Читать книгу La música del fin del mundo - León Plascencia Ñol - Страница 2

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A Petronella Zetterlund, la primera lectora.

Para Valentina y Oliverio, en Buenos Aires.




Ya ves, amanezco otra vez, te lo digo yo.

Charly García


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Every Time We Say Goodbye


Hye amaba las listas, las palabras extrañas, los dibujos detallados y obsesivos que hacía en sus grandes cuadernos de hojas blancas, el otoño amarillo y oloroso de Seúl, los cientos de plumas idénticas de tinta azul que conservaba en cajas de metal, unos zapatos negros que yo le había regalado casi recién que nos conocimos, tres fotografías en blanco y negro de cuando era niña (en una de ellas su padre la abraza a orillas del mar y al fondo se ve la isla de Hansan), las notas realizadas con una caligrafía cuidadosa —escritas con alguno de esos bolígrafos— de lo que haría a lo largo de ese día y que luego iba a romper con meticulosidad porque todo lo había grabado en su memoria como una instantánea.

Hye amaba las listas y a Emile, y yo amaba a Hye.

Pero esa es una historia que se volvió un fantasma que avanzaba rengo conmigo, incómodo, que me murmuraba al oído palabras que ninguno escucharía: Corrientes, Suipacha, Pueyrredón, Córdoba, Junín, Soler, Tinagasta, Santa Fe, Libertador, Ayacucho, Alcorta. Y yo mismo era un fantasma que recorría barrios como si quisiera cansar mis pies con Buenos Aires. Con la ciudad que se extendía o se acortaba según el cansancio y el insomnio que taladraban mi cuerpo; de mi cuerpo que iba de un lado a otro, como si no bastara la quietud, como la inamovible quietud de los plátanos —los árboles de cuerpo melancólico y de piel que parece siempre a punto de caer—, que cubrían las calles de Palermo, Rawson, Chacarita y Coghlan, y el verano era inalterable. Pensé muchas veces en unas enormes piezas de Guillermo Kuitca vistas en otra ciudad y otro tiempo; las obras eran colchones intervenidos con el mapa impreso de Buenos Aires, con ciertas zonas del centro quizá, de algunos barrios, ya no lo recuerdo con precisión. Ahora yo estaba haciendo mi propia cartografía, una cartografía casi básica, elemental, que consistía en tratar de recordar un pequeño elemento de la ciudad: detalles de casas, edificios, parques, o simplemente de las personas que iba encontrando al paso de los días, o escenas muy precisas. Y a veces resultaba. Se quedaban impregnadas en mi memoria ciertas cosas sin importancia: la mujer que mordía con lentitud una media luna, el hombre sentado con un niño en una banca solitaria cerca del Jardín Japonés, las putas de Once, Constitución, Plaza Italia, que veía a través de la ventana del auto, las ancianas que tomaban el sol en tumbonas en el parque Rivadavia, los inmigrantes yugoslavos de Monserrat, las mujeres espectaculares que observaba pasar por la zona norte de la ciudad, el homeless de Lavalle que limpiaba su ropa con una navaja de afeitar mientras una niña oriental lo miraba a su lado, el cuerpo desnudo y bocabajo de Hye, o el de Luciana. Yo lo miraba todo buscando algo que me sirviera para las piezas que debía hacer, los encargos que tenía con la galería que me representaba en Corea. Dos coleccionistas, uno en Nueva York y otro en Ciudad de México, querían obras mías pero hechas a la medida, como el traje que se comprarían quizá mañana.

Y yo estaba en una ciudad que me fue carcomiendo.

Buenos Aires siempre fue otra cosa en mi memoria, una ciudad distinta. Una ciudad en donde me volví un fantasma.

Llevé en mi diario una serie de notas puntuales, de dibujos, de datos absurdos, de diálogos, porque todo revoloteaba a mil imágenes por segundo y mi cabeza era una onda expansiva.

Pero en realidad esta es una historia de amor, fallida.


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Diario del fantasma


El diario, sin duda, es un género cómico. Uno se convierte automáticamente en un clown. Un tipo que escribe su vida día tras día es algo bastante ridículo. Es imposible tomarse en serio. La memoria sirve para olvidar, como todo el mundo sabe, y un diario es una máquina de dejar huellas.

[…]

Hay episodios narrados ahí que he olvidado por completo. Existen en el diario pero no en mis recuerdos. Y a la vez ciertos hechos que permanecen en mi memoria con la nitidez de una fotografía están ausentes como si nunca los hubiera vivido. Tengo la extraña sensación de haber vivido dos vidas. La que está escrita en los cuadernos y la que está fija en mis recuerdos. Son figuras, escenas, fragmentos de diálogos, restos perdidos que renacen otra vez. Nunca coinciden o coinciden en acontecimientos mínimos que se disuelven en la maraña de los días.

Ricardo Piglia


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Primer mes


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Jueves

Vuelvo a Buenos Aires más de una década después, pero no vuelvo solo, Hye me acompaña porque se propuso pasar unos días de vacaciones y porque quiere escaparse del frío. Estamos a finales de la primavera. El calor está por arriba de los treinta y cinco grados, y siento en el aire un ligero estremecimiento, una sensación de extraña alegría. Al bajar del avión, con el jet lag encima, vuelvo a recordar ciertos gestos, voces, calles, edificios que están instalados en una película que avanza a trozos, por destellos, con sonidos que no pertenecen a las imágenes.

Recordar tiene algo aleatorio, de una impostada certeza. Las cosas no son como se recuerdan, o casi. Lo cierto es que el que fui no se parece mucho al que soy ahora. Así lo quiero ver, así lo imagino. No somos ya más que una pequeña sombra o réplica o algo muy distinto al que éramos; ni siquiera somos ahora ese que imaginamos que seríamos hace diez o quince años.

La brisa del río de aguas verdosas humedece el ambiente y es posible avanzar unas cuantas calles sin la pesadez del bochorno de la mañana. Hay en la atmósfera un espíritu de despreocupación porque están a punto de empezar las vacaciones, y en las calles, en los parques, los hombres y las mujeres se cubren con poca, poquísima ropa. Se agradece la primavera, se agradece el verano que ya casi está aquí.

Nuestro apartamento en Recoleta, en la calle Junín, se encuentra a pocos metros de la entrada del cementerio.

En cuanto llegamos del breve paseo que dimos, Hye se desnuda rápido, se tira en la cama, se abre y sonríe. Yo veo su pubis depilado, sus labios carnosos, húmedos, que toca ligeramente, al desgaire, con la punta de su dedo índice, sus piernas juguetean un poco con la sábana. Me extiende un brazo y me acerco a ella con lentitud. Ambos estamos cansados del largo viaje desde Seúl, nuestra ciudad. Queremos dormir, después de caminar un poco por el barrio. Apenas lo suficiente para ver el movimiento de los cuerpos, comprar algo de comida en el supermercado de los chinos que está a tres edificios de distancia. Me tiro en la cama con ella, sin desnudarme, con los ojos casi a punto de cerrarse. Y con ese olor que dejan los aviones y aeropuertos. Me levanto para bañarme.

Es diciembre.

Escucho las charlas de los vecinos, vuelvo a oír mi lengua.

Salgo del baño y Hye sigue en la cama, tocándose suave la entrepierna, abierta y sudorosa a pesar del aire acondicionado. Afuera la lluvia, las gotas golpean el cristal de la ventana, los autos avanzan lentamente por la calle.

