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ECOLOGÍA AMBIENTAL

La palabra ecología fue creada en el año 1866 por Ernest Haeckel, biólogo alemán, discípulo de Darwin. Definió la ecología como el estudio de las relaciones de todos los seres vivos y no vivos entre sí y con su entorno. Todos viven juntos en la Casa Común, que es la Tierra, y juntos se ayudan mutuamente para alimentarse, reproducirse y co-evolucionar. Es el llamado medio ambiente que, en verdad, es el ambiente completo porque abarca a todos los seres vivos.

En griego, a la casa se la denomina oikos, de donde se deriva la palabra ecología. Por lo tanto, se trata de entender que las rocas, los ríos, los océanos, los climas, las plantas, los animales y los seres humanos son interdependientes. Forman la comunidad terrenal que es la Casa Común y un gran sistema dinámico que se autorregula.

En los inicios, la ecología era tan solo un subcapítulo de la biología. Después, a partir de 1960, comenzó a ser un tema que preocupó a ambientalistas y a conservacionistas de especies en peligro de extinción, hasta transformarse, con la creciente degradación de la naturaleza, en un discurso político-ecológico. Hoy, tal vez es la más universal y la mayor fuerza movilizadora, porque tiene que ver con el futuro de la vida, del ser humano y del planeta Tierra.

La alarma ecológica ya tiene eco en todas partes. A través de las grandes instituciones que acompañan y monitorean el estado de la Tierra, los informes de los gobiernos y las advertencias de grandes nombres de las ciencias, tenemos conocimiento de escenarios dramáticos sobre el calentamiento global, debido al aumento de los gases de efecto invernadero como el dióxido de carbono y el metano, entre otros; la desaparición de especies del orden de 70 000 a 10 000 al año; la escasez de agua potable; la desertificación de vastas áreas de la Tierra; la contami­nación del aire; el envenenamiento del suelo; y, no menos importante, la violencia en las relaciones sociales y las guerras entre pueblos con gran capacidad de devastación. Además, el ser humano creó para sí mismo una maquinaria de muerte capaz de destruir, de 15 maneras diferentes, a toda la especie humana y de dañar profundamente la biosfera.

Por esta razón, la Carta de la Tierra —ese importante documento de comienzos del siglo XXI, que representa lo mejor de la conciencia ecológica, humanística, ética y espiritual de la humanidad— dice que «estamos ante un momento crítico en la historia de la Tierra, en una época en la que la humanidad debe elegir su futuro. La elección es nuestra: o constituimos una alianza global para cuidar a la Tierra y cuidarnos unos a otros, o nos arriesgarnos a nuestra propia destrucción y a la destrucción de la diversidad de la vida».

La ecología es, por lo tanto, una respuesta a la crisis que abatió la biosfera, amenazando la supervivencia de la vida.

Para comprender la importancia de la ecología ambiental, necesitamos, ante todo, superar una visión reduccionista del medio ambiente; y luego, lograr una visión más integradora del planeta Tierra, que está formado por muchos tipos de medios ambientes —los llamados ecosistemas o biomas.

El medio ambiente, en primer lugar, no es algo que está fuera de nosotros y no nos concierna directamente. Pertenecemos al medio ambiente porque nos alimentamos con productos de la naturaleza: respiramos aire y bebemos agua (que corresponde al 70 % de nuestro cuerpo). En nuestro cuerpo y en nuestra sangre corren hierro, nitrógeno, magnesio, fósforo y muchos otros elementos físicoquímicos que también forman parte de todos los seres del universo. Basta con que ocurra un cambio de clima, o que haya un exceso de contaminantes en el aire, o pesticidas en los alimentos, para sentirnos afectados en nuestra salud. Formamos parte del ambiente y formamos, junto con los otros seres de la comunidad terrenal, el ambiente «entero», no solamente el «medio».

En segundo lugar, necesitamos enriquecer nuestra mirada sobre la Tierra. Ella no es sencillamente la composición de tierras altas, océanos, lagos y ríos. Esa es una lectura pobre. Es importante incorporar la visión que los astronautas nos transmitieron: desde sus naves espaciales pudieron ver la Tierra desde fuera de la Tierra. Quedaron profundamente impactados por su belleza azul-blanca y su fragilidad. Muchos testificaron: desde la Luna o desde nuestras naves no existe diferencia entre la Tierra y la humanidad, entre la Tierra y la biosfera. Formamos una única y radiante realidad.

