Читать книгу La felicidad conyugal - Leon Tolstoi, León Tolstoi - Страница 6
II
ОглавлениеEntretanto, llegó la primavera. Mi antigua tristeza quedó atrás y dio paso a una primaveral nostalgia soñadora, llena de esperanzas y de deseos incomprensibles. Aunque no vivía como a principios del invierno, sino que me dedicaba a Sonia, a la música y a la lectura, con frecuencia salía al jardín y larga, muy largamente, deambulaba sola por las calles arboladas o me sentaba en algún banco, sólo Dios sabe pensando en qué, deseando o esperando qué. A veces me quedaba la noche entera, sobre todo si había luna, sentada hasta el amanecer junto a la ventana de mi cuarto, y a veces, sólo en camisón y a escondidas de Katia, salía al jardín y corría sobre el rocío hasta llegar al estanque; una vez incluso me fui hasta el campo, y sola, de noche, rodeé el jardín.
Ahora me resulta difícil recordar y comprender esos sueños que entonces colmaban mi fantasía. Y cuando logro recordarlos, me cuesta creer que esos fueran mis sueños. Así de extraños y de alejados de la vida estaban.
A finales de mayo, tal y como había prometido, Serguéi Mijáilich volvió de su viaje.
La primera vez que vino llegó por la tarde, cuando definitivamente no lo esperábamos. Nos encontrábamos en la terraza y nos disponíamos a tomar el té. El jardín estaba inundado de verde, los ruiseñores hacían sus nidos entre las matas de los parterres, donde se quedarían hasta el día de San Pedro. Los rizados arbustos de las lilas, por aquí y por allá, parecían espolvoreados con algo blanco y violeta. Eran las flores, listas para brotar. El follaje del paseo de los abedules parecía absolutamente transparente con el sol del crepúsculo. En la terraza había una sombra fresca. El copioso rocío vespertino aún debía tenderse sobre la hierba. En el patio, detrás del jardín, se oyeron los últimos sonidos del día, el ruido de un rebaño guiado; Nikon, el tontuelo, pasó llevando un tonel por el sendero que hay frente a la terraza; el frío hilillo de agua de la regadera pintaba círculos negros sobre la tierra mullida, cerca de los tallos de las dalias y de los soportes. En la terraza, encima de un mantel blanco, brillaba y bullía el recientemente pulido samovar; había nata, rosquillas y galletas. Katia, con sus manos regordetas, como buena ama de casa, enjuagaba las tazas. Yo, sin esperar el té y hambrienta después del baño, comía pan con gruesas capas de nata fresca. Llevaba puesta una blusa de lino con mangas anchas, y una pañoleta cubría mis cabellos mojados. Katia fue la primera que lo atisbó, todavía desde la ventana.
—¡Ah! Serguéi Mijáilich —lo recibió—, justamente estábamos hablando de usted.
Yo me levanté con la intención de ir a cambiarme de ropa, pero me topé con él en el momento en que llegué a la puerta.
—¡Cuántas formalidades en la aldea! —dijo, mirando mi cabeza cubierta por la pañoleta y sonriendo—. No me dirá que se avergüenza delante de Grigori, y yo, verdaderamente, soy para usted como Grigori.
Pero justo entonces me pareció que me miraba de un modo muy distinto de como me miraba Grigori, y me sentí incómoda.
—Ahora vuelvo —dije, separándome de él.
—¿¡Qué tiene de malo!? —gritó en dirección a mí—. Parece una campesinita joven recién casada.
«Qué raro me ha mirado —pensé mientras me cambiaba rápidamente de ropa—. ¡Pero gracias a Dios que ha vuelto, estaremos más entretenidas!».
Y, tras verme en el espejo, bajé gozosa por la escalera y, sin ocultar que me daba prisa, entré sofocada en la terraza. Él estaba sentado a la mesa y le hablaba a Katia de nuestros asuntos. Me echó una mirada, sonrió, y siguió hablando. Nuestros asuntos, según dijo, iban maravillosamente bien. Sólo tendríamos que terminar de pasar el verano en la aldea, y luego podríamos marcharnos o a Petersburgo, para la educación de Sonia, o al extranjero.
—Si usted se fuera con nosotras al extranjero —sugirió Katia—, no estaríamos solas como en medio de un bosque.
—¡Ah! Con ustedes iría a dar la vuelta al mundo —dijo medio en broma, medio en serio.