Desde el celaje se ve algo del Río de la Plata y su grisura.

Me siento para ver a Hye. Desde el punto en el que me encuentro la veo a ella y a la Avenida del Libertador, las dársenas, el río.

Llueve de manera intempestiva, violenta. Una gasa de humedad cubre el cielo porteño. Diciembre. Finales de primavera.

Sudestada.

La lluvia torrencial y Buenos Aires convertida en una imagen borrosa.

Cruzo las piernas lentamente. Tomo de la pequeña mesa mi cuaderno de apuntes y un lápiz.

Los senos de Hye se mueven despacio debido a su respiración tranquila.

Acuéstate conmigo, Fuzzaro.

Ahora no.

Trazo con el lápiz en el cuaderno de hojas de papel de arroz. Son movimientos rápidos. Sin ver la hoja. Miro el coño de Hye, su pubis limpísimo, lampiño, los labios entreabiertos.

Acuéstate. Ven, no seas malo.

La habitación es fría, glacial. Diciembre. Afuera la temperatura es de treinta y cinco grados. La sudestada. La primavera como una mancha. El verano se asoma casi y el estruendo de la lluvia.

Tengo los dedos manchados de negro.

Las sábanas huelen a Hye. Me acuesto a su lado, la abrazo por la espalda tersa, la penetro lento, muy delicado, sin lastimarla. Cada embestida es dulce. Nos quedamos dormidos.

La primavera, sus restos, afuera.

La felicidad aquí.


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Viernes

Salimos en el auto hacia San Telmo. Quiero mostrarle a Hye algunos de los lugares en los que estuve hace una década. Vamos por la Avenida Leandro Alem, luego vemos de reojo la Casa Rosada desde Paseo Colón y giramos en Avenida 25 de Mayo para dejar el auto estacionado y caminar. Hye luce espectacular con su falda minúscula café que le resalta sus piernas largas y delgadas, unas sandalias estilo gladiador romano, una blusa holgada, cruda, que deja entrever ligeramente sus senos, y unos lentes oscuros.

El sol del fin de la primavera es inclemente.

Me recuerda Seúl, Fuzzaro. Me recuerda el calor de su chingada madre, como dices tú.

Los dos reímos y cruzamos la avenida para retroceder hacia el Parque Lezama, el lugar donde hace más de una década encontramos mis amigos y yo a un grupo de jovencitas, quizá de Constitución o La Boca, que ofrecían una mamada por unos pocos pesos. Tan sólo dos años antes había sido el Corralito y todavía era posible ver a familias enteras que vivían en la calle y recolectaban cartón.

En San Telmo hay hordas de turistas de todas partes del mundo, que entran a los conventillos casi destartalados que funcionan como tiendas de souvenirs de mal gusto, for export, les dicen; caminan por las calles angostas, entran y salen de restaurantes, cafés, heladerías, tiendas de antigüedades.

El bar Británico, en la esquina de Brasil y Defensa, sigue igual, con sus sillas viejas y grandes ventanales acristalados. Lo único diferente es que ahora hay un estanquillo por la calle Brasil que obstaculiza una parte del lugar. Acá, dicen, Sábato, el hombre que vivió en Santos Lugares, escribió buena parte de su libro Sobre héroes y tumbas, que tiene algunos referentes en sitios cercanos de La Boca.

Escribo estas notas como una costumbre. Desde hace años guardo decenas de cuadernos con mis anotaciones.

El impulso de escribir viene de una zona oscura.

Escribo porque quiero saber más de las voces que están ahí.

Tomo algunas fotos del lugar, unas cuantas de Hye posando como si fuera modelo de cualquier revista de modas: me besa con suavidad y dulzura en la boca.

Te amo, tonto, me dice en coreano, que es la lengua que usa cuando cogemos.

La tomo de la nuca. Le acaricio el pelo y emprendemos nuestra caminata por la calle Defensa, hacia el centro. Atrás se queda Parque Lezama con los grupos de gente sentada en el césped, haciendo su día de campo, rodeados de cervezas, porrones o botellas de litro, y las pavas con el mate infaltable. Suena el teléfono de Hye y sé que habla con Emile porque se aleja de mí con discreción para no ofenderme con su charla. Supongo que Emile quiere saber cómo llegó o cuándo volverá.

Hye y yo caminamos por San Telmo, deteniéndonos en cualquier sitio, besándonos, tomando fotos de los hippies que venden baratijas en la plaza, de las pequeñas peleas o bravatas de algunos jóvenes que toman cerveza en la calle.

Yo sabía que ella, en algún momento, me hablaría de lo que había charlado con Emile. Seguimos caminando hasta Avenida de Mayo. Antes, mucho antes, cruzamos por Venezuela, la calle donde vivió Gombrowicz. Le tomo fotos al edificio deslucido, como un fan absoluto, y pienso en el falso conde, en su desparpajo, en su habitación minúscula donde tenía todo lo que poseía en el mundo.

Hye lee en la guía de viajes que lleva en su celular que se debe conocer el Tortoni, el café mítico. Yo no tengo gratos recuerdos de él, pero entramos a ese mausoleo donde los meseros sienten que forman parte de algo que proviene de otro mundo, como si fueran seres especiales. Está atestado y pedimos unos cafés. Mientras los traen voy al baño y encuentro a un hombre, de pie, a un lado de los lavabos, defecando parado, con los pantalones a

la altura de las rodillas; defecando con placer y embarrando con sus dedos todo con enorme alegría. Lo miro sin saber si es verdad o no y estoy a punto de vomitar. El hombre de cola de caballo, joven, me descubre y se levanta rápido los pantalones, sin haber terminado, y sale corriendo hacia la calle, dejando un tufo enorme. Regreso a la mesa, asqueado, con la imagen en la cabeza, y lo único que quiero es irme de ahí. Se lo digo a Hye y ella ríe sin parar.

Mi amor, no pasa nada. Es un poco de mierda y ya.

Quiero irme, pero Hye me dice que primero tomamos nuestros cafés y luego nos vamos, que no haga tanto escándalo.

Regresamos por el auto y adentro, cuando Hye se sienta, levanto su falda y la toco por encima de su tanga con mi dedo. Lo hago suave, abro los calzones y siento su flujo caliente. Meto un dedo, dos, mientras ambos estamos sentados, quietos, y en la radio sale un tango de Troilo desde una radiodifusora que sólo toca esa música.

Mis dedos están mojados.

La cara de Hye tiene un rictus, como si se hubiera ido del mundo.

Estira su brazo y me toca la verga, busca con la otra mano y abre mi pantalón. Me chupa ávida.

Eyaculo en su boca mientras ella tiene ligeros espasmos.

Afuera la temperatura es menor a la nuestra.


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Sábado

Aparece de nuevo el insomnio. Tiene una consistencia parda. No he podido dormir casi nada y he vagado por la casa. En algún momento de la madrugada sentí el destello de la migraña que se anuncia. Me encierro en una habitación. Tomo una pastilla y me preparo.