Nosotros somos Tierra; somos Tierra que siente, piensa, ama, se cuida y venera. Por eso, hombre viene de humus, que significa ‘tierra fértil’. Por lo tanto, la vida no está solo en la Tierra ni ocupa partes de ella, la biosfera. La Tierra misma, como un todo, es un superorganismo vivo y se comporta como tal. Fue esta la conclusión a la que llegaron dos grandes científicos en la década de 1970: el médico y biólogo inglés James Lovelock, y la microbióloga Lynn Margulis. La Tierra es un superorganismo vivo que articula sistémicamente lo físico, lo químico, lo biológico y lo humano, de tal manera que se vuelve benevolente para la vida. Lovelock la llamó Gaia, el ente que expresaba, para los griegos, la Tierra viva y fértil.

La vida existe desde hace más de 3000 millones de años. En todo este tiempo, a pesar de que el sol era entre 30 % y 50 % más frío, la Tierra siempre ha garantizado el 21 % de oxígeno. El nitrógeno, fundamental para el crecimiento de los organismos vivos, es del orden de 79 %. El nivel de sal en los océanos se ha mantenido durante millones y millones de años en 3,4 %. Si subiera al 6 %, haría la vida imposible. Y así también todos lo demás elementos físicoquí­micos.

¿Cuál es el problema actual? El problema es que la regulación normal de la Tierra está fallando y se aproxima a un estado crítico en el que toda su vida puede estar en peligro. Por lo tanto, así como un médico se da cuenta de la gravedad de la enfermedad de su paciente por el nivel de fiebre que tiene, también los analistas del estado de la Tierra se dan cuenta de la alteración de su clima interno. Cuando se da la fiebre hay un límite que, si se excede, pone en grave riesgo la vida del paciente y puede morir. Lo mismo puede suceder con la Tierra. Por eso ahora no se trata tan solo de cuidar y proteger a los ecosistemas, sino de respetar su límite.

El límite de la Tierra se mide por el nivel de dióxido de carbono, de metano y de otros gases que producen el efecto invernadero y el calentamiento global.

La quema de combustibles fósiles produce anualmente 27 billones de toneladas de dióxido de carbono. Esto equivaldría, si se condensara, a una montaña de 1,5 km de altura con una circunferencia de 19 km.

¿Cómo asimilará la Tierra estos residuos invisibles y mortales? El gran temor —que se está apoderando de muchos científicos, economistas y políticos ecológicamente activos— es que nos estamos acercando a un cambio irreversible. La Tierra no se va a incendiar, pero se calentará lo suficiente como para derretir el hielo en los casquetes polares y en Groenlandia. Los océanos podrían elevarse entre uno y nueve metros hacia finales de este siglo. Sumergirían al 60 % de la población de las ciudades que viven en sus orillas. Gran parte de la humanidad podría desaparecer. Los sobrevivientes tendrían que esconderse en oasis donde la temperatura fuera más suave y apta para preservar la vida. Todo esto podría ocurrir en los próximos 20 a 30 años.

Como vemos, ocuparse del medio ambiente es preocuparse del futuro de la Tierra y de la vida. Necesitamos otro patrón de producción y de consumo. No podemos maltratar a la Gaia como lo estamos haciendo. Por eso, bien ha afirmado el papa Francisco en su carta encíclica de ecología integral sobre el cuidado de la Casa Común: «nunca hemos maltratado y lastimado nuestra Casa Común como en los últimos dos siglos» (LS, 53). Si continuamos así, nos expulsará como se expulsa una célula cancerígena.

La hermana madre Tierra —como ha dicho el papa Francisco— «clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que “gime y sufre dolores de parto” (Rm 8,22). Olvidamos que nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7)» (LS, 2).

No basta con desarrollar una tecnología más limpia. Debemos hacerlo, pero no es suficiente, así como tampoco lo es limar los dientes de un lobo para restarle ferocidad. Necesitamos crear otro tipo de civilización que trabaje junto con la Tierra, que utilice razonablemente los escasos recursos que quedan, que salvaguarde la capacidad de regeneración de los ecosistemas y que nos haga sentir hermanos y hermanas de la gran comunidad terrenal, viviendo de forma respetuosa dentro de la única Casa Común.

«Lamentablemente, muchos esfuerzos para buscar soluciones concretas a la crisis ambiental suelen ser frustrados no solo por el rechazo de los poderosos, sino también por la falta de interés de los demás. Las actitudes que obstruyen los caminos de solución, aun entre los creyentes, van de la negación del problema a la indiferencia, la resignación cómoda o la confianza ciega en las soluciones técnicas» (LS, 14).

Esta vez, no habrá un arca de Noé que salve a algunos y deje perecer a los demás. O nos salvamos todos, o todos estaremos perdidos. Ante la fuerza de los hechos, finalmente «nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos» (Papa Francisco: Momento extraordinario de oración en tiempos de epidemia. 27 de marzo de 2020).

Una ecología integral

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