manera de asegurarse –dijo Reacher.

—¿Sería?

—Retroceda hasta una de las ventanas y fíjese si alguien lo agarra.

—No voy a hacer eso.

—¿Por qué no? Usted dijo que no hay nadie acá.

Delaney no respondió.

—Le toca elegir –dijo Reacher–. ¿Aaron es inteligente o es tonto?

—Me va a ver disparándole a un fugitivo. No importa si es inteligente o si es tonto. Siempre y cuando deletree bien mi nombre, me van a dar una medalla.

—No soy un fugitivo. Mandó a Bush y a la abogada para que se encontraran conmigo. Fue una invitación. Nadie me persiguió. Quería que me escapara. Quería alguna carnada en el agua.

Delaney hizo una pausa.

Miró hacia la izquierda. Hacia la derecha.

—Está hablando pavadas –dijo.

—Eso es siempre teóricamente una posibilidad.

Reacher no dijo más nada. Delaney miró todo alrededor. Ladrillo viejo, podrido por el hollín y la lluvia. Entradas a edificios. Y ventanas. Algunas enteras y con vidrios, otras rotas y con agujeros, otras apenas un hueco en la pared, ya sin ningún tipo de marco.

Había una de esas en la planta baja del negocio abandonado que estaba al lado. A la altura del pecho por encima de la vereda. A unos tres metros. No mucho más atrás del hombro derecho de Delaney. Era un posicionamiento de manual. A la infantería le habría encantado. Controlaba la mayor parte de la cuadra.

Delaney miró para ahí.

Se arrimó hacia ahí, de costado, siempre apuntándole a Reacher, pero mirando por encima del hombro. Se acercó, y acortó la poca distancia que le quedaba, en diagonal, estirando el cuello hacia atrás, intentando vigilar a Reacher, intentando ver algo ahí adentro, las dos cosas a la vez.

Llegó a la ventana. Siempre de frente a Reacher. Retrocediendo. Mirando sobre sus hombros. Izquierda y derecha. No viendo nada.

Se dio vuelta. Rápido, como el principio de una veloz mirada acá y allá. Por un segundo estuvo de cara al edificio. Se puso en puntas de pie, y apoyó las manos en el alféizar, con Glock y todo, temporariamente incómodo, y se trepó todo lo que pudo y se inclinó hacia delante y metió la cabeza para echar un vistazo.

Un brazo largo lo agarró del cuello y lo tiró para adentro. Un segundo brazo le agarró la mano del arma. Un tercer brazo le agarró el cuello de la chaqueta y lo arrastró por encima del alféizar hacia la oscuridad de adentro.

Reacher esperó en el diner, con café y tarta todo pago por el departamento de policía del condado. Dos horas después entró el uniformado novato. Había ido manejando hasta Warren para buscar el sobre papel madera con las cosas de Reacher. Su pasaporte, su tarjeta ATM, su cepillo de dientes, sus setenta dólares en billetes, sus setenta y cinco centavos en monedas de veinticinco y sus cordones. El chico corroboró que estuviera todo y se lo alcanzó.

Después dijo:

—Encontraron los treinta mil dólares. Estaban en el freezer en la casa de Delaney. Envueltos en papel aluminio y churrasco congelado.

Después se fue, y Reacher les pasó los cordones a sus zapatos y se los ató. Se guardó las cosas en los bolsillos y vació la taza y se paró para irse.

Entró Aaron por la puerta.

Dijo:

—¿Se va?

Reacher dijo que sí, que se iba.

—¿Adónde va?

Reacher dijo que no tenía la menor idea.

—¿Va a firmar la declaración de testigo?

Reacher dijo que no, que no la firmaría.

—¿Ni siquiera si se lo pido de manera amable?

Reacher dijo que no, que ni siquiera así.

Entonces Aaron preguntó:

—¿Qué habría hecho si no hubiera puesto a mis hombres en esa ventana?

Reacher dijo:

—A esa altura él ya estaba nervioso. Estaba a punto de cometer errores. Las oportunidades hubieran surgido por sí mismas. Estoy seguro de que algo se me habría ocurrido.

—Dicho de otra manera no tenía nada. Estaba apostando todo a que yo fuera un buen policía.

—No haga de eso una gran cosa –dijo Reacher–. Lo cierto es que supuse que en el mejor de los casos sería cincuenta y cincuenta.

Salió caminando del diner, del pueblo, hasta una alternativa de izquierda o derecha en la ruta del condado, norte o sur, Canadá de un lado New Hampshire del otro. Eligió New Hampshire y empezó a hacer dedo. Ocho minutos más tarde estaba arriba de un Subaru, escuchando hablar a un tipo sobre las pastillas que había tomado para el dolor de espalda. Nada como esas pastillas. Lo mejor del mundo, dijo el tipo.

Sin segundo nombre

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