Migraña. Aura visual. Cefalea de Horton. Una luz brillante que es como un anuncio de lo que vendrá después. El cuerpo avisa y de pronto todo se inunda con una luz que arropa al mundo. Primero empiezan puntos lumínicos en el ojo izquierdo y después se expanden por toda la cabeza. No recuerdo la primera vez, pero sé que viene el dolor por temporadas. A veces me gusta comparar la migraña con ciertos loops de música electrónica: es un zumbido que se repite primero lento y después se acrecienta veloz. He intentado de todo. Alguna vez, uno de los neurólogos que visité me dijo que es imposible saber de dónde proviene. Hace dos meses, una quiropráctica en Seúl me dijo que probablemente el dolor se debe a un movimiento de rotura que sufrió la columna hace muchos años. Vimos las radiografías y algunas vértebras aparecen como fantasmas que pellizcan diversos nervios. He intentado de todo: dejé ciertos alimentos, bebidas, pero nunca se va, o se va por temporadas. Cuando creo que ya la he olvidado, regresa como una amante del pasado que busca repetir ciertos encuentros. Es mi compañera más constante; somos fieles cada uno a su manera.

Hace poco, mientras escuchaba Ich bin meine maschine de Atom TM, descubrí que su música tiene mucho de la frecuencia de la migraña. La repetición de ciertos acordes es como el racimo del dolor que se abre y va cubriendo capa tras capa. Sacks dice: «Migraña no es sólo una descripción, sino también una meditación sobre la unidad de la mente y el cuerpo y sobre la migraña como manifestación ejemplar de nuestra transparencia psicofísica». En El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, el neurólogo retoma ciertas notas suyas sobre Hildegard von Bingen (1098-1180), la mística que creía que los fosfenos que aparecían frente a sí eran ángeles que la visitaban. Sacks escribe: «La experiencia de estas auras viene acompañada de una gran intensidad extática, sobre todo en las raras ocasiones en que a la estela del centelleo original sigue un segundo escotoma». Y luego transcribe un texto de la mística: «La luz que veo no está localizada, aunque sea más brillante que el sol, ni puedo examinar su altura, longitud, anchura, y la llamo “la nube de la luz viva”. Y lo mismo que el sol, la luna y las estrellas se reflejan en el agua, así los escritos, las palabras, virtudes y obras de los hombres brillan en ella ante mí… A veces veo dentro de esta luz otra luz a la que llamo “la nube de la luz viva en sí”… Y cuando la contemplo se borran de mi memoria todas las tristezas y pesares, de tal modo que vuelvo a ser una simple doncella y no una anciana».

También en Migraña, Sacks menciona una cita de Novalis: «Toda enfermedad es un problema musical, y toda cura una solución musical». Porque las visiones que produce la migraña tienen un punto tonal y momentos alucinatorios, vómitos, mareos, náuseas, temblores internos y pesadillas. Estamos instalados en un mundo enrarecido.

Debe dejar de fumar, me dijo la quiropráctica mientras mi espalda tronaba y de mi cuerpo salía un sudor frío.

La migraña es una partitura musical dislocada.


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Domingo

Largas caminatas por la Recoleta. Extravíos a media mañana, después de una noche y madrugadas infernales, todavía con el horario alterado por las largas horas de vuelo, las conexiones, el cansancio. Hye está en casa dibujando algunas prendas de su nueva colección y en espera de que sea una hora propicia para hablar con Emile. Para contarle lo que está haciendo. Emile es un buen tipo que ama a su manera a Hye. La ama sin cortapisas ese hombre silencioso, delicado, de ojos de un azul intenso, vendedor de cerámica oriental en Europa. Afecto a los gatos y a su casa seulita llena de árboles que ha trasplantado de otros sitios. La casa de Gangnam en donde a veces tiene una habitación para mí. Yo soy el amigo de Hye, el otro amor de Hye, la sombra, la parte que a él no le interesa cumplir.

Avanzo a tientas entre calles de la Recoleta que nada me recuerdan, o quizá sí. No lo sé muy bien. De alguna manera se altera o recompone la memoria. Mis recuerdos de Buenos Aires saltan en cada esquina, me abruman: al caminar se reconstruyen los recuerdos.

Camino como si quisiera perderme. Pero en realidad esta sensación de ir descubriendo cosas nuevas le da al cuerpo una extraña manera de acomodarse en el mundo. «Le fascinaba vincular sitios de la ciudad a través de esos recorridos, porque eran algo así como postulaciones de simultaneidad, una materia prima de la ficción urbana, la vida sincronizada y las infinitas posibilidades de la casualidad. A veces competía con los demás en encontrar el viaje, la conexión más sencilla entre varios puntos. Y especialmente amaba los colectivos durante los veranos, cuando se convertían en observatorios ambulantes a través de la ciudad callada, también un poco deshabitada por el calor y la ausencia de gente, y cuando tanto las cosas visibles como las ocultas asumían un carácter abstracto, sobre todo saturadas de lentitud y cansadas de la luz prolongada por la duración de los días», escribe Sergio Chejfec en un texto sobre la ciudad que comencé a leer en estos días. Transcribo, anoto. Me gusta transcribir en mis cuadernos frases o párrafos que de alguna manera se van conectando, como si ciertos escritores tuvieran una conexión secreta entre ellos, un vínculo que no saben.

El calor me abruma y ahora estoy en una esquina, sentado en un boliche, pensando en mi apartamento de Yongsan-gu, tomando un café y con un cigarro en la boca, que aún no me decido a encender. Que no prenderé. Y viene a mi memoria una escena, o mejor, una imagen. Estaba solo en mi apartamento porque eran los días en que Hye se dedicaba a estar con Emile, su otra pareja, o la verdadera, la de muchos años, desde que ella era una jovencita universitaria y él ya era un exportador.

Ahí, en ese boliche de la Recoleta, frente al parque, recuerdo con precisión lo que me pasó hace siete años. ¿Qué frecuencia secreta me llevó de un lado a otro? ¿Qué sensación de ahora me volcó a otro mundo? ¿Es domingo o lunes?, le pregunto a un chico afuera de una tienda en Gangnam. Él me mira extrañado. ¿Hoy es domingo o lunes? Es domingo, me dice con cara de sorpresa. Llevo varios días sin salir de casa, sedado con demasiados medicamentos para soportar el dolor. Huelo a un sudor rancio y desagradable; tengo una herida en el cuello que me hizo

una mujer en Itaewon. Será una marca para siempre. Me lanzó

contra la pared y empuñó el cuchillo con el filo contra mí mientras su rostro parecía transformarse: ambos resoplábamos y yo sabía que cualquier gesto mío sería el desencadenante para que me cortara de tajo. Sentí el filo en mi piel, cómo se abría un poco y quemaba. No creo que hayamos estado así mucho tiempo, inmóviles. Cuando la mujer retiró el cuchillo lentamente, sentí que mi aliento era como una ráfaga que venía de nuevo. Luego vi fugazmente una línea de sangre en el brillo metálico del cuchillo de la prostituta de Itaewon, quien se alejó riendo y guardando entre los senos el dinero que le había dado.

¿Por qué recordé eso con tanta precisión? Llevo mi mano a la cicatriz, la toco con suavidad, como si un resplandor extraño emanara de ahí.

Pensaba en esa mujer como se piensa en un fantasma.


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Lunes

Hago dibujos rápidos de Hye en la cama mientras está dormida. La huelo. Me acerco a ella. La beso con dulzura. Ella despierta brevemente, me besa y se vuelve a dormir. Lubrico su ano y entro con suavidad y ella extiende sus brazos hacia atrás y me toma de las nalgas para que la penetre con más fuerza.

Buenos días, mi amor, me dice.

Hoy estaremos todo el día en cama, leyendo, dormitando, cogiendo.