—Pues no se hable más —dije yo—, vámonos a dar la vuelta al mundo.
Él sonrió y meneó la cabeza.
—¿Y mamá?, ¿Y mis asuntos? —preguntó—. Pero dejemos el tema, mejor cuéntenme cómo han pasado este tiempo. ¿No me dirá que de nuevo ha sucumbido a la tristeza?
Cuando le conté que durante su ausencia había estudiado y no me había aburrido, y Katia corroboró mis palabras, él me alabó, y tanto con sus palabras como con sus ojos me colmó de caricias, como a un niño, como si tuviera el derecho de hacerlo. Me pareció indispensable contarle con todo detalle y, especialmente, con toda franqueza las cosas buenas que había hecho, y reconocer, como en una confesión, todo aquello de lo que él podría estar descontento. La tarde era tan hermosa que, cuando se llevaron el té, nos quedamos en la terraza, y la conversación era tan entretenida para mí que no me di cuenta de cómo poco a poco se había ido apagando el rumor de la gente. Aquí y allá se dejaba sentir, cada vez con más fuerza, el aroma de las flores, un rocío abundante había cubierto la hierba, un ruiseñor gorjeó por ahí cerca, en una de las lilas, y luego, al oír nuestras voces, guardó silencio; el cielo estrellado parecía venírsenos encima.
Me di cuenta de que estaba anocheciendo sólo porque, de pronto, por debajo del toldo de la terraza, entró volando silenciosamente un murciélago y se sacudió cerca de mi pañoleta blanca. Me pegué a la pared y estaba a punto de gritar cuando el murciélago, tan silencioso como antes, reapareció a gran velocidad por debajo del alero y se escondió en la penumbra del jardín.
—Cómo me gusta su Pokróvskoe —dijo él, interrumpiendo la conversación—. Me pasaría la vida entera sentado aquí en la terraza.
—No se hable más, siga sentado —dijo Katia.
—Sí, siga sentado… —susurró él—; la vida no se sienta.
—¿Por qué no se casa? —preguntó Katia—. Sería usted un marido extraordinario.
—Porque me gusta estar sentado —río—. No, Katerina Kárlovna, usted y yo ya no estamos en edad de casamiento. Hace mucho tiempo que han dejado de verme como a un candidato al matrimonio. Yo también, hace mucho, lo di por perdido, y desde entonces me siento bien, la verdad.
Me pareció que decía esto de manera afectada pero seductora.
—¡Vaya! Treinta y seis años y da la vida por concluida —dijo Katia.
—¡Y cómo! —continuó él—. De lo único que tengo ganas es de estar sentado. Y para casarse hace falta algo más. Pregúntele a ella —añadió, señalándome con la cabeza—. Es a ellas a las que hay que casar. Y nosotros nos alegraremos por ellas.
En el tono de su voz había una tristeza velada y cierta tensión que no se me escapó. Guardó silencio un momento; ni Katia ni yo dijimos nada.
—Imagínese —continuó, cambiando de posición en la silla— que de pronto me casara, por un desafortunado acaso, con una muchachita de diecisiete años, digamos con Mash…, con Maria Alexándrovna. Es un magnífico ejemplo, estoy muy contento de que haya salido aquí…, es el mejor ejemplo.
Yo me reí y no entendía por qué o de qué estaba él tan contento y por qué había salido ahí…
—Dígame la verdad, con la mano en el corazón —dijo él dirigiéndose a mí en tono burlón—, ¿acaso no sería para usted una desgracia unir su vida a la de un hombre viejo que ya ha vivido, que sólo tiene ganas de estar sentado, mientras que usted sabe Dios qué quiere, qué le pasa por la cabeza?
Me sentí incómoda, guardé silencio sin saber qué contestar.
—No, no le estoy pidiendo su mano —dijo riendo—, pero dígame la verdad, cuando por las noches usted deambula por las avenidas arboladas no es con un marido como yo con quien sueña. Eso sería una desgracia para usted, ¿no es cierto?
—No sería ninguna desgracia… —atiné a decir.
—No obstante, no estaría bien —añadió él.
—No, pero puedo equivo…
Pero él me interrumpió de nuevo.
—Ya lo ve, y ella tiene toda la razón, y yo le estoy agradecido por su sinceridad y estoy contento de que esta conversación se haya producido entre nosotros. Pero eso no es todo, para mí sería la más grande de las desgracias — añadió.
