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La pestilencia fue tan grande que la ley no se administraba en los Estados [...]y la hostilidad de Dios era más fuerteque la hostilidad de los hombres.

Bartolus de Sassoferrato,

Comentario al Digesto1

La ciencia supone en la naturaleza un orden que es posible conocer; la filosofía política, un desorden que es necesario apaciguar. Platón vio un cielo ordenado de ideas, pero reconoció que los deseos más íntimos de los hombres incluyen el parricidio y el incesto.2 A partir de este diagnóstico, encomendó a la razón la función terapéutica de dominar las pasiones y recordó a los filósofos reyes el deber de gobernar a los hombres pasionales. Años más tarde, supuso que el desorden no se limitaba a las almas de los seres humanos, sino que el universo en su totalidad había retrocedido al caos. Cronos, originario pastor divino de animales y pueblos, había abandonado el mundo a su suerte, y el arte de la política consistía en paliar el desorden de un mundo descuidado por los dioses.3 Similar posición bifronte mantuvo Thomas Hobbes, quien en tanto cultor de la nueva ciencia dio por sentado y buscó conocer la legalidad detrás de los cambiantes fenómenos naturales, pero expuso su filosofía política a partir del supuesto contrario: bajo el orden estatal subyacía la potencial aniquilación de los hombres entre sí que el Estado debía evitar. La guerra, en especial la guerra civil, es seguramente la imagen que con mayor frecuencia se utilizó para ilustrar el desorden político. Sin embargo, la historia y la literatura ofrecen otras expresiones de caos natural y social. La peste es una de ellas.

Tucídides, uno de los pocos afortunados que padecieron y sobrevivieron la mortífera peste que asoló a Atenas durante la guerra contra Esparta (430-429 a. de C.), quizás ironizaba, cuando junto con la transcripción de la así llamada “oración fúnebre” de Pericles (en la que el estratega de Atenas enumera prolijamente las virtudes de la polis democrática y se congratula por el respeto de sus ciudadanos a las leyes), presenta un aterrador relato de la plaga y de la corrupción del orden ancestral de la ciudad, que se hunde en la anomia y el caos. La naturaleza –puede concluir el lector– le ha asestado un durísimo golpe al autocomplaciente nomos de la democracia.4 “Fue un tipo de plaga que superó ampliamente la posibilidad de describirla en palabras, y excedió por su crueldad lo que la naturaleza humana puede soportar.”5 Pese a –o, quizás, precisamente por– haber advertido que la crueldad de la peste sobrepasó cualquier descripción de la misma, la descripción de Tucídides de la descomposición social y política de Atenas se convirtió en un topos ineludible, directamente copiado y otras veces reelaborado, por quienes, a falta de poder llevar a cabo experimentos sociales para verificar hipótesis de teoría política, encuentran que una ciudad bajo una plaga presenta una inmejorable oportunidad para estudiar la naturaleza humana, su sociabilidad, sus instituciones.6

Son numerosísimos los testimonios pretendidamente fidedignos o declaradamente ficticios acerca de la peste, y gloriosa la nómina de textos y autores que se ocuparon de ella. Al comienzo de la Ilíada, Homero nos sitúa en medio de un ejército castigado por una plaga; Sófocles advierte que solo cuando se descubra la verdad del rey Edipo cesará la peste sobre Tebas; por haberse atrevido a realizar un censo de bienes y hombres, Dios castiga al rey David enviando una peste sobre su reino; Boccaccio, antes de dar rienda suelta a su imaginación picaresca, no ahorra detalles en la descripción de los sufrimientos de los florentinos bajo la epidemia bubónica, yuxtaponiendo, quizás por primera vez, horror y arte; el desencuentro final y trágico de Romeo y Julieta se desencadena debido a un malentendido que Shakespeare ubica en una ciudad confundida por la peste, confusión que, por el contrario, le permite a Alessandro Manzoni el tantas veces postergado reencuentro de los promessi sposi; Rabelais, Samuel Pepys, Daniel Defoe, Dostoyevski, Poe, Artaud, Camus, han visto –o recreado– en la ciudad bajo la plaga un laboratorio que permite examinar la naturaleza humana y la sociedad en una situación en extremo excepcional.

Algunas narraciones se centran en el castigo divino como causa, o, mejor dicho, atribuyen esta virulenta alteración de la naturaleza a una culpa humana (Ilíada, Edipo Rey, las numerosas menciones en el Antiguo Testamento). Otras, aceptando que la peste es un fenómeno meramente natural, observan la descomposición social y sus consecuencias morales y políticas (Tucídides, Pepys, Defoe). Las primeras pueden ser leídas como reflexiones en torno a la obstinada desobediencia de los hombres; las segundas nos recuerdan la permanente amenaza para la fragilidad humana de una naturaleza, o de un Dios, hostil. Castigo o desastre natural, la peste, que amenaza al conjunto de la sociedad, exige una respuesta colectiva, a la vez que impide concretarla, mostrando así el fundamento trágico de lo político.

La Peste

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