Cada gesto de Hye es una serie de movimientos que parecen provenir de otra era. Son pequeñas danzas, movimientos perfectos. Servir el té en nuestras tazas, es una procesión de ademanes que parecen artificiosos pero su delicadeza y naturalidad muestran otra cosa. Me detengo en las actitudes de Hye, en sus movimientos, en la postura erguida de su espalda al servir, en el cuello y la nuca perfectos, en sus nalgas redondas que veo cuando está hincada y sentada en sus talones. Hye es un ave. Una grulla a punto de alzar el vuelo.


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Martes

El insomnio. La sensación de estar envuelto en una gasa transparente y ver todo con una veladura en los ojos. Gran parte de mi vida ha transcurrido en camas que se vuelven lugares de tortura porque el insomnio no me deja descansar y hace que me mueva obsesivamente. Cuando hay alguna mujer a mi lado la sensación de estar fuera de lugar es peor porque no quiero despertarla con mis movimientos, con mi ansiedad, con mi sueño de dormir, y termino por levantarme a hurtadillas, silencioso, en mi casa o la casa de alguien, y me refugio en otra habitación, viendo películas y series durante horas o navegando por internet sin cesar.

A veces llega la luz del día y avanza la mañana y entonces intento hacer algo. Anoto un fragmento leído, escribo sobre algunos proyectos que de pronto, en esas noches incurables, blancas, surgen de la aparente nada; también dibujo, dibujo edificios detallados, cuerpos que alguna vez amé, árboles que no parecen tener fin, carreteras secundarias, mapas en los que imagino las calles, los rincones, los parques secretos en donde se reunirán los amantes. Pero a veces el insomnio no da eso y es un latigazo, una mordedura profunda, y los ataques de pánico o de ansiedad crecen y no quiero despertar a quien está a mi lado y hago todo lo posible por ahuyentar a los demonios que me habitan, múltiples kamikazes que esperan lanzarse al abismo.

El insomnio no tiene un rostro definido, es difuso, maleable, con brazos o deltas que se abren por distintos rumbos.

El insomnio es una música rencorosa, la memoria negra del verdugo.


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Miércoles

Estoy sin dormir y en medio de este calor espantoso y húmedo siento que floto. Se anuncia una ligera lluvia. Hye y yo llegamos al Malba para una exposición sobre el movimiento antropofágico brasileño y, si nos alcanza el tiempo, veremos la colección del museo, Verboamérica.

Fuzzaro, yo me formo para comprar los tickets, ve y tómate un espresso doble, que tienes cara de moribundo. Ya te alcanzo, mi amor.

Me dice mientras me lanza un beso al aire.

La observo en sus jeans ajustados, rotos estratégicamente, su camiseta estampada y colorida, sus tenis blancos y la enorme bolsa color naranja mate que lleva a un costado.

Nunca ha terminado de gustarme este edificio en donde alguna vez expusieron obras mías dentro de una exposición de arte conceptual. Algunos curadores me encasillan en un área, y luego, otros en otra. Eso ya ha dejado de importarme. Compro dos cafés en el restaurante del museo y espero a Hye sentado en una mesa. La veo hablando por teléfono a través del cristal. Supongo que es con Emile.

Los turistas van y vienen con su ropa veraniega y desordenada: grandes camisetas y shorts igual de grandes y chancletas, parecen gringos en sus patios traseros a punto de preparar hamburguesas a la parrilla.

Tomamos los cafés y subimos primero al tercer piso para ver a los antropófagos. Mientras vamos en las escaleras eléctricas escucho a las personas que van delante de nosotros. Su acento mexicano las delata. Una de ellas explica, sabihonda, que van a ver una muestra sobre gente que se come a otra gente, sobre caníbales, así que deben tener el estómago fuerte.

Sonrío para mis adentros porque el hombre no tiene la menor idea de lo que habla. Y ya quiero ver su cara cuando descubra que no es sobre caníbales el asunto.

En la entrada hay un texto que explica lo que buscó Oswald de Andrade con su Manifiesto Antropofágico. Recorremos la sala sin detenernos mucho porque no hay grandes obras, quizá alguna extraviada por ahí, pero que se pierde en esta visión panorámica. A Hye le aburre pronto y me dice que saldrá, que me espera en la otra sala. La veo alejarse y yo me quedo un poco más. Algunos de los artistas que están aquí también aparecen en la muestra Verboamérica. En realidad vine por ellos, por ciertas obras que quiero ver con más atención. Lygia Clark, Liliana Porter, Hélio Oiticica, Guillermo Kuitca, Geraldo Barros, Gyula Kosice, Las Yeguas del Apocalipsis, Marta Minujín, entre otros.

Hay piezas de una sorprendente belleza, como las de Liliana Porter, con esa mezcla delicada que hace de escultura y pintura; piezas de escala pequeña, como juguetes olvidados ahí. El neoconcretismo de Lygia Clark y Hélio Oiticica (recuerdo sus Bólides caixas, su trabajo con el color); el extraordinario cuadro de Kuitca, hecho con papel blanco y negro, que por un momento me recordó una obra de Carlos Amorales que vi en Los Ángeles y que se llamaba Autorretrato, y consistía en una serie de papeles de diversos tamaños, pintados en color negro y dispuestos con chinchetas en uno de los muros del museo; simple y eficaz.

Salgo del segundo piso para buscar a Hye. La encuentro en la tienda comprando algunos libros que me regalará más tarde, unos cuadernos, una bolsa para ella y unos cuantos objetos.

Afuera llueve. Es una lluvia casi invisible.

Un grupo de japoneses espera impertérrito, todos cubiertos con unas gabardinas transparentes de plástico mientras se toman fotos.

Vamos al auto. Cruzamos Figueroa Alcorta para tomar Avenida del Libertador hacia Plaza Italia y después a Palermo para comer y vernos con nuestros amigos arquitectos, Liliana y Milo.

A Milo lo conocí en Seúl, donde vivimos en el mismo edificio de apartamentos algunos años y compartimos nuestro gusto por las largas caminatas a orillas del Han y nuestras excursiones nocturnas en Itaewon. A Liliana, uruguaya avecindada hace muchos años acá, la conocí con Milo, ya eran pareja entonces, una noche de largos tragos en Oaxaca. Habían ido a esa ciudad para ver la posibilidad de construir una casa para un millonario mexicano que quería hacer algo en un lugar llamado San Felipe del Agua. Creo recordar que yo estaba de paso, visitando a mi amiga Nadia, quien trabajaba con los desechos de grasa de las clínicas de cirugía estética y con ese material hacía esculturas pequeñas. Esos días en Oaxaca fueron una larga procesión de bares y, de nuevo, largas caminatas con Milo y Liliana, por esa ciudad de una luz disfrazada de múltiples luces.

Nos encontramos ahora en ese restaurante tailandés en el que nos citaron. Quieren conocer a Hye. Liliana tiene cuatro meses de embarazo y se ve muy feliz. También Milo lo está, pero de otra manera, más silenciosa, más hacia adentro.

Hye y yo habíamos pensado ir a un club swinger que le habían recomendado, pero sin decirlo, sin ponernos de acuerdo, aceptamos tácitamente quedarnos con mis amigos, a quienes no veía hace años.

También el pasado, ese en donde no aparece aún Hye, puede tener un espacio en nuestro presente. La ciudad está casi en silencio aquí con Liliana y Milo.

Terminamos charlando hasta la madrugada en su casa, en una terraza desde la que se observa el bullicio de Palermo.

Casi somos invisibles.