—Qué extravagante es usted, y sigue siendo el mismo —dijo Katia, y salió de la terraza para ordenar que dispusieran la mesa para la cena.
Cuando Katia se fue, ambos guardamos silencio, y todo a nuestro alrededor guardaba también silencio. Sólo un ruiseñor inundaba el jardín, pero ya no como por las tardes, entrecortada e indecisamente, sino como por las noches, sin darse prisa, reposado; y otro ruiseñor, desde el fondo del barranco, por primera vez esa noche, le respondió a lo lejos. El que teníamos más cerca calló, como si por un momento prestara atención, y luego, con más brusquedad y más intensidad, rompió a cantar con un sonoro trino. Y en el nocturno mundo de los pájaros, ajeno al nuestro, sus voces sonaban con una serenidad monárquica. El jardinero se retiró a dormir al invernadero, las pisadas de sus gruesas botas resonaban por el camino cada vez más distantes. En la colina, alguien silbó dos veces muy penetrantemente, y luego todo quedó de nuevo en silencio. Una hoja vaciló apenas audiblemente, vibró el toldo y, oscilando en el aire, una fragancia aromática llegó hasta la terraza y se extendió por ella. Me resultaba incómodo callar después de lo que se había dicho, pero no sabía qué decir. Lo miré. Sus ojos brillantes se volvieron a mirarme en medio de la penumbra.
—¡Qué maravilloso es vivir! —dijo.
Yo suspiré, no sé por qué.
—¿Diga?
—¡Qué maravilloso es vivir! —repetí.
Y de nuevo guardamos silencio, y de nuevo me sentí incómoda. No podía dejar de pensar que lo había mortificado al mostrarme de acuerdo con él en que estaba viejo y quería consolarlo, pero no sabía cómo.
—Ya va siendo hora de despedirme —dijo levantándose—. Mamá me espera a cenar. Hoy casi no la he visto.
—Pero yo quería tocar para usted una nueva sonata —dije.
—Otro día —respondió fríamente, según me pareció—. Adiós.
La impresión de que lo había mortificado fue todavía más fuerte, y me dio pena. Katia y yo lo acompañamos hasta la escalinata y nos quedamos en el patio mirando el camino por el que desapareció. Cuando dejaron de oírse las pisadas de sus caballos, di una vuelta alrededor de la terraza y me puse de nuevo a mirar el jardín, y envuelta en la neblina empapada de rocío en la que se quedaban suspendidos los sonidos de la noche, pasé mucho tiempo aún viendo y escuchando todo lo que quería ver y escuchar.
Él volvió una segunda y una tercera vez, y la incomodidad que me había producido la extraña conversación que entre nosotros había tenido lugar desapareció definitivamente y no volvió a aparecer. Durante el verano solía venir a visitarnos dos o tres veces por semana, y yo me acostumbré a su presencia, de manera que cuando sus visitas se espaciaban, me sentía a disgusto en mi soledad, y me enfadaba con él, y me parecía que hacía mal abandonándome. Él se dirigía a mí como a un amigo joven y querido, me hacía preguntas, me incitaba a la sinceridad más cordial, me daba consejos, me alentaba, de vez en cuando me regañaba y hasta me daba órdenes. Pero pese a todos los esfuerzos que hacía por estar constantemente a mi nivel, yo percibía que más allá de todo lo que pudiese entender había un mundo ajeno al que él no consideraba prudente dejarme entrar, y eso, más que cualquier otra cosa, afianzaba en mí el respeto que me infundía y hacía que me sintiera atraída por él. Sabía por Katia y por los vecinos que, además de las preocupaciones por su anciana madre, con quien vivía, además de ocuparse de su hacienda y de nuestra tutoría, tenía algunos asuntos nobiliarios que le daban grandes disgustos; pero jamás pude averiguar a través suyo cuáles eran sus convicciones, sus planes, sus esperanzas… En cuanto llevaba la conversación hacia sus asuntos, fruncía el entrecejo de esa manera tan suya, como diciendo: «Basta, por favor, qué puede a usted interesarle todo esto», y cambiaba de tema. Al principio eso me ofendía, pero luego me acostumbré tanto que acabé por encontrar natural que siempre habláramos sólo de las cosas referentes a mí.