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Jueves

Hye se va a comer a Puerto Madero. Está líndísima con su vestido blanco de lino con botonadura al centro y sus tenis del mismo color. Yo me quedo a caminar por Corrientes, por Callao. Más tarde nos encontraremos porque quiero que vayamos por la ciudad en el auto un poco al azar, a Once o Constitución, a buscar putas dominicanas para llevarlas a un telo, como le dicen los argentinos al motel.

Hay algunas cosas que quiero ver. Recuerdo un bar casi en la esquina de Callao con Corrientes, semioscuro, con una gran barra y una o dos mesas de billar, y que era atendido por mujeres en topless. Había una, lo recuerdo bien, con el corte a lo garçon, de rostro semejante a la actriz de cine mudo Louise Brooks, a veces sólo iba por un café y me sentaba en la barra para verla durante horas e imaginaba lo que sería estar con ella en la cama.

El bar no existe. Desapareció como muchos otros lugares que recuerdo de la zona. Aún continúa la tienda de discos y libros de la esquina. Doy vuelta por Corrientes y entro de a poco en las librerías. Me detengo y compro un libro en alguna, otro en otra y llego a Edipo, la mítica librería, y quien recibe a los asiduos es un gato gordo, ahí adquiero Black out, el libro potente de María Moreno, la periodista que hace un ajuste de cuentas con su vida a través de una escritura anfibia: a ratos ensayo, memorias, autobiografía, novela.

(Nota: Poner fragmento del libro.)

Buenos Aires me parece otra, lejana, inmersa en una impostura. O quizá soy yo proyectando lo que me pasa. Camino horas, de un lado a otro de la calle, mientras el sudor me escurre. Las marquesinas anuncian las obras de teatro que no veré, los estrenos que pasarán de largo por mi vida. En Corrientes y Talcahuano, muy cerca de la Avenida 9 de Julio, veo a un niño jugar con distintos papeles que sumerge en colores para pintarlos. Lo observo con detenimiento y él está abstraído intentando construir una pequeña torre de colores. Ahí podría estar la idea para una de las piezas. Trabajar con largos rollos de papel de arroz que se pinten de negro y de blanco y construir una pieza que tenga distintos niveles o fondos, donde se puedan translucir las capas, una de otra.

(Nota: Recordar llamar a mi galerista para que me envíe varios rollos de papel y algunos botes de tinta china.)

Veo mujeres espectaculares todo el tiempo, pero siempre van apresuradas. Como si un impulso extraño las llevara hacia delante sin importar nada. Recorro de nuevo las calles que antes caminaron mis pies. En Lavalle y Ayacucho, muy cerca de la librería Mármol, un homeless intenta limpiar una camisa con una navaja, y una nena de dos años, oriental, se acerca a verlo con morosidad y extrañeza. El padre de la niña sale corriendo del supermercado, la toma de la mano y la reprende.

Vuelvo a nuestro apartamento y llamo a Hye para que me alcance ahí. Me doy un largo baño en la tina pensando en cómo podría cubrir los papeles con tinta sin que queden inservibles. Busco un tono muy negro. Creo que la pieza podría medir seis metros por tres, dentro de una caja, y estar cubierta de vidrio. Comenzaré a hacer pruebas.

Hye entra. La escucho abrir la puerta y me alcanza en la bañera con un whisky en la mano. Hay imposibilidad de narrar, como si las palabras nunca fueran suficientes y todo se convirtiera en simples acciones. Eso me pregunto siempre. Uno escribe para olvidar, pero también para dejar constancia de lo absurdo que es estar así.

Emile me preguntó por ti, me dice Hye, sumergida en el agua caliente mientras me da mi vaso con whisky.

Y qué le dijiste, ¿qué yo lo extraño a él?

Río.

Le gustaría venir, dice Hye.

No quiero, le contesto. Son nuestras vacaciones, y además debo trabajar.

Olvidamos el asunto un poco tensos. Hye me besa y nos quedamos en el agua un tiempo que parece alargarse. No importa nada.

Buenos Aires nocturna tiene la mirada de una matrona que cuida a sus pupilas, pero también la de una chica despistada que nunca será mayor de edad. Vamos en el auto, despacio, por Once. Vagabundeamos por las cercanías del tren y la Plaza Miserere. Queremos contratar dos putas dominicanas. Una negra y una mulata. Giramos por diversas calles de los alrededores buscando a las indicadas mientras la policía da sus rondines para cobrar sus comisiones a los putos, a los travestis, a las mujeres. En algunas puertas entornadas se puede ver a los chulos que cuidan su mercancía. Desde Peatonal de las Almas sale una mujer y se acerca al auto. Le decimos que queremos dos mujeres con ciertas características y ella regresa a su lugar, habla con otras y viene con dos.

¿Estas te gustan, chico? ¿Son como la que tú quiere?

Miro a Hye y ella asiente.

Las mujeres suben al auto. Doy algo de plata a la otra. Hay un telo a pocos minutos pero quiero alejarme más y les pregunto si no les importa. Les digo que las traeré de vuelta, que no hay problema. Pago un extra.

La habitación del hotel tiene las paredes rojas y una luz amarillenta que daña. Hye es la que dará las órdenes. Yo voy a un sillón y me siento a observar mientras bebo a pico de la botella de whisky. Una de las mujeres, negra casi azul y de tetas enormes, es la más joven; la otra, la mulata de piernas largas y cara de cansancio, sale de bañarse y se despatarra en la cama.

Dame una cerveza, chico.

Me levanto y se la doy.

¿No meterá la pinga a la tré? ¿Chico, tú cré que pueda?

Me agarra de los testículos.

Sólo sonrío.

Hye les pide que se toquen suave, con delicadeza. Las dos mujeres se miran extrañadas. Hye parece armar escenas que tiene en su cabeza o que vienen de algún libro o cuadro, no sé. Las mujeres se besan y van actuando cada vez más tranquilas. Yo bebo y observo. Una mujer queda de espaldas y le chupa el coño a la otra. Hye saca una bolsita de coca y hace unas líneas en las nalgas endurecidas de la negra. La imagen es hermosa, sorpresiva. Líneas blancas sobre un fondo negrísimo. Quisiera tomar una foto. Hye aspira, yo aspiro. Hye le lame las nalgas a la negra. Yo lamo toda a Hye, la tomo de la cadera. Ella chupa a la negra y yo penetro a Hye. Las dominicanas quieren coca y Hye les da la bolsita. Una de ellas mete la uña enorme y aspira con fruición, luego la otra. Hye ha dejado de chupar a la negra y su cara permanece de costado en la cama mientras se toma con fuerza del colchón tras cada embestida. Las dos mujeres parecen haberse olvidado de nosotros. Una tiene un dildo puesto y se coge por el ano a la otra.

La habitación huele a un sudor profundo. Hemos cogido de acuerdo a una puesta en escena. Mi verga sólo puede entrar en Hye. Así fue el plan.

Enciendo la radio, en la radiodifusora de tangos que me gusta. Las negras duermen, Hye duerme, yo las miro desde mi sillón y un bandoneón entra y sale de mis oídos.

Hay escenas que prefiero dejar fuera.

Amo a Hye. Amo su cuerpo larguirucho, estrecho.

Amo mi botella de single malt y bebo hasta que no quede rastro de mí.

Hasta que sienta que desaparezco.

Pero no hay nada de mí en esta sensación que me persigue.

Veo entrar la luz de la mañana.


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Viernes

Dormimos toda la mañana. Aún no termino de decidir cómo haré las piezas. Tengo una profunda resaca y voy de un lado a otro del apartamento. Mi pensamiento es gris. Hye sigue acostada, hojea el periódico, bebe el café que le preparé y luego revisa su iPad. Quiere estar enterada de lo que pasa en su país. Soy una ruina física. Pensé que todas las cosas podrían ser ciertas. Sé poco del mundo; sé muy poco, pero Hye es mi amuleto. Me pregunto si cambiaremos algún día. Si no estaremos con la sombra de Emile todo el tiempo.

Estoy desasido.

Tengo resaca.

Miro a Hye en la cama y sé que la amo profundamente.

Mis pensamientos son grises.

Anoto frases que vienen a mi cabeza:

· El insomnio es un pastizal, una larga carretera desierta, una pistola en la sien.

· Perseguí tu rastro entre los autos interminables.

· Sólo hay silencio en el mejor de los casos.

· I did not know what to do.

· Estamos absortos en la convicción de no esperar nada.

· Tu sombra es tuya. Se lo dije. Le dije que era tuya (Mark Strand).

· Pero nunca hicimos nada. No sé si lo entiendas.

· Voy a fingir que me importa el ojo más negro del insomnio.

· Was he looking for someone?

· Cada día era demasiado largo pero no lo suficiente / para poder sobrellevarlo (Mark Strand).

· Buenos Aires tiene un aire demasiado vago para presentirlo.

· Los nombres de las estaciones de los trenes guardan una disposición secreta de encuentros entre amantes. Cada estación es un punto en el mapa trazado por ellos. Un punto que será la clave para el siguiente encuentro.

· La memoria es casi la única cosa que lo vincula a la ciudad (Sergio Chejfec).

Me tiro en la cama con Hye. Me abraza y me quedo así, en su regazo, como un niño. La luz del sol atraviesa las celosías y se forman diversas líneas de luz que miro desde el pecho de Hye.

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Sábado

La pintura. El gesto. La gestualidad en el trazo. La mancha negra que rompe el vacío blanco. La acción de pintar carece de pensamiento lógico. Mejor, carece de pensamiento porque el ego se vacía; la mano, el cuerpo, la mente tienen una conexión única. Quien pinta desaparece para que surja en un instante la trazadura, las líneas que conforman un ritmo único en un espacio

preestablecido. Pintar aísla, como el monje zen que realiza el zazen frente a un muro blanco. El mundo es el punto que está enfrente; el mundo es lo que se evapora. José Ángel Valente escribió en «Cómo se pinta un dragón»: «Escribir es una aventura totalmente personal. No merece juicio. Ni lo pide. Puede engendrar, engendra a veces en otro una volición, una afección, un adentramiento. Otra aventura personal. Eso es todo». Quizá en lugar de la palabra escribir podría ponerse pintar. Un simple ejercicio de volición: la mano que sujeta el pincel y traza un instante; la mancha que se vuelve mundo.

Eso es todo.


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Domingo

Vamos caminando al Museo de Bellas Artes. Nos queda muy cerca de casa. Aún no hace calor. Vamos sin prisa. El enorme edificio amarillo es un bloque recio entre jardines y dos avenidas. Me interesa, sólo en esta ocasión, ver unas pocas obras. Recién acabo de leer El nervio óptico de María Gainza y me llamó la atención su escritura y la manera que tiene de acercarse a unos pocos cuadros. Los pintores son Courbet, el Aduanero Rousseau, Foujita, Cándido López, Toulouse Lautrec, Rothko, Schiavoni y De Dreux, cuya obra no está aquí sino a no muy larga distancia, en el Museo de las Artes Decorativas, edificio que en su momento perteneció a la familia de Gainza.

Sobre Cándido López escribe: «[…] estaba convencido de que para tocar el corazón de la realidad había que deformarla. Su maestro Manzoni creía ver en eso una señal inequívoca de temperamento artístico y le sugirió un viaje a Europa. Como no había plata, Cándido salió a pintar retratos y a hacer daguerrotipos por la provincia de Buenos Aires. Llegó a Carmen de Areco y no vio nada pintable salvo una gringuita que conoció en el corso; tenía unas trenzas doradas como trigo y también tenía dueño […] Cándido López es porteño y mitrista y el mismo día en que Mitre declara la guerra él corre a alistarse en el batallón de Guardias Nacionales que se está formando en San Nicolás. Hay quienes dicen que lo hizo para olvidar a esa gringa de Areco, otros dicen que su meta era volverse cronista de la batalla. Llevaba en su bolso de cuero un cuaderno y lápices. Manzoni le advirtió: “Está arruinando su porvenir como pintor”».

Gainza cuenta que López pierde la mano con la que pintaba en la Guerra del Chaco. Y tiene que volver a aprender a pintar y

lo que hace es intentar reproducir las escenas que había visto y había dibujado en su cuaderno de apuntes, pero ahora esas escenas son realizadas con la otra mano. En los cuadros apaisados de López impresionan esas pequeñas figuras con rostros difusos que construyen diversos escenarios. Hermosísimos cuadros, salidos de una mente obsesiva hasta el detalle, pero que no puede con los rostros de las figuras el que había sido pintor de retratos. Hay algo de paradójico en ello. Son treinta y dos obras dedicadas a la Guerra del Chaco, ni una más. Es la construcción metódica de un maniático.

Gainza escribe sobre cada uno de los pintores, sobre su vida y obra, pero también entrelaza esos ensayos con fragmentos de su propia vida.

Sobre Mar borrascoso de Courbet dice: «Se interesa en el agua en términos de forma: son tanteos directos hacia la abstracción, sostenidos todavía por la línea del horizonte». Y más adelante: «Para mí, Mar borrascoso no es una pintura simbólica, ni una meditación trágica sobre la vida. Es, en todo caso, la manera de Courbet de someterse al orden de las cosas, como cuando en el año 178 mirando las aguas del río Hron, el emperador Marco Aurelio escribió: “Lo que quiera el universo”».

Llama la atención que algunos de los cuadros que María Gainza escoge sean obras menores, como si quisiera detenerse en el otro lado del artista, en la imperfección, la fragilidad, lo fallido.

Estamos frente al Rothko: «El asunto es que a Rothko la ansiedad lo hacía hablar de más. Olvidaba que los elementos más poderosos de una obra son, con frecuencia, sus silencios, y que el estilo es un medio para insistir sobre algo. Puede que mirar un Rothko tenga algo de experiencia espiritual, pero de una clase que no admite palabras. Es como visitar los glaciares o atravesar un desierto. Pocas veces lo inadecuado del lenguaje se vuelve tan patente. Frente a Rothko una busca frases salidas de un sermón dominical pero no encuentra más que eufemismos. Lo que uno querría decir en realidad es: “puta madre”».

Hye y yo buscamos a través de las salas las distintas obras y quedo admirado con el ojo de Gainza. Impresiona la sutileza y coherencia de su novela con esos cuadros menores o no tan espectaculares como otros trabajos de esos artistas.

Pero mientras avanzamos entre sala y sala voy descubriendo también otros cuadros «menores» a los que hay que volver en otro momento, otro día.

De la Cárcova, Kline, Pollock, Tàpies, Odilon Redon, Kazuya Sakai, Goya, Saura, Antonio Berni, Alechinsky.