Otra cosa que al principio tampoco me gustaba, pero que luego por el contrario me resultó agradable, era su indiferencia absoluta, casi diría su desprecio por mi apariencia. Nunca, ni con una mirada, ni con una palabra me daba a entender que fuese yo bonita; al contrario, se fruncía y se reía cuando delante de él alguien decía que me encontraba bonita. Incluso le agradaba hallar defectos en mi apariencia y me hacía rabiar hablando de ellos. Los peinados y los vestidos de moda con los que Katia me acicalaba en fechas solemnes sólo provocaban que se mofara, lo que afligía a la buena de Katia y al principio también a mí me desconcertaba. Katia, que había decidido, según su buen saber y entender, que yo le gustaba, no lograba entender cómo podía desagradarle que la mujer que le gustaba se mostrara bajo la luz que más le favorecía. Yo no tardé en darme cuenta de lo que él necesitaba. Él quería creer que en mí no había coquetería. Y cuando lo entendí, no quedó en mí ni la sombra de la coquetería de los vestidos, de los peinados, de los ademanes; en su lugar apareció algo más claro que la luz del día: la coquetería de la sencillez en un momento en el que yo aún no podía ser sencilla. Sabía que él me amaba, y no me preguntaba si como a una niña o como a una mujer; pero apreciaba ese cariño y, como sentía que para él yo era la mejor jovencita del mundo, no deseaba sino que ese engaño siguiese vivo en él. Y, sin proponérmelo, lo engañaba. Pero, en engañándolo, también yo me volvía mejor. Sentía cuánto mejor y más digno era mostrar frente a él los mejores aspectos de mi alma, y no de mi cuerpo. Me parecía que él había estimado desde el primer momento mis cabellos, mis manos, mi cara, mis hábitos, fueran los que fueran, buenos o malos, y que los conocía hasta tal punto que, aparte del deseo de engaño, yo no podía añadir nada a mi apariencia. En cambio, él no conocía mi alma; y como la amaba, y como ella crecía y se desarrollaba, ahí era donde yo podía engañarlo, y lo engañaba. ¡Y qué fácil me resultó estar con él cuando entendí esto con claridad! Aquellos desasosiegos sin motivo, aquella falta de libertad de movimientos desaparecieron en mí definitivamente. Yo sentía que de frente, de perfil, sentada o de pie, él me veía; que me conocía íntegra, completa, con el cabello recogido o suelto, y a mí me parecía que estaba contento conmigo tal y como yo era. Creo que si él, en contra de sus costumbres, como hacen otros, de pronto me hubiese dicho que tenía un rostro hermoso, ni siquiera me habría alegrado. Pero, en cambio, qué placer y qué luz en el alma cuando después de alguna de mis palabras se me quedaba mirando y hablaba con esa voz conmovida a la que intentaba dar un tono burlón:
—Sí, sí, usted tiene algo. Es usted una buena muchacha, debo decírselo.
¿Y por qué recibía yo esas recompensas que llenaban mi corazón de orgullo y alegría? Porque comentaba que me producía ternura el amor del viejo Grigori por su nieta, o porque me había conmovido hasta el llanto un poema o una novela que había leído, o porque prefería Mozart a Schulhoff. Y era sorprendente, pensaba, con qué extraordinario olfato intuía yo entonces lo que era bueno y debía ser amado, pese a que en esa época definitivamente no sabía ni lo que era bueno ni lo que debía ser amado. La mayor parte de mis costumbres y de mis aficiones anteriores no le agradaban, y bastaba el movimiento de una de sus cejas, o una mirada, para que me diera cuenta de que no le gustaba lo que iba a decir; bastaba que pusiera esa expresión tan suya, doliente, un poco despreciativa, para que tuviera la impresión de haber dejado de amar lo que hasta entonces había amado. A veces, cuando apenas se disponía a darme algún consejo, ya creía saber lo que me diría. Me interrogaba mirándome a los ojos, y su mirada me arrancaba justamente el pensamiento que él quería. Todos mis pensamientos de entonces, todos mis sentimientos de entonces no eran míos; eran sus pensamientos y sus sentimientos que de pronto se habían hecho míos, habían pasado a formar parte de mi vida y la habían iluminado. De manera completamente imperceptible para mí comencé a mirarlo todo con unos ojos distintos: a Katia, a nuestros criados, a Sonia, a mí misma y, también, mis ocupaciones. Los