Salimos como quien sale de ver una gran sorpresa. Caminamos hacia casa bajo una tarde de una ligera llovizna. Lo que se queda en la memoria son ciertos detalles, pinceladas, texturas que parecen no tener fin en mi cabeza. Van y vienen, buscan conexiones con otros detalles, otras pinceladas. Mi cabeza es una maquinaria activa.

Ya te perdí, ¿verdad, Fuzzaro?, me dice Hye mientras con un gesto cariñoso toma mi nuca y se acerca a besarla. Ya estás en otro mundo, me dice sonriendo mientras enciende un cigarro para ella y otro para mí. Siento una alegría y una desolación inmensas, algo que avanza en el pecho, y veo cómo salen las lágrimas a borbotones y no pueden parar. Lloro sentado en una banca, bajo un árbol, mientras mi coreana intenta consolarme y soy un río caudaloso. Soy un desconcierto, una figura que parece derrumbarse. La escena es precisa. En Plaza Francia, cerca del Centro Cultural Recoleta, un hombre llora inconsolable sentado en una banca. A su lado, primero de pie, y luego a un costado suyo, una oriental intenta calmarlo de todas las formas posibles. Por momentos parece que el hombre detiene su llanto pero en realidad es una especie de pausa para volver a empezar.

La escena dura un largo tiempo y mi cuerpo comienza a sentir el peso del mundo. Algo se está metiendo muy adentro, pero es algo confuso, porque todo está encontrado: la felicidad, la tristeza, la desolación y el desamparo. Hye llora conmigo por empatía, porque me ama, o porque yo la amo. Y ahí quedamos los dos, mojados por el llanto y por esa ligera llovizna.

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Lunes

Llevo días sin dormir. He pasado las noches de largo, con demasiados pensamientos en la cabeza. Hye me mira ir y venir por el apartamento, me prepara tés, me propone masajes, intenta que me sienta mejor. En algún momento de la tarde hay algo de urgencia en mí por contarle cosas de mi pasado. No sé de dónde viene. A pesar de llevar varios años juntos, hay zonas de mi vida que desconoce por completo. Hoy decido contarle retazos de mi vida con Inés o Agnés, como a veces la llamaban. Hay cosas, gestos de Inés que a veces veo en Hye.

Inés tomaba fotografías. Eran fotos de detalles, de fragmentos que se volvían casi piezas abstractas. Estaba obsesionada con la desaparición de los objetos, con retratar sólo la esencia, o mejor, lo que queda oculto de la esencia, las astillas. Me cuesta un poco explicarle a Hye el tipo de obras. Inés comenzó primero con la escritura, que fue abandonando poco a poco por la fotografía. Aunque en sus primeras obras aparecían palabras sueltas, algo parecido a ciertas obras de la inglesa Tacita Dean.

Le cuento a Hye que Inés y yo nos propusimos un juego muy simple, que al final resultó desastroso y fatal para nuestra relación. Ella haría un mapa de los posibles encuentros sexuales que yo tuviera en la ciudad, o los inventaría. Registraría con su cámara no el encuentro en sí, sino un detalle de alguna esquina, una mancha, un objeto, rostros anónimos; en cambio, yo escribiría los suyos mientras Inés me los contaba, y también, la idea era que podía escoger lo que quisiera de sus historias.

Nuestras primeras aventuras funcionaron muy bien. Ella iba a los sitios donde yo había estado con alguien y tomaba sus fotografías en blanco y negro. Luego ella me contaba del hombre que había conocido en un bar, o en el metro o en cualquier lugar y que se había llevado como un trofeo. No, como un trofeo no.

Uso mal las palabras. No había vanagloria en ninguno de los dos. Pero con cada relato que nos contábamos se rompía un poco el amor entre nosotros. Yo intentaba dejar por escrito lo que ella me contaba. Yo quería contar sus historias pero me sentía incapaz. Me dolían las palabras. Me dolía imaginarla con otros. Y pronto descubrí que a ella también le pasaba lo mismo. Éramos dos actores que ya no querían seguir con sus papeles. Éramos actores que nunca debieron aceptar esos papeles. Luego, un día, Inés ya no quiso contarme nada, ni que yo le contara, y comenzó a evadirme. Al final, un día tomó algunas cosas y se fue. Nos despedimos como dos extraños. Tengo recuerdos vagos de esos meses. Largas caminatas por el bosque, viajes en el auto manejando a ciento ochenta kilómetros por hora, y demasiado silencio. Me encerré a trabajar a partir de las fotos de Inés. La extrañaba muchísimo, le digo a Hye, quien me escucha detenidamente y me toma de las manos. Extrañaba la cotidianidad con Inés, nuestros chistes malos, su capacidad de sorpresa a cada momento, nuestra juventud, los viajes que habíamos hecho con enorme esfuerzo. Me di cuenta de que la amaba y que no me importaba lo que había pasado. Quise decírselo, quise que lo supiera. Un día conseguí su número de teléfono y le marqué a Bogotá. Marqué los números lentamente, como si estuviera aprendiendo a teclear por primera vez. Escuché el timbre varias veces, luego su voz. ¿Aló, aló?, dijo ella. Vino un silencio incómodo para mí. Estaba arrepentido de mi llamada. Soy yo, le dije. ¿Cómo estás, cómo va todo?, me gustaría verte. Otro silencio que me pareció mucho más largo. ¿Qué quieres? No quiero

que me molestes, no quiero nuestro pasado, dijo sin furia, sin enojo, como si repitiera un diálogo monótono, y colgó. Me quedé mirando el auricular, sorprendido. Colgué despacio y de pronto me vino a la memoria una noche en Cuzco, los dos solos en ese bar pretendidamente mexicano, ebrios y cansados de un día de caminata por toda la pequeña ciudad. Inés me dijo, como si me confesara un secreto, que me amaba. Y yo sonreí porque era la primera vez que alguien me decía esas palabras. Inés sacó una pequeña bolsa con polvo, metió la uña y se la llevó a una de sus fosas nasales; repitió el gesto en la otra fosa nasal. Yo estaba limpio. Recuerdo bien esa noche. Cogimos en un callejón, ella recargada en el muro y yo intentando mantener el equilibrio mientras la penetraba lentamente. Fuimos jóvenes, fuimos un futuro que ya no estaba más. Pensé entonces en las fotos de Inés, en las intervenciones que yo le había hecho a los negativos. Eso era lo que quedaba, un grupo de piezas en donde estábamos los dos, en donde había fragmentos de nosotros, manchas imposibles de borrar.

Alguien acaba de caminar sobre mi tumba. Alguien, como escribiera Banville.

Hye me observa como miran las mujeres a alguien indefenso y torpe, y me sonríe. Mi amor, me dice, sólo piensa que la tuya fue una gran historia de amor. Y que ahora estás aquí, conmigo, a salvo. Para algo sirve el pasado, le digo. Me abraza y siento un alivio que se va alargando en mi cuerpo, que se adentra. Esa cualidad tiene Hye. Con ella me siento cómodo y tranquilo.

Buenos Aires es una banca y un árbol de Plaza Francia. Un hombre y una mujer sentados en esa banca. Una lluvia fina. El bochorno de la tarde.

Buenos Aires es mi insomnio.


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Martes

Caminar activa el pensamiento. Lo supo Hazlitt, quien escribió: «Casi no hay nada que muestre, más que las excursiones a pie, la miopía o los caprichos de la imaginación. Al cambiar de lugar modificamos nuestras ideas; no, más aún: nuestras opiniones y sentimientos. Mediante un esfuerzo en realidad podemos transportarnos a escenarios antiguos, ya largamente olvidados, y entonces el cuadro de la mente vuelve a revivir; pero olvidamos aquellos que acabamos de dejar. Diríase que sólo podemos pensar en un lugar a la vez; el lienzo de la fantasía sólo tiene ciertas dimensiones y si en él pintamos un conjunto de objetos, inmediatamente se borran otros: no podemos ensanchar nuestras concepciones, sólo cambiar nuestro punto de vista. El paisaje desnuda su corazón al ojo fascinado, llenándonos por completo, y parece que no pudiéramos formar otra imagen de hermosura o de grandeza». Caminar sin un plan preconcebido con Hye. Vagamos conversando de un tema a otro. Lo que importa es la conversación, las piernas que avanzan por calles y parques, que se detienen para que nuestros ojos observen una fachada, cierto reflejo del cielo en una ventana, un árbol con forma de algo que podría ser un animal mitológico. Cuando se camina el paisaje se vuelve al instante pasado. Cruzamos la Avenida del Libertador para entrar por la parte trasera del bosque. La luz proyectada en las hojas de los árboles es un pálido reflejo de nuestros pensamientos; sorteamos un grupo de ardillas que piden comida, escuchamos los ronquidos de un hombre que duerme plácido bajo un álamo, sentimos las hojas romperse bajo nuestras pisadas y vemos a parejas de adolescentes desperdigadas en distintas partes del bosque. A lo lejos se ve el Jardín Japonés y más allá la otra avenida tumultuosa. Ahora recuerdo a Hazlitt y aunque no venga al caso, o quizá sí, al dandy George Brummell. Uno caminaba para activar el pensamiento, y el otro para activar las miradas del mundo que lo rodeaba. Brummell me lleva a Monterroso en este meandro que activa la memoria, y Hye y yo terminamos sentados en una banca mientras un pato solitario intenta acercarse a donde estamos. Observo el rostro de mi coreana y el fondo que lo enmarca: este bosque que es como un espejismo, un paisaje que ahora no tiene bruma, pero que pienso que podría ser un escenario perfecto para una imagen decimonónica aunque no esté vestido como Brummell y Hye no haya salido de un retrato de Whistler.


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Miércoles

Comemos con Milo y Liliana en su casa de Palermo. El calor cada vez es más fuerte y se vuelve insoportable. Estamos en la terraza del segundo piso mientras vemos el cielo de Buenos Aires. Hay una claridad que asusta. Milo nos habla de los proyectos que están haciendo: una remodelación en Palermo, otra en Barrio Norte y un edificio de apartamentos a las afueras de la ciudad. Liliana es toda alegría siempre, optimista y profundamente cariñosa. Ellos beben vino tinto y yo estoy con mi tercer whisky. Me tocó preparar a mí la comida y les hice una sopa phö de res y cerdo y después un curry verde tailandés de mariscos. A Liliana le gusta la comida de Oriente. Hablamos sin parar. Le digo a Milo que me recomiende autores argentinos y me da una larga lista. Se está bien en esta tarde en la que Hye no para de tomarnos fotos a todos y de subirlas a Instagram. Estoy cansado y quiero tirarme en una cama para ver si puedo echarme una siesta. Nos regresamos a casa en un taxi por Juan B. Justo hasta tomar Avenida del Libertador, para entrar luego a Recoleta. Me voy a la cama y Hye se queda leyendo un libro de Han Byung-Chul que se llama Filosofía del budismo zen. Lee unas cuantas páginas y deja el libro para ver televisión y hablar con Emile. Le cuenta que hoy por la noche iremos a un club swinger en Palermo Hollywood que le recomendaron unos amigos. La escucho reír y preguntarle a Emile cómo está, que si no la extraña, que ella todo el tiempo. Intento dormir pero no puedo, mi cabeza va a mil por hora y pienso cientos de cosas a la vez y encuentro conexiones entre elementos que no la tienen. Una letra de canción me lleva a un diálogo de una película que a su vez me lleva a un libro o a algo escuchado en la calle. Así estoy la mayor parte del tiempo. Intentando controlar mi mente. Hago meditación y descanso un poco. Hye termina de hablar con Emile y pone Kind of Blue de Miles porque sabe que me gusta la música de Davis.

Emile te manda su cariño y dice que te portes bien, me dice ella mientras cruza al baño con una sonrisa pícara en los labios. Yo la veo pasar. Me levanto y la sigo: está sentada, orinando, con sus bragas blancas debajo de las rodillas y una pequeña camiseta que marca sus tetas, también pequeñas. Escucho el chorro caer, es largo. Hye toma un trozo de papel y quita los restos. Baja la palanca, se sube las bragas y me abraza.

¿Ya sabes qué haremos hoy por la noche, Fuzzaro?, ¿intercambiamos o no?, me dice. Y yo le digo que no importa, que lo decida ella, que yo tengo ganas de ver. Que lo que más quiero es que sea feliz. Eres un mentiroso, me dice. Tú lo que quieres es sólo coger y coger y coger. Nos reímos ambos, nos besamos largamente.

Me pongo a trabajar un rato, unas pocas horas, haciendo bocetos de una de las posibles piezas y tomando apuntes de materiales, densidades, peso, altura. Aún no estoy seguro de lo que quiero hacer. A veces me parece que lo mejor podría ser un cuadro enorme, otras, quizá, una foto intervenida con pintura o algunos objetos ensamblados para hacer una escultura. Aún no sé bien para dónde va el asunto. Voy a ciegas, tanteando.

Hye se ha dormido.

Observo su respiración.

Son las doce de la noche. Tomamos el auto y salimos a Palermo Hollywood. Hace poco terminó de llover. El viento refresca. El club al que vamos es una casa anónima, que franqueamos a través de una puerta de madera y un largo corredor. Nos recibe uno de los dueños y nos explica cuáles son las reglas, en dónde está la bebida y dónde hay que dejar nuestra ropa. Debemos decir si no queremos intervenir y si alguien no nos interesa basta un gesto. La casa está llena de muchos extranjeros y una gran cantidad de argentinos. Hye se quita la ropa, me besa y se va a deambular. Yo me voy al bar y pido un whisky. Detrás de la barra hay un mueble con botellas y un espejo al centro, que me permite verme y ver lo que pasa atrás. Debo desnudarme, me dicen. Y si quiero puedo usar una bata. Son las reglas. Entrego mi ropa y pido otro whisky. Detrás mío hay dos hombres besándose mientras una mujer le chupa la verga a uno de ellos. La visión del espejo hace que parezcan fantasmas. La luz tenue, casi amarillenta, permite atisbar fragmentos de cuerpos. El lugar, a pesar de los múltiples botes con esencias, y de lo higiénico y casi aséptico, huele a sudor y sexo. Es un olor ligero y un poco penetrante. Me levanto de la barra y camino por la casa para buscar a Hye. Hay una habitación sin luz, donde tropiezo con cuerpos en el piso. Escucho gemidos y siento manos que me tocan, una boca que quiere succionarme. Me salgo de ahí. Al fondo hay un jardín en donde un grupo charla tranquilamente. Parecen conocerse. Al lado, una piscina en donde no se vale coger. Continúo mi deambular. Descubro a voyeurs por toda la casa, sólo miran sin participar. Hay habitaciones en donde dos parejas se intercambian; en otras, veo tríos, grupos de hombres solos cogiendo. Tengo mi vaso de whisky en la mano y me doy cuenta de que no

La música del fin del mundo

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