libros que antes leía sólo para matar el tedio de pronto fueron para mí uno de los mayores placeres en la vida; y todo únicamente porque él y yo hablábamos de libros, los leíamos juntos, y era él quien me los proporcionaba. Antes, las lecciones de Sonia y el sentarme con ella a hacer los deberes eran para mí una obligación pesada que me esforzaba en cumplir única y exclusivamente porque era consciente de mi deber; ahora, como él se quedaba a las clases, ir viendo los progresos de Sonia se convirtió para mí en una alegría. Antes, aprender una pieza musical completa me parecía imposible; pero ahora, sabiendo que él me escucharía y, tal vez, me alabaría, era capaz de tocar hasta cuarenta veces seguidas un mismo pasaje, de modo que la pobre Katia acababa poniéndose algodón en los oídos antes de que yo me aburriera. Las mismas viejas sonatas ahora se fraseaban de una forma completamente distinta y se oían diferentes, mucho mejor. Hasta Katia, a la que yo conocía y quería, también cambió a mis ojos. Sólo ahora entendí que no estaba obligada a ser para nosotras la madre, amiga y esclava que era. Comprendí toda la abnegación y el sacrificio de esa criatura amante, comprendí todo lo que le debía; y la quise todavía más. Él me enseñó a ver a nuestra gente —a los campesinos, a los siervos, a las criadas— de una manera distinta de como los había visto hasta entonces. Resulta ridículo decirlo, pero hasta los diecisiete años viví entre aquella gente más ajena a ellos que a la gente a la que nunca había visto; ni una sola vez se me había ocurrido pensar que esas personas también tenían sus amores, sus anhelos y sus simpatías, como yo. Nuestro jardín, nuestros bosques, nuestros campos, que yo conocía desde hacía tanto tiempo, de pronto se volvieron para mí nuevos y preciosos. No en vano él decía que en la vida hay una felicidad indiscutible: vivir para el otro. A mí en ese entonces me parecía extraño, no lo entendía; pero ese convencimiento, además de la idea misma, comenzó a visitar mi corazón. Él me descubrió todo un universo de alegrías en el presente, sin modificar nada en mi vida, sin añadir nada, salvo a sí mismo a cada una de mis impresiones. Lo que me rodeaba me había rodeado en silencio desde la infancia, pero bastó que él llegara para que todo lo que estaba a mi alrededor se soltara a hablar e irrumpiera en mi alma, colmándola de alegría.
Con frecuencia durante ese verano subía a mi habitación, me acostaba en la cama, y en vez de la antigua nostalgia primaveral por los anhelos y las esperanzas en el futuro, se apoderaba de mí la inquietud de la felicidad en el presente. No lograba conciliar el sueño, me levantaba, me sentaba en la cama de Katia y le decía que era absolutamente feliz, cosa que, ahora lo veo, no hacía ninguna falta que dijera, pues ella misma podía verlo. Ella me decía que tampoco necesitaba nada y que también era muy feliz, y me besaba. Y yo le creía, y me parecía tan indispensable, tan justo que todos fuesen felices. Pero Katia también era capaz de pensar en dormir e incluso se fingía enfadada; a veces me echaba de su cama y se quedaba dormida, y yo pasaba mucho tiempo todavía rememorando todo aquello que me hacía tan feliz. A veces me levantaba y volvía a rezar, y rezaba con mis palabras para agradecer a Dios esa felicidad que me había dado.
Y la habitación estaba en silencio; sólo se oía la respiración uniforme de Katia, que dormía, el tictac del reloj a su lado, y yo me daba la vuelta en la cama y susurraba algunas palabras o me persignaba y besaba la cruz que llevaba al cuello. Las puertas estaban cerradas, las contraventanas también; alguna mosca o mosquito, vacilando, zumbaba en un mismo lugar. Y yo tenía ganas de no salir nunca de ese cuartito; no quería que llegara la mañana, no quería que se desvaneciera esa atmósfera espiritual que me rodeaba. Tenía la sensación de que mis sueños, mis pensamientos y mis plegarias eran seres vivos que ahí, en la oscuridad, vivían conmigo, revoloteaban alrededor de mi cama, se quedaban a mi lado. Y cada uno de mis pensamientos era un pensamiento suyo, y cada uno de mis sentimientos era un sentimiento suyo. Entonces yo no sabía que eso era el amor, pensaba que siempre podría ser así, que era un sentimiento que se daba porque sí.